TODAS LAS PERSONAS MAYORES FUERON AL PRINCIPIO NIÑOS
“Todas las personas mayores fueron al principio niños,
aunque pocas de ellas lo recuerdan.”
Antoine
de Saint-Exupery
Como
todos los recuerdos, los de la infancia siguen presentes en nuestra memoria. Al
principio, todos los adultos fuimos niños. Eso es importante no olvidarlo. Los
textos de este domingo nos llevan a ese momento cuando la imaginación era la
vida misma. Y la vida nos tomaba de la mano para no soltarnos hasta que algún
día dejemos de soñar. O vivir. Vale.
Julio
Edgar Méndez
COMO
UN ESCUADRÓN EN LA CAMA
Juan
Alarcón
Era
una noche como cualquier otra. Mis hermanas mayores realizaban el arduo trabajo
de cuidarnos a mi hermano menor y a mí. Mis
padres habían ido al entierro de un amigo de la familia, por lo que decidieron
dejar a los hijos en casa y acudir a dar el último adiós al amigo. Mis hermanas
estaban en la planta baja de la casa, cada una con su novio. Preocupadas por
nuestra integridad física, nos dejaron jugar donde quisiéramos.
Mi
hermano menor se quedó viendo televisión en el cuarto de mis papás, mientras
yo, con mis soldados de plástico duro y mis luchadores huecos, todo un rosario
de historias imaginadas acudían a mis muñecos, dándoles vida y voz propia.
Tenía
un escuadrón en la cama preparado para tomar por asalto a los luchadores. Los soldados alistaban sus armas y ordenaban su
posición. El soldado pecho a tierra se apostó arriba de la almohada para tener
mejor ángulo de visión. El soldado lanzador de granadas trataba de acercarse lo
más posible, seguido por el de metralleta rodilla en tierra y el capitán,
quien, metralleta en mano, animaba a los soldados a no ceder terreno y
conquistar el gran tocador de madera, donde el espejo brillaba como luna.
En
el tocador y liderados por el Santo, seguido de Tinieblas, Blue Demon y el
Huracán Ramírez, los luchadores se escondían detrás de perfumes, labiales y
cepillos, dispuestos a dar una gran pelea.
Mandaron
a esconderse en uno de los cajones al Kid Acero, el único con movimiento de karate
al oprimírsele la espalda. El Hombre Elástico se escurría por un lado del
tocador, queriendo sorprender por la retaguardia a los soldados.
El
hombre invisible se paseaba por todos lados esperando el mejor momento para
atacar, confiado en que nadie se percataría de su presencia hasta que fuera muy
tarde. El tiempo pasaba, cada combatiente escogía el que creía el mejor lugar
para defenderse o atacar.
Estaba
parado frente al tocador y organizando aun a los luchadores cuando vi un
reflejo de reojo en el espejo; una figura gris que pasó por fuera del cuarto. Levanté
la mirada pensando que era una de mis hermanas, que seguramente me pediría
recogiera toda mi guerra. Salí a asomarme y toda la planta alta estaba desierta.
Recorrí los cuatro cuartos llamando en voz alta a mis hermanas y me contestaron
de la parte de abajo. Simplemente levanté los hombros y decidí empezar esa
guerra tan largamente planeada.
De
regreso al cuarto empezó lo peor. De manera traicionera los soldados empezaron
el ataque sin piedad, lanzando bolas de plastilina contra los defensores del
tocador que iban cayendo uno a uno entre gritos de dolor, desesperación e
impotencia.
El
Santo, con su mano derecha siempre en alto, pedía calma y que se reagruparan,
esperando mejorar su situación.
A
una señal del Enmascarado de plata, el Hombre elástico brincó del suelo a la
cama. Con su voluminoso cuerpo logró derribar varios soldados, pero ellos eran
más y lograron hacerlo retroceder tirándolo de la cama con una lluvia de
canicas de agüita y ponches que lo dejaron mal herido.
Esa
breve interrupción fue suficiente para que los defensores del encordado se
abalanzaran contra los militares, entablando una feroz lucha cuerpo a cuerpo.
Kid Acero escaló por un lado de la cama y
sorprendiendo por detrás al soldado pecho a tierra le aplicó un golpe siniestro
en la nuca, de esos que hacen escupir el alma. Desgraciadamente una granada
cayó cerca de él y le arranco la mano derecha.
Preocupado,
hice una interrupción en la batalla. Ese era un regalo de los Reyes Magos… y
apenas era febrero. O escondía el muñeco para que no me regañaran o trataba de
pegarlo. Busqué desesperado —algo, algo, lo que sea que pegue. Por fin encontré
una cinta Diurex y le pegué la mano… Es un vendaje, pensé. En caso de que
preguntaran contaría la hazaña del héroe del tocador.
Una
vez resuelto el problema suspiré tranquilo.
—Nadie
lo va a notar -me dije a mí mismo-.
Bajé
por un poco de agua y a enterarme de que la Señorita Cometa acababa de salvar a
Koji y a Takeshi de un feroz dinosaurio salido de las entrañas hirvientes de la
tierra, acompañado por varios pterodáctilos (en ese tiempo “pajarotes”). Me
quedé unos minutos viendo la televisión en lo que acababa mi vaso de agua.
Pero
la vida para un niño de 7 años, sin internet ni celular y sin Google, no era
fácil. Tenía una guerra por terminar. Así que empecé mi peregrinación al
segundo piso. Era una escalera que parecía Cuaresma: larga, larga y con un
descanso a mitad del trayecto. De ahí nos lanzábamos por el barandal. A pesar
de caídas y de varios chanclazos maternos advirtiéndonos de que no hiciéramos
eso, pero en cuanto mamá se descuidaba, ahí íbamos de vuelta a deslizar
nuestras infancias.
Ahora
entiendo que la chancla de mi mamá tenía mira telescópica y era de Adamantium.
Que en cuanto nació su primer hijo todas las mamás de esa época tomaron un
curso sobre el “Uso correcto de la chancla y cómo mejorar la puntería”.
Pero
bueno, a mitad de la escalera el demonio de las siete de la noche me sopló al oído:
¡Aviéentateeee por el barandaaaal!
Tuve
un momento de flaqueza, pero recordé a mi Kid Acero malherido, al soldado
desnucado, a tanto héroe muerto que decidí terminar la cruel batalla.
Entro
corriendo al cuarto de mi hermana y…
Todos
los juguetes estaban tirados en el suelo: los labiales, cepillos y maquillajes
regados sobre el piso… —¿Sería mi hermana que subió y se enojó por el tiradero
que tenía?-pensé-. Pero no, yo estaba en las escaleras y antes de subir vi a mi
hermana que seguía en la sala con “El Cucho” -noble y lleno de alcurnia apodo
que tenía su novio porque era zurdo-.
Mientras
pensaba cómo enfrentarme a esta rara situación, empecé a recoger todos los
juguetes y los puse sobre la cama.
Con
mucho cuidado empecé a recoger el maquillaje en polvo, a punto de deshacerse y
ponerlo lo más posible en su lugar del tocador.
Me
agaché por los últimos cepillos, ligas para pelo, peines y diademas. Al estar
colocándolos en su lugar sucedió de nuevo. Una vez más esa sombra gris en el
reflejo en el espejo. Pero esta vez no se movió.
Se
quedó parado bajo el marco de la puerta. Aún recuerdo que llevaba un traje
gris, camisa blanca. Parecía un ancianito, nariz aguileña, con poco pelo a los
lados. Pero al mirar sus ojos grises, opacos, carentes de todo brillo o alegría
lo entendí como si me lo hubieran explicado.
En
ese momento supe que ese personaje estaba muerto.
FANTASMAS,
ÁNGELES Y UN PUÑADO DE RECUERDOS
Diana
Alejandra Aboytes Martinez
Los
días eran iguales unos a otros… la ausencia dolía y el vacío pesaba.
Era
el año de 1977, mi madre tenía algunos meses de haber fallecido. Huérfanos de
su presencia quedamos mi hermano recién nacido, mi hermana mayor y yo. Recuerdo
que mi hermana temía que mi madre se apareciera en la casa, sin embargo, yo lo
deseaba con fuerza. Debido a esto, mi padre decidió llevarnos a casa de mi
abuela paterna para que ella se encargara de nosotras por un tiempo. Una de mis
tías, hermana de mi madre, se encargó de mi hermano al ameritar más cuidado por
ser bebé. Los domingos fueron nuestro día de convivencia para nuestra
fracturada familia.
El
remolino de cambios fue brusco… me envolvió en muy poco tiempo. Mi abuela era
muy seca en su trato y debido a su edad muy poco consecuente. Mi lunch escolar,
que anteriormente constaba de jugo Jumex, sándwich y fruta, se transformó en
sólo un huevo cocido.
Llegaron
las vacaciones y una mañana mi abuela me llevó con ella al mercado para hacer
sus compras semanales. Debió ser lunes porque había mucha gente en el centro.
Caminamos mucho, a mi abuela le gustaba “regatear”. El reloj de la torre del
mercado anunció el medio día. Por fin terminamos de surtir el mandado y nos
dirigimos a la parada de los urbanos, que en aquellos días en la ciudad de
Celaya estaba fuera de la abarrotera “La Balanza”. Nos metimos a dicha tienda
en compra de último momento. Como era de esperarse, había mucha gente. Mi
abuela me dijo:
—Ya
llegó el camión, fíjate si es en el que nos vamos, te subes y ahorita te
alcanzo.
Corrí
hacía el autobús, sólo contaba con cinco años, aún no sabía leer. Únicamente me
cercioré de ver que tenía los colores característicos de la ruta que nos dejaba
cerca de casa. Subí por la puerta trasera, me senté y aparté el lugar de al
lado. Pasaron unos momentos y arrancó el camión… mi abuela no subió, me levanté
del lugar y caminé por el pasillo hacia delante mirando lugar tras lugar
buscándola. Mi rostro debió reflejar angustia porque una señora me preguntó:
—Niña
¿te perdiste?
Respondí
que buscaba a mi abuela. Mientras expuse la situación el urbano ya había dado vuelta
por la calle Venustiano Carranza. La ruta era equivocada, éste iba al panteón y
yo al barrio del Zapote. Por suerte se detuvo ante el rojo del semáforo. Un
hombre joven se levantó y ofreció ayudarme.
—¿Dónde
vives, nena? –preguntó.
—No
sé, sólo sé llegar –respondí.
Tomó
mi pequeña mano y bajamos del transporte. Caminamos por largo rato sin decir
palabra, rompió el silencio preguntando dónde estaban papá y mamá. Le conté lo
sucedido, me miró con ternura y pasó su mano con cariño sobre mi cabeza.
Al
fin llegamos, tocó la puerta. Mi tío y mi hermana abrieron, pero en ambos, la
sorpresa se adueñó de su rostro al verme con dicho sujeto. De pronto llegó una
patrulla, bajó mi abuela con el rostro casi transparente del susto y un policía
tomándola del brazo. El joven señor explicó la razón de su presencia conmigo. Pidió
que no me reprendieran pues la confusión me había guiado.
Besó
mi mejilla, se fue sin decir más…
*Textos publicados en El Sol del Bajío, Celaya, Gto.
el final del cuento de Juan Alarcón no me gusto¡
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