EL REGALO DE MIS PADRES
Javier Alejandro Mendoza González
En
vísperas de Navidad hay luces y esferas por todo lugar. La gente da abrazos, regalos y nobles
deseos. Parece ser que por unos días un
buen sentimiento nace en el corazón de los seres humanos. Sin embargo, la alegría de fiestas y
villancicos no es para todos.
Recuerdo que cuando era un niño veía
la temporada de fin de año con cierta indiferencia. Para mí y mis hermanos no había regalos ni
pavo. La habitación en la que vivía con
mi familia –una pieza fría y sencilla, que era a una sola vez recámara,
comedor y cocina– era adornada por un
pesebre, hecho con palitos de paleta, y una rama encalada, de la que colgaban
heno y algunas esferas. En ese tiempo mi
padre no tenía trabajo; en la mesa había poca comida. Seguramente que nuestra cena de Nochebuena,
como siempre, sería pan y atole.
Luego
de ir al mercado con mamá, mis hermanos llegaron a casa con una bella
sonrisa. Con gran ilusión, como la
tienen los niños pequeños, me contaron la agitación que se vivía en toda la
ciudad en vísperas de la Navidad; había movimiento y muchas ventas. Los aparadores estaban llenos de ofertas y
productos de la temporada. En otros
hogares, en esa noche tan especial había deliciosos platillos y, alrededor de
un arbolito coronado con una estrella, muchos regalos.
Sin dejar su alegría expresaron el
deseo de que, por acto de magia, al sonar las doce del día veinticuatro, ellos
también tuvieran un regalo. Mi hermanito
pidió un carro de control remoto; la niña –la menor–, quiso una muñeca, de esas
que al apretarlas decían algunas palabras.
Yo era el mayor de los tres, ya me daba cuenta de la realidad, así que
no pedí nada, aunque mi único par de zapatos ya estuviera roto.
Papá se puso de rodillas para estar
a la altura de los niños. Con un tono
suave nos explicó el verdadero sentido de la Navidad.
—No se trata de fiestas ni comida,
ni de regalos y compras –nos dijo señalando el nacimiento que estaba en el
rincón—. Se trata de recordar que, en
una noche fría, Dios vino a nacer en este mundo sobre un pobre pesebre para
darnos un mensaje de amor y esperanza.
Mamá complementó, mientras
acariciaba mi cabeza:
—Somos afortunados por pasar la
festividad juntos y tener algo para comer.
Ya vendrán tiempos mejores.
Cuando papá se puso de pie se
tomaron de la mano. Sus anillos de
matrimonio chocaron. Eran un regalo que
tuvieron en su boda y lo único de valor que quedaba en la casa. Se miraron fijamente. Como lo saben hacer los que se aman, se
entendieron sin hablar.
Ese veinticuatro de diciembre, por
un par de horas fui el hombre de la casa.
Papá y mamá salieron. Antes de
hacerlo me dejaron al cuidado de mis hermanos.
No debía dejarlos salir ni que hicieran travesuras. Me pareció una tarea sencilla. Pero tan pronto nos quedamos solos, los niños
corrieron y brincaron; lloraron y pidieron todo. En ningún momento le hicieron caso a las
órdenes de su hermano mayor.
Mi suplicio terminó pronto, cuando
mis padres volvieron… con comida y cajas de regalos. No fue por arte de magia que esas bolsas
estuvieron sobre la mesa; fue por un acto de amor, que en su momento tal vez no
supimos valorar. ¡Éramos niños! La emoción fue incontenible. Hubo brincos, aplausos y sonrisas, pero
tuvimos que aguardar unas horas más para abrir los obsequios.
Al sonar las doce arrullamos la figura
del Niño Dios. Luego lo colocamos en el
nacimiento. Nos abrazamos, cantamos la
letanía y escuchamos música alegre. En
la mesa hubo pollo rostizado, ensalada y ponche. Luego de cenar, la niña abrió su regalo. Se trató de la muñeca que quería. El de mi hermano fue un carro de control
remoto, y el mío, claro, unos zapatos.
Quedó por ser abierto el obsequio de mis padres. Dijeron que lo harían después, ya que su
mejor regalo era la felicidad de la familia.
Esa noche la disfrutaron como nunca.
Tal y como lo dijo mamá, con el paso
de los años vinieron tiempos mejores, en los que ya no faltó el dinero ni la
comida. Mis hermanos crecieron; mis
padres envejecieron. La casa fue más
grande. En las fiestas decembrinas
abríamos sus puertas de par en par, siempre conservando el verdadero sentido de
la Navidad que cuando fuimos niños nos explicaron.
En cada Nochebuena, alrededor de la
mesa hay más gente y alegría. A los pies
del arbolito se colocan muchos regalos.
A pesar de que mi madre ha recibido vestidos, zapatos y demás, aún
conserva la vieja caja de cartón forrada con papel llamativo y un gran moño; la
caja, que entonces dijo, fue su regalo y el de papá, una caja vacía que nos dio
alegrías e ilusiones, pero que nunca fue abierta.
Sin temor a equivocarme puedo decir
que aquella fue la mejor de mis navidades… y la última vez que vi los anillos
de matrimonio de mis padres. Aún hoy les
doy las gracias por su regalo.
UN AMIGO INOLVIDABLE
Laura Margarita Medina
Los
aparadores con sus luces de colores anunciaban la Navidad. Los pequeños se
acercaban con sus padres a mirar con deleite la gran variedad de juguetes que
eran exhibidos. Chucho, el único hijo de Ana, se acercó también.
—¡Mira, mami, mira, ahí está el perrito Snoopy!
—Mi amor, es muy caro, con el poco
dinero que gano no me va a alcanzar -le dijo con dulzura.
—Mami, se te olvida que se lo voy a
pedir al niño Jesús. Mi maestra me dijo que se lo pida.
La mujer, sin decir más, lo tomó de
la mano y lo alejó de allí. Al día siguiente amaneció muy preocupada, faltaban
escasos cinco días para la Nochebuena y no tenía dinero para comprarle algo a
su hijo. Decidió encargar al niño con
una amiga, para ver si podía sacar algo de dinero haciendo alguna
limpieza de casa, pero nadie le dio empleo y muy abatida caminó hacia a la
vecindad donde vivía. En el camino, pasó por una tienda de telas y vio que
había cortes de oferta. Compró algunos y pensó que con algo de imaginación
podría elaborar ella misma el tan anhelado obsequio.
Cuando su hijo dormía, ella con amor
cosió cada trozo, imaginando el gusto que le daría a su pequeño.
El día 24 de diciembre llegó,
cenaron un pedazo de pollo y durmieron temprano. El día 25, casi al amanecer,
se escuchaban los pasos de Chucho por todo el cuarto.
—¡Mami, mami, despierta, despierta! Al
niño Jesús se le olvidó venir, no me trajo nada -dijo desesperado y triste.
—Busca debajo de la cama -contestó ella,
somnolienta.
El niño asomó su cara y con su pequeña mano extrajo una
deteriorada caja de zapatos. Al abrirla, su cara fue de asombro al ver el
contenido.
—¡Te dije mami, te dije!
Ana se levantó y sonrió con
satisfacción. Su niño estaba feliz con su Snoopy de trapo, el que se volvería
su amigo inseparable.
Chucho cumplió nueve años. Su madre
ya tenía un empleo fijo y pudo organizarle una fiesta. Así que invitó a sus
vecinos. Todos en el gran patio comieron y disfrutaron de la alegría del
festejo. Ya de madrugada se retiraron todos. Ana, por el cansancio, se quedó
dormida de inmediato, pero un ruido la despertó.
—¿Qué haces, hijo? Vete a dormir, es
tarde.
—No puedo, estoy buscando a Snoopy y no
está.
La mujer se levantó de prisa y,
efectivamente, el pequeño amiguito de su hijo había desaparecido. La noche fue
larga para ambos en espera de preguntarles a los vecinos si alguien lo había
visto. Todos dijeron que no. Chucho cayó en depresión. Su madre ofreció
regalarle uno mejor, de fábrica, más caro, que hablara. Pero fue inútil, él
solo quería el perrito que se había perdido.
Navidades pasaron y ningún juguete
fue mejor que ése. Chucho cumplió diez y ocho años. Desde ese día inició su
gusto por el alcohol, mientras su madre lo veía crecer solitario. En su rostro
siempre reflejaba nostalgia, que ella le atribuía al abandono de su padre. Duda
que se desvaneció el día que encontró en un cajón una nota de su hijo que
decía: “Snoopy, amigo, no sabes ¡Cuánto te extraño! ¿Dónde estás? ¿A quién le
platico lo que siento? ¿Quién me escuchará como tú lo hacías? ¿Y dormirá a mi
lado?”.
Las lágrimas de Ana fueron
incontenibles. Era evidente el gran valor que tenía aquel regalo, a pesar de todos
esos años transcurridos y la invadió un sentimiento de impotencia.
Diez años después ella murió dejando
a su hijo solo. Esto incrementó un alcoholismo que más tarde lo llevo al
hospital. Desgraciadamente, el día que se ingresó víctima de una ulcera
gástrica, casi no había personal que lo atendiera por ser día festivo.
“Qué mala suerte -pensó- todos
divirtiéndose y yo, sin nadie”. De pronto la puerta de la habitación se abrió y
entró un enfermero empujando una camilla. Dejó en la cama próxima a un pequeño
niño, el cual era acompañado por una madre joven. Esta escena le hizo recordar
su niñez y el gran amor recibido de su progenitora.
—Mira, hijo, te traje algo para que
te acompañe -dijo, depositando algo bajo la sábana.
El joven, al ver el gesto de paz que
le produjo el juguete que le depositaron a su lado, comentó:
—Sé lo que es tener un buen amigo,
yo tuve uno.
—¿Quieres ver el mío? -preguntó el
pequeño, con mirada inocente.
Chucho no contestó y estiró su mano
para mirarlo de cerca. Sintió luego cómo su corazón comenzó a latir con fuerza
mientras las manos le temblaban por la emoción. ¡Era él, su Snoopy!, que
parecía corresponderle con la mirada. Lo abrazó con fuerza y dejó que las
lágrimas hablaran de su sentimiento, sin importar que lo miraran. Lo reconoció
a pesar del color desgastado de la tela, de estar rasgado de las patas y, sobre
todo, porque en una de sus pequeñas manos, él había escrito con tinta:
"Chuchín".
El niño, al ver la emoción de su
compañero de habitación expresó con emotividad:
—Te lo regalo, mi mamá dice que, si
me dejo operar, el niño Jesús me traerá mi carro de bomberos.
—Gracias, mil gracias, sé que así
será -dijo, mientras un intenso rayo de luz iluminó la estancia aquel 25 de
diciembre.
CENA DE NAVIDAD
Lalo Vázquez G.
—A ver, niños, dejen de estar
jugando y desocúpenme el horno. Saquen todo lo que hay ahí. José Juan, saca
todos los moldes de panqué. Gustavo, saca harina y huevo de la alacena. Laura,
pásame la mantequilla del refrigerador. Israel, tráete el bote de la azúcar.
Eduardo, vete a la tienda por un kilo de huevo, color vegetal café, kilo y
medio de azúcar y un kilo de mantequilla La Gloria, pero que sea La Gloria,
porque si no, no me sirve. Córrele, pero ya estás aquí de regreso.
Todos en acción y la mamá hace y
dirige la orquesta.
Caminando
entre la gente, un enorme perro raza Collie, llamado Rubi, se paseaba por la
cocina, como si también ayudara en las labores. De pronto, la mamá con un grito
dijo:
—¿Qué haces aquí, Rubi?, salte,
salte, ándale.
El perro, muy educado, se salió, se
dio la vuelta y se volvió a meter.
—Aquí está lo que me pediste de la
tienda, mamá y aquí traigo tu cambio.
—A ver, Lalo, con ese dinero que te
sobró, ve otra vez a la tienda y te traes dos latas de lechera, cien gramos de
bolitas plateadas de dulce y medio kilo de cocoa. Pero vuélale, ya estás aquí
de regreso.
Y
así desde la mañana, todas las manos ocupadas en una u otra cosa, haciendo
sopa, guisados y pasteles. La mamá fue elaborando con toda paciencia un pastel
con forma de trineo y, a todo detalle, diseñó a Santa Claus y sus renos,
cubierto con betún de chocolate, de tamaño muy grande. Además espagueti,
bacalao y una riquísima ensalada de manzana, sin faltar el delicioso pavo
navideño jugoso y doradito. El hermoso pastel se acomodó en la inmensa mesa del
comedor junto con la vajilla, la cristalería y los cubiertos que obviamente los
acomodaron entre todos, atropellándose unos con otros y hasta el perro, que con
un grito lo corrían del lugar.
Todos a bañar y arreglarse para
salir rápidamente al templo que quedaba a solo unos pasos de la casa. Muy
devotos, la mamá y sus hijos, con sus mejores vestimentas, salieron a misa. Contentos
escucharon los villancicos y admiraron el bonito nacimiento que arreglaron en
la iglesia y, al término de la celebración, regresaron a casa para disfrutar de
la cena y con muchas ansias de abrir sus regalos. En la entrada de la casa los
esperaban primos, tíos y abuelos. Todos se saludaron y, al entrar a la casa,
muy grande fue la sorpresa.
Todos se quedaron petrificados, el
comedor estaba abierto, la mesa hecha un desastre; platos rotos, servilletas y
cubiertos en el suelo; el pastel todo mordisqueado. Los guisados, uno a la
mitad y, lo que quedó del pavo, tirado en el suelo. La ensalada volteada; el
hermoso mantel blanco, decorado con nochebuenas pintadas a mano, tenía bien
grabadas por todos lados las huellas del único culpable, el Rubi. Se había
servido con la cuchara grande.
Todos voltearon a ver al perro y el
animalito echó sus orejitas para atrás. Y moviendo la cola, empezó a ladrar, como
dando las gracias por sus sagrados alimentos.
*Textos publicados en El Sol del Bajío, Celaya, Gto.
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