domingo, 25 de febrero de 2018

DIDO Y ENEAS



DIDO Y ENEAS
—Rosario y Herminio—

“Yo, que en la tenue flauta campesina toqué de joven, y dejando luego las selvas, obligué a los vecinos campos a que obedeciesen al ávido labriego, ahora canto las terribles armas de Marte y el varón que, huyendo de las riberas de Troya por el rigor del Hado, pisó el primero  Italia y las costas Lavinias. Largo tiempo anduvo errante por tierra y por mar, arrastrado a impulso de los dioses, por el furor de la rencorosa Juno. Mucho padeció en la guerra antes de que lograse edificar la gran ciudad y llevar a sus dioses al Lacio, de donde vienen el linaje latino y los senadores Albanos, y las murallas de la soberbia Roma.
Musa, recuérdame por qué causas, dime qué decreto de su divina voluntad violado tanto dolió a la reina de los dioses que  impulsó a un varón insigne por su piedad  a arrostrar tantas aventuras, a pasar tantos afanes. ¡Tan grande  ira cabe en celestiales pechos!”
La Eneida, Virgilio. Libro 1.


Las naves de los troyanos que surcan el mar de Sicilia son arrojadas a las costas africanas por una violenta tempestad que Juno les envía. Venus le informa a su hijo, Eneas, que se halla en tierras de la fenicia Dido, reina de Cartago. Venus, para proteger a su hijo, hace que Dido se enamore de él. Ésta le ofrece un banquete a Eneas rogándole que le cuente sus aventuras. El troyano relata con detalle los últimos días de la Guerra de Troya, luego que los griegos lograron introducir el caballo de madera en la ciudad. Dido escucha maravillada cada palabra del relato, enamorada ya del troyano. El poder de las diosas (Juno y Venus) hace que Dido se decida por la pasión que le inspira el troyano.
Herminio Martínez, nuestro maestro fundador del Diezmo de Palabras, le da voz a Eneas en respuesta al desgarrador poema de Rosario Castellanos, a quien el dolor hizo eterna. Vale.


INVOCACIÓN DE ENEAS
Herminio Martínez

Yo soy aquel que en otros días modulé cantares
al ritmo de los aplausos y las cítaras,
mientras escanciábamos el mejor vino de tus cavas
y nos embriagábamos de las más finas esencias.
Obediente y sumiso al llamado de la diosa,
me hice a la mar,
opulento y bravísimo en el arte del amor y de la guerra,
cobarde y tendencioso,
de acuerdo a tres o cuatro
que en tus dominios poco me quisieron.

Hoy canto mi aventura,
aquí donde no sé ni cómo referirme  a aquel instante
en que te abandoné,
reina de la desolación y las espumas,
en hora en que supuse que dormías.
Ignoro cómo evocar,
sin remordimiento, los reproches
que amorosa me hiciste
toda la noche, disuadiéndome,
ni cómo re empezar estos lamentos.
Me expongo a la tristeza:
avispa que me persigue con un aguijón
que mucho tiene en común con el insomnio,
desde que con un solo propósito abrí el alba
para ocultar las intenciones
de dejarte en el lecho donde unas horas antes,
quemándonos la piel, nos habíamos metido.

Arbitro de las lluvias y de las tempestades,
el hombre también brama con un dolor de monte desmontado,
principalmente aquel que, al igual que yo,
abandona la alcoba
en la que nada más manda el empuje
como rey de las delicias y los sueños.
Cuánto te habrás arrepentido
de haberme dado el trago de agua fresca de tu boca
la mañana en que,
harapientos y sin ninguna otra oportunidad,
los teucros y yo
fuimos resucitados en tus playas.
Lo narro con la conciencia
de quien elevó una muralla de silencios
frente a las razones de la amada.
Por tantas tardes y noches
en que, desnudos, permitías
que mi lengua, ávida de otras fuentes,
buscara el bienestar
en la rosada cumbre de tus senos.
Quizá así lo tenían hilado ya las Parcas.
Quizá el Destino
lo había asentado ya en la hoja de sus cuentas.
Pero aun esto es mera excusa debido al rudo golpe
que debió de haber sido para tu corazón esta huida,
que, desde la oscuridad, planeaba con los míos.
Y ahora he de decirlo:
no me importaron ni los votos
de la mujer que ardía en amor,
ni esta inseguridad en que ahora navegamos
y que desde ayer nos cubre los sentidos
al ofrecer la proa a cada golpe.
Los hados sabrán por qué nos exponemos.
A lo mejor es mentira de que en mis venas
ya cabalgan las huestes del imperio
que, según los augures, será el amo del mundo.
Acaso nada de esto sea verdad.
Quizá lo único cierto era la tibia alcoba, Dido,
y tus manos inquietas
jugando con las mías en la terraza.
Y aquel cuello de cisne
ceñido por el fulgor de la blancura.
Y tus piernas magníficas.
Y tu cintura breve, ¡ay!, tan a la medida
de mis alabanzas y mi abrazo.





LAMENTACIÓN DE DIDO
Rosario Castellanos

Guardiana de las tumbas; botín para mi hermano, el de la corva garra de gavilán;
nave de airosas velas, nave graciosa, sacrificada al rayo de las tempestades;
mujer que asienta por primera vez la planta del pie en tierras desoladas
y es más tarde nodriza de naciones, nodriza que amamanta con leche de sabiduría y de consejo;
mujer siempre, y hasta el fin, que con el mismo pie de la
sagrada peregrinación
sube —arrastrando la oscura cauda de su memoria—
hasta la pira alzada del suicidio.

Tal es el relato de mis hechos. Dido mi nombre. Destinos
como el mío se han pronunciado desde la Antigüedad con palabras hermosas y nobilísimas.
Mi cifra se grabó en la corteza del árbol enorme de las tradiciones.
Y cada primavera, cuando el árbol retoña,
es mi espíritu, no el viento sin historia, es mi espíritu el que estremece y el que hace cantar su follaje.

Y para renacer, año con año,
escojo entre los apóstrofes que me coronan, para que resplandezca con un resplandor único,
éste, que me da cierto parentesco con las playas:
Dido, la abandonada, la que puso su corazón bajo el hachazo de un adiós tremendo.

Yo era lo que fui: mujer de investidura desproporcionada con la flaqueza de su ánimo.
Y, sentada a la sombra de un solio inmerecido,
temblé bajo la púrpura igual que el agua tiembla bajo el légamo.
Y para obedecer mandatos cuya incomprensibilidad me sobrepasa recorrí las baldosas de los pórticos con la balanza de la justicia entre mis manos
y pesé las acciones y declaré mi consentimiento para algunas —las más graves—.

Esto era en el día. Durante la noche no lo copa del festín, no la alegría de la serenata, no el sueño deleitoso.
Sino los ojos acechando en la oscuridad, la inteligencia batiendo la selva intrincada de los textos
para cobrar la presa que huye entre las páginas.
Y mis oídos, habituados a la ardua polémica de los mentores,
llegaron a ser hábiles para distinguir el robusto sonido del oro
del estrépito estéril con que entrechocan los guijarros.

De mi madre, que no desdeñó mis manos y que me las ungió desde el amanecer con la destreza,
heredé oficios varios; cardadora de lana, escogedora del fruto que ilustra la estación y su clima,
despabiladora de lámparas.

Así pues tomé la rienda de mis días: potros domados, conocedores del camino, reconocedores de la querencia.
Así pues ocupé mi sitio en la asamblea de los mayores.
Y a la hora de la partición comí apaciblemente el pan que habían amasado mis deudos.
Y con frecuencia sentí deshacerse entre mi boca el grano de sal de un acontecimiento dichoso.

Pero no dilapidé mi lealtad. La atesoraba para el tiempo de las lamentaciones,
para cuando los cuervos aletean encima de los tejados y mancillan la transparencia del cielo con su graznido fúnebre;
para cuando la desgracia entra por la puerta principal de las mansiones
y se la recibe con el mismo respeto que a una reina.

De este modo transcurrió mi mocedad: en el cumplimiento de las menudas tareas domésticas; en la celebración de los ritos cotidianos; en la asistencia a los solemnes acontecimientos civiles.

Y yo dormía, reclinando mi cabeza sobre una almohada de confianza.
Así la llanura, dilatándose, puede creer en la benevolencia de su sino,
porque ignora que la extensión no es más que la pista donde corre, como un atleta vencedor,
enrojecido por el heroísmo supremo de su esfuerzo, la llama del incendio.
Y el incendio vino a mí, la predación, la ruina, el exterminio
¡y no he dicho el amor!, en figura de náufrago.

Esto que el mar rechaza, dije, es mío.
Y ante él me adorné de la misericordia como del brazalete de más precio.
Yo te conjuro, si oyes a que respondas: ¿quién esquivó la adversidad alguna vez? ¿Y quién tuvo a desdoro llamarle huésped suya y preparar la sala del convite?
Quien lo hizo no es mi igual. Mi lenguaje se entronca con el de los inmoladores de sí mismos.

El cuchillo bajo el que se quebró mi cerviz era un hombre llamado Eneas.
Aquel Eneas, aquel, piadoso con los suyos solamente;
acogido a la fortaleza de muros extranjeros; astuto, con astucias de bestia perseguida;
invocador de númenes favorables; hermoso narrador de infortunios y hombre de paso; hombre con el corazón puesto en el futuro.
La mujer es la que permanece; rama de sauce que llora en las orillas de los ríos.

Y yo amé a aquel Eneas, a aquel hombre de promesa jurada ante otros dioses.

Lo amé con mi ceguera de raíz, con mi soterramiento de raíz, con mi lenta fidelidad de raíz.

No, no era la juventud. Era su mirada lo que así me cubría de florecimientos repentinos. Entonces yo fui capaz de poner la palma de mi mano, en signo de alianza, sobre la frente de la tierra. Y vi acercarse a mí, amistadas, las especies hostiles. Y vi también reducirse a número los astros. Y oí que el mundo tocaba su flauta de pastor.

Pero esto no era suficiente. Y yo cubrí mi rostro con la máscara nocturna del amante.
Ah, los que aman apuran tósigos mortales. Y el veneno enardeciendo su sangre, nublando sus ojos, trastornando su juicio, los conduce a cometer actos desatentados; a menospreciar aquello que tuvieron en más estima; a hacer escarnio de su túnica y a arrojar su fama como pasto para que hocen los cerdos.
Así, aconsejada de mis enemigos, di pábulo al deseo y maquiné satisfacciones ilícitas y tejí un espeso manto de hipocresía para cubrirlas.

Pero nada permanece oculto a la venganza. La tempestad presidió nuestro ayuntamiento; la reprobación fue el eco de nuestras decisiones.

Mirad, aquí y allá, esparcidos, los instrumentos de la labor. Mirad el ceño del deber defraudado. Porque la molicie nos había reblandecido los tuétanos.
Y convertida en antorcha yo no supe iluminar más que el desastre.

Pero el hombre está sujeto durante un plazo menor a la embriaguez.
Lúcido nuevamente, apenas salpicado por la sangre de la víctima,
Eneas partió.

Nada detiene al viento. ¡Cómo iba a detenerlo la rama de sauce que llora en las orillas de los ríos!

En vano, en vano fue correr, destrenzada y frenética, sobre las arenas humeantes de la playa.

Rasgué mi corazón y echó a volar una bandada de palomas negras. Y hasta el anochecer permanecí, incólume como un acantilado, bajo el brutal abalanzamiento de las olas.

He aquí que al volver ya no me reconozco. Llego a mi casa y la encuentro arrasada por las furias. Ando por los caminos sin más vestidura para cubrirme que el velo arrebatado a la vergüenza; sin otro cíngulo que el de la desesperación para apretar mis sienes. Y, monótona zumbadora, la demencia me persigue con su aguijón de tábano.

Mis amigos me miran al través de sus lágrimas; mis deudos vuelven el rostro hacia otra parte. Porque la desgracia es espectáculo que algunos no deben contemplar.

Ah, sería preferible morir. Pero yo sé que para mí no hay muerte.

Porque el dolor —¿y qué otra cosa soy más que dolor?— me ha hecho eterna.



domingo, 18 de febrero de 2018

HAGAMOS HUESOS VIEJOS, JUNTOS…


Hagamos huesos viejos, juntos…
Enrique R. Soriano Valencia

Jorge Luis Borges tiene un poema muy singular, pero significativo sobre lo fortuito de la vida. Inicia enunciando las cosas más disímbolas («…las arenas del Ganges, Lao Tse y la mariposa que le sueña, la lámpara de Diógenes...») y después de todo ese contraste, remata diciendo «...se requirieron de todas esas cosas para que tu mano y la mía se estrecharan».
Así se escribe la vida: los acontecimientos más alejados —en tiempo y lugar—, se conjugan para dar un suceso que nos afecta y la forma de responder a ellos, da a nuestra vida un giro que nos marcará por siempre...
Es realmente por ello extraña la vida. Se desarrolla sin tomarnos en cuenta, salvo en el último momento. Es tan vertiginosa que cuando uno quiere detenerse a pensar un poco, toda ya ha transcurrido y sólo nos corresponde sacar el mejor provecho, en el mejor de los casos. Ni siquiera puede uno, en momentos, contabilizar bien y a ciencia cierta lo pasado. El tiempo es la única variable que nos permite la perspectiva.
Con varios años de casado, todavía me sorprendo cómo ocurrió todo. Me siento orgulloso de mi matrimonio. Emilia es una mujer sin igual. Han sido grandes años. Pero es tiempo de considerar todo lo que estuvo en juego para casarnos Emilia y yo el 10 de mayo de 1983. Una y mil coincidencias. Muchas variables y posibilidades se presentaron —unas cercanas y otras lejanas—, pero todas ellas remataron en Madrid en esa fecha (o quizá, allí dieron inicio otras muchas más).
No sé por dónde empezar. No puedo dejar de reconocer (¿o responsabilizar?) todo lo sucedido que moldeó mi personalidad con decisiones que ahora veo como favorables. Para obviar espacio habré de pasar por alto muchos puntos importantes...
Trabajaba para el noticiero Teletipo en la XEB, La B grande de México. Fue el trabajo ideal para quien estudió Periodismo. Dirigía por entonces el noticiario. Ahí conocería a Soledad Cano, periodista española, corresponsal de Cambio 16. La llevó un muchacho que hacía servicio social. Debo confesar que no le presté mucha atención pues el tiempo para «salir al aire» se venía encima. Fue tan efímera para mí que al día siguiente ya la había olvidado.
Un mes después sucedió el trágico episodio de la embajada de España en Guatemala (31 de enero de 1980): treinta y un campesinos del Departamento del Quiché, en Guatemala, fueron brutalmente asesinados, junto con funcionarios de la misión diplomática y persona que por alguna razón estaban en el inmueble.
Mi despiste sobre Soledad, quien fuera testigo de todo, me impidió reparar en que la información llegada a nuestro teletipo venía con su crédito. Usé la información porque era de primera mano y tanto Proceso como Canal 13 también la emitían. Yo no sabía por qué contaba con tan excelente material (a ningún otro medio le llegaba). En periodismo la mala memoria y dejar de ser observador no tienen cabida (ahí lo aprendí).
Por fortuna el muchacho que nos presentó nos vinculó nuevamente. Será objeto de otra historia narrar el libro que de ahí derivó, gracias a que le facilité contactos para una investigación más profunda.
Fue así como empezamos una gran amistad. Fue Soledad quien me presentó a Tere, la hermana de Emilia. Ella vivía con otros funcionarios de la embajada española.
Aquellos hispanos me invitaban a su casa cuando llegaba algún pariente o amigo de España. El motivo era comentar sobre México: costumbres, música, folclore, comida típica, cultura prehispánica o simplemente les recomendáramos a dónde ir. Para mí siempre era motivo de orgullo... ¿a quién no gusta hablar de su tierra?
Conocí, incluso, tiempo antes a quienes serían mis cuñados. Pero no faltó mucho tiempo para tocar el turno a la única hermana de Tere que no conocía: Emilia.
Como sucedía regularmente, me encontraba en la oficina. Recibí el telefonema de Sol: «Está otra hermana de Teresa, para que charles con ella», me explicó. Así, con esas palabras, comenzó lo que terminaría con una boda.


Al llegar a casa de Tere no había algo anormal. Soledad, con quien llegué, se enfiló a la recamara y yo me planté con los otros frente al televisor a ver las noticias.
Transcurría el tiempo y nada variaba...
«¿Tendrán una naranja?», finalmente pregunté después de un buen rato. Y característico del temperamento español, recibí por respuesta: «Sí, en la cocina. Anda, bonito, ¿por qué no te acercas por ella?» Y ni tardo ni perezoso a la cocina me dirigí.
No creo que sea el lugar más romántico para ser flechado. Tampoco sé si la media naranja que ella degustaba sería el mensaje cifrado para anunciar lo que tiempo después se daría; tampoco me atrevo a asegurar que Cupido se encontraba cenando en la cocina y aprovechó el momento e hizo de la suyas. No lo sé, pero ahí nació esta crónica.
«Hola ¿tendrás una naranja?», fueron las primeras palabras románticas que me escuchó Emilia (mejor dicho, las más románticas, pues desde entonces las naranjas no faltan en casa). Hoy día todavía no alcanzo a saber de qué extraña fuerza echó mano para no desmayarse ante tan emotivas palabras, llenas de dulzura... naranjil. Supongo que le flaquearían las piernas y sobreponiéndose al impacto contundente de tan seductora pregunta, de lo más profundo de su ser surgió una expresión simple y seca que seguramente la tensión del momento le impidió llenar de mayor emotividad: «Ahí en el frutero las tienes».
Naturalmente, hechizada y rendida no pudo resistirse a mi invitación: «¿Eres tú la hermana de Teresa?» y asintió con la cabeza, incapaz de sostenerme la mirada y de poder articular palabra, tomando como pretexto la naranja que comía y se escurría de súbito entre sus manos. «Pues, por tu culpa estoy aquí para platicar sobre México», solté con un certero golpe de romanticismo. «¡Ah! –exclamó ella rendida, pero para despistar quiso culpar a esa naranja, que ya había quedado registrada en su ropa—. Ya. Tú eres el mexicano que vendría a hablarme de su pueblo. Pues vayamos a la sala a charlar. ¿Quieres un café?».
Inmediatamente se nos incorporó Soledad y Teresa, sin percatarse que nuestros ojos ya eran unos corazones bien definidos y que uno del otro estaba absolutamente prendado (seguramente fuimos en extremo discretos, pues nadie lo noto –-ni nosotros—).
A los dos días salió al Caribe para vivir mis recomendaciones. Un mes estuvo por diferentes lugares del sureste. Regresó a la Cd. de México un día antes de su partida a España. Cenamos juntos para conocer sus impresiones de mi tierra. De verdad me entusiasmó cómo describió sus experiencias: la exuberancia de la selva, la intensidad de las multicolores aves, la majestuosidad de las ruinas y deseo por conocer más de las tierras mexicanas.
Sí, sí me cautivó. Mi deseo por ir a España ahora tenía una razón más fuerte. A Tere, incluso, en broma y antes de realmente decidir esto, le llamaba cuñada. Por supuesto, ella siempre amenazó con salirse de la familia si yo entraba. Solo hace poco cumplió su palabra.
Mi deseo de viajar a España se frustró con la devaluación de agosto de 1982. El peso se disparó de 75 a 150 por un dólar (en viejos pesos). Así que –muy a mi pesar— escribí para decirle que no contara conmigo para recorrer su tierra.
El pretexto fue insuficiente. La respuesta fue «Si tú no vienes, yo voy de nuevo a México, me gustó mucho tu país». Y en noviembre de ese mismo año la recibía en el aeropuerto.
Salimos con su hermana para Iztapa Zihuatanejo. Ahí fue donde le pedí matrimonio. La verdad, creo que sí le desconcertó la propuesta. En el momento me angustié fuera a rechazarme. Pero después de algunos minutos –supongo que por su mente pasarían muchas cosas como familia, trabajo, amigos, rincones frecuentados, viejos amores, la seguridad de su patria—, finalmente se decidió: «Hagamos huesos viejos, juntos».
Seis meses después, el 10 de mayo de 1980, en un juzgado de Madrid nos casamos.
Han transcurrido 35 años de casados. No creo que nos hayamos equivocado. Cada día me es más grata su presencia. Nuestros huesos ya empiezan a estar viejos. Sólo puedo decir que he sido muy afortunado en toparme tan de súbito con ella y haber sido aceptado. Mi gratitud para Emilia no tiene límite, dejó todo por mí, un mexicano desconocido. Es, desde luego, una mujer osada, aventurarse al otro lado del mundo no debe ser una decisión sencilla, en especial porque su hermana ya había solicitado su regreso a España. Ojalá pueda compensar en algo su decisión.
Nuestros huesos ya no son jóvenes. Los achaques nos son familiares. Pero soy el menos zarandeado por el tiempo. Emilia padece diabetes y un problema en la tiroides le agrava la demencia senil. Los recuerdos viejos le son frescos, pero su memoria reciente falla de forma progresiva… hacia su pasado. Lo reciente le es fugaz; lo de hace poco, le es nuboso. Incluso, el nombre de nuestra única hija con mayor frecuencia lo confunde con alguno de sus ya fallecidas hermanas. El entusiasmo de su charla –innovadora, amena y analítica– ya no está en sus labios.
Soy fiel a nuestra ilusión. Nuestros huesos seguirán juntos.
Y si por desgracia su enfermedad me echa de sus recuerdos. Tendré una nueva oportunidad para conquistarla… le seguiré contando la hermosa que es esta tierra.



*Enrique R. Soriano Valencia es periodista de profesión y licenciado en Ciencias de la educación. Se inició como reportero para la Gaceta de la UNAM para los juegos Panamericanos en México en 1978 y de la revista para caballeros Su otro yo. Posteriormente, ingresó a la radio, donde  trabajó como reportero, productor y finalmente jefe del noticiero Teletipo de la XEB, la B grande de México. Fue productor, guionista y conductor ocasional del programa México Canta, en Radio México Internacional –estación oficial del Gobierno Mexicano—.
Fue director general de Comunicación Social de la Contraloría del estado de Guanajuato. Fue integrante del Consejo Estatal para el Fomento a la Lectura. Ha escrito cuatro libros: una novela inédita; dos manuales –uno de Redacción y Ortografía y otro de Formación de Instructores y una compilación de sus artículos periodísticos en diversos medios impresos, publicado por el Ayuntamiento 2006-2009 de Guanajuato.
Desde 2005, todos los jueves, publica la columna Chispitas de lenguaje, primero para el Sol de Bajío y posteriormente para el periódico Correo, los portales electrónicos Zona Franca y Es lo Cotidiano. Asimismo, por el interés del contenido han sido reproducidos en Fundéu (Fundación del Español Urgente, segundo sitio de mayor importancia para el idioma español, y por el Fondo de Cultura Económica.
En 2008 obtuvo el Premio Estatal de Administración Pública por el Manual de Estilo para la Redacción de Informes de Gobierno y en 2009 obtuvo el Premio Estatal de Periodismo, en la modalidad de Cultura, por su columna periodística. Es comentarista radiofónico en Corporación Celaya, estaciones El y Ella, Radio Lobo, La Pachanga y para el noticiario Así sucede. Forma parte del taller Diezmo de Palabras. 




Etienne-Maurice Falconet: "The threatening Cupid", 1757

CUPIDO
Soco Uribe

Hoy, 16 de febrero, cuando me senté a traducir un texto acerca del director de orquesta Dmitri Shostakovich, noté que Cupido estaba sentado en la pequeña banquita que hay sobre mi escritorio, la cual se asemeja a las de los parques; una de esas en las que, seguramente, todas nosotras en algún momento de nuestra adolescencia, nos sentamos con alguno de nuestros noviecillos para platicar de nuestros sueños.  A diferencia de aquellas, mi banquita sostiene la foto de dos de mis tres amores.
Era tan pequeño y del color del alabastro que no me había dado cuenta de su presencia, hasta que estornudó; seguramente, debido al fuerte viento del abanico de techo que, en esos momentos, se encontraba funcionando. La tremenda sacudida por su estornudo fue tal, que por poco y se cae de la banca.   Se veía exhausto, su carcaj estaba completamente vacío, no le quedaba ni una sola flecha.  La cuerda de su arco estaba flácida, no estaba tensa como en otras ocasiones y todos estos inconvenientes se debían a que había tenido más trabajo del normal, desde hacía algunos días, hasta anteayer.
Al saludarlo, me dijo que sentía mucho que lo viera en tal facha pero que estaba tan cansado que se había tomado unos minutos para reposar un poco en mi banca y para después seguir cumpliendo con su continuo e interminable trabajo.
También, me contó que sus flechas eran mágicas, ya que en el instante en que una de ellas tocaba el corazón de las personas,  éstas se comportaban de manera diferente.  Dijo que sus semblantes se iluminaban y que la atmósfera que las rodeaba cambiaba y se ponía de un tono rosado tenue como el que se percibe en Venecia en el invierno.
Me comentó, además, que las personas no veían sus defectos entre sí, los pasaban desapercibidos o tenían siempre una frase de disculpa para éstos.
Cuando hablaba, me di cuenta que era un pequeñín inquieto y travieso ya que, mientras me contaba todas sus peripecias, ya había sacado un plumón del cajón de mi escritorio y se había puesto a dibujar en una hoja varios corazones rojos con pétalos de rosas entremezclados. 
Luego, empezó a saltar en la engrapadora y se gastó toda la tira de grapas que había en ella.  Sus carcajadas eran maravillosas, como las carcajadas de mis hijas cuando, siendo bebés, al terminarlas de bañar, secaba su cuerpo y, al mismo tiempo, les hacía cosquillas.
Enseguida, prendió las bocinas de la computadora, se subió a una de ellas y me pidió que por favor le pusiera el compact de Frank Sinatra donde viene la canción I’ve got you under my skin y me lo pidió de manera tal, poniendo carita de ángel y con sus manitas unidas que…¡no pude resistirme a sus ruegos!
Posteriormente, cuando comenzaron los primeros acordes de dicha melodía, se bajó inmediatamente de la bocina porque ésta le hacía cosquillas en sus pompitas.  Entonces, se subió al mouse de la computadora, se deslizó como en una resbaladilla quedando tirado de espaldas en el tapete del mouse y ahí, entrelazando los brazos por su nuca, se acomodó para escuchar el compact completo de Sinatra, hasta que se quedó dormido y fue hasta entonces, cuando por fin pude comenzar a trabajar en serio, sin tantas interrupciones. 
A mí, la verdad, me hace feliz su visita y el que prometa visitarme con frecuencia; aunque, para la próxima vez, tendré cuidado de guardar la cinta adhesiva, el abre cartas y las tijeras en el pesado cajón del escritorio para que no vuelva a hacer tantas diabluras y evitar que se lastime.
Después de unos cuantos minutos de haber permanecido dormido, bajé el volumen de las bocinas y lo cubrí con un post-it de color rosa mexicano para que mi hija la menor, lo pudiera ver al momento de sentarse a chatear en la computadora y no lo fuera a aplastar con el mismo mouse.
Al terminar mi traducción, cerré mi archivo, apagué la computadora y sin hacer ruido me fui a mi recámara a ponerme mis pijamas cuando, de pronto, al abrir la puerta, me encontré con la sorpresa de que el techo de mi recámara estaba pintado de corazones rojos entremezclados con pétalos de rosas.

Regresé inmediatamente al estudio, para pedirle cuentas de tal travesura; sin embargo, al verlo tan indefenso, no pude hacer otra cosa que cubrirle, nuevamente, una de sus alitas que se había salido del post-it, apagué la luz y cerré la puerta. Al fin y al cabo, pensé, no se veía tan mal el techo de mi recámara y si, en un momento dado me aburría el tremendo colorido, lo podría cubrir nuevamente de blanco con un poco de pintura que había sobrado del día en que pintaron el exterior de la casa, el año pasado.  Total, si él viene a casa con frecuencia, sería yo muy ingrata, al no compensarle sus visitas de manera recíproca: Con amor y tolerancia.



**Soco Uribe es ingeniera Geóloga y Traductora. Traductora de textos técnicos y correctora de estilo de 1993-2000. Primer lugar estatal en literatura, Juegos Nacionales Culturales de los Trabajadores "Ricardo Flores Magón" 2000.
Grabó 10 melodías escritas por ella en un CD llamado: Con todos mis sentidos, 2004. Autora del libro Desde lo Profundo, 2005. Colaboró en el Agendiario, Mujer Olfato, 2007; en las revistas La pluma del ganso; Voces Interiores y en el periódico Noreste de Poza Rica, Ver.,  por más de un año (2006-2007) con 20 cuentos. Orgullosa coautora en cinco publicaciones de las antologías Narrativa en Miscelánea -Cuentos y Relatos- editadas consecutivamente por la UNAM (su alma mater), durante los años de 2007, 2008, 2009 y 2010. Y la del 2011 editada por la Unión Latinoamericana de Escritores.
Publica ocasionalmente en Diezmo de Palabras de El Sol del Bajío (2016). Finalista de microrrelato en concurso Diversidad Literaria (España, 4-06-16). Es parte del taller literario Diezmo de Palabras.


domingo, 11 de febrero de 2018

AMOR Y AMISTAD


AMOR Y AMISTAD
“Éste es mi mandamiento: Que se amen unos a otros, como yo los he amado.”  Jesús.
“El mejor de los hombres es aquel que hace más bien a sus semejantes”.  Mahoma. 
"El odio no se termina con odio, se termina con amor, es la regla eterna".  Buda

EL BAYÍN
Julio Edgar Méndez

Cuando era pequeño ya tenía una sonrisa que subía desde su boca hasta los ojos. Se llamaba Gerardo, pero todos le decíamos el Bayín.
            Le gustaba mucho platicar. Recordaba cada detalle de la última conversación con cualquiera. A mí me preguntaba por mis amigas y levantaba el dedo gordo de la mano en señal de aprobación. Me bromeaba haciendo gestos irónicos como diciendo: “¡Eh, travieso!”. Siempre estaba de buen humor y me gustaba mucho hablar con él, aunque a veces no entendía todo lo que me contaba.
            El Bayín nació cuando sus padres ya tenían más de cuarenta años de edad. Dicen que eso fue el problema. Los rasgos orientales de su rostro lo hacían muy simpático, pero con los años nos dimos cuenta de que tenía algo diferente a nosotros. 
            Cuando jugábamos fut en la calle él se quería unir, pero sus hermanos no lo dejaban porque pateaba la pelota sin dirección alguna, o de plano la dejaba ir sin prestarle atención. Nosotros íbamos a la escuela como todos los niños, pero a él lo llevaban a una escuela especial. Yo no entendía qué tenía de especial, pero los niños de ese lugar se parecían mucho a Gerardo. Otros eran diferentes. Era un mundo que no entendía.  Un mundo que nadie nos explicaba.
            Cada año, en las vacaciones de verano, volvía a verlo. Invariablemente me preguntaba por mis padres, mis hermanos, y si yo estaba bien de salud. Ni siquiera mis mejores amigos hacían eso. Gerardo tenía más educación que muchas personas y un interés real por mi bienestar. Sus hermanos y sus padres lo querían mucho. Era de los pocos niños con síndrome de Down que yo conocía. Pero en aquel tiempo yo no sabía qué tenía el Bayín que lo hacía distinto a otros niños. Sólo sabía que era divertido, que reía con mucha facilidad y su forma de hablar era difícil de entender.
            Fue en mi propia escuela cuando escuché por primera vez que a alguien le dijeran “mongol”, pero no en buena forma, más bien como insulto.  Supuestamente este amigo, Carlos, se lo dijo a Baena porque no supo una respuesta en el examen por equipos que estábamos haciendo. Poco después me di cuenta de que así se insultaban mis compañeros. Les decían: “mongol” o “mongolito” a otros amigos cuando los querían insultar.  A mí no me parecía chistoso. Sobre todo porque a mí me decían cuatro-ojos o bizco, porque usaba lentes. Tenía amiguitos que eran muy pobres, todos estábamos en una escuela de gobierno y, a veces, solo llevaban de comer dos tacos con salsa. Si les ofrecía de mi torta de jamón o milanesa o pollo, me decían que eso solo lo comían los cuatro-ojos. Pero me daba cuenta de que les hubiera gustado probar mi comida, pero la pena de mostrarse pobres los hacía ser groseros o a veces violentos. Había un niño en particular, se llamaba Inez, quien todos los días me buscaba pleito. Era una pelea medio rara, porque él me pegaba y yo sólo me tapaba la cara. Porque si me quebraba los lentes en mi casa me iban a regañar mucho porque no había dinero para otros. A él no le importaba. Cuando estaba desprevenido llegaba por detrás y me empujaba o me jalaba de la mochila sin que yo pudiera defenderme, más que nada porque no sabía cómo. Este niño, Inez, era de los que sabían una retahíla de insultos que poco a poco aprendí. Y los usé todos, excepto el de “mongol”. Nunca me gustó esa manera de insultar, quizá porque consideraba a Gerardo mi amigo. Y de verdad que era mi amigo.

            Conocí en el verano, durante mis vacaciones, a una niña. Como mi escuela primaria era de puros hombres, pues las niñas me eran medio desconocidas. Me parecían fascinantes. No hablaban a puras groserías como nosotros en mi escuela, ni eran cochinas. Olían a limpias, bueno, no todas, pero sí la mayoría. Y esta niña, Bárbara, me gustó. Era muy blanca, con ojos muy oscuros y grandes cejas levantadas con un gesto como de enojada. Su mamá visitaba a mis tías y mientras ellas platicaban de novelas y chismes, yo me hacía el chistoso frente a Bárbara. Hacía gestos, le aventaba bolitas de papel, lo que fuera, pero quería llamar su atención. Ella me veía como enojada, pero a veces sí se reía. Después de algunos días en que supongo que también mis tías y la mamá de ella se dieron cuenta de mis pretensiones, Bárbara empezó a ir de visita más arreglada. Como no queriendo la cosa me veía y se ponía colorada. El día que estaba a punto de hablarle por primera vez, trajeron de visita al Bayín. Me saludó con mucha alegría y, como siempre, me preguntó por toda mi familia. De pronto, ¡zas!, ¡que me pregunta si Bárbara era mi novia!  La niña puso cara de asco cuando Gerardo volteó a verla y levantó su dedito gordo en señal de aprobación. Mi posible novia salió a todo correr hacia la sala donde estaba su mamá y le dijo que había un niño “mongol” conmigo. Que le daba miedo y ya se quería ir. Todo lo bonito que yo le había visto a esa chiquilla, se volvió coraje. Era una tonta, aunque la verdad es que pensé en otros insultos peores. Mi primera “novia” ni siquiera supo que yo quería que lo fuera. Y Gerardo, ni por enterado. Mejor nos pusimos a contarnos chistes que ninguno entendía.

            Los niños con síndrome de Down no sé si cuenten los años igual que nosotros, pero yo veía crecer a Gerardo un poco más lento que a mis primos o amigos, incluso cada verano yo aumentaba de estatura, pero él crecía muy despacio. Supongo que esto era bueno, porque siempre parecía un niño. Un niño feliz.

            Otro verano, me encontré con la sorpresa de que el Bayín ya tenía novia. Era una chica muy linda, con el rostro siempre sonriente, asistía a la misma escuela de Gerardo. Su felicidad era notoria, se tomaban de la mano y caminaban muy despacio. Él la acompañaba hasta su casa y luego llegaba a contarnos que la quería mucho. Cuando alguien insinuaba, con muy malas intenciones, si ya la había besado, Gerardo contestaba con un: “quetimporta”. Era todo un caballero.          Esa niña se fue de la ciudad. No sé cuando, pero ya no la volvimos a ver. Mi amiguito estuvo muy triste por mucho tiempo. Pero cuando le pedía que hablara de ella, se alegraba y decía que pronto iría por ella para casarse. Nunca fue por ella. ¿A dónde podía ir?

            Pasaron los años, Gerardo se hizo un joven y yo también. Algunas veces me veía pasar con alguna novia y yo se las presentaba. Todas se portaron muy bien con él, al grado de que aunque ya no las volví a ver, supe que algunas lo visitaron de vez en cuando. A todo el mundo le encantaba el Bayín.

            Después vino la época de ser adultos. Me fui de la ciudad por muchos años, escuché de Gerardo por comentarios de mis primos. Dicen que una vez quiso manejar la camioneta de su papá, donde repartía botellones de agua, y sí la manejó, pero hasta que un poste se le atravesó a unos cinco metros de distancia. Otra ocasión se perdió. Salió por un mandado al mercado y por razones que nadie supo, se fue hasta el centro de la ciudad, adonde iba muy poco y luego ya no supo volver a su casa. Lo buscaron por varios lados, hablaron a todos los parientes a ver si estaba de visita con alguien, porque le encantaba saludar a todos y enterarse si estaban bien de salud. Pero no, nadie lo había visto. Finalmente decidieron dar parte a la policía y justo cuando iban a salir a la comandancia, llegó el Bayín muy quitado de la pena, pero con mucha hambre. Cuando le preguntaron a dónde andaba, sólo dijo: “Poraí”. Días después, supieron que una señora le pagó diez pesos para que le ayudara con su mandado y Gerardo feliz porque iba a ganar dinero. No sabía que esos pesos no servían, en esa época se contaba un peso como mil. Es decir, si te daban mil pesos para ir a la escuela, sólo te alcanzaba para un chicle. Entonces, los diez pesos que le ofrecieron a mi amigo eran como un centavo. La moneda no valía ni el metal en que estaba hecho. Y supongo que la señora estaba muy feliz de haber engañado a un jovencito ingenuo. Además de que lo llevó por quién sabe qué calles, hasta que Gerardo se perdió. No sé qué oyó en esas horas de caminar por lugares desconocidos o qué le hicieron las personas adultas o niños, pero jamás volvió a perderse. Y quiero creer que tampoco volvió a aceptar dinero por cargar canastas. Lo que sí quiso, fue trabajar. Así que pasaba a los talleres o negocios de los vecinos a pedir trabajo y en algunos le enseñaron cosas sencillas que aprendía con mucha alegría. Así que siempre trabajó. Ganaba un sueldo con el que ayudaba a su mamá. Era un extraordinario hijo. No sólo atento y obediente, sino además cooperaba económicamente en la casa.
            Otro de los muchos detalles interesantes de Gerardo, es que le gustaba cocinar. Sabía perfectamente usar la estufa. Sus hermanos le enseñaron cosas sencillas y las aprendió muy bien. No dependía de nadie en cuestiones prácticas. Con esa carita de felicidad que siempre tenía, hacía su vida de la forma más simple. Y le encantaba estar limpio. Se bañaba, se peinaba y se vestía todas las mañanas antes de otra cosa. Le encantaba usar el desodorante de bolita, le daba mucha risa.

            Cuando volví a verlo, le presenté a mi hija, que era una bebé y luego luego levantó su dedo pulgar en señal de aprobación. No podía pronunciar bien su nombre, así que le decía: “Tita”, y así le llamaron el resto de la familia. La cargaba, le cantaba, jugaba con ella. Le gustaban mucho los niños. Algo que me llamaba la atención es que cuando jugaba con ellos, los trataba como adulto. Les decía que no tocaran cosas peligrosas, o los regañaba si se portaban mal. Pero los abrazaba con un enorme afecto y los hacía reír con sus muecas. Supongo que si hubieran sido otras las circunstancias, habría sido un gran padre. Porque un buen hijo, siempre lo fue.
            Con los años, su mamá entró en una enfermedad degenerativa, al grado de que ya no pudo caminar. Se pasaba todo el día en silla de ruedas. Gerardo se hizo cargo de ella porque su papá salía a trabajar y todos sus hermanos ya estaban casados y vivían fuera de casa. Visitaban a su mamá diariamente, pero en las cosas del día a día, era el Bayín quien llevaba la carga. Le daba el desayuno y la comida a su mamá, le hacía su cafecito, incluso la bañaba, luego la peinaba como si fuera una muñequita aquella anciana mujer que tanto amaba su hijo.
            Todas las mañanas, él se levantaba temprano, se bañaba y se divertía con su desodorante de bolita. Luego, preparaba a su mamá, la colocaba en su silla y la ayudaba a vestirse. La peinaba, le decía con mucha ceremonia que se veía bonita y luego bajaba las escaleras hacia la cocina a preparar el desayuno y el café. Que además le quedaba muy bueno.

            Un día, luego de su acostumbrado aseo, no usó su desodorante. Se peinó con algo de flojera y ayudó a su mamá a sentarse en la silla.

            -Gerardo, -dijo la señora- ayúdame a bajar a la sala porque quiero estar ahí esta mañana. Hay mucho solecito y mejor ahí recibimos a las visitas de hoy, ¿te parece? Pero primero tráeme mi cafecito.
            -Si, mamá.
Gerardo fue a la cocina a preparar el encargo de su mamá.

            El silencio fue tal en la casa durante los siguientes minutos, que la anciana empezó a llamar a su hijo. “Gerardo, Gerardo”. Nadie contestó. La señora siguió llamándole, entonces presintió algo y como pudo alcanzó el teléfono de su recámara y llamó a su hijo que vivía más cerca. Cuando éste llegó, subió a ver su mamá y le dijo que Gerardo había salido a comprar más café y tardaría un rato en regresar. Pero los ojos rojos lo delataron. No quiso decirle a su madre que, tirado en la cocina, con una taza quebrada cerca de la mano, estaba su hijo, el Bayín, con una sonrisa en la boca. Tenía el aspecto de estar dormido, tranquilo, con la conciencia limpia; un niño de más de cuarenta años quien en medio de un día muy soleado, sin hacer ruido, se fue de este mundo que nunca supo merecerlo.


            Me imagino que cuando llegó a ese lugar donde todos los sueños se alcanzan, alguien lo recibió con una sonrisa y levantando el dedo gordo de la mano, le dijo: “Bien hecho”.





**Gerardo, es el nombre real de un amigo a quien estimé mucho. 

A la memoria de Herminio Martínez

      Herminio Martínez, maestro, guía, luz, manantial, amigo entrañable y forjador de lectores y aspirantes a escritores. Bajo sus enseñanz...