domingo, 22 de enero de 2017

SEGUÍA SU CUENTO LA FUENTE SERENA


SEGUÍA SU CUENTO LA FUENTE SERENA

Yo escucho los cantos de viejas cadencias
que los niños cantan cuando en corro juegan
y vierten en coro sus almas, que suenan,
cual vierten sus aguas las fuentes de piedra:
con monotonías de risas eternas,
que no son alegres, con lágrimas viejas
que no son amargas y dicen tristezas,
tristezas de amores de antiguas leyendas.

En los labios niños, las canciones llevan
confusa la historia y clara la pena;
como clara el agua lleva su conseja
de viejos amores que nunca se cuentan.

Jugando, a la sombra de una plaza vieja,
los niños cantaban...
La fuente de piedra vertía su eterno
cristal de leyenda.

Cantaban los niños canciones ingenuas,
de un algo que pasa y que nunca llega:
la historia confusa y clara la pena.

Seguía su cuento la fuente serena;
borrada la historia, contaba la pena.
Los cantos de los niños, Antonio Machado.

Enero es un mes de principios. Todo es cuesta arriba y adelante (cliché viejo y manoseado ad nauseam pero válido). Los dos autores de quienes compartimos su obra en este diezmo de palabras nos transportan a ese tiempo cuando todo era principio, todo hacia arriba y con el futuro por delante. La niñez y sus reminiscencias es un tema siempre fresco porque para todos es distinto. Dijo Machado que la fuente serena sigue su cuento, tal como la vida. Un cuento que fluye mientras tengamos algo para contar. Vale.
Julio Edgar Méndez



EL ZAPATO PARA LA CARTA A LOS REYES MAGOS
Enrique R. Soriano Valencia y Leticia Soriano Álvaro

Para saber a dónde vas, hay que saber de dónde vienes…
(basado en un hecho real)

«La manera en que una persona toma las riendas de su destino
es más determinante que el mismo destino.»
Karl Wilhelm Von Humboldt

Doña Severita reunió a sus cinco hijos frente a su cama.
—A ver niños, escuchen, si hoy no vienen los Reyes Magos no se vayan a poner tristes, recuerden que deben visitar muchas casas y en cada una dejar juguetes. Si no pasan por aquí, no lo vean mal; sean compartidos. Otros niños los necesitan más.
—No se preocupe, ma’-dijo Cata, la mayor de los hijos-. Sabemos que los Reyes son Magos, pero tienen sus límites y no siempre les alcanza el dinero para comprar lo necesario.
—Además -dijo Carmen, la segunda de las hermanas, que también tenía suficiente edad para comprender la situación- si les llegan juguetes a otros niños es porque los Reyes dan más a los que no reciben atención, así tienen algo para no extrañar a sus padres. Aquí, nuestro pa’ y usted, siempre están con nosotros. Si los Reyes Magos no dejan regalos, nosotros lo entendemos.
De los ojos de doña Severita saltaron algunas lágrimas que intentó evitar. Pepe y Luis, los menores de la casa, se miraron entre sí. 
—No llore ma’ -dijo tiernamente Lipa, la tercera hermana y tiró de los pequeños para que todos juntos dieran un abrazo a su madre. Así permanecieron un tiempo unidos, hasta que don José, el padre de los niños, los llamó para que le ayudaran con los labores propias de la portería. El día avanzaba y había mucho quehacer en la  vecindad.
De inmediato, las hijas salieron para barrer los patios y limpiar los baños comunales; don José revisó los adornos que los vecinos colocaron para las fiestas navideñas; Pepe y Luis, los pequeñitos de nueve y ocho años, limpiaban paredes, regaban las plantas de la vecindad: macetones de pie y botes colgados en las paredes. 
Lejos de sus hermanas mayores y de su padre, el pequeño Luis preguntó a su hermano:
—Pepe, ¿crees que no pasen por aquí los Reyes Magos?
—Pooos… no sé -dijo mientras ayudaba a Luis a subir a un banco para regar una planta en un tiesto de pared-. El año pasado lo mismo nos dijo ma’ y no nos trajeron nada; pero al vecino, sí. A lo mejor se pasaron de largo porque no pusimos el zapato.
—No teníamos zapatos el año pasado, apenas nos los trajo el Niño Dios esta Navida’.
Luis bajó y acercó el banco a otra maceta, Pepe resolvió encaramarse para echar agua a otro bote colgado.
—¿Crees que esté bien si los ponemos hoy?
—¡Ni los traemos! En Navida’, los tuvimos y sólo pa’ misa los bajaron del ropero. ¡Pero hoy, Luisito, es una noche especial!, al rato iremos a la Alameda a ver el desfile de Reyes, cuando regresemos ya no se los damos.
—¡Zaz!
Los niños se vistieron con su mejor de su ropa, aunque con trabajo sacaron lustre a sus zapatos de segunda mano. Un delgado suetercillo cubría a cada cual, pero a ninguno le importó por la emoción de ver a los Reyes Magos.
La Alameda Central de la Ciudad de México estaba algo lejos de la colonia San Rafael, donde vivían los niños. No les desagradó la caminata, sentían orgullo de sus zapatos lustrosos. Los adornos multicolores de calles, ventanas y balcones también fueron una poderosa distracción. Les emocionaba ver las largas tiras llenas de faroles con lucecillas en toda la calle, con serpentinas y globos. Era muy raro encontrar una casa o calle sin motivos navideños. La ciudad lucía de mil colores.
La avenida Juárez era un mar de gente. Las hermanas ubicaron a los niños entre ellas y se tomaron todos de la mano para evitar extraviarse. Lograron un buen lugar, al inicio de la banqueta y esperaron largo tiempo por los Reyes.
Los carros alegóricos por fin empezaron a circular, personajes disfrazados los montaban. De los vehículos llovían dulces para la gente. Cada carro tenía un motivo y paquetillos promocionales. Fue la delicia de los chiquillos. Muy pronto sus bolsillos estuvieron llenos de caramelos y chocolates, así que pidieron a sus hermanas auxilio para almacenar sus golosinas.

De regreso abordaron un tranvía. El trayecto no fue largo, pero Luis se durmió. Debían bajar en la parada de la calle de las Artes y Guillermo Prieto, cerca de la vecindad. Tres calles debieron caminar con las protestas de Luis que no soportaba el sueño.
Al llegar a casa, desvistieron al pequeño y lo introdujeron ya dormido a su cama. Pepe no olvidaba la visita de los Reyes Magos. No dejó de lado su plan, espero a que sus hermanas se fueran a dormir. Lento, se desvistió, dobló la ropa cuidadosamente y se quitó los zapatos con mucho sigilo… esperó con paciencia a que las luces de casa fueran apagadas.
Quiso esperar a que su padre, el portero, regresara, pero esa noche tenía mucho trabajo, debía abrir y cerrar la puerta. Por alguna razón, todos los vecinos salían y entraban con regularidad. A Pepe le fue imposible esperar a que acabara el trasiego, así que bajó de la cama sin despertar a su hermano: los zapatos de Luis se los habían llevado al ropero,
—¡Ya está, usaré uno mío! los Reyes son magos y lo saben todo, así que lo entenderán. Sacó dos hojas de papel, las metió en su zapato y arrastró con mucho cuidado una silla para alcanzar la ventana.  Una gruesa tela impedía la entrada del frío y de las miradas indiscretas hacia el interior de su casa. Colocó su zapato de forma que sólo se podría ver desde el patio interior de la vecindad, fuera de su casa. Si los Reyes Magos llegaban a la de enfrente, seguro verían su carta.
Regresó feliz a la cama.

Por la mañana un grito de otro chiquillo despertó a Pepe.
—¡Ya llegaron los Reyes Magos! ¡Ya llegaron!
Sus hermanas ya estaban en la cocina, el olor a chocolate y a pan caliente invadían la casa. De inmediato se trepó a la ventana y se llenó de sorpresa…

Sin mayor demostración, llegó a la mesa para desayunar. Doña Severita, don José y sus hermanos estaban ya a la mesa, incluso el pequeño Luis. Pepe desayunó en silencio, triste. Estaba por dar el último sorbo a su chocolate cuando escuchó al niño que vivía en la casa de enfrente. Con desconsolado llanto, gritaba a sus padres. Les pedía que se quedaran a jugar con él. Ambos debían salir a trabajar… regresarían hasta la noche. Entonces, su hermana Carmen le preguntó si deseaba más chocolate. La contempló unos instantes, en realidad ni la había escuchado ahora, pero tenía razón, toda su familia estaba ahí. Ya menos triste, apuró el trago que le faltaba e invitó a Luis a salir a jugar con los vecinos.
Ahora sólo debía esperar hasta la siguiente Navidad, para que el Niño Dios le completara su par de zapatos.

*Enrique R. Soriano Valencia nació en la Ciudad de México, el 6 de enero de 1956. Egresó de la licenciatura de Periodismo y Comunicación Colectiva de la UNAM, generación 75-79. Fue presidente de su generación. También obtuvo la licenciatura en Ciencias de la Educación, mediante el Ceneval, en 2008. Es especialista en gramática de la lengua española.



EL ESPÍRITU DEL VIENTO
Paola Klug

Habíamos caminado durante horas enteras sobre la carretera mientras una brisa ligera caía sobre nuestras cabezas; de cada lado se alzaban enormes los pinos y los abetos repletos de musgo y pequeños hongos blancos. A lo lejos se escuchaba la canción del río y los susurros de los fantasmas acurrucados entre la maleza y las cruces de madera; algunos habían muerto allí, sobre nuestros pasos. Otros habían dejado su último aliento entre las hojas secas y los acantilados mucho tiempo atrás, cuando el rostro de Tláloc había sido grabado entre las piedras que ahora cubrían celosamente las enredaderas.
Subimos por la presa hasta llegar al último dinamo; aspiramos el aire frío que soplaba sobre nuestros rostros. Las copas de los árboles estaban cubiertas por la niebla matinal, froté mis manos varias veces antes de continuar.
Dejamos atrás el nido de víboras y también la cueva del diablo; esa en donde dicen que los españoles enterraron algo del oro que pudieron rescatar en la noche triste.
Con cada paso entre la hojarasca, uno termina olvidándose de sí mismo y se convierte en rama, en nube, en las pequeñas piñas que caen de los abetos.  La niebla bajó de entre los árboles cubriéndonos a nosotros en la más húmeda oscuridad, recordé cuanto miedo le tenía mi padre a eso: Decía que las veces que perdió su espíritu fue a causa de ella; sin embargo, el que la niebla robara mi espíritu me hizo sentir bien. Caminaba sin alma, sin nombre ni sombra entre las entrañas del bosque; un bosque que mi papá temía y que yo amaba más que a nada.
En silencio llegamos a la parte más alta, la hierba verde y húmeda había desaparecido dejando en su lugar un sinfín de maleza quemada por el frío; había vida por doquier disfrazada de muerte, pero ella también estaba presente…
La vi entre las cuencas vacías del cráneo de una pequeña serpiente que yacía sobre unas piedras rodeadas por un círculo de tierra.
—No toques eso -me dijo- solo las brujas vienen hasta acá para hacer sus hechizos en la noche. Ven, acércate.
Miré una vez más entre los ojos de la muerte para después caminar hasta donde estaba él. Me tendió la mano y me ayudó a subir al peñasco en donde se había trepado. Los dos estábamos por encima de la niebla, de las nubes, de los árboles, del mundo entero. Debajo se veían las salientes piedras de la pared montañosa, filosas y pacientes esperando la sangre para su ofrenda. Las copas de los pinos parecían triángulos pequeños y distantes y el río una serpiente que zigzagueaba más allá del horizonte para perderse entre las entrañas de la tierra negra.
No había nadie por encima de mí y sin embargo yo era lo más pequeño que podía ver. Lloré al entender mi grandeza, pero también mi insignificancia; ambos conceptos tenían sentido para mí estando allí.
El espíritu del viento me llamaba, parecía tan fácil seguirlo. ¿Era un canto o el hechizo dejado por las brujas para hacerme parte de ellas?
Él me detuvo con firmeza. Era mi primera pinta y no podía morir, no todavía.
Me quedé absorta mirando hacia abajo, hacia los lados, hacia arriba. Cada nube que rozaba mis manos, cada movimiento que el aire causaba en mi cuerpo, las pequeñas gotas de rocío que no dejaban de caer y se aferraban a mis cabellos y también a sus largas y oscuras pestañas me hacía estremecer.
No quería bajar, no quería irme; quería ser como las bolas de fuego que volaban en el bosque cada noche, como el cráneo blanquecino de la serpiente, como la sangre seca sobre las piedras. Si la niebla había robado mi alma, la había escondido allí. Sin embargo, debíamos partir, regresar a la escuela, a la normalidad.


Nunca he vuelto a sentir aquello; ningún silencio me ha parecido tan perfecto, ninguna oscuridad tan bella, ningún reflejo tan similar.  Pero a lo largo de los años he muerto varias veces en ese bosque, en esas cumbres, en ese río, en esas piedras.
Mi alma sigue allí, entre las copas de los abetos cubierta por la niebla. Vuela entre las noches sobre las cruces de madera podrida y arde entre los ojos de la muerte; se hizo parte del río y de los murmullos que espantan a los viajeros.

Volveré siendo ceniza, más allá de la cueva del diablo y el nido de las serpientes; volveré para ser tan grande como aquella montaña y tan insignificante como las palabras que uso para describir su magia, seré la canción y el espíritu que la entone hasta el final de los tiempos.

**Paola Klug es una escritora veracruzana radicada en la ciudad de Celaya, Gto. En este enlace puedes visitar su blog.  https://paolak.wordpress.com/

***Textos publicados en El Sol del Bajío, Celaya, Gto.

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