EL SECRETO DE LA PIRÁMIDE
Julio Edgar Méndez
Ilustraciones de Cárlos Vélez
Bajo
las ramas de un árbol muy viejo, que parece un guardián, se encuentra una casa
que guarda un secreto. La gente le dice la casa de la pirámide.
Es
una casa muy vieja y grandota con un patio en el frente y diez ventanas que
parecían ojos mirando a todo el que se animaba a asomarse por entre las rejas
cubiertas de ramas. En medio del patio había una fuente en forma de pirámide y
llena de dibujos como escritura antigua, o a lo mejor era escritura antigua que
parecían dibujos. El color de la fachada era de mucha tristeza, también los
arbustos y árboles eran de un verde que, de tan oscuro, le daban a todo el
lugar un aire de abandono y soledad. La gente evitaba mirar hacia la casa al
pasar por ahí. Se encontraba partida a la mitad igual que tantas otras de esa
colonia Alameda. Nadie hablaba con los habitantes de la casa de la pirámide, ni
recuerdo haber visto a gente antes de aquel día. El día en que conocí a Bianca.
Yo
había cumplido diez años semanas antes, lo recuerdo muy bien porque fue la
última vez que tuve fiesta con piñata, payasos y toda la cosa. Ese día del que
hablo, andaba paseando en mi bicicleta muy veloz, dale que dale a los pedales,
subiendo y bajando banquetas, igual que tú cuando andas en tu bicicleta.
Pensaba que la bici era un avión, cuando
de pronto ¡zas!, me fui a estrellar directo contra la reja de la casona. Del
golpazo se abrió la reja de par en par y fui a dar de sopetón dentro del patio.
Por unos segundos –así me pareció- me quedé tirado en el suelo; se me nubló la
vista y cuando pude ver bien, ya estaba junto a mí una niña a quién no conocía.
Era
más o menos de mi edad. Me miraba con una sonrisa pero sin burlarse, ya sabes,
cuando uno se cae, todo mundo se ríe de nosotros, pero ella no se reía,
sonreía. La niña tenía los ojos de un color extraño, entre verde y amarillo,
cejas grandes y rubias, rubias como los chinos cabellos que medio se mantenían
en su lugar gracias a un moño enorme en la cabeza. Su vestido y zapatos estaban
muy viejos pero se veían finos, toda ella se veía sucia pero no fea ni
desagradable, sino más bien como si viniera de un lugar lleno de polvo. Me
levanté del suelo, me sacudí la ropa y miré mi rodilla con tremenda rotura en
el pantalón y una mancha de sangre que empezaba a ponerse oscura. Mi mamá se
iba a enojar mucho cuando viera cómo había ensuciado la ropa nueva. Además de
que mi bici seguramente estaría igual de maltratada.
Mientras
pensaba qué historia iba a inventar para
que no me castigaran, me aguanté el dolor, que sentía ahora menos fuerte, para
que la niña no pensara que yo era un chillón. Pero ella me tomó de la mano y me
hizo señas de que me sentara en la fuente, junto a la pirámide. Ahí me lavó con
el agua fría la rodilla y me parece recordar que en ese momento se me olvidaron
todas las ideas, yo la miraba con ojos de bobo. Sus ojos le brillaban con la
luz del sol que le daba de frente, su piel era tan blanca que parecía
transparente. Ella no hablaba palabra alguna, pero era fácil entenderla, como
cuando me pidió que la siguiera hacia dentro de la casa. Yo no tenía miedo,
pero sí me puse medio nervioso al seguirla. Caminé cojeando por el dolor en mi
rodilla, pero ella me tomó de la mano y entonces la acompañé. ¿A ti no te gusta
que te tomen de la mano? A mí sí. Sus dedos estaban fríos, eran delgados, muy
suaves, como las manos de mamá.
Subimos
los escalones de la entrada de la casa y la niña abrió la puerta que aunque se
veía vieja, no hizo ruido. Yo esperaba escuchar a la puerta rechinar como en
las películas de misterio, chirrrr. Entramos y había un pasillo largo con
paredes de madera hasta la mitad y tapiz de papel hasta el techo. Sobre el
tapiz había como pinturas, parecían dibujos de días de campo junto al río. Los
personajes eran raros, como de películas viejas: faunos, unicornios, hadas,
pegasos y otros seres de fantasía difíciles de reconocer sin quedarse a verlos
por mucho rato. ¿Tú conoces más seres de fantasía que yo? Luego atravesamos el
pasillo de prisa, dejando atrás la puerta abierta. Iba tan embobado viendo las
paredes, que no escuché el ruido que hizo la puerta al cerrarse sola de nuevo.
Llegamos a la sala principal; debido a la luz que entraba por las ventanas, las
que por fuera de la casa parecían ojos. Había un arco iris sobre las paredes.
La chimenea estaba en medio del gran cuarto. También en estos muros había seres
de fantasía pintados sobre el tapiz. Los muebles eran antiguos, como los de la
casa de mis abuelos. La luz de las lámparas era muy débil todavía, parecía como
si no quisieran alumbrar la casa. Un enorme reloj de péndulo, de esos que
seguramente has visto en los museos, estaba muy quieto, no se movía y no
sonaba. Era el objeto más notorio de la sala. Había además dos escaleras que
subían hacia el segundo piso, cada una en los extremos de la sala y en medio
del techo, que yo veía muy, muy lejos, estaba un enorme candil cubierto de
telarañas. Sobre una mesita llena de polvo, la niña escribió con su dedo la
palabra “Bianca”. Se me quedó viendo con ojos de pregunta. No le dije mi
nombre, todavía tenía pena. Entonces ella, muy educada, me dio la mano e hizo
una corta reverencia. Me reí y le dije: “¿Te llamas Bianca?”, movió su carita
de arriba hacia abajo diciendo que sí, “mucho gusto, señorita”, le dije, ella
se rió y volvió a inclinarse un poco. Enseguida corrió hacia una de las dos
escaleras y yo la seguí. Subió muy rápido, o tal vez debido a que yo cojeaba
por mi rodilla, así me lo pareció. Cuando llegó arriba, comenzó a correr casi
rozando las paredes del pasillo y acercándose peligrosamente al barandal. Se
ocultaba de pronto detrás de alguna maceta llena con plantas gigantescas y se
aparecía con su cara haciendo señas de que no hablara. No podía imitarla porque
a mí me habían enseñado a no portarme mal en otras casas, porque en mi casa sí
me portaba mal a veces, igual que tú y cualquier niño o niña cuando se aburre.
Bianca siguió corriendo a través del pasillo lleno de puertas cerradas y de vez
en cuando se ponía a escuchar pegada a las paredes. Parecía que no quería
despertar a los seres de fantasía pintados en los tapices.
Me
quedé quieto sin saber qué hacer, aquello no era muy divertido y ya tenía ganas
de volver a mi casa, para que mi mamá me consintiera y curara la rodilla. Así
que le dije: “Bianca, ya me voy porque en mi casa me están esperando”. Se puso
muy quieta y su cara muy triste, los ojos se le llenaron de lágrimas que
resbalaban por las mejillas dejando manchas sobre su rostro lleno de polvo. Con
sus ojos llorosos y levantando las manitas me decía: “¿por qué?”. Sólo repetí
lo mismo y giré hacia las escaleras para bajar lo más rápido posible y salir
antes de que me hiciera llorar ahí mismo enfrente de ella. Ya sabes que cuando
vemos a alguien llorar, nos dan ganas de hacerlo nosotros también. Además, ¿te
imaginas qué mal se vería llorar frente a una niña?
En
el primer escalón volví la cabeza para despedirme de ella y ya no había nadie.
El pasillo estaba vacío, las puertas de los cuartos seguían cerradas, el
silencio era total y una sensación de que algo extraño pasaba, me puso
nervioso. Ya no había luz en las lámparas, que estaban llenas de telarañas.
Miré hacia todos lados, pero no la vi de nuevo. Mi miedo me decía: “¡corre!”,
pero mi corazón esperaba verla aparecer detrás de alguna maceta, o debajo de
alguna silla, pero las macetas y las sillas se veían completamente vacías.
Seguí bajando las escaleras y no recordaba que tuviera tantos escalones,
parecía que bajaba hasta muy lejos. Ahora veía por primera vez que las paredes
estaban llenas de cuadros, retratos de muchas personas vestidos con ropa
antigua, caras desconocidas cuyos ojos parecían seguir mis pisadas.
En
el primer descanso de la escalera -que al subir tampoco había notado- había un
gran espejo con marco dorado. Seguí bajando las escaleras para llegar ahí y
apenas me daba cuenta de que ahora ya tampoco había luz en las ventanas, sólo
una lucecita borrosa como de sueño alumbraba mi camino. Empezaba a sentir más
miedo, me dolía la rodilla y ahora también la cabeza. Me sudaban las manos y se
me pegaban al barandal lleno de telarañas. Di otro paso, me dio más dolor, bajé
otro escalón y la escalera seguía sin terminar. A mis espaldas comenzaban a
sonar ruidos raros, como de muchos insectos caminando sobre las paredes y el
piso. Ruido de puertas que se abrían despacio, ruido de pisadas lejanas. Seguía
bajando y no quería mirar más que los peldaños, ya no sabía si era la escalera
o era mi miedo sobre lo que pisaba, porque mis zapatos se me salían de los
pies. Las agujetas estaban sueltas, mis calcetas caían hacia el suelo, no las
subí, no quería detenerme más, quería salir, quería gritar, pero mi garganta
estaba llena de silencios secos, como cuando tienes tos y tu voz suena toda
rasposa.
El
candil, lleno de telarañas, se estaba moviendo y rechinaba mientras iba de un
lado al otro y yo no quería voltear hacia arriba para ver qué lo hacía moverse,
ni tampoco quería mirar quién le daba cuerda al reloj de la sala que empezaba a
sonar, tic tac, tic tac, tic tac. Cada vez que oía el tic tac y el rechinido
del candil, las puertas que ahora se abrían y cerraban, me daba más miedo. En
eso, comencé a escuchar la voz de una niña, el eco atravesaba las paredes de un
lado al otro, parecía meterse entre los dibujos de los invitados al día de
campo. Entre los faunos, las hadas, los unicornios, esa voz decía mi nombre,
decía el nombre que yo no le había dicho: “Alex…” decía en un susurro, “Alex…”.
Bajé otro escalón y otro escalón y otro escalón. La escalera parecía no
terminar nunca. Sentí de pronto un beso helado sobre mi mejilla, una risa
infantil detrás de mí bajando la escalera. Ya no veía ahora más que mis pies
que bajaban como si subieran de nuevo. Al fin llegué al descanso de la escalera
y no quería mirar el espejo enorme con marco dorado, no quería mirar lo que
estaba reflejado. Me daba miedo voltear. Una voz infantil dijo de pronto muy
bajito: “mira, no tengas miedo”, “mira, Alex”, “mira…”, así que miré.
Ahí,
en aquél enorme espejo, no había nada. Polvo sobre más polvo, pero no había
imagen alguna. Podía ver el reflejo del barandal de las escaleras, las ventanas
con las viejas cortinas más al fondo, pero nada más. Solté una carcajada de
nervios y miedo y quise seguir bajando cuando de nuevo la voz infantil me dijo:
“mira…”, volteé hacia el espejo otra vez y ahí, junto a mi cara toda
escurriendo de sangre, mi rodilla con el pantalón roto y mi ropa sucia de
tierra rojiza, estaba Bianca, la niña. Pálida,
cubierta de polvo, abrazada por telarañas. Bianca, mi amiga, la de ojos color
extraño, entre verdes y amarillos. Se puso un dedo sobre la boca y me dijo muy
quedito: “no vayas a hacer mucho ruido, Alex, porque los demás se molestan con
los que acaban de llegar a esta casa y
no saben que ya están muertos… como tú”.
*La casa de la pirámide forma parte del libro Cuentos
pequeños, grandes sustos ganador del VII Concurso regional de literatura
infantil y fue publicado por Ediciones La Rana, del Instituto Estatal de la
Cultura, serie Alas al viento. http://www.julioedgarmendez.com/publicaciones.html
** Las ilustraciones son de Carlos Vélez. http://carlosilustrador.blogspot.mx/2010/11/cuentos-pequenos-grandes-sustos.html
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