domingo, 29 de enero de 2017

TODAS LAS PERSONAS MAYORES FUERON AL PRINCIPIO NIÑOS


TODAS LAS PERSONAS MAYORES FUERON AL PRINCIPIO NIÑOS

“Todas las personas mayores fueron al principio niños,
aunque pocas de ellas lo recuerdan.”
Antoine de Saint-Exupery

Como todos los recuerdos, los de la infancia siguen presentes en nuestra memoria. Al principio, todos los adultos fuimos niños. Eso es importante no olvidarlo. Los textos de este domingo nos llevan a ese momento cuando la imaginación era la vida misma. Y la vida nos tomaba de la mano para no soltarnos hasta que algún día dejemos de soñar. O vivir. Vale.
Julio Edgar Méndez



COMO UN ESCUADRÓN EN LA CAMA
Juan Alarcón

Era una noche como cualquier otra. Mis hermanas mayores realizaban el arduo trabajo de cuidarnos a mi hermano menor y a mí.  Mis padres habían ido al entierro de un amigo de la familia, por lo que decidieron dejar a los hijos en casa y acudir a dar el último adiós al amigo. Mis hermanas estaban en la planta baja de la casa, cada una con su novio. Preocupadas por nuestra integridad física, nos dejaron jugar donde quisiéramos.
Mi hermano menor se quedó viendo televisión en el cuarto de mis papás, mientras yo, con mis soldados de plástico duro y mis luchadores huecos, todo un rosario de historias imaginadas acudían a mis muñecos, dándoles vida y voz propia.
Tenía un escuadrón en la cama preparado para tomar por asalto a los luchadores. Los  soldados alistaban sus armas y ordenaban su posición. El soldado pecho a tierra se apostó arriba de la almohada para tener mejor ángulo de visión. El soldado lanzador de granadas trataba de acercarse lo más posible, seguido por el de metralleta rodilla en tierra y el capitán, quien, metralleta en mano, animaba a los soldados a no ceder terreno y conquistar el gran tocador de madera, donde el espejo brillaba como luna.
En el tocador y liderados por el Santo, seguido de Tinieblas, Blue Demon y el Huracán Ramírez, los luchadores se escondían detrás de perfumes, labiales y cepillos, dispuestos a dar una gran pelea.
Mandaron a esconderse en uno de los cajones al Kid Acero, el único con movimiento de karate al oprimírsele la espalda. El Hombre Elástico se escurría por un lado del tocador, queriendo sorprender por la retaguardia a los soldados.
El hombre invisible se paseaba por todos lados esperando el mejor momento para atacar, confiado en que nadie se percataría de su presencia hasta que fuera muy tarde. El tiempo pasaba, cada combatiente escogía el que creía el mejor lugar para defenderse o atacar.
Estaba parado frente al tocador y organizando aun a los luchadores cuando vi un reflejo de reojo en el espejo; una figura gris que pasó por fuera del cuarto. Levanté la mirada pensando que era una de mis hermanas, que seguramente me pediría recogiera toda mi guerra. Salí a asomarme y toda la planta alta estaba desierta. Recorrí los cuatro cuartos llamando en voz alta a mis hermanas y me contestaron de la parte de abajo. Simplemente levanté los hombros y decidí empezar esa guerra tan largamente planeada.
De regreso al cuarto empezó lo peor. De manera traicionera los soldados empezaron el ataque sin piedad, lanzando bolas de plastilina contra los defensores del tocador que iban cayendo uno a uno entre gritos de dolor, desesperación e impotencia.
El Santo, con su mano derecha siempre en alto, pedía calma y que se reagruparan, esperando mejorar su situación.
A una señal del Enmascarado de plata, el Hombre elástico brincó del suelo a la cama. Con su voluminoso cuerpo logró derribar varios soldados, pero ellos eran más y lograron hacerlo retroceder tirándolo de la cama con una lluvia de canicas de agüita y ponches que lo dejaron mal herido.
Esa breve interrupción fue suficiente para que los defensores del encordado se abalanzaran contra los militares, entablando una feroz lucha cuerpo a cuerpo.
 Kid Acero escaló por un lado de la cama y sorprendiendo por detrás al soldado pecho a tierra le aplicó un golpe siniestro en la nuca, de esos que hacen escupir el alma. Desgraciadamente una granada cayó cerca de él y le arranco la mano derecha.
Preocupado, hice una interrupción en la batalla. Ese era un regalo de los Reyes Magos… y apenas era febrero. O escondía el muñeco para que no me regañaran o trataba de pegarlo. Busqué desesperado —algo, algo, lo que sea que pegue. Por fin encontré una cinta Diurex y le pegué la mano… Es un vendaje, pensé. En caso de que preguntaran contaría la hazaña del héroe del tocador.
Una vez resuelto el problema suspiré tranquilo.
—Nadie lo va a notar -me dije a mí mismo-.


Bajé por un poco de agua y a enterarme de que la Señorita Cometa acababa de salvar a Koji y a Takeshi de un feroz dinosaurio salido de las entrañas hirvientes de la tierra, acompañado por varios pterodáctilos (en ese tiempo “pajarotes”). Me quedé unos minutos viendo la televisión en lo que acababa mi vaso de agua.
Pero la vida para un niño de 7 años, sin internet ni celular y sin Google, no era fácil. Tenía una guerra por terminar. Así que empecé mi peregrinación al segundo piso. Era una escalera que parecía Cuaresma: larga, larga y con un descanso a mitad del trayecto. De ahí nos lanzábamos por el barandal. A pesar de caídas y de varios chanclazos maternos advirtiéndonos de que no hiciéramos eso, pero en cuanto mamá se descuidaba, ahí íbamos de vuelta a deslizar nuestras infancias.
Ahora entiendo que la chancla de mi mamá tenía mira telescópica y era de Adamantium. Que en cuanto nació su primer hijo todas las mamás de esa época tomaron un curso sobre el “Uso correcto de la chancla y cómo mejorar la puntería”.
Pero bueno, a mitad de la escalera el demonio de las siete de la noche me sopló al oído: ¡Aviéentateeee por el barandaaaal!
Tuve un momento de flaqueza, pero recordé a mi Kid Acero malherido, al soldado desnucado, a tanto héroe muerto que decidí terminar la cruel batalla.
Entro corriendo al cuarto de mi hermana y…
Todos los juguetes estaban tirados en el suelo: los labiales, cepillos y maquillajes regados sobre el piso… —¿Sería mi hermana que subió y se enojó por el tiradero que tenía?-pensé-. Pero no, yo estaba en las escaleras y antes de subir vi a mi hermana que seguía en la sala con “El Cucho” -noble y lleno de alcurnia apodo que tenía su novio porque era zurdo-.
Mientras pensaba cómo enfrentarme a esta rara situación, empecé a recoger todos los juguetes y los puse sobre la cama.
Con mucho cuidado empecé a recoger el maquillaje en polvo, a punto de deshacerse y ponerlo lo más posible en su lugar del tocador.
Me agaché por los últimos cepillos, ligas para pelo, peines y diademas. Al estar colocándolos en su lugar sucedió de nuevo. Una vez más esa sombra gris en el reflejo en el espejo. Pero esta vez no se movió.
Se quedó parado bajo el marco de la puerta. Aún recuerdo que llevaba un traje gris, camisa blanca. Parecía un ancianito, nariz aguileña, con poco pelo a los lados. Pero al mirar sus ojos grises, opacos, carentes de todo brillo o alegría lo entendí como si me lo hubieran explicado.
En ese momento supe que ese personaje estaba muerto.



FANTASMAS, ÁNGELES Y UN PUÑADO DE RECUERDOS
Diana Alejandra Aboytes Martinez

Los días eran iguales unos a otros… la ausencia dolía y el vacío pesaba.
Era el año de 1977, mi madre tenía algunos meses de haber fallecido. Huérfanos de su presencia quedamos mi hermano recién nacido, mi hermana mayor y yo. Recuerdo que mi hermana temía que mi madre se apareciera en la casa, sin embargo, yo lo deseaba con fuerza. Debido a esto, mi padre decidió llevarnos a casa de mi abuela paterna para que ella se encargara de nosotras por un tiempo. Una de mis tías, hermana de mi madre, se encargó de mi hermano al ameritar más cuidado por ser bebé. Los domingos fueron nuestro día de convivencia para nuestra fracturada familia.
El remolino de cambios fue brusco… me envolvió en muy poco tiempo. Mi abuela era muy seca en su trato y debido a su edad muy poco consecuente. Mi lunch escolar, que anteriormente constaba de jugo Jumex, sándwich y fruta, se transformó en sólo un huevo cocido.
Llegaron las vacaciones y una mañana mi abuela me llevó con ella al mercado para hacer sus compras semanales. Debió ser lunes porque había mucha gente en el centro. Caminamos mucho, a mi abuela le gustaba “regatear”. El reloj de la torre del mercado anunció el medio día. Por fin terminamos de surtir el mandado y nos dirigimos a la parada de los urbanos, que en aquellos días en la ciudad de Celaya estaba fuera de la abarrotera “La Balanza”. Nos metimos a dicha tienda en compra de último momento. Como era de esperarse, había mucha gente. Mi abuela me dijo:
—Ya llegó el camión, fíjate si es en el que nos vamos, te subes y ahorita te alcanzo.
Corrí hacía el autobús, sólo contaba con cinco años, aún no sabía leer. Únicamente me cercioré de ver que tenía los colores característicos de la ruta que nos dejaba cerca de casa. Subí por la puerta trasera, me senté y aparté el lugar de al lado. Pasaron unos momentos y arrancó el camión… mi abuela no subió, me levanté del lugar y caminé por el pasillo hacia delante mirando lugar tras lugar buscándola. Mi rostro debió reflejar angustia porque una señora me preguntó:
—Niña ¿te perdiste?
Respondí que buscaba a mi abuela. Mientras expuse la situación el urbano ya había dado vuelta por la calle Venustiano Carranza. La ruta era equivocada, éste iba al panteón y yo al barrio del Zapote. Por suerte se detuvo ante el rojo del semáforo. Un hombre joven se levantó y ofreció ayudarme.
—¿Dónde vives, nena? –preguntó.
—No sé, sólo sé llegar –respondí.
Tomó mi pequeña mano y bajamos del transporte. Caminamos por largo rato sin decir palabra, rompió el silencio preguntando dónde estaban papá y mamá. Le conté lo sucedido, me miró con ternura y pasó su mano con cariño sobre mi cabeza.
Al fin llegamos, tocó la puerta. Mi tío y mi hermana abrieron, pero en ambos, la sorpresa se adueñó de su rostro al verme con dicho sujeto. De pronto llegó una patrulla, bajó mi abuela con el rostro casi transparente del susto y un policía tomándola del brazo. El joven señor explicó la razón de su presencia conmigo. Pidió que no me reprendieran pues la confusión me había guiado.

Besó mi mejilla, se fue sin decir más…


*Textos publicados en El Sol del Bajío, Celaya, Gto.

domingo, 22 de enero de 2017

SEGUÍA SU CUENTO LA FUENTE SERENA


SEGUÍA SU CUENTO LA FUENTE SERENA

Yo escucho los cantos de viejas cadencias
que los niños cantan cuando en corro juegan
y vierten en coro sus almas, que suenan,
cual vierten sus aguas las fuentes de piedra:
con monotonías de risas eternas,
que no son alegres, con lágrimas viejas
que no son amargas y dicen tristezas,
tristezas de amores de antiguas leyendas.

En los labios niños, las canciones llevan
confusa la historia y clara la pena;
como clara el agua lleva su conseja
de viejos amores que nunca se cuentan.

Jugando, a la sombra de una plaza vieja,
los niños cantaban...
La fuente de piedra vertía su eterno
cristal de leyenda.

Cantaban los niños canciones ingenuas,
de un algo que pasa y que nunca llega:
la historia confusa y clara la pena.

Seguía su cuento la fuente serena;
borrada la historia, contaba la pena.
Los cantos de los niños, Antonio Machado.

Enero es un mes de principios. Todo es cuesta arriba y adelante (cliché viejo y manoseado ad nauseam pero válido). Los dos autores de quienes compartimos su obra en este diezmo de palabras nos transportan a ese tiempo cuando todo era principio, todo hacia arriba y con el futuro por delante. La niñez y sus reminiscencias es un tema siempre fresco porque para todos es distinto. Dijo Machado que la fuente serena sigue su cuento, tal como la vida. Un cuento que fluye mientras tengamos algo para contar. Vale.
Julio Edgar Méndez



EL ZAPATO PARA LA CARTA A LOS REYES MAGOS
Enrique R. Soriano Valencia y Leticia Soriano Álvaro

Para saber a dónde vas, hay que saber de dónde vienes…
(basado en un hecho real)

«La manera en que una persona toma las riendas de su destino
es más determinante que el mismo destino.»
Karl Wilhelm Von Humboldt

Doña Severita reunió a sus cinco hijos frente a su cama.
—A ver niños, escuchen, si hoy no vienen los Reyes Magos no se vayan a poner tristes, recuerden que deben visitar muchas casas y en cada una dejar juguetes. Si no pasan por aquí, no lo vean mal; sean compartidos. Otros niños los necesitan más.
—No se preocupe, ma’-dijo Cata, la mayor de los hijos-. Sabemos que los Reyes son Magos, pero tienen sus límites y no siempre les alcanza el dinero para comprar lo necesario.
—Además -dijo Carmen, la segunda de las hermanas, que también tenía suficiente edad para comprender la situación- si les llegan juguetes a otros niños es porque los Reyes dan más a los que no reciben atención, así tienen algo para no extrañar a sus padres. Aquí, nuestro pa’ y usted, siempre están con nosotros. Si los Reyes Magos no dejan regalos, nosotros lo entendemos.
De los ojos de doña Severita saltaron algunas lágrimas que intentó evitar. Pepe y Luis, los menores de la casa, se miraron entre sí. 
—No llore ma’ -dijo tiernamente Lipa, la tercera hermana y tiró de los pequeños para que todos juntos dieran un abrazo a su madre. Así permanecieron un tiempo unidos, hasta que don José, el padre de los niños, los llamó para que le ayudaran con los labores propias de la portería. El día avanzaba y había mucho quehacer en la  vecindad.
De inmediato, las hijas salieron para barrer los patios y limpiar los baños comunales; don José revisó los adornos que los vecinos colocaron para las fiestas navideñas; Pepe y Luis, los pequeñitos de nueve y ocho años, limpiaban paredes, regaban las plantas de la vecindad: macetones de pie y botes colgados en las paredes. 
Lejos de sus hermanas mayores y de su padre, el pequeño Luis preguntó a su hermano:
—Pepe, ¿crees que no pasen por aquí los Reyes Magos?
—Pooos… no sé -dijo mientras ayudaba a Luis a subir a un banco para regar una planta en un tiesto de pared-. El año pasado lo mismo nos dijo ma’ y no nos trajeron nada; pero al vecino, sí. A lo mejor se pasaron de largo porque no pusimos el zapato.
—No teníamos zapatos el año pasado, apenas nos los trajo el Niño Dios esta Navida’.
Luis bajó y acercó el banco a otra maceta, Pepe resolvió encaramarse para echar agua a otro bote colgado.
—¿Crees que esté bien si los ponemos hoy?
—¡Ni los traemos! En Navida’, los tuvimos y sólo pa’ misa los bajaron del ropero. ¡Pero hoy, Luisito, es una noche especial!, al rato iremos a la Alameda a ver el desfile de Reyes, cuando regresemos ya no se los damos.
—¡Zaz!
Los niños se vistieron con su mejor de su ropa, aunque con trabajo sacaron lustre a sus zapatos de segunda mano. Un delgado suetercillo cubría a cada cual, pero a ninguno le importó por la emoción de ver a los Reyes Magos.
La Alameda Central de la Ciudad de México estaba algo lejos de la colonia San Rafael, donde vivían los niños. No les desagradó la caminata, sentían orgullo de sus zapatos lustrosos. Los adornos multicolores de calles, ventanas y balcones también fueron una poderosa distracción. Les emocionaba ver las largas tiras llenas de faroles con lucecillas en toda la calle, con serpentinas y globos. Era muy raro encontrar una casa o calle sin motivos navideños. La ciudad lucía de mil colores.
La avenida Juárez era un mar de gente. Las hermanas ubicaron a los niños entre ellas y se tomaron todos de la mano para evitar extraviarse. Lograron un buen lugar, al inicio de la banqueta y esperaron largo tiempo por los Reyes.
Los carros alegóricos por fin empezaron a circular, personajes disfrazados los montaban. De los vehículos llovían dulces para la gente. Cada carro tenía un motivo y paquetillos promocionales. Fue la delicia de los chiquillos. Muy pronto sus bolsillos estuvieron llenos de caramelos y chocolates, así que pidieron a sus hermanas auxilio para almacenar sus golosinas.

De regreso abordaron un tranvía. El trayecto no fue largo, pero Luis se durmió. Debían bajar en la parada de la calle de las Artes y Guillermo Prieto, cerca de la vecindad. Tres calles debieron caminar con las protestas de Luis que no soportaba el sueño.
Al llegar a casa, desvistieron al pequeño y lo introdujeron ya dormido a su cama. Pepe no olvidaba la visita de los Reyes Magos. No dejó de lado su plan, espero a que sus hermanas se fueran a dormir. Lento, se desvistió, dobló la ropa cuidadosamente y se quitó los zapatos con mucho sigilo… esperó con paciencia a que las luces de casa fueran apagadas.
Quiso esperar a que su padre, el portero, regresara, pero esa noche tenía mucho trabajo, debía abrir y cerrar la puerta. Por alguna razón, todos los vecinos salían y entraban con regularidad. A Pepe le fue imposible esperar a que acabara el trasiego, así que bajó de la cama sin despertar a su hermano: los zapatos de Luis se los habían llevado al ropero,
—¡Ya está, usaré uno mío! los Reyes son magos y lo saben todo, así que lo entenderán. Sacó dos hojas de papel, las metió en su zapato y arrastró con mucho cuidado una silla para alcanzar la ventana.  Una gruesa tela impedía la entrada del frío y de las miradas indiscretas hacia el interior de su casa. Colocó su zapato de forma que sólo se podría ver desde el patio interior de la vecindad, fuera de su casa. Si los Reyes Magos llegaban a la de enfrente, seguro verían su carta.
Regresó feliz a la cama.

Por la mañana un grito de otro chiquillo despertó a Pepe.
—¡Ya llegaron los Reyes Magos! ¡Ya llegaron!
Sus hermanas ya estaban en la cocina, el olor a chocolate y a pan caliente invadían la casa. De inmediato se trepó a la ventana y se llenó de sorpresa…

Sin mayor demostración, llegó a la mesa para desayunar. Doña Severita, don José y sus hermanos estaban ya a la mesa, incluso el pequeño Luis. Pepe desayunó en silencio, triste. Estaba por dar el último sorbo a su chocolate cuando escuchó al niño que vivía en la casa de enfrente. Con desconsolado llanto, gritaba a sus padres. Les pedía que se quedaran a jugar con él. Ambos debían salir a trabajar… regresarían hasta la noche. Entonces, su hermana Carmen le preguntó si deseaba más chocolate. La contempló unos instantes, en realidad ni la había escuchado ahora, pero tenía razón, toda su familia estaba ahí. Ya menos triste, apuró el trago que le faltaba e invitó a Luis a salir a jugar con los vecinos.
Ahora sólo debía esperar hasta la siguiente Navidad, para que el Niño Dios le completara su par de zapatos.

*Enrique R. Soriano Valencia nació en la Ciudad de México, el 6 de enero de 1956. Egresó de la licenciatura de Periodismo y Comunicación Colectiva de la UNAM, generación 75-79. Fue presidente de su generación. También obtuvo la licenciatura en Ciencias de la Educación, mediante el Ceneval, en 2008. Es especialista en gramática de la lengua española.



EL ESPÍRITU DEL VIENTO
Paola Klug

Habíamos caminado durante horas enteras sobre la carretera mientras una brisa ligera caía sobre nuestras cabezas; de cada lado se alzaban enormes los pinos y los abetos repletos de musgo y pequeños hongos blancos. A lo lejos se escuchaba la canción del río y los susurros de los fantasmas acurrucados entre la maleza y las cruces de madera; algunos habían muerto allí, sobre nuestros pasos. Otros habían dejado su último aliento entre las hojas secas y los acantilados mucho tiempo atrás, cuando el rostro de Tláloc había sido grabado entre las piedras que ahora cubrían celosamente las enredaderas.
Subimos por la presa hasta llegar al último dinamo; aspiramos el aire frío que soplaba sobre nuestros rostros. Las copas de los árboles estaban cubiertas por la niebla matinal, froté mis manos varias veces antes de continuar.
Dejamos atrás el nido de víboras y también la cueva del diablo; esa en donde dicen que los españoles enterraron algo del oro que pudieron rescatar en la noche triste.
Con cada paso entre la hojarasca, uno termina olvidándose de sí mismo y se convierte en rama, en nube, en las pequeñas piñas que caen de los abetos.  La niebla bajó de entre los árboles cubriéndonos a nosotros en la más húmeda oscuridad, recordé cuanto miedo le tenía mi padre a eso: Decía que las veces que perdió su espíritu fue a causa de ella; sin embargo, el que la niebla robara mi espíritu me hizo sentir bien. Caminaba sin alma, sin nombre ni sombra entre las entrañas del bosque; un bosque que mi papá temía y que yo amaba más que a nada.
En silencio llegamos a la parte más alta, la hierba verde y húmeda había desaparecido dejando en su lugar un sinfín de maleza quemada por el frío; había vida por doquier disfrazada de muerte, pero ella también estaba presente…
La vi entre las cuencas vacías del cráneo de una pequeña serpiente que yacía sobre unas piedras rodeadas por un círculo de tierra.
—No toques eso -me dijo- solo las brujas vienen hasta acá para hacer sus hechizos en la noche. Ven, acércate.
Miré una vez más entre los ojos de la muerte para después caminar hasta donde estaba él. Me tendió la mano y me ayudó a subir al peñasco en donde se había trepado. Los dos estábamos por encima de la niebla, de las nubes, de los árboles, del mundo entero. Debajo se veían las salientes piedras de la pared montañosa, filosas y pacientes esperando la sangre para su ofrenda. Las copas de los pinos parecían triángulos pequeños y distantes y el río una serpiente que zigzagueaba más allá del horizonte para perderse entre las entrañas de la tierra negra.
No había nadie por encima de mí y sin embargo yo era lo más pequeño que podía ver. Lloré al entender mi grandeza, pero también mi insignificancia; ambos conceptos tenían sentido para mí estando allí.
El espíritu del viento me llamaba, parecía tan fácil seguirlo. ¿Era un canto o el hechizo dejado por las brujas para hacerme parte de ellas?
Él me detuvo con firmeza. Era mi primera pinta y no podía morir, no todavía.
Me quedé absorta mirando hacia abajo, hacia los lados, hacia arriba. Cada nube que rozaba mis manos, cada movimiento que el aire causaba en mi cuerpo, las pequeñas gotas de rocío que no dejaban de caer y se aferraban a mis cabellos y también a sus largas y oscuras pestañas me hacía estremecer.
No quería bajar, no quería irme; quería ser como las bolas de fuego que volaban en el bosque cada noche, como el cráneo blanquecino de la serpiente, como la sangre seca sobre las piedras. Si la niebla había robado mi alma, la había escondido allí. Sin embargo, debíamos partir, regresar a la escuela, a la normalidad.


Nunca he vuelto a sentir aquello; ningún silencio me ha parecido tan perfecto, ninguna oscuridad tan bella, ningún reflejo tan similar.  Pero a lo largo de los años he muerto varias veces en ese bosque, en esas cumbres, en ese río, en esas piedras.
Mi alma sigue allí, entre las copas de los abetos cubierta por la niebla. Vuela entre las noches sobre las cruces de madera podrida y arde entre los ojos de la muerte; se hizo parte del río y de los murmullos que espantan a los viajeros.

Volveré siendo ceniza, más allá de la cueva del diablo y el nido de las serpientes; volveré para ser tan grande como aquella montaña y tan insignificante como las palabras que uso para describir su magia, seré la canción y el espíritu que la entone hasta el final de los tiempos.

**Paola Klug es una escritora veracruzana radicada en la ciudad de Celaya, Gto. En este enlace puedes visitar su blog.  https://paolak.wordpress.com/

***Textos publicados en El Sol del Bajío, Celaya, Gto.

domingo, 15 de enero de 2017

LOS DOMINIOS DEL PRÍNCIPE PARADOJA


LOS DOMINIOS DEL PRÍNCIPE PARADOJA
(Dioses griegos y aforismos en El retrato de Dorian Gray de Óscar Wilde)
Ensayo. Primera Parte
Benjamín Pacheco
Pareciera que la vida y obra de Óscar Wilde invitan a apreciar una arquitectura compleja, llena de senderos que se encuentran y bifurcan constantemente. El lector, sin ser experto y con un poco de atención, puede volverse una especie de arqueólogo al que se le descubren ciudades escondidas en lo que aparentemente eran sólo valles y cordilleras. La comparación vale porque Wilde es un escritor que recompensa en la medida que se le busquen diversos significados a sus cuentos, ensayos, obras de teatro, poemas, epístolas o su popular novela: El retrato de Dorian Gray, misma que es motivo del presente trabajo.

            En el contexto, tampoco es de extrañar que los críticos literarios especializados encuentren atractivo el análisis de su biografía debido a los distintos rumbos que recorrió Wilde, tanto en sus vivencias públicas y privadas, así como en su quehacer literario, donde parece que se funden hombre y ficción. Esto, debido a que dentro de la riqueza de posibilidades se desprenden varias constantes: esa sensación de dualidad, de encuentro de opuestos, de reflejos y dicotomías. En un breve estado de la cuestión y con reserva de precisar estos conceptos más adelante, por lo general aparece un comentario, un apunte, alguna referencia a dichas recurrencias en revistas arbitradas, prólogos de sus libros, ensayos académicos o artículos de aficionados. Estos son: presencia pública dominante-personajes literarios dominantes; ascenso y caída social del padre-ascenso y caída social del hijo; educación ambigua de niño-niña; mito fáustico-mito griego; la resignación ante la brevedad de la vida contra el deseo de juventud eterna; y otros temas que han sido analizados a lo largo de los años.

            Debido a lo anterior, Wilde se mantiene como un escritor popular de fama mundial. Prueba de ello son los museos que se han consagrado a su memoria y las constantes películas basadas en su vida u obra; en el ámbito cotidiano tampoco está ausente, pues basta adentrarse a una librería especializada, o las llamadas “de viejo”, y el irlandés aparecerá en alguna parte: en edición económica, de lujo, en antologías o de forma individual. Tan sólo en un buscador de Internet arroja 61 millones 900 mil resultados si se teclea su nombre,  al contrario de escritores como Charles Dickens (49 millones 300 mil), Fiódor Dovstoievsky (255 mil) o Miguel de Cervantes Saavedra (2 millones 560 mil resultados), por citar algunos autores. El punto es que Wilde se mantiene vigente y cuenta con una gran cantidad de seguidores a nivel internacional.    
                                                                                                                                
                                                                                                                                                  
Por extensión, el presente trabajo no busca agotar estas posibilidades, sino centrarse en dos aspectos que resaltan en El retrato de Dorian Gray: la referencia a los dioses griegos Apolo y Dionisos, y la constante presencia de aforismos, mismos que tienen funciones importantes dentro de la novela.

Por intención, sería recordar nuevamente lo referido con anterioridad: Wilde recompensa a aquel que desee acompañarlo, a la manera Dante-Virgilio, en un viaje a las profundidades del hombre, su belleza, la complejidad de su pensamiento y el horror que puede producir para algunos la pérdida de la juventud y sus placeres, así como el hecho de tener que pagar las consecuencias debido a los excesos que se tengan a lo largo de la vida.

Un irlandés en la compleja corte victoriana
Siguiendo la fría línea de una cronología,  se aprecian los momentos importantes en la vida de Óscar Wilde: fue hijo único y vivió 54 años. Más de 30 años los consagró a la literatura, tomando en cuenta sus obras de juventud, premios y estudios universitarios, hasta su muerte en París el 30 de noviembre de 1900, a consecuencia de un ataque de meningitis. El posterior dramaturgo, ensayista y escritor de cuento, poesía y novela, nació en Dublín el 10 de octubre de 1854. Su padre fue Sir William Wilde, holandés y reconocido como doctor con especialidad en ojos y oídos; su madre, nacida Jane Francesca Elgee y luego referida como lady Wilde, era de nacionalidad irlandesa y una luchadora nacionalista, quien colaboró bajo el pseudónimo de “Esperanza” en el periódico The Nation, además de ser una reconocida poeta de su tiempo. Wilde gana una beca para estudiar en la Universidad de Dublín (1873) para luego ingresar a la Magdalen College, en la Universidad de Oxford (1874). En ese periodo obtiene el primer lugar en Literatura Clásica (1876), viaja por Italia y Grecia antes de  obtener el primer premio en literatura griega y latina, así como el Newdigate Price con su poema Ravenna (1878). A partir de 1879 fijará su residencia en Londres y aparecerá la primera edición de su obra poética (1881). Al siguiente año viajará a Estados Unidos de Norteamérica para brindar conferencias y se casará en 1884 con Constance Lloyd, hija de un rico abogado de Dublín, quien le dará dos hijos: Cyril (1885) y Vivian (1886). Su actividad literaria “ascendente” será desde 1888 hasta marzo de 1895, tiempo en que promoverá el juicio “por difamación” contra el Marqués de Queensberry, pero que finalmente perderá tras un “riguroso interrogatorio” que hará que lo detengan, sea procesado en la Corte de Old Bailey y sentenciado el 27 de mayo a dos años de trabajos forzados. Hasta el 19 de mayo de 1897 saldrá de la prisión de Reading y se mudará a Berneval, Francia. Después se irá a París, su esposa estará muerta (1898) y él vivirá bajo el seudónimo de Sebastián Melmoth. Algunas de sus obras más conocidas serán El Príncipe Feliz y otros cuentos (1888), El retrato de Dorian Gray (1890), el libro de ensayos Intentions (1891), los estrenos de las obras teatrales El abanico de Lady Windermer (1892), Un marido ideal y La importancia de llamarse Ernesto (1895), y Salomé (1896), el poema La esfinge (1894), así como sus famosos textos La balada de la cárcel de Reading (1898) y las versiones de De profundis (1905-1909).


De la cronología se puede establecer que el periodo más productivo de Óscar Wilde es a raíz de que se establece en Inglaterra en 1879. Para esto, hay que recordar que el país estaba a finales del largo mandato de la Reina Victoria (1837-1901), conocido como periodo victoriano. Dicha época puede apreciarse como de estilo “prudente”, “represivo” o a la “vieja usanza”, al igual que de “gran expansión de la riqueza, poder y cultura”,  según analiza George P. Landow, profesor de Inglés e Historia del Arte en la Universidad Brown. El investigador cita que en ciencia y tecnología, al parecer los victorianos inventaron “la idea moderna de invención: la noción de que una persona puede solucionar los problemas, que significa que puede crear nuevos significados para mejorarse a sí mismo y a su entorno” , además de cambios en cuestiones ideológicas (política y sociedad), que refieren cuestiones relacionadas con la democracia, feminismo, creación de sindicatos para los trabajadores, y apertura a tendencias como el Socialismo y Marxismo.  En Literatura y demás artes, por su parte, Landow refiere que los victorianos combinaron la emoción e imaginación del periodo Romántico con lo que ofrecía el Neoclásico, donde también destacó el “rol público del arte y la responsabilidad del artista”.  En general se consideró una “época compleja y paradójica que fue un segundo Renacimiento Inglés”  muy similar al vivido con la Reina Elizabeth.

Lo anterior es en cuanto a la línea temporal, misma que falla en mostrar los detalles más personales que también forman parte de la vida de los hombres ilustres. Estos, a su vez, pueden enriquecerse con los acercamientos que realizan otros estudiosos. Los ángulos son variados y extensos, por lo que a continuación solamente se referirán algunos análisis recurrentes en torno a la vida y obra del conocido escritor. Por ejemplo, el poeta José Emilio Pacheco refiere en su ensayo “Wilde en su (tercer) mundo”, el nivel intelectual de Lady Wilde, así como las aportaciones científicas de Sir William Wilde, amén de su escandalosa vida de amantes que lo llevaron a juicios y desprestigio social. Pareciera que es un anuncio de lo que vivirá el joven Wilde en el pináculo de su carrera:

            El doctor James Will Wilde (1815-1876) fundó la otología moderna, inventó la operación contra las cataratas y fue célebre en toda Europa como especialista en enfermedades del oído […] Lord Wilde (el título se lo concedió el virrey de Irlanda) fue también un arqueólogo, antropólogo, folclorista y escritor. En 1851 probó científicamente que la gran hambruna se debía al sistema de tenencia de la tierra. Como su hijo, estaba en la cúspide cuando un proceso lo abatió para siempre: una ex amante lo acusó de haberla violado bajo los efectos del entonces novísimo cloroformo. El doctor Wilde logró demostrar su inocencia pero no recuperó su prestigio social. 

De Lady Wilde, destaca Pacheco, “escribía poemas patrióticos con el seudónimo de Speranza y llamaba a la lucha armada contra el opresor”  y le heredó a su hijo “doctrinas que defendió hasta la muerte como el derecho de las mujeres a trabajar al mismo título que los hombres y a participar en actividades políticas”.  Otro punto de importancia, según el ensayista mexicano, fue un primer amor fallido con la bella Florence Balcombe que “acentuó su indefinición sexual”,  pues ella prefirió casarse con Bram Stoker, autor de Drácula (1897). Con esto, Wilde se marchó a Oxford para prácticamente renovarse por completo:

            Practicar el arte de la inversión elegante: darle la vuelta a todas las normas de su niñez. Sus padres fueron descuidados, él sería un dandy; la sociedad se rió del doctor Wilde, él iba a reírse de la sociedad; Speranza soñó con la reconquista celta de la Irlanda ocupada, él la superaría al invadir y conquistar Inglaterra. El ingenio fue para él una forma de decir la verdad bajo apariencia humorística: “Soy irlandés de raza pero los ingleses me condenaron a hablar la lengua de Shakespeare”. “Los sajones nos robaron nuestras tierras y las empobrecieron. Nosotros tomamos su lenguaje y le añadimos nuevas bellezas”

Lo anterior tuvo un efecto en la formación e ideología del escritor irlandés. Para Pacheco, Wilde representa “el escritor colonial que lleva hasta el centro los dramas de la periferia, el colonizado que se enfrenta al colonizador en su propio teatro y paga el precio de buscar la utopía con el martirio que lo redime y lo consagra”. 
Carmen Martín Gaite, en un prólogo a la edición de 1970 de El retrato de Dorian Gray publicada en la colección de la Biblioteca Básica Salvat, señala que “el salón de los Wilde era el más célebre de Dublín y se consideraba de buen tono, entre las gentes que lo frecuentaban, hablar crudamente, beber mucho y no asombrarse de nada”.  Al parecer esto malcrío al pequeño Óscar, pues “alimentó un profundo desprecio hacia todo lo cotidiano, vulgar y obligatorio”,  además de que fue una actitud que mantuvo constante sin importarle las consecuencias:

            Esta postura lo llevó a afrontar todo, incluso sus vicios y errores, con exageración y descaro, a resolverse siempre por el gesto soberbio y provocativo, por la defensa de sus particularidades, sin calcular de antemano las consecuencias que pudiera acarrearle tal actitud. En una palabra, no estaba ni estuvo nunca preparado para plegarse al mundo de los demás, cuyas normas y leyes, que se empeñó en desconocer, acabaron pudiendo más que él y haciéndole pagar caro tal desdén.

(CONTINUARÁ)


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 1. Queda claro que la comparación es injusta debido a que diariamente cambia la información que se almacena en Internet, misma que está sujeta a múltiples variables (aniversarios, publicaciones, películas, fotografías, pinturas, listados). La intención es meramente referencial. El comparativo se realizó el 27 de mayo de 2012.  2. Monserrat Alfau, Traducción, prólogo y notas de Óscar Wilde, Editorial Porrúa, México, 1979, p. XXVII-XXVIII. 3. George P. Landow, “Victorian and Victorianism”, The Victorian Web, http://www.victorianweb.org/vn/victor4.html [Consultado el 26 de mayo de 2012] (La traducción es mía). 4. Ibíd. 5. Ibíd. 6. Ibíd. 7. Ibíd. 8. José Emilio Pacheco, “Wilde en su (tercer) mundo”, Letras Libres, http://www.letraslibres.com/revista/convivio/wilde-en-su-tercer-mundo [Consultado el 27 de mayo de 2012]. 9. Ibíd. 10. Ibíd. 11. Ibíd. 12. Ibíd. 13. Ibíd. 14. Carmen Martín Gaite, prólogo a El retrato de Dorian Gray, Salvat Editores, España, 1970, p. 6. 15. Ibíd. 16. Ibíd.

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*Benjamín Pacheco López, mexicano, es reportero y fotógrafo. Ganador del XXVIII Premio Nacional de Ensayo “Magdalena Mondragón”, otorgado por la Universidad Autónoma de Coahuila, México, 2012, por el ensayo: “Los dominios del Príncipe Paradoja (Dioses griegos y aforismos) en El retrato de Dorian Gray de Óscar Wilde”. Primer lugar en la categoría de Ensayo, en el Foro Cultural Universitario “Espiral”, organizado por la Universidad de Guanajuato, México, 2011. Primer lugar en poesía en los Juegos Florales “Profesor Luis Pavía López”, edición 2007, en Ensenada, Baja California, México.   
http://www.aquilaguna.com/modules.php?name=News&file=print&sid=21459

domingo, 8 de enero de 2017

EL SECRETO DE LA PIRÁMIDE


EL SECRETO DE LA PIRÁMIDE
Julio Edgar Méndez
Ilustraciones de Cárlos Vélez


Bajo las ramas de un árbol muy viejo, que parece un guardián, se encuentra una casa que guarda un secreto. La gente le dice la casa de la pirámide.

Es una casa muy vieja y grandota con un patio en el frente y diez ventanas que parecían ojos mirando a todo el que se animaba a asomarse por entre las rejas cubiertas de ramas. En medio del patio había una fuente en forma de pirámide y llena de dibujos como escritura antigua, o a lo mejor era escritura antigua que parecían dibujos. El color de la fachada era de mucha tristeza, también los arbustos y árboles eran de un verde que, de tan oscuro, le daban a todo el lugar un aire de abandono y soledad. La gente evitaba mirar hacia la casa al pasar por ahí. Se encontraba partida a la mitad igual que tantas otras de esa colonia Alameda. Nadie hablaba con los habitantes de la casa de la pirámide, ni recuerdo haber visto a gente antes de aquel día. El día en que conocí a Bianca.

Yo había cumplido diez años semanas antes, lo recuerdo muy bien porque fue la última vez que tuve fiesta con piñata, payasos y toda la cosa. Ese día del que hablo, andaba paseando en mi bicicleta muy veloz, dale que dale a los pedales, subiendo y bajando banquetas, igual que tú cuando andas en tu bicicleta. Pensaba  que la bici era un avión, cuando de pronto ¡zas!, me fui a estrellar directo contra la reja de la casona. Del golpazo se abrió la reja de par en par y fui a dar de sopetón dentro del patio. Por unos segundos –así me pareció- me quedé tirado en el suelo; se me nubló la vista y cuando pude ver bien, ya estaba junto a mí una niña a quién no conocía.
Era más o menos de mi edad. Me miraba con una sonrisa pero sin burlarse, ya sabes, cuando uno se cae, todo mundo se ríe de nosotros, pero ella no se reía, sonreía. La niña tenía los ojos de un color extraño, entre verde y amarillo, cejas grandes y rubias, rubias como los chinos cabellos que medio se mantenían en su lugar gracias a un moño enorme en la cabeza. Su vestido y zapatos estaban muy viejos pero se veían finos, toda ella se veía sucia pero no fea ni desagradable, sino más bien como si viniera de un lugar lleno de polvo. Me levanté del suelo, me sacudí la ropa y miré mi rodilla con tremenda rotura en el pantalón y una mancha de sangre que empezaba a ponerse oscura. Mi mamá se iba a enojar mucho cuando viera cómo había ensuciado la ropa nueva. Además de que mi bici seguramente estaría igual de maltratada.

Mientras pensaba qué historia  iba a inventar para que no me castigaran, me aguanté el dolor, que sentía ahora menos fuerte, para que la niña no pensara que yo era un chillón. Pero ella me tomó de la mano y me hizo señas de que me sentara en la fuente, junto a la pirámide. Ahí me lavó con el agua fría la rodilla y me parece recordar que en ese momento se me olvidaron todas las ideas, yo la miraba con ojos de bobo. Sus ojos le brillaban con la luz del sol que le daba de frente, su piel era tan blanca que parecía transparente. Ella no hablaba palabra alguna, pero era fácil entenderla, como cuando me pidió que la siguiera hacia dentro de la casa. Yo no tenía miedo, pero sí me puse medio nervioso al seguirla. Caminé cojeando por el dolor en mi rodilla, pero ella me tomó de la mano y entonces la acompañé. ¿A ti no te gusta que te tomen de la mano? A mí sí. Sus dedos estaban fríos, eran delgados, muy suaves, como las manos de mamá.


Subimos los escalones de la entrada de la casa y la niña abrió la puerta que aunque se veía vieja, no hizo ruido. Yo esperaba escuchar a la puerta rechinar como en las películas de misterio, chirrrr. Entramos y había un pasillo largo con paredes de madera hasta la mitad y tapiz de papel hasta el techo. Sobre el tapiz había como pinturas, parecían dibujos de días de campo junto al río. Los personajes eran raros, como de películas viejas: faunos, unicornios, hadas, pegasos y otros seres de fantasía difíciles de reconocer sin quedarse a verlos por mucho rato. ¿Tú conoces más seres de fantasía que yo? Luego atravesamos el pasillo de prisa, dejando atrás la puerta abierta. Iba tan embobado viendo las paredes, que no escuché el ruido que hizo la puerta al cerrarse sola de nuevo. Llegamos a la sala principal; debido a la luz que entraba por las ventanas, las que por fuera de la casa parecían ojos. Había un arco iris sobre las paredes. La chimenea estaba en medio del gran cuarto. También en estos muros había seres de fantasía pintados sobre el tapiz. Los muebles eran antiguos, como los de la casa de mis abuelos. La luz de las lámparas era muy débil todavía, parecía como si no quisieran alumbrar la casa. Un enorme reloj de péndulo, de esos que seguramente has visto en los museos, estaba muy quieto, no se movía y no sonaba. Era el objeto más notorio de la sala. Había además dos escaleras que subían hacia el segundo piso, cada una en los extremos de la sala y en medio del techo, que yo veía muy, muy lejos, estaba un enorme candil cubierto de telarañas. Sobre una mesita llena de polvo, la niña escribió con su dedo la palabra “Bianca”. Se me quedó viendo con ojos de pregunta. No le dije mi nombre, todavía tenía pena. Entonces ella, muy educada, me dio la mano e hizo una corta reverencia. Me reí y le dije: “¿Te llamas Bianca?”, movió su carita de arriba hacia abajo diciendo que sí, “mucho gusto, señorita”, le dije, ella se rió y volvió a inclinarse un poco. Enseguida corrió hacia una de las dos escaleras y yo la seguí. Subió muy rápido, o tal vez debido a que yo cojeaba por mi rodilla, así me lo pareció. Cuando llegó arriba, comenzó a correr casi rozando las paredes del pasillo y acercándose peligrosamente al barandal. Se ocultaba de pronto detrás de alguna maceta llena con plantas gigantescas y se aparecía con su cara haciendo señas de que no hablara. No podía imitarla porque a mí me habían enseñado a no portarme mal en otras casas, porque en mi casa sí me portaba mal a veces, igual que tú y cualquier niño o niña cuando se aburre. Bianca siguió corriendo a través del pasillo lleno de puertas cerradas y de vez en cuando se ponía a escuchar pegada a las paredes. Parecía que no quería despertar a los seres de fantasía pintados en los tapices.

Me quedé quieto sin saber qué hacer, aquello no era muy divertido y ya tenía ganas de volver a mi casa, para que mi mamá me consintiera y curara la rodilla. Así que le dije: “Bianca, ya me voy porque en mi casa me están esperando”. Se puso muy quieta y su cara muy triste, los ojos se le llenaron de lágrimas que resbalaban por las mejillas dejando manchas sobre su rostro lleno de polvo. Con sus ojos llorosos y levantando las manitas me decía: “¿por qué?”. Sólo repetí lo mismo y giré hacia las escaleras para bajar lo más rápido posible y salir antes de que me hiciera llorar ahí mismo enfrente de ella. Ya sabes que cuando vemos a alguien llorar, nos dan ganas de hacerlo nosotros también. Además, ¿te imaginas qué mal se vería llorar frente a una niña?


En el primer escalón volví la cabeza para despedirme de ella y ya no había nadie. El pasillo estaba vacío, las puertas de los cuartos seguían cerradas, el silencio era total y una sensación de que algo extraño pasaba, me puso nervioso. Ya no había luz en las lámparas, que estaban llenas de telarañas. Miré hacia todos lados, pero no la vi de nuevo. Mi miedo me decía: “¡corre!”, pero mi corazón esperaba verla aparecer detrás de alguna maceta, o debajo de alguna silla, pero las macetas y las sillas se veían completamente vacías. Seguí bajando las escaleras y no recordaba que tuviera tantos escalones, parecía que bajaba hasta muy lejos. Ahora veía por primera vez que las paredes estaban llenas de cuadros, retratos de muchas personas vestidos con ropa antigua, caras desconocidas cuyos ojos parecían seguir mis pisadas.

En el primer descanso de la escalera -que al subir tampoco había notado- había un gran espejo con marco dorado. Seguí bajando las escaleras para llegar ahí y apenas me daba cuenta de que ahora ya tampoco había luz en las ventanas, sólo una lucecita borrosa como de sueño alumbraba mi camino. Empezaba a sentir más miedo, me dolía la rodilla y ahora también la cabeza. Me sudaban las manos y se me pegaban al barandal lleno de telarañas. Di otro paso, me dio más dolor, bajé otro escalón y la escalera seguía sin terminar. A mis espaldas comenzaban a sonar ruidos raros, como de muchos insectos caminando sobre las paredes y el piso. Ruido de puertas que se abrían despacio, ruido de pisadas lejanas. Seguía bajando y no quería mirar más que los peldaños, ya no sabía si era la escalera o era mi miedo sobre lo que pisaba, porque mis zapatos se me salían de los pies. Las agujetas estaban sueltas, mis calcetas caían hacia el suelo, no las subí, no quería detenerme más, quería salir, quería gritar, pero mi garganta estaba llena de silencios secos, como cuando tienes tos y tu voz suena toda rasposa.

El candil, lleno de telarañas, se estaba moviendo y rechinaba mientras iba de un lado al otro y yo no quería voltear hacia arriba para ver qué lo hacía moverse, ni tampoco quería mirar quién le daba cuerda al reloj de la sala que empezaba a sonar, tic tac, tic tac, tic tac. Cada vez que oía el tic tac y el rechinido del candil, las puertas que ahora se abrían y cerraban, me daba más miedo. En eso, comencé a escuchar la voz de una niña, el eco atravesaba las paredes de un lado al otro, parecía meterse entre los dibujos de los invitados al día de campo. Entre los faunos, las hadas, los unicornios, esa voz decía mi nombre, decía el nombre que yo no le había dicho: “Alex…” decía en un susurro, “Alex…”. Bajé otro escalón y otro escalón y otro escalón. La escalera parecía no terminar nunca. Sentí de pronto un beso helado sobre mi mejilla, una risa infantil detrás de mí bajando la escalera. Ya no veía ahora más que mis pies que bajaban como si subieran de nuevo. Al fin llegué al descanso de la escalera y no quería mirar el espejo enorme con marco dorado, no quería mirar lo que estaba reflejado. Me daba miedo voltear. Una voz infantil dijo de pronto muy bajito: “mira, no tengas miedo”, “mira, Alex”, “mira…”, así que miré.

Ahí, en aquél enorme espejo, no había nada. Polvo sobre más polvo, pero no había imagen alguna. Podía ver el reflejo del barandal de las escaleras, las ventanas con las viejas cortinas más al fondo, pero nada más. Solté una carcajada de nervios y miedo y quise seguir bajando cuando de nuevo la voz infantil me dijo: “mira…”, volteé hacia el espejo otra vez y ahí, junto a mi cara toda escurriendo de sangre, mi rodilla con el pantalón roto y mi ropa sucia de tierra  rojiza, estaba Bianca, la niña. Pálida, cubierta de polvo, abrazada por telarañas. Bianca, mi amiga, la de ojos color extraño, entre verdes y amarillos. Se puso un dedo sobre la boca y me dijo muy quedito: “no vayas a hacer mucho ruido, Alex, porque los demás se molestan con los que acaban de llegar  a esta casa y no saben que ya están muertos… como tú”.



*La casa de la pirámide forma parte del libro Cuentos pequeños, grandes sustos ganador del VII Concurso regional de literatura infantil y fue publicado por Ediciones La Rana, del Instituto Estatal de la Cultura, serie Alas al viento. http://www.julioedgarmendez.com/publicaciones.html

A la memoria de Herminio Martínez

      Herminio Martínez, maestro, guía, luz, manantial, amigo entrañable y forjador de lectores y aspirantes a escritores. Bajo sus enseñanz...