domingo, 30 de diciembre de 2018

REGALOS INOLVIDABLES



EL REGALO DE MIS PADRES
Javier Alejandro Mendoza González

En vísperas de Navidad hay luces y esferas por todo lugar.  La gente da abrazos, regalos y nobles deseos.  Parece ser que por unos días un buen sentimiento nace en el corazón de los seres humanos.  Sin embargo, la alegría de fiestas y villancicos no es para todos. 

            Recuerdo que cuando era un niño veía la temporada de fin de año con cierta indiferencia.  Para mí y mis hermanos no había regalos ni pavo.  La habitación en la que vivía con mi familia –una pieza fría y sencilla, que era a una sola vez recámara, comedor  y cocina– era adornada por un pesebre, hecho con palitos de paleta, y una rama encalada, de la que colgaban heno y algunas esferas.  En ese tiempo mi padre no tenía trabajo; en la mesa había poca comida.  Seguramente que nuestra cena de Nochebuena, como siempre, sería pan y atole.
Luego de ir al mercado con mamá, mis hermanos llegaron a casa con una bella sonrisa.  Con gran ilusión, como la tienen los niños pequeños, me contaron la agitación que se vivía en toda la ciudad en vísperas de la Navidad; había movimiento y muchas ventas.  Los aparadores estaban llenos de ofertas y productos de la temporada.  En otros hogares, en esa noche tan especial había deliciosos platillos y, alrededor de un arbolito coronado con una estrella, muchos regalos.
            Sin dejar su alegría expresaron el deseo de que, por acto de magia, al sonar las doce del día veinticuatro, ellos también tuvieran un regalo.  Mi hermanito pidió un carro de control remoto; la niña –la menor–, quiso una muñeca, de esas que al apretarlas decían algunas palabras.  Yo era el mayor de los tres, ya me daba cuenta de la realidad, así que no pedí nada, aunque mi único par de zapatos ya estuviera roto.
            Papá se puso de rodillas para estar a la altura de los niños.  Con un tono suave nos explicó el verdadero sentido de la Navidad. 
            —No se trata de fiestas ni comida, ni de regalos y compras –nos dijo señalando el nacimiento que estaba en el rincón—.  Se trata de recordar que, en una noche fría, Dios vino a nacer en este mundo sobre un pobre pesebre para darnos un mensaje de amor y esperanza.
            Mamá complementó, mientras acariciaba mi cabeza:
            —Somos afortunados por pasar la festividad juntos y tener algo para comer.  Ya vendrán tiempos mejores.
            Cuando papá se puso de pie se tomaron de la mano.  Sus anillos de matrimonio chocaron.  Eran un regalo que tuvieron en su boda y lo único de valor que quedaba en la casa.  Se miraron fijamente.  Como lo saben hacer los que se aman, se entendieron sin hablar.
            Ese veinticuatro de diciembre, por un par de horas fui el hombre de la casa.  Papá y mamá salieron.  Antes de hacerlo me dejaron al cuidado de mis hermanos.  No debía dejarlos salir ni que hicieran travesuras.  Me pareció una tarea sencilla.  Pero tan pronto nos quedamos solos, los niños corrieron y brincaron; lloraron y pidieron todo.  En ningún momento le hicieron caso a las órdenes de su hermano mayor.
            Mi suplicio terminó pronto, cuando mis padres volvieron… con comida y cajas de regalos.  No fue por arte de magia que esas bolsas estuvieron sobre la mesa; fue por un acto de amor, que en su momento tal vez no supimos valorar.  ¡Éramos niños!  La emoción fue incontenible.  Hubo brincos, aplausos y sonrisas, pero tuvimos que aguardar unas horas más para abrir los obsequios.

            Al sonar las doce arrullamos la figura del Niño Dios.  Luego lo colocamos en el nacimiento.  Nos abrazamos, cantamos la letanía y escuchamos música alegre.  En la mesa hubo pollo rostizado, ensalada y ponche.  Luego de cenar, la niña abrió su regalo.  Se trató de la muñeca que quería.  El de mi hermano fue un carro de control remoto, y el mío, claro, unos zapatos.  Quedó por ser abierto el obsequio de mis padres.  Dijeron que lo harían después, ya que su mejor regalo era la felicidad de la familia.  Esa noche la disfrutaron como nunca. 

            Tal y como lo dijo mamá, con el paso de los años vinieron tiempos mejores, en los que ya no faltó el dinero ni la comida.  Mis hermanos crecieron; mis padres envejecieron.  La casa fue más grande.  En las fiestas decembrinas abríamos sus puertas de par en par, siempre conservando el verdadero sentido de la Navidad que cuando fuimos niños nos explicaron.
            En cada Nochebuena, alrededor de la mesa hay más gente y alegría.  A los pies del arbolito se colocan muchos regalos.  A pesar de que mi madre ha recibido vestidos, zapatos y demás, aún conserva la vieja caja de cartón forrada con papel llamativo y un gran moño; la caja, que entonces dijo, fue su regalo y el de papá, una caja vacía que nos dio alegrías e ilusiones, pero que nunca fue abierta. 
            Sin temor a equivocarme puedo decir que aquella fue la mejor de mis navidades… y la última vez que vi los anillos de matrimonio de mis padres.  Aún hoy les doy las gracias por su regalo.       



UN AMIGO INOLVIDABLE
Laura Margarita Medina

Los aparadores con sus luces de colores anunciaban la Navidad. Los pequeños se acercaban con sus padres a mirar con deleite la gran variedad de juguetes que eran exhibidos. Chucho, el único hijo de Ana, se acercó también.
       —¡Mira, mami, mira, ahí está el perrito Snoopy!
            —Mi amor, es muy caro, con el poco dinero que gano no me va a alcanzar -le dijo con dulzura.
            —Mami, se te olvida que se lo voy a pedir al niño Jesús. Mi maestra me dijo que se lo pida.
            La mujer, sin decir más, lo tomó de la mano y lo alejó de allí. Al día siguiente amaneció muy preocupada, faltaban escasos cinco días para la Nochebuena y no tenía dinero para comprarle algo a su hijo. Decidió encargar al niño con  una amiga, para ver si podía sacar algo de dinero haciendo alguna limpieza de casa, pero nadie le dio empleo y muy abatida caminó hacia a la vecindad donde vivía. En el camino, pasó por una tienda de telas y vio que había cortes de oferta. Compró algunos y pensó que con algo de imaginación podría elaborar ella misma el tan anhelado obsequio.
            Cuando su hijo dormía, ella con amor cosió cada trozo, imaginando el gusto que le daría a su pequeño.
            El día 24 de diciembre llegó, cenaron un pedazo de pollo y durmieron temprano. El día 25, casi al amanecer, se escuchaban los pasos de Chucho por todo el cuarto.
       —¡Mami, mami, despierta, despierta! Al niño Jesús se le olvidó venir, no me trajo nada -dijo desesperado y triste.
       —Busca debajo de la cama -contestó ella, somnolienta.
            El niño asomó  su cara y con su pequeña mano extrajo una deteriorada caja de zapatos. Al abrirla, su cara fue de asombro al ver el contenido.
       —¡Te dije mami, te dije!
            Ana se levantó y sonrió con satisfacción. Su niño estaba feliz con su Snoopy de trapo, el que se volvería su amigo inseparable.

            Chucho cumplió nueve años. Su madre ya tenía un empleo fijo y pudo organizarle una fiesta. Así que invitó a sus vecinos. Todos en el gran patio comieron y disfrutaron de la alegría del festejo. Ya de madrugada se retiraron todos. Ana, por el cansancio, se quedó dormida de inmediato, pero un ruido la despertó.
        —¿Qué haces, hijo? Vete a dormir, es tarde.
        —No puedo, estoy buscando a Snoopy y no está.
            La mujer se levantó de prisa y, efectivamente, el pequeño amiguito de su hijo había desaparecido. La noche fue larga para ambos en espera de preguntarles a los vecinos si alguien lo había visto. Todos dijeron que no. Chucho cayó en depresión. Su madre ofreció regalarle uno mejor, de fábrica, más caro, que hablara. Pero fue inútil, él solo quería el perrito que se había perdido.
            Navidades pasaron y ningún juguete fue mejor que ése. Chucho cumplió diez y ocho años. Desde ese día inició su gusto por el alcohol, mientras su madre lo veía crecer solitario. En su rostro siempre reflejaba nostalgia, que ella le atribuía al abandono de su padre. Duda que se desvaneció el día que encontró en un cajón una nota de su hijo que decía: “Snoopy, amigo, no sabes ¡Cuánto te extraño! ¿Dónde estás? ¿A quién le platico lo que siento? ¿Quién me escuchará como tú lo hacías? ¿Y dormirá a mi lado?”.
            Las lágrimas de Ana fueron incontenibles. Era evidente el gran valor que tenía aquel regalo, a pesar de todos esos años transcurridos y la invadió un sentimiento de impotencia.
            Diez años después ella murió dejando a su hijo solo. Esto incrementó un alcoholismo que más tarde lo llevo al hospital. Desgraciadamente, el día que se ingresó víctima de una ulcera gástrica, casi no había personal que lo atendiera por ser día festivo.
            “Qué mala suerte -pensó- todos divirtiéndose y yo, sin nadie”. De pronto la puerta de la habitación se abrió y entró un enfermero empujando una camilla. Dejó en la cama próxima a un pequeño niño, el cual era acompañado por una madre joven. Esta escena le hizo recordar su niñez y el gran amor recibido de su progenitora.
            —Mira, hijo, te traje algo para que te acompañe -dijo, depositando algo bajo la sábana.
            El joven, al ver el gesto de paz que le produjo el juguete que le depositaron a su lado, comentó:
            —Sé lo que es tener un buen amigo, yo tuve uno.
            —¿Quieres ver el mío? -preguntó el pequeño, con mirada inocente.
            Chucho no contestó y estiró su mano para mirarlo de cerca. Sintió luego cómo su corazón comenzó a latir con fuerza mientras las manos le temblaban por la emoción. ¡Era él, su Snoopy!, que parecía corresponderle con la mirada. Lo abrazó con fuerza y dejó que las lágrimas hablaran de su sentimiento, sin importar que lo miraran. Lo reconoció a pesar del color desgastado de la tela, de estar rasgado de las patas y, sobre todo, porque en una de sus pequeñas manos, él había escrito con tinta: "Chuchín".
            El niño, al ver la emoción de su compañero de habitación expresó con emotividad:
            —Te lo regalo, mi mamá dice que, si me dejo operar, el niño Jesús me traerá mi carro de bomberos.
            —Gracias, mil gracias, sé que así será -dijo, mientras un intenso rayo de luz iluminó la estancia aquel 25 de diciembre.



CENA DE NAVIDAD
Lalo Vázquez G.

            —A ver, niños, dejen de estar jugando y desocúpenme el horno. Saquen todo lo que hay ahí. José Juan, saca todos los moldes de panqué. Gustavo, saca harina y huevo de la alacena. Laura, pásame la mantequilla del refrigerador. Israel, tráete el bote de la azúcar. Eduardo, vete a la tienda por un kilo de huevo, color vegetal café, kilo y medio de azúcar y un kilo de mantequilla La Gloria, pero que sea La Gloria, porque si no, no me sirve. Córrele, pero ya estás aquí de regreso.
            Todos en acción y la mamá hace y dirige la orquesta.
            Caminando entre la gente, un enorme perro raza Collie, llamado Rubi, se paseaba por la cocina, como si también ayudara en las labores. De pronto, la mamá con un grito dijo:
            —¿Qué haces aquí, Rubi?, salte, salte, ándale.
            El perro, muy educado, se salió, se dio la vuelta y se volvió a meter.
            —Aquí está lo que me pediste de la tienda, mamá y aquí traigo tu cambio.
            —A ver, Lalo, con ese dinero que te sobró, ve otra vez a la tienda y te traes dos latas de lechera, cien gramos de bolitas plateadas de dulce y medio kilo de cocoa. Pero vuélale, ya estás aquí de regreso.
            Y así desde la mañana, todas las manos ocupadas en una u otra cosa, haciendo sopa, guisados y pasteles. La mamá fue elaborando con toda paciencia un pastel con forma de trineo y, a todo detalle, diseñó a Santa Claus y sus renos, cubierto con betún de chocolate, de tamaño muy grande. Además espagueti, bacalao y una riquísima ensalada de manzana, sin faltar el delicioso pavo navideño jugoso y doradito. El hermoso pastel se acomodó en la inmensa mesa del comedor junto con la vajilla, la cristalería y los cubiertos que obviamente los acomodaron entre todos, atropellándose unos con otros y hasta el perro, que con un grito lo corrían del lugar.
            Todos a bañar y arreglarse para salir rápidamente al templo que quedaba a solo unos pasos de la casa. Muy devotos, la mamá y sus hijos, con sus mejores vestimentas, salieron a misa. Contentos escucharon los villancicos y admiraron el bonito nacimiento que arreglaron en la iglesia y, al término de la celebración, regresaron a casa para disfrutar de la cena y con muchas ansias de abrir sus regalos. En la entrada de la casa los esperaban primos, tíos y abuelos. Todos se saludaron y, al entrar a la casa, muy grande fue la sorpresa.
            Todos se quedaron petrificados, el comedor estaba abierto, la mesa hecha un desastre; platos rotos, servilletas y cubiertos en el suelo; el pastel todo mordisqueado. Los guisados, uno a la mitad y, lo que quedó del pavo, tirado en el suelo. La ensalada volteada; el hermoso mantel blanco, decorado con nochebuenas pintadas a mano, tenía bien grabadas por todos lados las huellas del único culpable, el Rubi. Se había servido con la cuchara grande.
            Todos voltearon a ver al perro y el animalito echó sus orejitas para atrás. Y moviendo la cola, empezó a ladrar, como dando las gracias por sus sagrados alimentos.






*Textos publicados en El Sol del Bajío, Celaya, Gto.

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