domingo, 27 de septiembre de 2015

LA CONVERSACIÓN QUE NUNCA TENDREMOS


LA CONVERSACIÓN QUE NUNCA TENDREMOS
-El Diezmo de los poetas-

“El segundo invierno de poesía fue de una blancura resplandeciente. Nevó más de lo habitual.
Una noche de diciembre, la joven de la fuente lo inició en el amor. Su piel tenía el sabor del melocotón. Yuko besó su seno blanco, tomó en su boca un pezón y lo chupó como si fuese un limón de luna. No lo soltó hasta el alba.”
-Maxence Fermine, Nieve.

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VOYEUR
Salvador Pérez Melesio

Estos ojos míos
se posan como cuervos
en tu escote
pero no te devoran
en un festín
de faunos licenciosos,
son más bien
los ministros de tu culto
que presiden la liturgia
solemne de mirar.

En ti nacen y se agotan
los oficios,
te conocen de memoria,
de todos tus ríos han bebido,
en tus claustros se enclaustraron,
son peregrinos
en el valle de tus misterios;
por defender el derecho
de contemplar
tus cordilleras tentación-y-púlpito
declararían una nueva
guerra santa.

Estos ojos míos
no te toman por asalto,
con humildad
te ungen
el aceite tibio de su mirada
que huele a canela y sándalo
y te provoca
o te asusta
el lenguaje abstracto
de esa caricia
urgente y venial.

Pero
cuando no te miro
mis ojos son jinetes sin apocalipsis
montados en omegas perpetuas
como dos aerolitos
sin rumbo
y tú ya no eres
ni diosa
ni santuario,
sólo una chispa
aroma pasajero del incienso
canto fugitivo
de un poema.

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DUEÑOS DEL ALBA
Javier Aranda

I
Te veo sobre el buen día, en el alba te veo,
iracunda, gloriosa, cómplice de las flores,
irrompible del miedo
y fruto de la solemne noche.

Este amor es de hambre, de vuelos en el cielo;
extensión bajo el crepúsculo de tus sueños desnudos,
este amor no tiene solución ni muerte,
pero es poesía entre la combustión de las sabanas.

II
Es hora de entender que las sombras no dañan
sino son el sendero del arcoíris sin lamentos
donde nacen las estrellas más brillosas,
ellas serán las venas de sangre pura,
o quizá, otro cuerpo lleno de retozos
y de lunas crecientes, sin miseria, sin turbulencias
con los dientes amarrados, sin dolor, con dulce calma.

III
Te declaro la paz y la guerra en la penumbra.
Nos amamos sin piedad frente a la guadaña del tiempo,
no somos abatidos por la noche.
Todo es hermoso al ver con sus ojos los sueños, las preguntas
y el agua de nuestros desvelos.

IV
Hoy al tocar su cuerpo, me sentí sin piel
porque ella arrancó la mía y la dejo colgada en la luna.
Después nos bañamos para jugando con los quiero,
navegamos en lo perdido y lo ganado,
y vuelven las sonrisas
y con ellas, el amor resplandece
para llegar al final del día con los ojos intactos.

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PARAÍSO DESMANTELADO
Martín Campa

UNO
Eva, préstame el estambre de tu sombra
para tejer nuevamente tu gloriosa hermosura
y el color de tu paraíso desmantelado.

Permíteme desempolvar el laberinto de tu oído
y recalentar la sal de tus océanos.

Concédeme restaurar tu cintura:
casa de nubes y pelícanos;
y reconstruir el oro de tu talle
para que no olvides nuestra historia.

Te regalo un ramo de sueños
y el humilde fulgor de mis recuerdos.
Mi dolor recién impreso en azogue.
Un peso de plata y otro de luna.
Un canto de selva, un canto de sol.

Te regalo mi mano izquierda, mi pie derecho;
el brillante secreto de mi palabra:
carne y voz de tormenta.

Te obsequio todo esto
para que sepas que me marchito sin tu presencia.
Y sepas también, Eva, que no ambiciono la plata
que guardas en la celda de tu ombligo,
pues sólo anhelo fallecer abrasado
con el reflejo del alcatraz
que ostentas bajo tu falda.

DOS
Muérete conmigo,
ánclame al sol que es llama en tu vientre.

Déjame apretarte el pezón izquierdo
hasta que mis dedos se ahoguen
en ese glorioso néctar
y bebamos esta noche de esa lluvia
que hoy nos obsequia el verano.

Déjame ser el impetuoso torbellino
que sin ti no es nadie;
sedúceme, carne en erupción por vez primera,
y traza (insaciable) un arcoíris en mi pelvis.

Flor de música enardecida,
sopla despacio en mis huesos
para arder nuevamente contigo,
mientras cabalgamos hacia ese precipicio
llamado frenesí.

Universo de aromas y secretos,
no pares que aún no termina esta fiesta.

Sigamos cayéndonos uno encima del otro.
Sigamos gozando hasta quedar contagiados
con esa fiebre que se cura
sólo con inyecciones de pasión.

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ALMÍBAR NARANJA
Julio Edgar Méndez

Me dijo con voz firme: no existo.
Fue sólo una voz en un dueto, un texto sin brújula,
una mirada desde el arco perfecto entre sus pies y mi asombro,
un beso a destiempo.
Labios de almíbar naranja tatuados sobre los míos para siempre.

No quiso pensarme siquiera.
No quise retarla; sólo dije lo simple, lo obvio,
lo mismo que cien trenes juntos pasados de andén.
Tuve miedo, miedo a tenerla por unos segundos,
miedo de no ser eterno.
Ni siquiera le hablé de mis sueños,
ni ella me habló de los suyos,
fuimos dos sombras cruzadas que nunca chocaron.

Y no puedo escribir valses oscuros para ella.
¿Cómo? Si verla es vivir, si oírla es soñar, lejana,
misteriosa, insondable,
renuente a ella misma.

No te vayas, la historia se acaba cuando termina,
ni te apresures en pos de quimeras,
el tiempo nos llega en oleadas de mares abiertos,
nos avasalla.
Espera... ¿Escuchas desde tu ventana ese mar de mi alma?
Son cinco segundos los necesarios para vivir una vida,
un beso fuera de tiempo, un instante preciso,
una daga clavada forever en mi garganta, un ripio,
un “dulces sueños” en idioma extranjero,
una llama en el pecho.

No entiendo,
todo nos llega al cuarto para las doce,
tarde, tal vez demasiado,
tal vez las vueltas al sol nos revientan,
nos ponen vendajes sobre las ventanas de la paciencia,
inciden hambrientas en nuestro cuerpo agostado,
nos secan...

Y largamente el olvido no llega, no sirve, no brinda consuelo,
nos tira migajas de simples recuerdos, de risas,
noches enteras perdidas en esgrimas verbales;
cuando pudimos volar con los labios,
rozarnos hasta ponerle color al blanco de nuestros sexos;
descubrir nuestras armas, matarnos despacio en la cama,
en el suelo, sobre los muebles,
tumbando los libros que nunca leímos,
con nuestras pieles expuestas.

Con fuerza
-domando el volcán que te sale del pecho-
saciarte,
llenándote toda de lluvia de mis entrañas.
Lluvia distinta que impregna esta noche mis ojos,
cuando dije que te iba a leer “los versos más tristes...”,
los versos que alguien,
en alguna otra vida,
dirá a tus oídos.
Tú sonreirás, te sentirás ya completa,
mientras mis flores se tiñen de olvido
debajo de cualquier piedra,
en alguna ciudad, en cualquier cementerio.

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TARDE O NOCHE
Irvin Estrada

En el  atardecer mueren las palabras
el asfalto arde
comienza un duelo en el horizonte
las pieles se van quemando.

Los árboles rompen el silencio
respiran su tiempo perdido
la savia del hombre moja la tierra
todos ellos  caminan hacia la noche.

El agua agujera el polvo en gotas grises
caricias soslayadas: no hay tiempo
nace la música de los ojos del cielo
afuera llueve  y tú no miras.

Nuestras bocas se secan, se encajan
sólo te pido un instante de tus ojos
se va escurriendo un beso en la alcantarilla
escucho el viento llorar encima.

Las nubes duermen, el aire lacera
pido que la tarde no entristezca hoy
las luces de los hombres matan este silencio
quiero seguir viendo la luz del día.

Un pájaro canta conmigo y ve caer la noche
y yo me quedo aquí, esperando
mientras la luna derrite, triste,
la conversación que nunca tendremos.

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Y ME QUITARÉ GENTIL LA MEMORIA
Rafael Aguilera Mendoza

Es la hora en que la luna
se posa en los postes
y escurre intermitente de la fronda.
La luna llena tu seno de soles,
esos soles inundan mi lívido
que acude a la cita en su punto.
Deleitarse en tu regazo
es calmar la sed urgente
en un manantial virgen;
es libar la ambrosía,
es saborear el maná.

Tú finges dormir, suspiras,
te estremeces y sueñas
que un dios te fecunda
disfrazado de lluvia de oro.

Mañana te sentirás muy culpable
de tu afición a las lecturas mitológicas,
pero no sufras si vas con tu novio
al encontrarnos en una avenida.
Cortésmente les cederé la banqueta

y me quitaré gentil la memoria.

domingo, 20 de septiembre de 2015

LETRAS SOBRE UNA SERVILLETA


LETRAS SOBRE UNA SERVILLETA
“Escribir es terapéutico”, dice el personaje de una de las historias de nuestra página de hoy. Lo cual se puede comprobar si usted, estimado lector, toma un lápiz, pluma y papel o teclea frente a un ordenador cualquier asunto que le parezca relevante, divertido o cargado de nostalgia. "Uno es dueño de lo que calla y esclavo de lo que habla” -Freud dixit- y parafraseando su axioma podemos decir que los textos de esta página son el resultado de la esclavitud que significa contar, sobre una servilleta inclusive, lo que ha dejado de pertenecernos. Así nace la narrativa. Jessica Escobedo, quien persigue una carrera en Letras, a sus dieciocho años ya nos muestra un estilo incipiente con la influencia de sus autores favoritos, quienes han creado escuela en el arte del terror y el misterio. Javier Mendoza es un profesionista cuyo origen humilde y los sacrificios y esfuerzos que suponen salir adelante, le han dado esa sensibilidad de narrar con la pluma del corazón.  Patricia Ruiz tiene una prosa directa, impecable y ordenada, no en balde su profesión como administradora y además redactora profesional. Los tres son parte del Taller Literario Diezmo de Palabras. Los tres son narradores que, sin egoísmo alguno, regalan sus textos (ya no son sus dueños porque no callaron sobre ello), para disfrute de todo aquél que desee asomarse a esas palabras escritas sobre cualquier servilleta.
Julio Edgar Méndez


ME VOLVÍ A ENAMORAR DEL DESAYUNO
Jessica Escobedo Méndez

Mis pies ya no tocaban el suelo, mis ojos ya no daban crédito a lo que veían, ninguno de mis sentidos respondía, yo ya no era yo. Pude haberme ido de ahí enseguida, instintivamente y como un niño pequeño viendo una película de terror pude haber cerrado los ojos, quizá debí dar media vuelta inmediatamente y fingir que nada estaba pasando. Sí, quizá. Pero no, en lugar de eso observé detenidamente, como un crítico de arte observa el trabajo de su próxima víctima, como un ciego observa la profundidad de lo infinito, como alguien viendo al amor de su vida por primera vez. Y es que eso eras tú para mí: mi víctima, el amor de mi vida. Pero me equivoqué, porque la victima fui yo, porque mi constante forma de pensar me llevó a la locura, porque sin siquiera imaginar que algún día podría tenerte entre mis brazos, quise intentarlo.
Traté una y mil veces de llamar tu atención. Pero ¿acaso era yo un estúpido payaso de circo tratando de complacer a un espectador que solo busca distraerse un rato? No; y me sentí ofendida de una y mil formas, todo lo había hecho yo a causa tuya, ahora eras tú la culpable de que sintiera un odio infinito hacia mí misma en lo más profundo de mis entrañas, por fallarme a costillas de un gusto mundano que no me iba durar ni el suspiro de mi placer. 
El suelo se quebró bajo mis pies con el sonido de tu voz, con el eco de mi llanto y, al paso del tiempo, el dolor también se fue apagando; se consumió cual vela encendida. Constantemente me preguntaban por ti, si algún día volverías, y siempre respondí “¿Algún día estuvo aquí?” Nunca obtuve respuesta, sin embargo, yo sabía, siempre supe que no ibas a regresar, lo supe cuando me dejaste de querer, cuando alguien más te esperaba  mientras arreglabas las maletas y desordenabas lo que me quedaba de vida, lo supe cuando el ultimo bocadillo que quedaba de ti se terminó.


LA ÚLTIMA RESPUESTA
Javier Alejandro Mendoza

María era una mujer plena; felizmente casada con Armando desde hacía tres años, para contar cinco desde que se conocieron.  Los hijos aún no llegaban para darle al matrimonio la oportunidad de seguir siendo amigos, novios y amantes.  Era parte del cortejo entre esos dos enamorados formular con astucia la misma pregunta: “¿Qué serías capaz de hacer por mí?”  La respuesta de la ocasión podía ser cursi, fantasiosa o muy real, comenzada siempre igual: “Por ti, mi amor, sería capaz… de subir al cielo para bajar las estrellas, de cruzar un desierto sin desfallecer, de darte mi vida”.  Lo cual era cierto en una relación que parecía de ensueño.  Un hermoso sueño del cual comenzaron a despertar varios meses atrás, cuando el ascenso en el trabajo de Armando le restó tiempo a la relación, cada vez con más frecuencia.
Aquella tarde, ya ataviada como una reina de belleza la leal esposa aguardaba a su caballero para revivir los bellos tiempos del noviazgo, con la intención de ir al cine antes de disfrutar una deliciosa cena fuera de casa.  Pero las ilusiones fueron rotas una vez más por una llamada de Armando, que por los esclavizantes deberes de la oficina no asistiría a la función.  Ante la insidiosa pregunta formulada desde lejos: “Amor, ¿qué serías capaz de hacer por mí?”, la desangelada respuesta de María fue obvia: “De entender… de esperar”.
Una vez colgado el teléfono la dama se colocó frente al espejo y al contemplar su bella imagen se dio cuenta de que aún estaba viva.  Sin alterar su maquillaje, con lágrimas de tristeza que fueron oportunamente ahogadas, tomó lo necesario y salió sola, dispuesta a ir al cine o a donde alguien más se percatara de su presencia.  El auto fue conducido sin aparente destino, para que precisamente fuera el destino quien hizo que María pasara frente a un hotel de pocas estrellas.  Al descubrir a su amado esposo salir de aquel clandestino lugar, acompañado de otra mujer, una paralizante sorpresa por poco ocasiona un accidente.  Fue la astucia de otros choferes y transeúntes lo que evitó choques y atropellamientos.  Ausente al resto de su entorno, la víctima del engaño se aferró al volante y, entre un río de llanto que arrasó todo a su paso, siguió a la feliz pareja, que no muy lejos de ahí entró a un negocio que ofertaba deliciosos platillos.  Sin la mínima prudencia María mal estacionó el auto, muy segura de que no volvería por él.  Con cierto desespero buscó en la guantera el arma, que sólo para un caso extremo de defensa era guardada en ese lugar y, con decisión, entró al restaurante.  Luego de localizar al hombre que había traicionado un pacto de fidelidad se plantó frente a él y, sin dar tiempo a reacciones, con determinación apuntó para luego vaciar toda la carga de la pistola.  Los gritos, el desorden y el remordimiento no lograron alterar a la asesina que seguía jalando del gatillo pese a que las balas ya habían terminado… lo mismo que la vida de Armando.
Antes de que el intimidante ruido de sirenas y policías lo invadiera todo, sin la menor intención de huir, frente el inerte cuerpo de su querido esposo, María murmuró: “¿Qué sería capaz de hacer por ti, amor?  Si me lo preguntaras una vez más te diría que por ti sería capaz hasta de matar.  Te juro que esa hubiera sido mi última respuesta”.


LETRAS EN UNA SERVILLETA DE PAPEL
Patricia Ruiz Hernández

Escribo estas líneas sentado en la cafetería frente a mi alma máter. Soy un estudiante de arquitectura, pero, debería decir, un estudiante pobre de arquitectura. Tomé la decisión de abandonar mis estudios ya que la situación es insoportable, no dispongo de los medios para continuar mi educación y lograr el sueño de convertirme en profesional, así que seré un desertor, uno más para las estadísticas. La idea surgió después de que me negaron una beca y  tampoco obtuve el trabajo de mesero que solicité. Mi familia es humilde e iletrada, nunca me han apoyado, para ellos soy un flojonazo que rehúye trabajar; con esto queda demostrado que la pobreza y la ignorancia son hermanas siamesas. No tengo ni para pagar el café que estoy tomando, seguramente emprenderé la graciosa huida, y no será la primera vez. Para desahogarme, garabateo mis pensamientos en esta servilleta de papel, pues dejé mis cuadernos en el cuartito que rento, que por cierto no he pagado. Me escondo del casero después de pedirle un poco más de tiempo, pero él, sin entender razones me dio un ultimátum. Di vuelta al papel y economizo el espacio, reduciendo el tamaño de letra y las ideas.

Los trabajos eventuales en los que me empleo no me daban lo suficiente para sufragar mis gastos.  Me alimento  –en el mejor de los casos- una vez al día. Los viejos zapatos que adquirí en un bazar ya cuelan el agua de los charcos y mi ropa antes colorida, ya luce monocromática y ajada. Tuve que recurrir a una academia que ofrece cortes de pelo gratuitos; me presté como conejillo de indias de las aprendices que me dejaron trasquilado. Hay una alternativa que no he considerado: vender mi sangre; por supuesto será de manera clandestina; mis amigos me animan con el argumento que de esta manera puedo subsistir lo que resta de la carrera, sólo debo presentarme en cierto laboratorio y llenar un cuestionario en el que habré de mentir al apuntar que soy la salud personificada, enseguida me anotarán como donador altruista y pagarán discretamente. Otra forma puede ser acudir a los hospitales y ofrecer mis servicios a los familiares de pacientes que requieran donadores.  Imagino que con el dinero podré darme un banquetazo. Se acabó el espacio…Al parecer encontré una salida, ¡caray!, escribir es terapéutico. Sólo queda un problema por resolver: la sangre me marea y le tengo un miedo irracional a las agujas.

domingo, 13 de septiembre de 2015

POLVO DE HADAS


POLVO DE HADAS
-La narrativa urbana de Rafael Palacios-

Con la experiencia cinematográfica, Rafael Palacios describe los ambientes y personajes de sus historias como si pudiéramos verlos. Crea texturas, superpone meta-diálogos, nos deja asomarnos al interior de las personas y hurgar en los planteamientos que no podemos descifrar en pocas líneas. No hay previsibilidad en lo que escribe. Los estudios en Ciencias de la Comunicación y su propia participación en teatro le han brindado las tablas y la seguridad de componer y crear pequeños mundos donde el protagonista es él mismo, pero contando la vida de alguien más: “Tu mirada atropellaba a todos, los veías impasible y retadora, caminando altiva por el camellón, clavando la aguja de tus tacones en el césped húmedo y recién cortado”.
Escribe desde muy pequeño, pero de manera "seria",  desde 2009, cuando entró al Taller Literario Diezmo de Palabras. Ha trabajado en varios cortometrajes y videoclips. Ama el cine, la fotografía y las letras. Ha sido publicado en diferentes medios y en el Oro de los Trigos, narrativa celayense contemporánea. Vale.
Julio Edgar Méndez

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POLVO DE HADAS
Rafael Palacios

Parecía una muñeca tirada a la basura. Una princesa maltrecha. Una amazona derrotada. Una flor azotada por una lluvia terrible. Una ninfa violada por el fauno; en suma: ella era un madrazo en la cara, sangre esparcida por el cielo, vida desgajada escurriendo por una alcantarilla maloliente.
            El lodo ascendía hasta su cara. Sus zapatos de tacón resonaban por toda la calle. El eco escandaloso advertía a los vagabundos y a las ratas que se regodeaban en los contenedores de basura. Sus ojos eran un eterno diluvio, ennegrecidos por el rímel barato que se corría a fuerza del agua salada que fluía sin descanso. La vereda negra se extendía hasta su cuello, todavía sin aire, caminaba con trabajos por el callejón. Sentía que un hilillo negro hacia surcos sobre su piel, el cuerpo le dolía, y su cabello, otrora sedoso, ahora era sólo un puño de pelos astrosos que le recordaban  su ingrata realidad.
            Dentro de sus ojos, sin embargo, radiaba un curioso brillo que abarcaba su existencia. Miraba para todos lados buscando una respuesta lógica dentro de todo ese caos. Llovía de manera pertinaz, casi de forma imperceptible, pero aquella agua no solamente mojaba, también congelaba hasta el mismo hueso. Seguía su camino, arrastrando los pies con dificultad y recargándose en los muros interminables que la llevaban casi de la mano. El miedo nocturno había mutado en una especie de soledad amarga. Caminaba con los ojos clavados al piso, sólo de vez en cuando, con alguna ventana o espejo retrovisor, verificaba la gravedad de su rostro.
            “Prefiero que sepas quién soy. Quedar como anónimo lo dejo para los cobardes, para esos seres sin valor que prefieren esconder el rostro, a mostrarse tal y como se ven a sí mismos en una reflejo involuntario o por un accidente con un espejo. Lo mío es dejar marcas en la piel, saborearla desde la sal de una espalda, hasta moldearla con unas manos firmes y precisas. Me gusta penetrar entre tus gritos y lamentos, entrecortar tus palabras, desviar tu aliento hacia mi rostro hasta sentir el huracán de tus suspiros. Me gusta que me presumas inocente y débil, sin la fuerza necesaria como para retenerte. Llevar tus expresiones desde lo alto hasta lo profundo, encaramar piel sobre piel en una profundísima oscuridad, reconocerte a base de tacto y saliva, con ese músculo expandiéndose para después contraerse; y mirarte escapar de ti en un alarido eterno…”
            Cerró los ojos y recordó dónde había estado las noches anteriores. Cómo, sin reparo alguno, decidió cambiarlo todo, por estar cerca de esa tempestad que la llamaba a gritos, a susurros que se colaban por su espalda hasta estremecerla desde la nuca.  En el aire callejero se respiraba una tenue tranquilidad. Recordaba ese lugar lejano, pero ya muy dentro de ella. La recámara con un vulgar balcón para asomarse al mundo exterior. La lluvia amainó y dejó al descubierto su rostro desencajado, totalmente hinchado del párpado izquierdo, con la nariz sangrante aún y sus pupilas hundidas y carentes ya, del brillo aquel. Un extraño le ofreció ayuda, ella se limitó a negar con la cabeza y seguir caminando con la vista fija en ningún lugar. El sentimiento de vacío le acongojó el alma, en vano buscó un Marlboro de su bolso, de todas formas, el encendedor no prendía debido a la humedad. Sintió un vuelco en el estómago cuando encontró un papel perfectamente doblado y compactado, ese paquete que un día antes tomó de su mesita de noche y lo llevó consigo con toda la intención de perderlo, sin embargo, ahí estaba, y la llamaba desde el ecuador de su mundo, desde donde todo se dividía y se hacía absurdo.
            “La primera vez que te vi, toreabas automóviles desde la Avenida de los Constituyentes, hasta la entrada del puente peatonal, que cruza el parador de camiones. Tu mirada atropellaba a todos, los veías impasible y retadora, caminando altiva por el camellón, clavando la aguja de tus tacones en el césped húmedo y recién cortado. Sin embargo, estabas triste. Con ganas de mandarlo todo al diablo y marcharte a casa. Pero no podías, instintivamente sonreías a cualquier automovilista que llevará el vidrio abajo. Sin querer, saludabas a todo aquel desconocido que quisiera encontrar sus ojos con los tuyos. Una niña lloraba, por la banqueta de enfrente su madre la arrastraba por la calle, iracunda porque la lluvia las empapaba. Unos albañiles con gruesos impermeables amarillos cruzaban presurosos por un costado de los camiones, detrás, venías tú, derrotada y temblando de frío. Cruzamos un par de palabras, quisiste prender un cigarro, pero venían mojados luego de la cruzada por obtener dinero esa tarde. Nos marchamos a casa, donde apenas llegando, te encerraste en el baño por largo rato.”
            Lo sintió como una caricia cuando lo inhaló de una sola respiración. El envenenamiento fue casi inmediato. No pudo evitar apretar los ojos cuando el efecto la despertó, creyó que sus dolores se harían más agudos, pero no. Un espasmo de bienestar le recorrió el cuerpo, sacudió la cabeza y siguió caminando. Encontró un chorro de agua que le pareció limpio, estaba en una pared y ahí se detuvo un rato a curar sus heridas. El desastre reinaba en su cerebro y se manifestaba en su persona, tenía los ojos vidriosos, uno de ellos morado y una herida que había dejado de sangrar, por encima de la ceja. El aro de su nariz ya no estaba, por una de sus fosas nasales escurría sangre y agua, y la parte derecha de la comisura de sus labios, tenía una hinchazón escandalosa. Le costaba trabajo hablar, buscaba con desesperación su teléfono celular, pero se dio cuenta, en un flashback inmediato, que lo había olvidado en casa de aquél. Cerró los ojos, se resbaló con dificultad por la pared hasta llegar al suelo, ahí, quedó hecha un ovillo debajo del chorro de agua, el bienestar que sintió la hizo sonreír, la primera vez en muchos días.
            “Estabas apretujada entre el inodoro y el lavabo. Musitando frases incoherentes, buscando con desesperación algo en tu bolsa. Tus ojos eran líquidos, parecidos al aguamarina. Tu boca se entreabría mostrando lo perlado de tus dientes afilados. En tu nariz brillaba una delgada argolla de plata y tu largo cuello se exponía a mis dedos impacientes. Te levanté con delicadeza, te sentí. Una mezcla de olores se coló por mi nariz, tu cabello con aroma a hierbas, más una sensación acre proveniente del bote de basura. Puse mis manos en tu cadera e intenté echarte hacia atrás para distinguir mejor tus ojos, pero cerraste los míos con un beso. Para cuando sentí mis labios invadidos por los tuyos, tu cuerpo ya estaba pegado a mí, derramándose en mis abrazos. Tu piel ardía entre todo ese aire húmedo que nos volvía vapor y nos apremiaba a volar y elevarnos juntos, para luego estrellarnos desde ese precipicio que nos hacía mutar en un fluido tibio que se escapaba por entre nuestras piernas. Tú exhalabas de manera sistemática, me mordías el mentón, los dedos de las manos, los hombros y la espalda; yo insistía en mirarte de cerca, de encontrar mis ojos con los tuyos, tomando tu barbilla y dirigiéndola hacía mí. Tú dejabas caer la cabeza hacia adelante. Yo, posaba mis labios en tu pelo, mientras mis dedos necios, se abrían paso por tu espalda hasta estrecharla contra mi pecho. Tu piel se me hizo de zafiros y de estrellas, el líquido seminal recorrió caminos conocidos, y al final, tus ojos sí se encontraron con los míos.”
            Recordó que tuvo que salir huyendo, tambaleándose por los pasillos, tirando cosas al paso de sus piernas desesperadas. Recordó tomar lo que estuvo a la mano, recordó un mareo incesante, como un golpe seco que la hizo poner los pies en la tierra. Luego, todo sucedió de manera difusa, pero al mismo tiempo, avasallante. Tuvo que esconderse detrás de la cortina cuando lo vio venir decidido, pasó desapercibida, pero eso solamente logró que aquél se enfureciera más. Usó lo que quedaba del polvo de hadas, la nariz le sangró de forma profusa, aun así, se sintió con  valor para decidirse a intentar escapar a cualquier precio. La reyerta fue implacable, con pesar vio sus uñas (hechas por la mañana), hacer surcos carmesí por las mejillas de aquél, y romperse. Corrió al baño de nueva cuenta, y al no poderse encerrar, trató de esconderse debajo del lavabo. No fue complicado dar con ella, y menos sacarla de ahí, tomada por los cabellos. Cuando se levantó, su frente fue a dar con una esquina del lavabo, cerró los ojos fuertemente para ignorar el dolor, pero semejante golpe la dejó mareada. Luego, mientras era arrastrada por el pasillo, aquél profería maldiciones e insultos que ella no podía escuchar. Sentía que se desmayaba, que las fuerzas la abandonaban. Se aferraba a aquellas manos que la tenían tomada por el cabello, jadeaba con mucha dificultad, sentía que el corazón estaba por explotarle y que los pulmones poco a poco se llenaban de sangre. Hizo acopio de fuerzas, cuando creyó que la vida se le escapaba en un simple parpadeo, arremetió sin verlo, contra él. Un estrellamiento de vidrios y un alarido largo fue sinónimo de recuperar el aliento. Con trabajos, se asomó al balcón y pudo ver el cuerpo de un hombre, en el concreto de la calle, inmóvil, y con los ojos muy abiertos.
            “Pero a dónde vas tan solita, puedo arreglar tu miseria si así lo quieres. ¿Te vas a molestar conmigo sólo por un par de moretones y heridas? Voy a olvidarlo todo si haces lo mismo. No tenemos necesidad de recordar este lamentable incidente, ni de hacerlo público. Devuélveme a la cama y déjame ahí un par de días, que yo sabré cómo recuperarme. Pero no me dejes, no te vayas porque sin ti mi mundo sería un reino de tinieblas. No te volveré a golpear, si me prometes dejar la cocaína. No me gusta porque de inmediato te transformas y te da por hacer cosas raras: Lloras y maldices, pero al momento estás contenta y me besas y me abrazas. No puedo con esos cambios de humor. Estás hecha con un rostro increíble, pero tus ojos, el líquido de tus ojos se ha tornado denso, después de toda esa mierda que entra por tu nariz. No me dejes por favor, o al menos, súbeme a la banqueta, donde alguna buena persona seguro llamará a alguien que me ayude. No me dejes aquí, hace frío y es madrugada. Limpia la sangre de mi rostro, colócame boca arriba para no ahogarme… no me dejes… no lo hagas.”


domingo, 6 de septiembre de 2015

AD VERBATIM


AD VERBATIM
-Lo literal de la literatura-

“Lenguaje: Música con que encantamos a las serpientes que custodian el tesoro ajeno”.
Ambrose Bierce, El diccionario del Diablo.

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EL GIS
Luis Eduardo Vázquez G.

Caminando por la calle, rumbo a nuestra casa, alrededor de las nueve de la noche, mis dos amigos y yo platicábamos sobre el tema de la reencarnación; creer o no creer. ¿Puedes reencarnar en persona, animal o cosa? Y eso desató una guerra de ideas, donde ninguno de los tres estuvimos de acuerdo. Reencarnar en animal, pues es más o menos creíble; en persona,  ahí sí todos estuvimos de acuerdo; pero reencarnar en una cosa... creo que no, eso sí que no y total, para no terminar peor, los tres nos mandamos a importunar a nuestra progenitora y le pusimos punto final a la plática. Cada uno partimos con rumbo diferente hacia nuestros respectivos hogares.
Al llegar a mi casa, tomé una cena ligera y me dirigí a la recámara, me puse la pijama de franela (que es una bata con ositos y un gorro tipo cucurucho con una mota por un lado) y a dormir.
No sé en qué momento sentí claramente cómo me daba un dolor inmenso en el pecho y moría de un infarto, ahí acostado en mi cama. De pronto, sonó el despertador. Con una exclamación de satisfacción  (¡aaaah!) estiré  los brazos y piernas todo lo que pude, pero al abrir mis ojos me di cuenta de que estaba metido en el porta-gises de un pizarrón y que mi cuerpo era circular, alargado y de color blanco. ‘¡Oh, por Dios, soy un gis!’ Y el timbre que había sonado no era el despertador, era el timbre para entrar al salón de clases. De pronto sentí una mano apestosa en exceso, a perfume, de un fulano que me agarró. Dijo “buenos días” y comenzó a retallarme en el pizarrón. Siguió hablando  “donde x representa la incógnita y donde a, b y c son constantes; a, es el coeficiente cuadrático” Y no sé qué tanta madre decía. De la desesperación empecé a sudar, entonces me di cuenta de que mi sudor es el polvito que suelta el gis. El profesor me cambiaba de una mano a otra y se quitaba mi sudor dentro de las bolsas de su pantalón. Escribió diez ecuaciones o esos números y letras feas y les dijo a los muchachos que ése era su examen y acabando la hora de clase se lo tenían que entregar. Se dedicó a esperar, me volvió a dejar donde me había tomado y así hasta que sonó la chicharra. ‘Méndigo viejo, me dio tantos retallones que gastó un cuarto de mi vida, nunca me había desgastado tanto en tan poco tiempo’.
Volvió a sonar una vez más la chicharra, todos los chicos entraron al salón con un bello desmadre de bancas y alegatos, detrás de ellos una mujer obesa, de cabello rizado, unos lentes de asiento de botella y un horrible tufo a cigarro. Se dirigió a los alumnos diciéndoles “good morning, saquen su cuaderno y van a anotar lo que les voy a poner en el pizarrón”. Me tomó con sus gordas manos que olían a cigarro y trasero y comenzó a escribir: “Saltar, correr, dormir, comer, reír, soñar, comprar, cantar, limpiar, volar, escribir, soñar, gritar, amar” y la lista seguía sin terminar. Se me estaba acabando la vida en las manitas de la gorda, de pronto tomó a mi compañero, un borrador que aparentemente siempre ha estado a mi lado y lo retalló sobre el pizarrón y borró todo lo que estaba escrito y comenzó de nuevo con más palabras. La lista se hacía interminable y una vez más volvió a borrar hasta que casi terminaba su hora. Ya para entonces estaba a la mitad de mi vida, era solamente medio gis ‘pinche gorda, me vas a acabar’. Terminando su listado me dejó en mi lugar, junto con mi compañero el borrador, se sacudió sus regordetas manos y les dijo a los alumnos: “para mañana van a conjugar todos esos verbos en presente, pasado y futuro, ése es su examen, los veo mañana, pueden salir”. Pasaron dos minutos y sonó la campanilla. Yo no sabía qué hacer,  era apenas mi segunda hora ahí y ya tenía media vida gastada y eso fue por no creer que uno puede reencarnar en una cosa. Me pregunté yo mismo ‘¿Cuánto durara un gis?’ y me contesté  ‘¡ya valí madre!’.
Aprovechando el receso, entro al salón un fulano gordito, con poco pelo y los pocos que tenía eran canosos, con un bigotillo delgadito, parecido al de Tin Tan,   -aquel artista del cine mexicano de los años 60-, (que más bien parecía una hilera de hormigas negras porque lo traía pintado); con una camisa blanca de manga larga, pantalón beige de vestir y corbata negra. Lo primero que hizo fue agarrarme entre sus dedos chonchos y, sin pedir permiso, me partió por la mitad, me di cuenta (con tremenda alegría), que no sentí nada cuando me partió en dos y también me di cuenta de que mi otra mitad sentía lo mismo que yo. El señor del bigotillo agarró a mi compañero el borrador, borró todo el pizarrón y con el pedazo de mí que traía en sus dedotes feos, me tomó de lado y escribió con letras gruesas y muy grandes: MAÑANA NO HAY CLASES. ‘Desgraciado viejo, todavía de que me partió en dos pedazos, con esas pinches letrotas acabó con la otra mitad de mi existencia, ¿pues quién se cree éste guey?’ Y para rematar, por si fuera poco, le puso más letras que decían: ATTE. EL DIRECTOR.  ‘Uh, qué caray’, cuando me di cuenta de que éste era el director me dije ‘no pues ahora si ya valí madre’. Terminó de escribir y se marchó. Al poco rato se escuchó una vez más el sonido de la entrada al salón. Al ir entrando y ver el anuncio, los muchachos se volvieron locos. Unos empezaron a cantar, otros chiflaban, aquellos se pusieron a bailar, otro grupo empezó a soltar un montón de groserías, las niñas ya se querían encuerar, aventaron las mochilas y todos estaban haciendo planes para disfrutar su día de “güeva”. Cuando de pronto, regresó el director y con una voz afeminada les dijo: “niños, niños, pongan atención, la maestra Mati, la que les toca ahorita, no puede venir porque tiene a su niño enfermo y la clase que sigue, con el maestro Cándido, tampoco vendrá, así que tendrán clase hasta la hora de educación física, los que quieran quedarse y si no ya se pueden retirar, nos vemos el lunes, que pasen felices vacaciones”.
¡No manches! el salón se volvió un manicomio, brincaban arriba de las bancas, cada quien sonando su celular, con la música que les gusta, a todo volumen;  las chicas mal sentadas valiéndoles madres enseñar los calzones, una nena me agarró y pintó en el pizarrón: EL PROFE DE FÍSICA ES GAY.  Otra le arrebató el gis (o sea, a mí) y puso en el otro lado del pizarrón: LA DE INGLÉS ES UNA PERRA. Uno más escribió: EL DE BIOLOGÍA ES MARICA, y así se fueron peleando  todos por tenerme entre sus manos y cada quien escribir cosas. Ya para ese momento yo era solo un pedacito muy pequeño, ya no había lugar donde poner más letreros; por último, se apodero de mí una niña, tal vez la más bonita del salón, me tomó con sus hermosas y delicadas manos muy bien cuidadas y escribió con letra muy recargada una hermosa frase que decía: TODOS SON PUÑALES. Cuando ella escribía tuve  la oportunidad de pensar ‘¿en qué reencarnare en otra vida?’ y ahí se acabó el gis.
Sonó una vez más el timbre que nos indicaba que ya podíamos salir cuando sentí en mi cabeza la mano de alguien moviéndome. Me decía, “joven, joven ¿se siente mal? Toda la mañana ha estado dormido aquí, en su banca, ya es la una, mejor váyase a su casa, nos vemos mañana”.

* Luis Eduardo Vázquez G.  Nació en Celaya a finales de los años 50. Es aficionado a la música y la lectura. Después de perder a un hermano le entró el gusto por escribir y componer canciones, para más tarde coincidir con el  Maestro Herminio Martínez y así formar parte del TALLER LITERARIO DIEZMO DE PALABRAS. Ha sido publicado en diferentes medios y fue seleccionado en España por la editorial DIVERSIDAD LITERARIA, en la categoría de microrrelatos a 5 líneas y publicado en una antología de escritores de varios países. También fue seleccionado por ENDORA EDICIONES para la antología llamada Cuentos del sótano V.

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BAJO EL SIGNO DEL DRAGÓN
Julio Edgar Méndez

Empezó a descomponerse poco a poquito. Las pestañas se le cayeron dentro de la taza de café; un par de uñas, (con todo y dedo) en la sopa; una muela desapareció por la rejilla del lavabo. Tal vez tenían razón cuando me lo advirtieron, “la vista no hace la calidad”.

Todo comenzó un soleado día en San Miguel de Allende. Recuerdo cómo caía el sol con la fuerza que agarra al venir de pura bajadita, cuando en medio de la plaza, llena de pintorescos personajes, blancos lechosos, de cuello rojo, con t-shirts flojas, ojos azules, negros y de los ojos también, algunos personajes de piel morena, dorada, verde (bueno, a esas horas y en esas necesidades se ven todos los colores), entre hirsutísimas y lacias cabelleras, desde el color casi blanco hasta casi negro, pasando por cabellos rojos, amarillos, marrones y hasta azules, destacaba una cabellera negrísima. Inmediatamente esa mujercita llamó mi atención.
Tenía los ojos rasgados, con las oblicuas asignaturas de merodear frente a la vida bajo el signo del dragón. Los labios eran perfectos, rosa intenso y en posición de puchero pornográfico; toda la ilusión de aparador en diciembre, toda oriente, toda promesa, toda amarilla. Sus manos eran porcelana transformada en seda; sus pies pequeñitos parecían envoltura de regalo y, más arriba, destacaban un par de piernas diseñadas bajo el más estricto principio ergonómico. Los brazos eran alas que agitaban el aire, donde la mariposa de su bajo vientre debía volar como ave del paraíso. En efecto, la fragancia de su estrecho túnel tenía recuerdos de mares del otro lado del mundo. Era perfecta, nuevecita y aunque no le entendía ni madres (porque hablaba en chino), supe que el sol había nacido de este lado de mi corazón.
Hablamos sin entendernos, nos manipulamos sin leer manual alguno, deshicimos el oriente a puras ráfagas de besos desde el occidente de nuestra cama, nuestra cocina, el baño, el auto, el pasillo del edificio donde vivo, la terraza de su hotel y la alberca en que nadamos muy profundo y prolongado. También hicimos el amor.
A la tercera semana vino la resurrección del fin. Demasiados detalles para pasar desapercibidos. Las pestañas, las muelas, las uñas; pero yo seguía cerrando los ojos a la fatalidad, se me estaba desmoronando la vida. Lo que nadie veía y yo si tocaba, empezaba también a fallar: un seno se inclinó demasiado lejos del otro, el ombligo se inflaba de pronto como globito compungido, las piernas no se doblaban igual, ni para atrás ni para adelante, el cabello se me quedaba en las manos cuando la jalaba hacia el sur de la lujuria. Total, pobrecita, sus lágrimas salían hacia arriba y lloraba con hipo y flatulencias. Nada que un poco de maquillaje no ayudara a cubrir. Pero cuando el primer brazo se le cayó, ahí sí me empecé a preocupar. Chin… ¡Pinches chinos, qué poca calidad, qué poca madre! Ahí estaba mi gusanito de sexo, sin un brazo, las piernas tiesas, sin cejas ni pestañas, ni dientes. La nariz se le desinfló justo cuando le daba mordiditas para animarla. ¡Tanto atravesar el mundo para venir a descomponerse en tierra ajena!, tierra globera, cierto, pero con una artesanía perrísima para hacer chamacos, propios y ajenos.
¿Cómo armarla de nuevo? Ella me decía palabras en su idioma sesgadito y yo no entendía que me pedía que mejor la devolviera a su tierra. Compré un Colaloca, (que pega de locura), y cabello a cabello, uña a uña, diente a diente, quise devolverle su figurita de mujer dragón de ensueño. El pubis lo dejé tal cual, porque a los dos como que nos gustaron sus alas lampiñas. Con unos remaches pop le ajusté senos y brazos, a las piernas les coloqué bisagras de última tecnología para que se movieran cuando la necesidad se imponía a la terrible visión de mi chinita reconstruida.
Las cosas funcionaban más o menos, pero era indudable que aquello no podía durar mucho, cuando de pronto, ¡zas!, se me prendió el foco. La coloqué en una carretilla y la llevé con unos amigos ingenieros especialistas en clonación. Sólo que, como no tienen tecnología de punta, me dijeron que usaban software pirata. Ni modo, les dije, esto es urgente. La clonaron, guardaron la original para futuras referencias y con mi copia pirata de nuevo nos pusimos a darle vuelo al vuelo.

Desde ese día debo ir cada dos o tres meses a clonarla, porque ahora que el original se deshizo por completo, estas copias malhechas se deshacen bien rápido y, además, se ven todas borrosas en la cama.


** JULIO EDGAR MÉNDEZ es Coordinador del  Taller Literario Diezmo de Palabras, fundado por el escritor Herminio Martínez en Celaya, Gto. Ha sido publicado en  libros de narrativa y poesía. Ha ganado varios premios y reconocimientos en México y el extranjero, incluyendo el Concurso regional de literatura infantil en dos ocasiones.

A la memoria de Herminio Martínez

      Herminio Martínez, maestro, guía, luz, manantial, amigo entrañable y forjador de lectores y aspirantes a escritores. Bajo sus enseñanz...