domingo, 22 de abril de 2018

LA INFANCIA SON RECUERDOS



LA INFANCIA SON RECUERDOS

Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,
y un huerto claro donde madura el limonero;
mi juventud, veinte años en tierras de Castilla;
mi historia, algunos casos que recordar no quiero.
Antonio Machado, Retrato.




LA CHICA DEL BALCÓN
Javier Mendoza González

Cuando era un niño, el mundo era tan pequeño como yo.  Recuerdo que de la mano de mi madre caminaba por algunas calles de una ciudad, entonces tranquila y segura.  Ni el mejor pintor hubiera podido retratar la imagen que tenía ante mí.  Las aceras eran angostas y empedradas.  En contraste, las puertas de madera parecían enormes.  A lo largo de las cuadras los balcones daban un poco de sombra.  A ellos llegaban las aves a posarse por docenas en las barandas.  De ellos caían las enredaderas, igual que chorros de vida.  Lo recuerdo bien.  Pero lo que más tengo presente de aquellos felices días de mi infancia, es la figura de una joven tan hermosa como las princesas de los cuentos que mamá contaba.  Para mí siempre estaba ahí, taciturna; recargada sobre sus codos en el barandal que desde lo alto resguardaba una entrada.  Su pelo, largo y liso como hebras de un hilo fino, se quería ir tras el viento que travieso lo jalaba.  Su dueña lo dejaba jugar.  Nada la sacaba de una posición inalterable.
            Entre las dudas de un niño que quiere saberlo todo había una que en secreto callaba.  Con todas mis fuerzas deseaba tener la altura de un gigante, para ver desde lo alto lo que la chica del balcón contemplaba.  Quizás a lo lejos veía perdido en el horizonte un reino con palacios de cristal, a los que les hacía falta una soberana.  Tal vez del infinito veía venir al caballero que la rescataría de su inmensa soledad.  ¡Qué tonto era!  Pero sólo era un niño, y eso es lo que pensaba.

            Llegaron los días de escuela.  Los libros y sus letras esclarecieron mil dudas, mas nunca aquella que mucho me inquietaba.  ¿Hacia dónde veía la chica del balcón? 
Con gran ansiedad esperaba la hora de salida.  A toda prisa pedaleaba la bicicleta para contemplarla desde una esquina.  Ahí seguía la joven de pelo rubio, fiel como la Luna; inerte como una escultura de mármol gris.  Jamás bajó su mirada.  Algo muy distante me robaba su atención.  El impulso sometido era el montar en mi corcel para ir en busca de eso que ella tanto aguardaba.  Al ocupar un sitio ajeno quizás su triste mirada también se fijaría en el chiquillo que la amaba.  Pero un poderoso motivo hacía que no me moviera.  Si una lágrima caía del balcón como gota de lluvia sobre el desierto, esa sería sólo para mí.

            Después vinieron los vigorosos días de juventud, con ellos se fue la inocencia.  Ya no había palacios ni princesas de cuentos.  Mi cariño puro se contaminó de celos.  Era todo un hombre, sin embargo la chica del balcón ni me miraba.  Yo en cambio, desde lejos la contemplaba.  Bajo la protección de un farol le pedía al humo que salía de un cigarrillo que ascendiera para acariciarla.  El tiempo había pasado, sin embargo, para mí seguía siendo fiel y hermosa.  Nunca vi arrugas en su rostro.  Las canas no dañaron el oro de su pelo.  Era una santa respetada por el tiempo.  Era un ángel que esperaba, no sé qué cosa. 
A diferencia de ella, yo estaba lleno de vida.  Un día, harto de esperar su atención tomé una mochila y la eché al hombro.  La impaciencia me impulsó a ir más allá de las fronteras, en busca de eso que mi amada observaba.
Lejos de mi tierra seguí pensando en ella.  Aprendí a extrañarla, tanto como la quería.  Desde el primer momento quise volver.  Cuando estuviera a sus pies, treparía por el balcón para robarle el aliento y la mirada.  Mas el regreso tuvo que aguardar.  Mi deseo se hundió en lo oscuro de noches infinitas.  El mundo me atrapó entre sus guerras y batallas. 
Con la distancia aprendí que el tiempo no espera.  Así llegó la inevitable madurez y, con ella, la oportunidad de volver.  Derrotado por la vida regresé al lugar donde dejé la cuna.  Mis pasos ya eran lentos y la figura cansada.  Sin importar que por ello me llamaran loco, en el barrio de mi infancia sonreí en soledad, igual que el niño, quien de la mano de mi madre caminó por esas calles empedradas.  Con esfuerzo logré levantar la vista.  Confundido observé el balcón, vacío como siempre.  Sin embargo, para mí ahí seguía la chica de pelo rubio, eternamente joven y hermosa.  Quizás sólo existió en mi imaginación.  Quizás al caer muerto a sus pies por fin me regaló su mirada.




EL PIANO DE MIS RECUERDOS
Soco Uribe

Ayer que pasaba por la casa de la maestra Carmelita vi cómo estaban sacando los muebles de su casa.  La verdad no sé si aún viva ahí o ya haya muerto porque como no vivo en esta ciudad, pues no tengo idea de lo que haya sucedido con ella y con la escuela de párvulos que dirigía hace unas cuatro décadas.
Comencé a ver los muebles que uno a uno iban sacando los cargadores de la mudanza y observé con nostalgia cada uno de ellos, pero al descubrir el viejo piano, me quedé parada en donde estaba y comencé a recordar aquellos días de alegría en los que el canto y el juego eran lo único importante para mí.  Entonces, mi mente se remontó a aquella época en la que yo asistía a esa escuelita de párvulos, como le llamaban mis papás y mis tías, en la que pasé momentos tan felices y también tan tristes de mi niñez. 
Ustedes se preguntarán qué momentos tristes puede tener una niña de tres años, si es difícil que los niños tengan esa clase de momentos a tan corta edad, ¡pues sí los hubo!, aunque solo fue uno, pero lo hubo.  Sin embargo, los momentos dichosos superaron en creces a los tristes y la verdad es que de esa escuela solo recuerdo uno que, a mi edad, no he podido olvidar.
Un día, uno de esos preciosos días en los que el sol brillaba y el clima de mi querida ciudad se mostraba maravilloso, mi mamá me puso un vestido blanco con cintas de color pistache y olanes de popelina en la bastilla, hechos con retazos de tela que habían sobrado de un vestido de mi hermana la mayor, pero que hacían juego con las cintas de listón; me peinó con una colita de caballo tipo fuente y así me condujo hasta mi clase en la que nos divertiríamos, como lo hacen los niños de tres o cuatro años, con cantos, juegos y pinturas de colores.
Recuerdo que llegó el momento de cantar mientras la maestra tocaba el piano y entonces los niños teníamos que hacer lo que ella nos decía:  Brincar con el pie derecho, luego con el pie izquierdo, dar saltitos como canguro, extender las manos simulando las alas de los pájaros, el cual era mi preferido porque cerraba los ojos y soñaba que volaba muy lejos y que conocía lugares muy lejanos para mí, como los que veíamos en los cuentos de hadas; pero, al llegar a la tarea de caminar en cuatro patas, como gatitos, ¿no sé cómo pasó? Pero le pisé los dedos de la mano al niño de atrás y se puso a llorar tanto que me espantó y me sentí culpable por mucho tiempo pero a la vez, sentía mucho coraje con ese chillón.  Yo, en aquella época,  no sabía que eso le podía ocurrir a cualquiera y que era de lo más común entre niños tan pequeños.  En seguida, sentí el rechazo de los demás niños y la atención que la maestra puso en ese chiquillo, pero nunca se preocuparon por mí y por mis sentimientos en ese momento.
En fin, todo pasó y ese día pensé que nunca más volvería a tener ganas de ir a la escuela, sin embargo,  al día siguiente, había algo que me llamaba… como a las abejas la miel.
Ese algo, era el momento en que la maestra Carmelita, ataviada con su vestido blanco de tablones, muy limpio y almidonado, su pelo bien peinado con olor a jabón de tocador y su blanca cara recién lavada e inmaculada tez,  descubría el piano al deslizar el paño que lo protegía.  No recuerdo que tipo de melodías cantábamos, ni la música que nos tocaba pero la magia de ambos era primorosa, encantadora y atrayente.  Era tal el encanto que no recuerdo haberme resistido, en ningún momento, a seguir asistiendo a la escuela de la maestra Carmelita y así disfrutar de los hermosos acordes su preciado piano,  que su madre le había heredado en vida para impartir las clases.
Al escuchar las notas del piano, mi ser percibía una inmensa alegría, como si algo mágico me atrajera, como si el tiempo no transcurriera y se detuviera para gozar de su sonido. Era algo inexplicable.
Sin embargo, ese piano sin mi maestra no tendría historia y mi maestra sin el piano tampoco.  Nosotros, los niños, fuimos el complemento perfecto de esa trilogía. ¡Nosotros fuimos, la tercera historia!
De pronto, alguien gritó: ¡Señora! ¿Puede quitarse del paso? Y, en ese momento me di cuenta de que las puertas del camión de mudanzas ya estaban cerradas y yo seguía ahí, sin moverme, sin darme cuenta de que el tiempo se había detenido, pero esta vez, gracias a la magia de ese viejo piano Bosendorfer.
Por fin, me hice a un lado y,  al retirarse el camión y dejar a la vista la fachada de la casa, fue cuando pude observar un moño negro en la parte superior de la puerta de madera.  La historia había concluído.




MI AMIGO DE JUEGOS
Soco Uribe

He olvidado la fecha de la primera vez que jugué con mi amigo Pablito y con los niños de la cuadra, en verdad no la recuerdo. Lo único que tengo presente es que fue a la mañana siguiente de su octavo cumpleaños.  Sus papás nos llevaron a todos a jugar futbol a una cancha cercana a la colonia, ¡una cancha de verdad!  Era inmensa, pues difícilmente la podíamos recorrer toda completa sin cansarnos. Ahí, formamos dos equipos de los cuales, a fin de cuentas, desconocíamos quién pertenecía al equipo de quién, pues íbamos vestidos de diferentes colores; además de que todos corríamos, sin ton ni son, buscando el gol como abejas a la miel.  El capitán de uno de los equipos era, por supuesto, Pablito y su papá le amarró en el brazo un paliacate rojo para darle el distintivo de capitán.  Mientras que el representante del otro equipo era su primo Rogelio a quien le colocaron de distintivo una dona elástica de color azul rey, que traía puesta su hermana Ale para sostener su larga y hermosa cabellera. 
Así dio inicio el juego y comenzamos a desplazarnos, al igual que el viento,  precipitadamente sobre la superficie del pasto verde y tierno de la primavera, sintiendo cómo nos acariciaba el sol.
Todos teníamos una labor en la cancha, ya fuese de defensas, medios o delanteros. Los porteros eran los hijos gemelos del tío Carlos y como árbitro nombraron a Daniel, el hijo menor de la tía Martha.  En fin, toda la familia estaba presente en el partido y también los niños de la cuadra, a quienes sus papás les dieron permiso de participar por haber sido el cumpleaños de Pablito el día anterior.  En realidad fue un día genial porque, al final de la contienda,  los niños comieron hot dogs  y los adultos pollo rostizado que habían llevado hasta la cancha el tío Justo y la tía Lupita para compartir con todos. Después de la comida, no quedaron ni los huesos de tales manjares domingueros.
A pesar de que siempre había mucha gente rodeando a Pablito, yo era muy feliz jugando sólo con él.  Sin embargo, a él le parecía un poco aburrido y de poca emoción, por lo cual, siempre invitaba a un par de amiguitos y a sus primos para hacer los juegos más divertidos.  Pero, sin lugar a dudas, a mí me consideraba su mejor amigo y seguía siendo parte esencial de sus juegos, de sus risas, de sus travesuras, de sus sueños y hasta de sus confidencias.
La cuadra donde vivíamos estaba llena de gente muy cordial. Aunque, continuamente, aparecía rondando por ahí, el cascarrabias de Don Alfonso, quien no dejaba jugar a sus hijos con nosotros. Aseguraba que éstos no se juntaban con vagos.  Pero era bien sabido que, cuando él se ausentaba de la ciudad por dos o tres días, sus hijos eran muy felices al jugar todas las tardes con nosotros un buen partido de futbol; aunque, después de cada enfrentamiento, la ropa les quedara casi inservible, sucia, rota y sin haberse puesto aún de moda el vestir de harapos y lucir sucio, como ahora.
Por lo regular, jugábamos en la calle desafiando los peligros de la vía pública, ante la mirada suspicaz de algunos adultos quienes, con miradas y juicios recelosos, dudaban de que algún día llegáramos a hacer algo bueno de nuestras vidas.  Es más, nos apodaron,  “los vagos de la cuadra”. Por fortuna, éramos unos vagos inmensamente felices. 
También, había ocasiones en las que Pablito y yo íbamos al parque, donde jugábamos con amigos o subíamos a las resbaladillas para luego deslizarnos vertiginosamente y continuar corriendo entre bicicletas y triciclos; esquivando a otros niños, topándonos con transeúntes y paseantes, pero siempre yendo y viniendo incasablemente. 
Cuando comenzaba a oscurecer, desde el patio trasero de mi casa podía observar a Kaiser, el hermoso perro labrador del vecino que tanto alegraba mis horas de soledad, cuando correteaba a los gatos por todo el jardín, mientras Pablito y sus amigos se habían internado en sus respectivas casas para hacer su tarea, cenar y luego irse a dormir.
Desafortunadamente, como todo en nuestra vida cambia, esta situación también se modificó.  Los niños crecieron y juntos empezamos a cometer acciones temerarias, imprudentes, desafiantes; aunque, por fortuna, salimos ilesos de todas ellas, sin mayores consecuencias.  Al final, dichas acciones terminaron en alegres enseñanzas y lecciones de vida.
Durante unos cuantos años más, se repitió la misma historia, hasta que Pablo creció y conoció a su primera novia. Entonces,  en ese momento, fui desplazado y arrumbado en el cuarto de tiliches, dentro de una bolsa de plástico con una etiqueta que decía: El Balón de Pablo.



++++++++++++++++++++++++

* Soco Uribe es Ingeniera Geóloga y Traductora. Traductora de textos técnicos y correctora de estilo. Primer lugar estatal en literatura, Juegos Nacionales Culturales de los Trabajadores "Ricardo Flores Magón"  en el 2000. Grabó 10 melodías escritas por ella en un CD llamado: Con todos mis sentidos, 2004. Autora del libro Desde lo Profundo, 2005. Colaboró en el Agendiario, Mujer Olfato, 2007; en las revistas La pluma del ganso; Voces Interiores y en el periódico Noreste de Poza Rica, Ver.,  por más de un año (2006-2007) con 20 cuentos. Orgullosa coautora en cinco publicaciones de las antologías Narrativa en Miscelánea -Cuentos y Relatos- editadas consecutivamente por la UNAM (su alma mater), durante los años de 2007, 2008, 2009 y 2010. Y la del 2011 editada por la Unión Latinoamericana de Escritores. Publica ocasionalmente en Diezmo de Palabras de El Sol del Bajío (2016). Finalista de microrrelato en concurso Diversidad Literaria (España, 4-06-16). Es parte del taller literario Diezmo de Palabras.

** Javier Alejandro Mendoza González nació en Celaya. El gusto por las letras fue despertado en él durante la preparatoria “gracias a su querida maestra, Rita”. Por la inquietud de plasmar ideas y sueños surgieron los primeros escritos compartidos con las personas más cercanas.  Se integró al Taller Literario Diezmo de Palabras, donde impulsado por los colaboradores del mismo “se ha adentrado un poco más en el maravillo universo de la lectura y escritura”. En 2016 fue seleccionado en el programa Fondo Editorial Guanajuato para participar con una novela que pronto será publicada.

***Imagenes tomadas de internet:
Mujeres en la ventana, de Bartolomé Esteban Murillo (fragmento)
Fotos vintage

domingo, 15 de abril de 2018

LOS PORMENORES DE LA VIDA



LOS PORMENORES DE LA VIDA

Carlos Alberto Macías vive en Londres. Es compañero del Diezmo de Palabras desde hace varios años, cuando aún vivía en Celaya y era estudiante de alta cocina. Tocaba la batería por las tardes, en el andador Corregidora, junto a un compañero bajista y ofrecían un concierto de Jazz al público que a veces pasaba de manera indiferente y en otras ocasiones disfrutaba de manera gratuita el altruismo cultural de Alberto. Su búsqueda de espacios para desarrollar sus inquietudes lo llevaron trabajar en las frías regiones de Canadá, en un campamento donde su habilidad como Chef le permitió destacar y prepararse para la gran aventura de viajar a bordo de un crucero y darle vuelta a los océanos, siempre con la consigna de preparar alimentos internacionales con un toque mexicano. De ahí salió su primer libro, que fue galardonado con el premio al mejor libro de cocina y anécdotas de viaje como “ópera prima”.
En esta ocasión nos comparte un texto introspectivo, bucólico, con el bagaje cultural de quien se ha vuelto ciudadano del mundo.
Joselo Marinozzi vive en Rosario, Argentina, es un fecundo escritor de historias. Su participación dentro del Diezmo de Palabras a través del FB ha enriquecido los contenidos y son siempre gratamente recibidas sus aportaciones. Con generosidad comparte lo que nace de su pluma y en esta ocasión hacemos lo propio al compartir algo de nuestro compañero argentino en este espacio que nos brinda El Sol del Bajío. Vale.
Julio Edgar Méndez



UNA MUJER EN BRUJAS
Carlos Alberto Macías

Si la encuentras. Si la miras y la dejas ser, que camine, que encuentre lo que está buscando. Si los árboles dejan de moverse y arrinconan al viento desde kilómetros atrás con extraños sentimientos, con armonías que el agua en el canal toca con los ojos y boca cerrada, sin engañar al ruido pero negando que sabe de música. Si la ves desde lejos con su cara limpia y sus ojos grandes, su cuello metido en el abrigo y las manos en las bolsas. Si la observas deteniendo todo tu cuerpo, todo tú, tú solo, con lo que puedas, como sea, sólo hazlo, no importa lo que tome, no importa si tienes que clavar tu alma al suelo, quédate ahí, en la calle, junto al semáforo detrás del carro estacionado, en la realidad. Sea como sea, quédate en la realidad esta vez. Deja que las ramas altas, a metros y metros del suelo hagan como que no conocen al viento y lo dejen caer, no se sabe por qué pero hoy lo desconocen, hoy no quieren jugar con él. El sube y baja del agua, se mueve a la izquierda y derecha, se escurre más y menos rápido entre las esclusas y desniveles de su fondo, formando mini ríos, cascaditas, casi remolinos, llevando hojas secas consigo, tarareando tan lindo, pero nadie le puede decir, nadie se lo puede celebrar porque entonces le da pena, se avergüenza y se destruye, se convierte todo en desastre. De una sinfónica acuática se convierte en desastre. Tú quédate ahí, justo donde estás, que ella sigue su camino, sola. Por favor, que vaya sola, por lo que más quieras, que el dolor ya así es demasiado, que si está acompañada se te va a olvidar respirar y te vas a colapsar en el infinito de la soledad. Calma, ya casi acaba, ya casi pasa. Si dejas que tu corazón palpite dentro de tu abrigo, no lo abras, que si lo haces se va a abalanzar a ella, y no lo vas a poder detener, sabes bien que no. Si la dejas que doble por el puente y te dé la espalda, sin saber que te da la espalda porque no te ha visto. Si la dejas que se aleje ahora. Y suspiras profundo, te recargas en la pared, para que la vida vuelva, para que regreses a ti, anda, regresa a ti mismo. Hazlo y luego mira a los árboles sin humor el día de hoy, quién sabe qué les dijo la mañana, o la noche anterior, o la nieve que apenas ahora para de caer, que hoy prefieren ser estoicos y dejar los juegos para otros, hoy prefieren escuchar al agua en el canal, hacer lo que hace. Ella sí que no se puede detener, no sabe por qué, no tiene idea cómo es que acaba siempre haciendo melodías. Dice que es inquieta, no sabe que tiene imaginación, no se le ocurre que tiene talento. Si la dejas que se pierda en la calle y se haga pequeña en la distancia, hasta que dejes de escuchar el sonido de los tacones de sus botas contra la banqueta. Si logras ignorar la duda que tienes de si aún no te quiere ver, desde que te dijo que ya no te podía ver. Si te concentras en el miedo de ofenderla, de exprimir su paciencia y dejar de ser un recuerdo lindo en su memoria, para convertirte en otro ogro más que le haga perder fe y pensar menos de los hombres. Si hoy, aunque sea sólo hoy puedes quedarte así, sereno, aceptar que la vida te presenta tu destino, y le das un descanso a tu voz. Si puedes dejar que pase este día, si puedes hoy no preguntarle a los árboles -ya casi sin hojas- reposando del viento, qué te dicen, ya sabes qué te dicen. Igual que el agua en el canal te dijo ayer, indiferente al frío, risueña, llena de vida e incapaz de ocultarlo. Si les dices que hoy es mejor así, tal vez sea mejor así. Que uno sólo tiene una segunda oportunidad en las historias de fantasía. Si lo haces así, viéndola vivir su vida, lejos de ti, nunca te lo vas a perdonar. Así que, ¿qué estás esperando?




MI MEJOR AMIGO
Joselo Marinozzi

Nuestras charlas con Néstor divergían en diferentes caminos pero todos estos nos depositaban indefectiblemente en uno, el primordial, por lo menos para él: Karen y su relación con ella, aunque debo admitir que tanto hablar de lo mismo con el tiempo me hice adicto al tema. A Néstor lo conocí en Neuquén allá en los casi ’90,. era una época loca mía (como si ahora no). Cuando llegué a cenar al Restaurant del Boulevard, unos amigos y Néstor, que era amigo de ellos, ya estaban sentados y catando un vino mientras esperaban. Tras los saludos de rigor y las presentaciones respectivas llegó el mozo a levantar la orden. Cuando Néstor, al requerimiento del mozo por saber si la tortilla de papas la quería jugosa o a punto, le contestó sin inmutarse: “Me es inverosímil”, y acto seguido el mozo se marchó tratando de dilucidar la respuesta de Néstor, yo supe que de alguna manera ese tipo iba a ser mi amigo para siempre más aun cuando mi otro amigo comenzó a llamarlo por su apodo: Maestro.
Néstor era en ese entonces un cuarentón largo, soltero y con una presencia que no permitía ver ni entre líneas que era un tipo de avería, una mentira ambulante, esos seres maravillosos que uno pocas veces se topa en la vida. Era un farsante, un vende humo pero inofensivo, ahora se diría “con códigos”, le sacaba a todos pero especialmente a los que le sobraba o plata o estupidez. Alma mater de cualquier fiestucha a la que fuese invitado. Era del talle de los que no le cierra el saco nunca por poco, canoso con mucho pelo, elegante y tenía una mueca, pestañeaba seguido, seguramente en los tiempos de fumador lo hacía sin quitarse el cigarro de la boca. Siempre tenía una historia para cada situación y con el tiempo noté que el que se había robado una monja del convento bajo promesas de amor eterno, era el mismo que mató a un oso pardo en plena calle Florida de Buenos Aires o el propietario de la casa de apuestas en donde él había oficiado de partero a una mujer que mientras gritaba “¡Loba!” en la mesa de juego, pedía: “Hagan callar a ese pendejo”, refiriéndose a su hijo recién nacido y así. Un rey. En ese entonces Néstor vendía televisión por cable a la madrugada en los boliches que visitaba en busca de Whisky y amor.
A los pocos días de conocernos me habló por primera vez de Karen y me mostró la única foto que poseía de ella. Era muy bonita a pesar de que la foto había sido tomada en un tugurio en el que ella trabajaba de copera y creo que hacía algún tipo de show. La picardía en los ojos de Néstor daba paso a la melancolía por ese amor que, según sus palabras, pronto recuperaría. Me contó que cuando la conoció ahí en el boliche, Karen lo cautivó con su triste y hermosa mirada, que tiempo después y tras varias conversaciones regadas con destilado de maíz se enamoró locamente de ella. Habían acordado: ella dejar de trabajar allí y él comenzar a hacerlo para poder empezar una vida juntos, pero lamentablemente por un problema que tuvo, del cual no quería yo saber ni él hacerme conocer, abandonó repentinamente Bs As y aterrizó en Neuquén esperando que mejorara “la situación” y volver por ella. Tanto, tanto me habló Néstor de Karen que ya creía que era mi amiga y hablábamos de ella como si estuviera con nosotros. Una noche Néstor sacó un paño y dentro de éste había una cadena de oro ¿de oro? Con Néstor no había seguridad y una medalla que decía Karen. Debo admitir que supuse que poco tiempo antes otro nombre relucía sobre la medalla. “Esto es para ella”, me aseguró. “Es una mujer única y pronto la voy a buscar”, replicó y me alegré por él, por ellos. Esa noche mientras íbamos por el cuarto o quinto whiscacho (cada uno) se recostó sobre la barra y supe que algo andaba más que mal. El ataque al corazón solo le permitió darme la cadena que tenía en el bolsillo del saco. Mi promesa de que se la llevaría a Karen no necesitó de su pregunta oral, leí la intención en sus ojos. Había vivido solo casi toda su vida pero murió con un amigo sosteniendo su mano y dispuesto a sostener la promesa que no hizo obligado más que por la amistad misma.
Me llevó casi cuatro meses estar listo para cumplir mi promesa. El avión a Bs. Aires lo tomé a la noche temprano y en pocas horas estaba en Aeroparque. Era sábado a la noche cuando llegué a Capital y se me ocurrió que si había un horario adecuado para encontrar a Karen, era ése. Le pregunté al tachero si conocía el boliche y se dio vuelta, me miró con una sonrisa cómplice y expresó: “Me extraña papá”. Ahí estaba yo entrando al club nocturno. Ni bien traspuse la puerta, la vi, era más, muchísimo más de lo que Néstor me había dicho. Una esbelta pelirroja de cabellos rizados y aire europeo. Sentada en la barra con sus largas piernas cruzadas parecía más una modelo de la Belle Epoque, que una chica que invita copas en una boîte. Me acerqué y al comprobar que estaba sola (en ese momento) me senté junto a ella, retiré la cadena y la coloqué frente a sus ojos, en la barra del bar y le dije que era de Néstor para ella. Ni bien le relaté la suerte que su amado había corrido, mi pañuelo comenzó a secar sus lágrimas que casi me atrevía asegurar que eran tan esmeraldas como sus ojos. Parecía que el amor de ella por Néstor y el de él por ella era tan real como me había sido relatado y sentí alivio, ya había cumplido mi promesa.
Karen me pidió vernos en otro lugar para que le cuente los pormenores de la vida de Néstor en Neuquén. El domingo al atardecer nos vimos en una plaza y luego la invité a cenar. No solo era agradable a la vista, Karen era una mujer culta y sabía sostener una conversación sin que decayera la emoción de estar allí. Me preguntó si nos volveríamos a ver y yo le respondí que al otro día volvería a Neuquén. También, si habría lugar para ella en esa ciudad y yo le aseguré que sí. Mantuvimos comunicación por varios meses mediante el teléfono y en Enero de 1992 llegó a Neuquén. Yo la esperaba en la terminal de ómnibus y cuando nos vimos, nos besamos y abrazamos como en las novelas. Yo alquilaba una casa cerca de la Avenida Argentina y ella aceptó ser mi huésped. Ese día la llevé a conocer mis lugares y cenamos en el restaurante en el que había conocido a Néstor. Si algo había aprendido de Néstor era a ser caballero y esa noche le cedí mi habitación a Karen para que descansara. A eso de las 10 de la mañana me despertó sentada en el sillón en el cual yo todavía descansaba, con café caliente amargo y unas tostadas recién hechas. “No sé si es el mejor momento para decirlo pero me enamoré de vos”, me confesó sin ninguna vergüenza y yo hice lo mismo, estaba loco de amor por ella. Néstor me había dirigido sin quererlo hacia el amor, ahora comprendía, esta mujer era capaz de volver loco a cualquier hombre.
Esa noche cenamos en casa y antes de acostarnos fue al baño a arreglarse, a ponerse cómoda. Mi emoción me hacía sentir como un adolescente inexperto a pesar de haber tenido demasiadas relaciones amorosas pero ahora era diferente, por primera vez sentía esto. Creí estar enamorado anteriormente pero estaba equivocado. Desde el baño me pidió algo que no entendí y al abrir la puerta allí estaba rojiza y hermosa con el cabello sobre sus pechos aterciopelados mirándome con una inocencia que sabía que no correspondía pero que quise asimilar sin miramientos. Bajé la mirada y la sensación de profundo apasionamiento dio paso a algo desconocido. Seguí mirando, tratando de entender pero las ganas de vomitar subieron sin permitirme razonar y apenas llegué al inodoro. Su mano sobre mi cabeza acariciándome y diciéndome que todo iba a estar bien, de algún modo me calmó. Recordé a Néstor diciéndome una y otra vez lo especial que era Karen, que no había otra como ella y ahora entendía cabalmente lo que me quiso decir.
Llevamos casi diez años juntos y todavía me arrepiento de esa reacción mía hacia ella. Nos fuimos de Neuquén para no dar que hablar pero esa ciudad siempre va a estar en mi corazón. Me permitió conocer a mi amor diferente, quien diría. Jamás me voy a arrepentir de haber cumplido la promesa hecha a Néstor. Cada tanto los dos miramos la cadena y recordamos a éste gran amigo, el maestro. Vaya que lo era.



*Textos publicados en El Sol del Bajío, Celaya, Gto. 
**Imagen de Giovanni Boldini, Treccia bionda, 1885, oil on canvas. 

domingo, 8 de abril de 2018

PRIETO PICUDO



PRIETO PICUDO

Cada año, igual que cientos (o tal vez miles) de aspirantes a escritores, los compañeros que formamos el Taller Literario Diezmo de Palabras participamos en diferentes concursos literarios. Las convocatorias vienen de varias partes del mundo donde se habla español. En esta ocasión les presentamos dos textos del coordinador del taller literario. Uno de los cuentos recibió el tercer lugar en el Primer Certamen de Relatos Cortos “El Grifo”, en la ciudad de León, España. Se admitieron a concurso 376 relatos. Prieto Picudo es la marca de un vino de la región de Castilla. Lo definen como: “fresco, seco, extenso y persistente.” Vale.



PRIETO PICUDO
Julio Edgar Méndez

Siempre había querido recorrer el Camino de Santiago pero nunca se decidió a emprenderlo. Hasta ahora, ya en el ocaso de su vida, se animó a llevarlo a cabo. Como no tenía la menor idea de dónde empezar, decidió llegar hasta la ciudad de León, en Castilla, para darse una idea de las distancias y derroteros a seguir. No quiso desaprovechar la oportunidad para degustar los vinos de la región. Lo primero que buscó, recién se hospedó, fue un bar para calmar la sed. Le dijeron que visitara el barrio húmedo y hacia allá se encaminó. No le prestó mucha atención a la maravillosa catedral y a unas pocas cuadras encontró Casa Benito, un bar muy tradicional. Calmó su sed, pero el Prieto Picudo, las tapas y la vista de tanta chica estudiante le dieron otro tipo de hambre...  Los primeros tragos de vino fueron tal como lo ponderan: fresco, seco, extenso y persistente. Los siguientes ya no supo definir a qué sabían. Departió con peregrinos y peregrinas en ese pequeño bar con paredes de piedra y mesas al exterior. No se despegó de su banco en la barra toda la tarde. Pronto estuvo tan a gusto que intentó conquistar a cuanta chica se sentara junto a él y, como ya se sentía fresco, seco, extenso y persistente y no era mal parecido, el destino le preparó un peregrinaje al cuerpo de quien ni el nombre llegó a conocer. Todo el peso de una vida sorteada en blanco y negro se le vino encima cuando ella le habló del Facebook, de bloguear y dejarse un Twitt de pocos caracteres en el alma, de postear y subir videos, de  shows on-line y apps para dirimir las irrealidades de la postmodernidad. Ella tenía pareja, él  ya tenía hasta nietos, pero el calor de los cuerpos es un  termostato sin ojos. Ella, empujando apenas los diecisiete con todo el ímpetu de sus senos erguidos y él, arrastrando sesentaypico con cuerdas y clavos de hambre de vida, ginseng y vaselina. Pero el deseo apretujado entre vinos y tapas, Prietos y Rufetes, no perdona al más tieso. Era una noche propicia, ¿hay de otras? Era tan chica, tan bella; eran sus ojos, sus labios: almohadas abiertas al infinito horizonte de cama maldita. Todas sus décadas juntas querían hacer nido entre las piernas endurecidas de la mujer casi niña, a quien su novio miraba con ojos de borracho sin chispa. El muchachito no era competencia para este lobo feroz de mares extintos, catador de tintos, rosados y de todos los colores; recuerdos ganados en tantas batallas de sábanas cloreadas cada dos horas, sin distinciones de clases, que él había encendido a fuerza de besos y embrujos de un hombre con todas las mañas sabidas y si no, inventadas.
            Platicaron, se liaron las manos, cruzaron miradas de abajo hacia arriba, tocaron por unos instantes los cuernos de una luna impostora, ni siquiera preguntaron los nombres. Sería por curiosidad, sería el alcohol, sería el bulto imprudente que trepidaba a cada mirada de los senos adolescentes, o el hambre en las seniles pupilas gastadas de ver a tantos y a tantas mujeres perderse en el anonimato de un bar; pero la chica aceptó la propuesta. Su joven galán ni se inmutó con el bye de su pareja cuando ésta le dijo que se mudaba de sitio. Ya estaba acostumbrado a los gustos cambiantes y arteros adioses de su novia. Sólo una advertencia le hizo:
            —¡Vas a tener que cambiarle el pañal al viejito!
            Salieron en busca de lo que hallaron: él, su destino; ella, su farsa. En el hotel los miraron con ojos de sueño y reproche
            Voces destempladas y falsos gemidos salieron del televisor cuando lo encendieron junto con las luces del cuarto. Las atenuaron antes de descubrirse antagónicos, y mientras la paloma se quitaba las plumas sin más trámite que sus ganas y sus alcoholes, nuestro don Juan pedía una botella de vino. Tinto no había y a ella le daba lo mismo, así que se conformaron con un Albillo.
            Él era todo un seductor de oficio; la joven, una ignorante por puro gusto. La alcanzó en la cama justo antes de que ella tirara la última pluma de tela que le cubría apenas lo que con alegría atisbaba entre piernas. La abrazó, la besó en la frente, le lamió los párpados, le sorbió los labios. Sabía a cigarro, a sudor, a espanto de mujer ante un hombre con ojos sin prisa. Recorrieron juntos todos los valles, montes y cuevas que encontraron sin opuestas barreras.  Brindaron con dos, con tres, con cuatro, con diez tragos que ella no supo cómo fue que se resbalaron por todo su cuerpo. Empapada en alcohol, creyó que soñaba la lluvia de espejos que repetían cada retrato, mientras trataba de sobrevivir sin ahogarse en el mar del hombre experto, del hombre que nunca había siquiera soñado que existiera.
            Fue su instrumento en ese concierto de sexo, delicia tras delicia, fue la noche robada al futuro que no volvería. Mil vueltas le dieron al ruedo, cien sombras les mandó la mustia luna para cubrirlos. Esa madrugada inventaron su propia utopía. Una historia de cuentos contados a ras de un colchón entre ciento y diecisiete imposibles posturas y una ambulancia que recogió los restos del hombre más feliz de todos los muertos levantados esa semana en el Camino de Santiago.




EL NARCOMENUDEO
Julio Edgar Méndez

Le llamaban “el Narcomenudeo” por chaparro. Edelmiro Rovirosa tenía apenas un metro y veinte centímetros de estatura, pero todos de malicia. Le gustaban las mujeres altas y de cuerpo grueso, "grandotas pa´ que me peguen", solía decir. Tenía dos guarros, leales hasta la ignominia. Quizá debido al hecho de que eran sus parientes, o tal vez por los miles de dólares que ganaban a la semana. Era buscado sólo en ocho estados de la República Mexicana, en los demás no había necesidad, todo mundo sabía dónde vivía. Durante meses había estado bajo vigilancia de dos agentes especiales de la AFI, uno medio oriental y otro moreno hasta las cachas. Ambos expertos en artes marciales, en armas de alto calibre y en explosivos arranques de ira cuando algún ciudadano no les cedía el paso a su auto sin identificar. Dos fiscales especiales, uno azul y otro entre rojo y amarillo, vinieron, vieron y se dieron por vencidos, a la inversa de aquél famoso Julio César, de quien Suetonio dijera: "Marido de todas las mujeres y mujer de todos los maridos", pero eso es otra historia. La que nos compete es menos laureada, menos epopéyica, pero sucedió a la vuelta de la esquina.
            Edelmiro tenía una pequeña debilidad: El cine. Le gustaba ir a todos los estrenos, así que sus guarros tenían que vérselas difícil para burlar a los pobres guardias de los centros comerciales, quienes hacían como que no se daban cuenta de que aquellos traían sus cuernos de chivo debajo de unas gabardinas compradas en Milano, más calientes que la pólvora quemada y que se veían ridículas en medio del calor de Sinaloa. Cada semana de estreno, el Narcomenudeo entraba a la sala antes que las demás personas y tomaba todas las tres filas de asientos centrales para que nadie lo molestara. A su lado, siempre tenía a sus guarros y a dos mujeres. Dos güeras oxigenadas de brazos anchos, pechos grandes, enorme trasero y apetito voraz. Cada una con su paquete de palomitas extra grande con mantequilla, dos hot-dogs jumbo, tres Pepsis –light-  y cuatro nachos con mucho queso y mucho chile. Edelmiro sólo comía palomitas y su seis de cervezas. Soltaba mentadas o carcajadas según fuera el caso. Las personas que ya lo reconocían, preferían no entrar a la misma hora que él, porque cuando una película no le gustaba, aventaba las palomas, las latas de cerveza o lo que tuviera a la mano al pobre cácaro que, allá, en su cuartito de proyección, no dejaba que lo identificaran, a pesar de que más de una vez el Narcomenudeo había esperado afuera del cine, a ver si lograba reconocer al individuo para que sus guaruras lo golpearan. Creía, en su chaparra ingenuidad, que la culpa por las películas que no le gustaban era del proyectista. Pero en una ocasión, la película de El Padrino III le gustó tanto, que aventó por la ventanilla del proyector un montón de billetes de a cien dólares. Era un personaje a quien todos conocían, pero nadie lo reconocía cuando los agentes de la AFI buscaban a alguien que los ayudara a sustentar su caso. Repartía billetes en la calle a todos sus vecinos, ayudaba con útiles escolares y despensas a cuantos se lo pidieran; soltaba desprendidamente dólares a los periodistas, policías municipales, regidores, diputados locales y hasta al presidente municipal. Era pródigo con sus parientes, había construido dos hospitales con todos los servicios. Ya llevaba levantadas, hasta con laboratorios, más de veinte escuelas para niños pobres y de las zonas alejadas del estado. Pero cuando se le botaba la canica, mandaba quemar alguna escuela o cortarle la luz al hospital.
            Era caprichoso, irracional, expansivo, entraba a un restaurante y pagaba todas las cuentas de quienes estuvieran adentro. En una ocasión, se le ocurrió festejar su cumpleaños al estilo de aquel famoso narcotraficante fronterizo, en el estadio de fútbol. Tocaron diez bandas narco-corridistas, hubo globos y regalos para los niños, teiboleras para los no tan niños, estripirelos para las mamás de los niños, y ríos de cerveza Pacífico, que terminaron orinadas en el pacífico océano de Sinaloa. Y entonces lo agarraron.

            El gobierno federal necesitaba desesperadamente un golpe publicitario para terminar de cacarear su huevo del Acuerdo para la Legalidad, Igualdad y Fraternidad, de su muy particular revolución a la francesa contra el narco. Así que el golpe fue contra el narcomenudeo. Los dos AFIs, el chiapaneco oriental y su moreno pareja, recibieron órdenes de detener con cualquier pretexto a Edelmiro Rovirosa. Con tanta presión se les ocurrió un gran plan.

            Esa semana se estrenaba la película "Secreto en la Montaña", donde le dan en la madre al mundo Marlboro. Trata sobre dos vaqueros que, de la aburrición de cuidar ganado en invierno, decidieron explorarse las espaldas y más abajo.
Y ahí estaba el Narcomenudeo con toda su comitiva. Al principio decía en voz alta:     —¡No mames!, qué paisajes tan chidos. ¡Ira!, así me voy a construir una cabaña, ora que llene el cerro de nieve.
            Cuando de pronto, saz!, que empiezan las luchitas bajo la tienda de campaña entre los vaqueritos y el chaparro comenzó a vociferar: —¡Hijos de su...!, ¡Échenles agua!
            Uno de los agentes de la AFI, que andaba vestido con una playera de las Chivas rayadas y gorra del Necaxa -para despistar- se volteó y le dijo a Edelmiro:    —Ya cállate, primo, no dejas ver la película. Toda la poca gente que estaba en la sala, empezó a salirse de inmediato. Se hizo un silencio sepulcral. Edelmiro se levantó de su asiento y dijo a quien le había hablado: —Has de ser gay, que por eso te molestas. El agente se puso de pie también, su pareja le siguió y los guarros hicieron lo mismo. Las mujeres seguían comiendo palomitas.
            —No sabes con quién te estás metiendo, ¿Verdad? -Dijo el chaparrito ya con voz amenazante.
            El AFI respondió: —¿Y con quién me estoy metiendo? Porque tú estás muy chaparro, mejor deja a tus primos que den la jeta por ti.
            Los dos guaruras sacaron los cuernos de chivo y apuntaron a los agentes. Pero el chaparro estaba ya caliente y retó a los dos hombres vestidos de fanáticos del fútbol.
            —Mira, morro, pa' que lo sepas de una vez, yo soy Edelmiro Rovirosa, tu mero padre.
            No acababa de terminar de decirlo, cuando de todos lados surgieron agentes de la AFI y policías municipales.
            —¡Edelmiro Rovirosa, date preso!, -alguien dijo. Los dos agentes encubiertos sacaron también sus armas y mostraron sus charolas de identificación. El Narcomenudeo no podía dar crédito a lo que estaba pasando, ahí había algunos policías que conocía por pagarles cada mes para que cuidaran su zona. Pero no conocía a ninguno de los AFIs. Sin embargo, pidió que le dijeran por qué razón lo detenían. —Por delitos contra la salud, y tú mismo te has identificado, -alguien contestó.

            Todos los periódicos mostraron la foto de Edelmiro esposado, en medio de cuatro agentes a quienes les llegaba a la cintura. Los encabezados de la prensa decían: "Cayó gran capo del cártel de Sinaloa". Según las notas, manejaba una organización enorme, con ramificaciones en todos los estados; además de Colombia, Perú, California, Nuevo México y Arizona. Junto con él cayeron dos policías corruptos, un regidor, un diputado local y ningún otro personaje que de verdad valiera la pena.
            Ahora, el Narcomenudeo menudea desde el penal a toda su gente. Le proyectan películas en una sala especial del CEFERESO, y sus dos güerotas siguen comiendo palomitas y dando show porno a todos los custodios, quienes los ven por circuito cerrado aventarse las palomitas, los brasieres y los calzones; mientras Edelmiro les muestra por qué nunca le importó ser chaparro y le gustaban las mujeres grandotas, para que luego no se anduvieran quejando del tamaño de esa cosa, que parecía una tercera pierna.




*Textos publicados en El Sol del Bajío, Celaya, Gto.


**En la vinoteca Grifo de la ciudad de León, a las 18:30 del día 11 de junio de 2017, previa citación y de conformidad con las Bases del Concurso, se reúne el Jurado de referencia para fallar los premios de este certamen. Dicho jurado está compuesto por los siguientes miembros: 

Delfín Nava Castillo (vocal)
Emilio Pedro Gómez (vocal)
María Ruano Revilla (vocal)
Salomé Guerrero Rodríguez (vocal)

Actúa, como secretario, Fernando Carlos Pérez Álvarez

Se admiten a concurso 376 relatos, recibidos dentro de plazo. Leídos y valorados de modo individual por cada uno de los miembros del jurado, en esta reunión se procede a deliberar y valorar conjuntamente los relatos seleccionados y se procede a otorgar los premios con el siguiente resultado: 

Primer premio, para el relato titulado: 
“A TRES TRAGOS DEL ABISMO”
 Autor: David Rodríguez Gómez, de Valladolid.
Segundo premio, para el relato titulado:
“LA COLMENA DEL VINO”
 Autor: Pedro Víctor Fernández, de León.
Tercer premio, para el relato titulado:
“PRIETO PICUDO”
 Autor: Julio Edgar Méndez

lunes, 2 de abril de 2018

LA CRUZ DONDE SE CUELGA EL DESALIENTO



LA CRUZ DONDE SE CUELGA EL DESALIENTO
-Poemas de Herminio Martínez-


“Mas el ángel, respondiendo, dijo a las mujeres: No temáis vosotras; porque yo sé que buscáis a Jesús, el que fue crucificado.
No está aquí, pues ha resucitado, como dijo. Venid, ved el lugar donde fue puesto el Señor.”
Mateo 28:5-6. La Biblia

+++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++

ES EL HIJO DEL HOMBRE
Herminio Martínez


Es el hijo del hombre,
un haz de espinas ávidas le devoró la frente.

Al pie de una escalera estamos esperando
a que venga el mañana
a preguntar por ti para decirle
que te fuiste en agosto y que no has vuelto.

Aparte de mis pasos
¿quién más en esta casa ya habrá muerto?
Aún la tarde cuelga de ese palo.
Es en mis ojos un verbo amortajado,
ése que echa, al morir, polvo en el pecho.

Es miércoles carnívoro,
la cuaresma de codos en las hojas.
Jamás tanto dolor en la migraña,
jamás tanta solapa en el ministro,
leyéndole a los pobres su sentencia.

Es el hijo del hombre
con el cariño roto.
Está tan cerca que nos duele lejos.
Jamás su eternidad fue más mortal
cuando en el mundo lo parió la dicha.

Me asomo a la ventana,
escucho el grito
que aún anda con sus látigos
con los que nos azota cada agosto.

Mamá, a mi sufrimiento
ya  le ha crecido hierba
y no tengo hambre.

+++++++++++++++++++++++


SOL DE ESPINAS
Herminio Martínez


Aquí la vida es sólo piel con clavos
para que sangre el esqueleto
cuando lo abrace el frío
en este sol de espinas,
girándonos a cada uno
en la órbita del ojo,
escupiendo sus hoyos
sobre el dolor de una persona limpia
Soy pájaro muriéndome en un puño de hierro,
hombre, muchacho, esposo
hecho de estigmas en cada llamarada del teléfono.
Tal vez el diablo, que es enemigo del obispo
pero socio del Papa y su papada,
donde peina a sus niños y a sus ángeles.
¿A quién le duele el húmero donde mi sangre se ha sentado
con todo el corazón bañado en lágrimas?
Antiguas nubes rotas que mis antepasados presintieron.
Gota a gota esta música me roe,
gota a gota, a sus pasos,
que vienen de todas las raíces de la vida.

++++++++++++++++++++

Y ÉRAMOS AMBOS DIOSES
Herminio Martínez


Una mano de sol en la ventana,
la cuerda de un suspiro jalando aire.

A mano el sueño abre la puerta y saca
los últimos rincones, donde estuvo
tiritando de miedo o frío la noche.

Un olfato disperso que babea
y en mí, de ti, desudo se ilumina.

Cómo me miras tú cuando amanece.
Cómo me miras tú en cada palabra
que se pone la luz para observarme:

La playera con mares en sus límites,
la camisa que tiene verde el nombre.

Aquella cinta de colores de agua
con que la luna en Roma ató mi pulso.

Un lunar junto al pecho deletrea
lo que en libro de piel escribe tu alma.

El pantalón con hoyos en los pasos,
como si la mezclilla en ti llorara.

Aquél pequeño traje donde el cielo
se ajustó a las caderas de tu historia.

El cinturón para amarrar la música,
que entre el muslo y el vientre siempre canta.

Los zapatos a cuadros con lenguaje
y talones sin tela desde el mito
de Aquiles -rey de Pitia- hasta la uñas,
donde también el calcetín ha muerto.

Las suelas con el rostro ya cansado
de tanto ver los dedos de la planta.

Y éramos ambos dioses entre el mundo
y dos copas de besos, vidrios rotos.

Y  éramos ambos dioses en las calles
de la contemplación: charco de asombro.
Y éramos ambos dioses bajo el cóncavo
azul de la palabra que es el cielo.
Y éramos ambos dioses frente al trueno
de la cascada de frescura al hombro.



LA CRUZ DONDE SE CUELGA EL DESALIENTO
Herminio Martínez


La vida es este hogar
del que salimos a sembrar la ausencia,
ya viejos de las manos y los hombros
por arrastrar la noche a nuestros surcos,
y al regresar sangramos nuestro polvo
del color de la lengua del crepúsculo.

La eternidad royendo su fracaso
en el rincón donde la tarde duerme.

La vida es este ensayo
de sombra hasta el estómago del hambre,
de ternura hasta el pie de la zozobra,
de prójimo hasta el mal de la miseria,
de persona hasta el ámbito del luto,
de nostalgia hasta el hoyo de la duda,
de voz presente hasta en el peor discurso
de quienes fuman alabando su éxito.

La hora de almorzar sin su cocina,
un fogón donde está enterrado el fuego.
Es la roncha rascándose los niños,
la imagen de un abril sin aguaceros,
 la cruz donde se cuelga el desaliento,
las rocas que soñaron en mucha agua
cuando las visitaron los profetas.

A pesar de su imagen sin horcones,
no ha secado mis tomas de cariño.

Este camino tiene una esperanza
y a aquel café ya no le queda espíritu,
igual que a mí y que a todos
los que andamos buscándola entre espinas.

++++++++++++++++++++++


PERDÓNAME EL INSOMNIO CARCOMIDO
Herminio Martínez


Perdóname, Señor, por darle un beso
al mísero en la flor de su negrura,
que a estas horas seguirá lloviendo.

Perdóname el insomnio carcomido,
con el que estoy aquí ante el aguacero.

Tal vez en esta tarde la gente se ha olvidado
que existen puertas,
que a veces hay que abrir para saber que existes.

Hay algunas especies de mi estirpe,
que, en su modo de ser, también querrían
colgarse, con un coágulo en la boca,
de la herida de tantos que te esperan.

¿Qué es lo que está caduco
entre esas puertas y el amor al prójimo?
¿Acaso la piedad ya se hizo anciana?
¿Acaso el sentimiento es puro diálogo?

El aire de la tarde huele a olvido,
su corazón es una telaraña.
El camino se ha puesto ya en alerta
por si alguien pasa con el alma en llanto,
a darle de beber a alguien su sombra.

Perdóname, Seños, por los que mueren,
perdóname, Señor, por los que nacen
al pie de los relojes, que, entre fúnebres
acordes, ya les dan su última hora.


++++++++++++++++++++++

SEÑOR DE LA BONDAD Y EL SUFRIMIENTO
Herminio Martínez


1
Tu corazón en cárceles de espinas
levanta mil coronas de preguntas:
una por cada pueblo que a ti acude.

Señor de la bondad y el sufrimiento,
la creación y mis hijos resucitan
al probar tus renuevos comestibles.

En la cuaresma todos te conocen,
en el invierno salvas al ganado
con tus pencas que muchos le sancochan.

Algunos te desprecian a pedradas,
otros más te recortan el tamaño
con un golpe de palo o de machete.

Sin embargo tú ofreces la comida
de tus brazos a todos, sin fijarte
en las llagas abiertas de tu cuerpo.

Con tus manos le peinas a la aurora
el viento y bajo el sol te multiplicas 
en criaturas de pie que no se cuentan.
Muchos se ríen de ti porque eres pobre,
humilde cactus, como las personas
sin ninguna esperanza en otra especie.
2
Me gusta tu humildad que se entretiene
en consolar a las personas graves
que han sido relegadas por lo sórdido.

Me gusta la estatura de tu súplica
a  un dios, al aire, al tiempo, de que llueva,
para que los hijos del esfuerzo
puedan también servirse de otras cosas.

El hombre pobre aquí no tiene a nadie,
más que la noche en vela junto al ala
en que la nada empolla su vacío.
Oh prodigiosa sencillez
de labios con que da besos la dicha
de no ser superior ni husmear la gloria
que a algunos desvincula del espíritu
y los convierte en huérfanos del alma.

Oh amigo, como siempre, del que llora
en pos de su destino que comienza
en un hogar con padres que han comido
sólo deseos la víspera y ahora
también buenos deseos y ninguna ave.

Oh arrecife de pliegues familiares,
parado historiador de tantos huérfanos,
permíteme cerrar un día tus párpados.
Le has dado de comer a tantos niños
de los que aquí nacieron olvidados.
Se carcajea la luz de las ciudades
y el resplandor del foco, que ilumina
los pasos con corbata del gobierno,
también anda borracho entre columnas.

Sólo tú y yo, mayores de las lágrimas,
vamos a ver pasar al que cojea:
una oportunidad ya sin sus húmeros,
el eco de una risa ilusionada,
la razón en harapos de algún hombre,
que le dio a un redentor su fe y la última
moneda natural de su decoro.

Oh prodigiosa sencillez, que lame
la hectárea en que la ausencia da semillas.
Cumbre donde la tarde busca ansiosa
debajo de las piedras, desangrándose.

Muerto de hambre el deber también camina
a buscar el sustento de sus hijos
con la oscuridad por atavío,
y cuando sale el sol, que caza montes,
lo pone ante tus brazos de agua triste
pero roja y profunda como el gusto
de conocer tan suculentas dádivas.
3
Mucho cuidado, amigos, con nombrarlo
en voces que le manchen lo que ha sido
en la biblioteca de las plantas.
Es el vergel donde aletea el estío
como un ángel portando la corona
con que le ciñe lluvias en las sienes.
La ley de la bondad peinando zarzas
que con pelo de espinas se le acercan
y él las acoge con estilo humano.
Pero también el día a todo galope
se ve salir por el portón del alba
a presentarle un húmedo saludo
y posesionarse del entorno
para ahuyentarle nieblas vengativas.
Es el libro de todos los que vienen
heridos de no hallar cómo buscarse
por orden alfabético en la vida.
La página final que conocemos
después de mucho ver un nombre escrito
en el diccionario de la duda.
Aquí se vuelve narrador el hombre
y poeta de sangre entre dos plumas.
Porque blanco, el espíritu del árbol,
Le dicta vuelos que jamás ha visto.
Cuidado con los cuervos y los buitres,
aves que comen vísceras del alma.
Los envidiosos tienen su prestigio
fundado en la carroña que es la estatua,
que los ve de reojo como a príncipes.
Cuidado con aquellos que presentan
bajo forros de luces un lenguaje,
pero al final pronuncian cosas sucias
para manchar lo que es tan impoluto.
Es blanco el corazón de los que saben
amar en la extensión del sufrimiento,
como este árbol del monte, que ha vivido
a pie entre rocas, enfrentando el hacha
que viene con un hombre de la mano
y le corta dos ramas, le hace un ojo
para que vea cómo le harán ceniza
los miembros blancos a la luz, que es plata
más de su herido cuerpo que de luna.
Por eso, amigos, no hablen lo que duele
a la orilla del lago de sus lágrimas.
Alejen las gallinas de su tronco,
antes de que hagan lodo en su ramaje.
Antes de que les dé poner un huevo
como se pone un mundo de inmundicia.

A la memoria de Herminio Martínez

      Herminio Martínez, maestro, guía, luz, manantial, amigo entrañable y forjador de lectores y aspirantes a escritores. Bajo sus enseñanz...