domingo, 30 de abril de 2017

CUENTOS PARA CONTAR SIN APAGAR LA LUZ


CUENTOS PARA CONTAR SIN APAGAR LA LUZ
-Literatura infantil-

“El mejor medio para hacer buenos a los niños es hacerlos felices.”
Oscar Wilde  (1854-1900) Dramaturgo y novelista irlandés

“¿Cómo es que, siendo tan inteligentes los niños, son tan estúpidos la mayor parte de los hombres? Debe ser fruto de la educación.”
Alejandro Dumas  (1803-1870) Escritor francés


Querido lector, si tienes hijos, sobrinos, nietos o amigos que aún son niños, te pido de favor que les permitas a ellos leer esta presentación o tú la leas si es que ellos aún no lo hacen. Comienza justo en este momento... aquí abajito:

            ¿Te gustan los cuentos de miedo? A mí sí. Cuando yo era pequeño, un grupo de chicos nos juntábamos a contar historias de terror. Me preparaba un taco con azúcar y chocolate en polvo y me sentaba al lado de alguien más grande para sentirme más seguro por si acaso me asustaba. Se apagaban las luces y ponían una vela en medio del piso. La luz que nos pegaba en la cara nos daba un efecto de fantasmas. Si alguna vez lo has hecho sabes a lo que me refiero, pero si aún no lo haces inténtalo, te aseguro que te vas a reír, a menos que salgas corriendo del puro susto.
            Aquí tienes dos pequeños cuentos que puedes leer o alguien te los puede contar sobre dos personajes que seguro conoces: La llorona y el Coco o “Booggeyman”. Uno lo escribí yo y el otro mi hija. Espero que te diviertas... Pero si los lees en la noche, no apagues la luz. Vale.


LA LLORONA DEL PARQUE XOCHIPILLI
Julio Edgar Méndez

Ya todos sabían que, por las noches, la llorona paseaba dentro del parque Xochipilli de Celaya. Se escuchaba un llanto de niña chiquita, un llanto quedito que el aire llevaba por todos lados. De pronto se escuchaba  por el lago y de pronto se oía pegado a la barda. A veces se oía que daba vueltas a todo el parque. Hasta ahora nadie sabía de dónde salía ni por qué. Sólo sabían que era un llanto que daba miedo, pero a veces daba mucha tristeza. Todos los que iban a hacer ejercicio por las mañanas no escuchaban ese llanto. Durante el día no había ruidos, el parque se llenaba de luz y muchos niños y sus familias se divertían de lo mejor jugando a muchas cosas. Corrían entre los árboles, se escondían de sus amigos, visitaban a las avestruces, que tienen cara de chiste. Y así, todos los días lo mismo. Pero en la noche, otra vez ese llanto. Eran tantas las personas que escuchaban a la llorona, que los encargados del parque comenzaron a buscar por todo el lugar a ver si había alguien haciendo bromas. Pero no encontraron nada raro. El llanto seguía surgiendo por todos lados del Xochipilli y ya las personas comenzaban a formar grupos de búsqueda. Pidieron permiso para traer a un especialista en fantasmas y así fue como llegué a la ciudad de Celaya.
            Mi papá se ha dedicado a buscar fantasmas durante muchos años. Todo empezó porque un día, cuando yo aún no nacía, mi papá vio un barco flotando en el aire. Del barco bajaron muchas personas transparentes. Eran piratas, algunos con pata de palo, otros con parches en el ojo, uno con un garfio en lugar de mano, piratas, ya sabes, de los de las películas. Pero eso no fue lo importante, sino que le dieron a mi asustado papá una libretita. El tipo de escritura era desconocida, y le dijeron que ahí estaba el secreto para encontrar un gran tesoro. Los piratas no volvieron al barco, siguieron caminando a través del cuerpo de mi papá y luego desaparecieron. Hasta la fecha, mi padre sigue buscando el tesoro. Se ha hecho tan famoso por encontrar fantasmas en cualquier lugar, que ahora lo buscan y le pagan muy bien por cazar a estos espíritus y hacerlos volver a donde sea que viven los fantasmas, o sea, no sabemos a dónde se van, pero ya no molestan a nadie.
            Cuando llegamos a Celaya, nos recibió un grupo de personas en la Central de Autobuses. Mi papá y mi mamá saludaron a todos y luego de tomarse unas cuantas fotos, nos llevaron a un hotel justo enfrente del Parque Xochipilli. Nos contaron la historia del llanto que todos escuchaban, pero nadie había podido encontrar nada raro, ni habían visto un solo fantasma.
            Esa noche, mi papá me dejó acompañarlo porque le prometí no asustarme. Yo ya he visto fantasmas, así que no me espanto fácilmente. Pero por si las dudas, me llevé mi lámpara anti-fantasmas que mi papá me regaló cuando cumplí siete años. Ahora ya tengo diez y soy toda una experta en cosas raras.
            El parque estaba iluminado, pero muchas zonas quedaban en completa oscuridad. El señor velador, que se llama Herminio, nos guió por todos lados. Había patos y otros animalitos dormidos. ¿Soñarán los patos? De pronto, escuchamos un llanto quedito. El viento traía el sonido y no logramos ubicar de qué parte venía. Pero sí era un llanto. Se escuchaba como de una niña chiquita. Mi papá instaló un aparato que capta imágenes y sonidos muy bajitos y los amplifica en unos audífonos especiales. Se puso a escuchar y puso cara de sorpresa. "¡Es una niña muy chiquita!". Dijo. "Dice algo como -mami, mami. Y luego llora -cuñá, cuñá, bua, bua. Debemos localizarla porque a lo mejor la dejaron abandonada y se puede morir de hambre".
            Inmediatamente llamaron a los policías, que hacen ronda por las noches en esa zona, y todos se pusieron a buscar lugares ocultos. Mi papá les dijo que buscaran incluso dentro de las jaulas y casitas de los animales. Toda la noche trabajaron y no hallaron nada. Mi papá empezó a estar molesto porque no entendía lo que pasaba. "No es un fantasma", dijo. "Pero no sé qué es. Se escucha a veces en un punto y luego en otro, como si caminara".
            Al otro día, temprano, los encargados del Xochipilli pidieron a mi papá un informe y él les dijo que eso no era un fantasma. Mejor que la policía trajera perros y un grupo de rescate porque él creía que era una niñita atrapada en algún lugar muy escondido y a la mejor ya se la estaban comiendo las ratas. Tal vez se la comían de a poquito y por eso todavía estaba viva, pero la arrastraban de un lugar a otro porque sólo así se explicaba el hecho de que sonara su llanto en un lado y de pronto ya estaba en otro sitio.
            Rápidamente llegaron policías, bomberos y ambulancias de la Cruz Roja. Todos se pusieron a buscar a la niñita. Yo también. Le dimos otra vez vuelta a todo el parque. Algunos hombres se metieron al lago. Nada. Ni siquiera se escuchaba el llanto ahora. Pronto comenzó a oscurecer y ahora iba a ser más difícil encontrar algo. Trajeron unas lámparas grandotas y siguieron trabajando. En eso, mi papá dio un grito. Había estado escuchando con sus audífonos especiales y escuchó otra vez el llanto: "Mami, mami, buá, buá, cuñá, cuñá". Todos se pusieron como locos porque no veían nada. Pero ahora mi papi pudo localizar el lugar. Les indicó a todos que iluminaran cerca de la reja de las avestruces y hacia allá fueron las luces. Paso a paso y en una sola línea, todos empezamos a caminar hacia la malla de alambre. Ahora ya escuchábamos el llanto también nosotros. "Mami, mami, buá, buá, cuñá, cuñá". ¡Pobre niña!, estaba sufriendo. En eso, ¡escuché el llanto detrás de mí! Voltee rápido y ¡no había nadie! Pero estaba segura de que el llanto estaba detrás de mí. Un bombero también lo escuchó y con una lámpara muy grande iluminó el sitio. ¡Nada!, pero el llanto seguía ahí: "Mami, mami, buá, buá, cuñá, cuñá". Miré entonces hacia abajo y apenas alcancé a ver un brillito entre el pasto. Me agaché y del ¡brillito salía el sonido! ¡Era una cajita de plástico! Una cajita de esas, que usan pilas que se cargan con la luz del sol, de las que tienen adentro las muñequitas lloronas.



Booggeyman
Estrella Méndez M.

Esa noche no podía dormir. Se daba vueltas y vueltas en la cama intentando encontrar un punto cómodo, pero algo le inquietaba, su mente no dejaba de trabajar e imaginar figuras de manos enormes y tenebrosas en cada sombra. Sabía que no había nada, pero aun así su corazón se aceleraba ante cada sonido que le llegaba, por más mínimo que fuera.
            Debía de ser la combinación de dulces y películas de miedo que sus padres le habían advertido no era bueno mezclar en la noche, pero no podía evitarlo, así pasara más tiempo cubriéndose los ojos y los oídos que realmente viendo la película, le encantaba esa sensación de miedo que le provocaban. A sus 12 años ya se consideraba un amante de películas de terror.
            Todos los años, desde que tenía memoria, en Día de muertos se sentaban en la sala de televisión a ver varias películas, su madre y padre podían intentar convencerlo de ver solo películas bonitas, y de esas de caricatura, pero él siempre se las arreglaba para rentar alguna de miedo, de esas con mucha sangre y tripas volando. Su padre solo reía divertido de cómo su madre se cubría los ojos y se escondía contra él o pegaba gritos cuando las veían. Pero Fernandito no se refugiaba en brazos de nadie, ni de su padre ni su madre, pero sí se cubría los ojos. Aun así le encantaban.
            El problema venia luego de verlas, en las noches, siempre sentía a alguien observándole, sonriendo burlonamente desde las sombras, esperando a que se durmiera para atraparle. Era una tontería y Fer lo sabía, aun así no podía evitar esa sensación y, como de costumbre, esa noche se encontraba con los ojos bien abiertos fijos en la esquina en tinieblas de su habitación. Estaba seguro de que podía distinguir una silueta en esas sombras, alguien apoyado contra la pared sonriendo, mirándole, burlándose de él. Eso le irritaba bastante. Aunque sentía miedo, sentía aun más molestia y tenía ganas de pararse y enfrentarse a aquello.
            Por otro lado, seguía teniendo 12 años y era naturalmente algo cobarde, y prefería quedarse en su cama a salvo, temblando ligeramente de miedo.
            “Vamos, vamos, no es nada, duérmete ya” se ordenó a si mismo esperando a que su cuerpo obedeciera y cerrara los ojos para dormir, pero apenas parpadeó, percibió el sonido de las tablas de su cuarto crujir bajo el peso de alguien y los abrió rápidamente. Miró alrededor, nada, todo en silencio y aun esa oscuridad invadiendo gran parte de su cuarto.
            Fer se lamió los labios nerviosos, y miró de reojo la lámpara de su buró, el interruptor se encontraba cerca, podría prenderla y ver que no había nada ahí, eso le calmaría.
            “Solo es cosa de estirar el brazo” pensó nerviosamente, pero no encontró valor para sacar el brazo oculto debajo de la seguridad de las cobijas. “No seas niña”, se regañó y comenzó a moverse un poco para acercarse al buró, se estremeció cuando creyó ver moverse algo entre las sombras, inmovilizándolo en el acto como a un conejo bajo la luz de los faros de un auto.
            Su respiración se volvió casi inexistente. Intentó escuchar algo más que su corazón latiendo desbocado y el castañeo de sus dientes. Miró rápidamente hacia el interruptor y luego hacia las sombras, con un movimiento rápido se estiró y le dio un golpe al botón de la lámpara prendiéndola, la luz le cegó por un momento haciéndole parpadear rápidamente.
            Finalmente pudo dirigir su mirada hacia la esquina ahora iluminada. No había nada, ni nadie, sintió un alivio inundándolo por completo haciéndole soltar un suspiro; “ya ves, no era nada”, se dijo satisfecho, acostándose de nuevo en la cama y apagó la lámpara.
           
            Sintió un escalofrío recorrer su cuerpo al sentir a alguien justo detrás de él, sobre la cama, y un aliento cálido golpeándole la oreja, se volvió lentamente sintiendo cómo temblaba su cuerpo, topándose con un par de ojos brillantes y una sonrisa grande y macabra en una figura hecha de sombras, dientes afilados y brillantes, que a la luz de la luna comenzó a colarse por la ventana.



*Textos publicados en El Sol del Bajío, Celaya, Gto.


domingo, 23 de abril de 2017

Y SE HIZO LA LUZ


Y SE HIZO LA LUZ
-Día mundial del libro-

En un lugar de las redes sociales, de cuya página no quiero acordarme, no hace mucho tiempo posteaba un mirrey de los que tienen más nombre que dinero.  Compartía su blog con una asistente que pasaba de los cuarenta y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un programador que así como borraba entradas viejas también preparaba el café. Andaba la edad de nuestro junior en los cincuenta años; era flaco, ojeroso y sin ilusiones. Es, pues, de saber, que este mentado mirrey, los ratos que estaba ocioso (que eran los más del año) se daba a leer todos los muros de sus contactos en el feisbuk, con tanta afición y gusto que olvidó por completo salir a los antros, y aún la administración de su herencia; y llegó a tanto su curiosidad por stalkear a los demás, que empeñó muchas cosas de su casa para seguir comprando más megas de internet.
            Si Miguel de Cervantes Saavedra hubiera vivido en nuestra época, tal vez no le habría parecido tan descabellado comenzar así su maravillosa historia del ingenioso hidalgo, don Quijote de la Mancha, o abría muerto de coraje al leer algo tan irreverente. Pero un texto siempre es parte de su momento histórico. Es la lectura lo que nos ubica en el tiempo y en el espacio.
            Leer, aunque sea poco, siempre provocará una reacción impredecible. Leer mucho, dicen, afecta la cordura al grado de concebir en la imaginación que todo puede ser posible. Pero no leer, es garantía de seguir en la más completa oscuridad. Y fueron precisamente los libros impresos en la máquina de Gutenberg (creada desde el año 1438) lo que permitió a la humanidad salir de aquella época de oscurantismo y ayudó al renacimiento de la ciencia, del arte y la historia.


            En 1547 nació en España Miguel de Cervantes Saavedra. En 1564 nació en Inglaterra William Shakespeare. Su obra ha permanecido desde entonces. Sólo la Biblia (como libro) ha tenido mayor trascendencia que los textos publicados por estos genios inmortales. De la Biblia (que es en realidad un grupo de textos de diferente origen y varios autores) se han publicado entre 2.500.000.000 y 6.000.000.000 de ejemplares en 438 lenguas diferentes.
            De El ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, se han publicado entre 200 millones de ejemplares y 400 millones. El Quijote es también el libro más traducido de la historia de España.


            De la obra publicada de Shakespeare sería imposible conocer las cantidades de libros editados o vendidos, pero se ha traducido a muchos idiomas; sus obras de teatro se reproducen todos los días en alguna parte del mundo; su poesía es estudiada, copiada y parafraseada en cualquier momento. Tan sólo estos dos autores, Cervantes y Shakespeare, han sido capaces de inspirar grandes obras, sueños imposibles y romances eternos. Todo a través de un libro.
            Pocos años después de que se publicara el Quijote de la Mancha, en 1605, circuló una segunda parte que fue escrita por alguien con el nombre (falso) de Alonso Fernández de Avellaneda. Este libro apócrifo no deja de ser interesante. Eran los inicios de las obras impresas y ya había plagios, copias no autorizadas y piratería. Nada que no conozcamos actualmente. Pero este Quijote de Avellaneda fue el incentivo para que don Miguel terminara su verdadera segunda parte del ingenioso Hidalgo y de una vez por todas le diera muerte al personaje, para evitar que alguien volviera a hacer caminar por la Mancha a su ilustre caballero. Según Alfonso Mateo Sagasta, en su libro Ladrones de tinta, existieron varios escritores de la época de Cervantes que pudieron ser los autores de esa segunda parte apócrifa, pero son dos los que destacan entre los demás: Jerónimo de Pasamonte (Ginés de Pasamonte en el Quijote) quien se sintió ofendido por el personaje y Juan Blanco de Paz, quien junto con Cervantes estuvo cautivo de los moros y delató el intento de fuga de don Miguel.
            En la verdadera segunda parte del Quijote de la Mancha, el caballero de la triste figura descienda a la cueva de Montesinos (que es real y se ubica en Albacete, España) y se queda dormido mientras está sujeto a una cuerda. Este lapso de aproximadamente una hora (según Sancho) le pareció al Quijote como de tres días. Ahí se encontró con el propio Montesinos y vivió una experiencia fantástica, por decir lo menos (Cap. 22 al 24). Como la literatura es siempre una obra en proceso, 400 años después, Herminio Martínez, en su novela El mar que nos espera, retoma este episodio y nos cuenta lo que su personaje vio dentro de dicha cueva. Así son los libros, historias vivas que nos permiten salir de la oscuridad. Y se hizo la luz. Vale.
Julio Edgar Méndez




EL MAR QUE NOS ESPERA
(Fragmento)
Herminio Martínez

Capítulo 37
Después del alba, ya casi al amanecer, tuve este otro sueño. Me hallaba con don Quijote de la Mancha en la biblioteca conventual. Lo veía y él me veía, pero lo más maravilloso era lo que me contaba que vio cuando Sancho lo hizo descender al fondo de la Cueva de Montesinos:
Vio una polvareda de plumas que no se dejaban atrapar por ninguno de los apologistas que allí andaban mostrando antecedentes de ser buenos gramáticos, pero él, siendo quien era, no pensó que aquél fuese el polvo de oro de las grullas del cielo, sino el de los arcángeles que acompañaban a Dios en su corte de efebos. Había códices en los que se relataba la creación del cosmos. Sustancias anteriores al Diluvio Universal. Amantes impávidos salidos unos instantes de la profundidad del desvarío al duermevela de la realidad que era su sueño. Estribaciones olorosas a guisos y carnes en parrilla. Un sol saliendo de todos los cajones y aun de sus propios poros olorosos a la retama de los montes. Obispos con mancuernillas y zapatos. Mujeres de duras prominencias. Abejas que él sentía tener al lado suyo. Tropas en desorden, que, vestidas con ruanas verdes, podían alcanzar los panoramas del delirio en los flancos neblinosos de una tierra sin  nombre, donde se saboreaban inenarrables victorias al mando de su admirado Amadís de Gaula, quien allí iba llamándose con el único nombre que el desfigurado Hombre de la Mancha recordaba: Beltenebros, como en la penitencia que hizo para no dejarse arrastrar hacia los despeñaderos de la lástima. Vio pendientes de días trabados en luz como si fuesen carretas descompuestas. Orillas que manaban colores sólidos. Elipses de burbujas, donde le llamó la atención, por sus pocas prendas, una Belerma encinta, puesta de pie sobre un suelo de alfombras de insectos venenosos. "A nosotros ya nada ni nadie nos podrá separar -le dijo, festonada por las agujas giratorias de un remolino luminoso-. Ni Durandarte ni Merlín, ni siquiera el tiempo con su lluvia de siglos". Agregó, espantándose una golondrina de la sombra. Allí conoció el apocalíptico parto de las orquídeas y el rugir de un preste, quien, bisojo, alardeando de erudito, se postraba ante una fuente sollozante. Surcó más territorios de ensueño y se dejó caer sobre un piso que retumbaba de tambores. Había noviembres regresando del polvo con sus rojos vestidos de longevidad, cosidos con hilos de oro por ángeles enfermos. Y horribles alimañas de ojos anhelantes que eran lámparas con el aceite vivo. Vio soldados con unas caras de desolación que no podían con ellas. Rumores como de hojas secas rodando sobre un piso de cuernos. Veía. Escuchaba. Veía... El templo color rubí de la palabra escrita. Un viento de astillas húmedas investido de ausencia. El fuego lento de la senilidad antes que cantara la aurora a la orilla de un lago custodiado por una multitud de enamorados de manos grandes y vacías. Cadenas de peregrinos conducidos por una mujer morena con huesos y músculos de hombre, en tránsito hacia el país de los espíritus. Era el mes de las lágrimas. O las voces de una rencorosa amargura venida de fronteras inimaginables. Vio orinales de vidrio repletos de rosas blancas bajo una llovizna intermitente. Una colección de curiosidades de terciopelo pálido en el que el olvido hacía sus siestas de ocio sobre un piso de huesos. Un loco trapajoso pronunciando su nombre con ternura. El dibujo de una cascada cayendo llena de música sobre los hombros de un ser oloroso a hojas de nabo, sólo que feo y estúpido hasta el extremo más odiable.

Vio melocotoneros retorcidos, igual o peor que los que se amaron mucho pero no quedaron satisfechos. Atardeceres verdes dejando caer pulgadas de musgo sobre las calles y los templos. Vecinos de nadie, sentados en escalones invisibles. Celosías de cobre, llorando o cantando al ritmo de una sombra. Cabezas de perro, dejando escapar pausadamente el salmo de unos gruñidos fatigados. Caminos huérfanos de pasos, pero pletóricos de varas de oro ante las que se inclinaban los caballeros y los zorros. Manchas de hierba metiéndose a los patios sin permiso. Alborotos de nostalgia al borde del descuido. Mendigos reconociéndose en la sombra de un árbol derrumbado, la cual sonaba en una melodía tintineante e iba dejando granitos de sal en la lengua de las personas infelices. Y un vendedor de orejas secas puestas en salazón ante un círculo de comerciantes y fantasmas con  pelos de ceniza. El cielo era una sábana de lumbre cobijando los pueblos donde la gente agonizaba con un ritual antiguo en la garganta. Vio copas de sombreros extraños modelando cabezas de hebreos bajo la dirección de Suevia y Norica, las dos esposas de Ariovisto, el vándalo. Las contempló enverdecidas por musgos interiores, comentándole los pormenores de la guerra de Troya al monje Alcuino. También allí había dos fetos gigantescos, arrebujándose en una edad en la que no eran ni pájaros ni flores, pero con el emblema de su estirpe bordado en una banda carmesí que los mantenía unidos por sus partes. Vacacionistas irredentos defendiéndose del verano con jerigonzas enervantes. Centenares de hérulas que sólo vivían para triar telas y narrar cómo, por qué y por dónde, a los buenos poetas las malas noticias les llegaban en lunes. Ojivas que eran libros de cemento. Plazas limpias de anuncios comerciales y coliseos repletos de señores que hablaban con un barniz de clásicos. Vio mercados y tabernas que se llamaban Aristóteles, Platón o Sócrates. Callejones, iglesias, zaguanes y torres de relámpagos. Recovecos de eremitas intonsos llorando a los pies de alguna estrella, la cual tenía el rostro de Hera, la esposa de Zeus, en el momento de parir a Hércules. Castillos de cuyos sótanos emergían lamentos. Haces de aristas relucientes. Laberintos tapizados de venerables y conquistadores tralla en mano, mismos que, aunque pintados, aún podían inspirarle terror al mundo entero, así fuese desde el polvo de una ceja arqueada o el salitre de una boca muerta. Moles grisáceas, construidas por el temor y el infortunio, dijo una voz que no era de animal, ni de hombre, sino la niebla misma. Reinas con arestines de carmín. Espejos cojitrancos saliendo de una habitación hacia un tiempo distinto y con la pasión reflejada en cada luna. Monjas tras los cristales trémulos de otros tocadores. Bellezas sin sosiego con una brasa en el ombligo, a la deriva y acariciándose los flancos por los que chorreaba líquido espumoso. Sedes consistoriales de otras realezas y un ángel de la guarda que todavía no era hijo suyo, pero bien se dio cuenta que era él mismo en un rincón de locos. Vio luces entre conspicuos de vuelos arrasantes, que ensombrecían y embravecían los cielos, dándole rienda suelta a la lucubración de no saber quién o quiénes habían otorgado, a semejantes policías volátiles, el derecho de dejarse caer sobre la vida. Mil veces más volvió a padecer aquel derrame de prodigios. Estaban los intelectuales en la delicia de su cuerda. Presencias insufribles y otros especímenes pensantes, pero de naturaleza pusilánime, prepotentes ocultando la cabeza en cualquier hoyo después de discutir. Pastores que conducían rebaños elegantes hacia una colina de reminiscencias apagadas, en las que, aparte del árbol de la buena ropa, conoció las garrulerías de unos orates frívolos, cuyas farras de órdago eran lo más notable en las mañanas caliginosas de aquel mes desconocido en que vio al Hijo del Hombre postrado ante una tropa de alquimistas, pagándoles con gritos para que le ayudaran a hacer eterno su presente. Pero en tales circunstancias, él era únicamente un camino o acaso el sollozante diapasón de una guitarra muerta... Después, el orbe se hizo caos, vacilación y prisa a bordo de la ilusión en que viajaba, a punto de volverse un ser azul, con plumas en la boca y una enorme cabeza en los omóplatos, pero se salvó de convertirse en tal plumífero, gracias a la carta que un pájaro le trajo, en la que Lanzarote del Lago le comunicaba que Dios Nuestro Señor lo recordaba mucho. Era el atardecer o el amanecer de un domingo de vientos pintados en las nubes. La vibrante ardentía de porras y aclamaciones en su honor, saliendo de las grietas. 



domingo, 16 de abril de 2017

SIZIGIAS Y CUADRATURAS LUNARES...


Sizigias y Cuadraturas Lunares...
-Primera Parte-
Manuel Antonio de Rivas

El título original de este maravilloso relato, “Sizigias y cuadraturas lunares ajustadas al meridiano de Mérida de Yucatán por un anctítona o habitador de la Luna y dirigidas al Bachiller Don Ambrosio de Echeverría, entonador que ha sido de kyries funerales en la parroquia del Jesús de dicha ciudad y al presente profesor de logarítmica en el pueblo de Mama de la península de Yucatán; para el año del Señor 1775”, es ya, en sí mismo, toda una historia. Su autor, el fraile Manuel Antonio de Rivas, fue denunciado al Santo Oficio, en 1773, por sus propios compañeros religiosos. La denuncia, entre otras cosas, menciona: “que negaba la existencia del Purgatorio, que profanaba las imágenes, que injuriaba a sus compañeros de orden, que no se confesaba ni asistía al coro ni a misa. Rivas, educado en el Colegio de Alba de Tormes, estudioso de las matemáticas, tenía “mordaz ingenio”, generalmente dividía “a todos con su lengua infernal” y utilizaba expresiones tan “opuestas a la fe y buenas costumbres” que obligaba con frecuencia a su interlocutor a “huir por el horror”. “Si Sizigias y cuadraturas resulta ser, por desbordar las normas habituales de acercamiento al mundo y abrir la realidad de lo conocido, el primer cuento fantástico escrito en Hispanoamérica, habría que ver, en el origen del género, dos cosas. Primero, los principios de la ciencia moderna asumidos por el pensamiento ilustrado mexicano en la segunda mitad del siglo XVIII y, consecuentemente, una crítica a los modos del pensamiento escolástico inquisitorial. (Carolina Depetris, Viaje fantástico y escolástica inquisitorial: el derrotero lunar del fraile Manuel Antonio de Rivas).
Esta es la primera parte del relato, que lo disfruten. Vale.



Señor Bachiller: tiempo ha que se recibió en este globo de la Luna una carta anónima con data de 5 del mes Epiphi del año de Nabonasar 2510. El terrícola que la escribe se titula el Atisbador de los movimientos lunares; lo que hace ver en su carta nuncupatoria, presentándonos las sizigias y cuadraturas lunares, con las neomenías judaicas modernas, nabonasáreas, áticas, egipcias, arábigas, pérsicas, dispensadas por el año común del Señor 1763. Ciertamente el Atisbador en su carta, a vuelta de uno u otro sarcasmo, que mañosamente, y como al descuido, deja caer; tira algunos bellos rasgos de erudición nada vulgar. ¿Creeréis, vos Señor Bachiller, que no se supo acá qué postillón aéreo condujo esta nuncupatoria, ni por qué plaza entró en este hemisferio? Pues es cosa que aún en el día se ignora.
            Como el Atisbador se nos manifiesta uno de los pocos terrícolas menos desatentos, y más bien criados, pensamos darle alguna Señal de Reconocimiento al oficio con que nos honra, y del aprecio que hacemos de su mérito, candor y humanidad, compensando obsequio con obsequio. A este fin, de las diferentes regiones, en que se divide este orbe lunar, que vosotros en la selenografía llamáis el Platón, y es el País de las Quimeras, se juntaron los mejores computistas versados en la historia del globo terráqueo, para tratar del argumento. Registrando en la más rica biblioteca, que acá tenemos, todo género de noticias pertenecientes a las épocas memorables del orbe terrestre, después de muy pocos millares de años (porque de los siglos remotísimos, el catástrofe infeliz que han tenido nuestras memorias), abajo daré un corto apuntamiento, y será el mismo que vosotros debéis saber, pues consta en vuestra mitología (Ovidio lib 72 Metamorphosis).
            Viniendo ahora al fin desgraciado que tuvieron nuestros antiguos monumentos, bien sabéis, señor Bachiller, que un padre inconsiderado fió el gobierno de los caballos del sol a un hijo joven, arrogante, desvanecido, con sola la vana precaución de un medio tutissimus ibis, el cual, cuando por las vastísimas provincias del Éter, incendió todos los planetas y nuestro orbe, reduciendo a polvo todo cuanto encontró en su superficie, salvándose algunos pocos anctítonas en la profundidad de las cavernas. Como nuestras memorias estaban grabadas en láminas de plata, que es el papel de que aún hoy usamos, no pudieron resistir a la actividad de un fuego voracísimo. En fin, el desvanecido Faetón pagó su loca temeridad cayendo de cabeza en el Pó, otras veces, Eridiano. Tan cierto es que el fausto, la pompa, el valimento y otros cualesquiera halagos de la fortuna -en los palacios regia solis erat-, si no se ajustan a las inspiraciones de la moderación y de la prudencia, llevan insensiblemente al precipicio. En este incendio memorable fijamos nuestra época, según la cual este presente año es el de 7,914,522 del incendio lunar. No os debe hacer novedad este número de cifras, siendo constante en vuestras relaciones (padre Joan Baptista Du Halde, Cartas edificantes) que los más de los cronólogos del dilatado Imperio de la China, el año de Cristo contaban 88,639,860 años de la creación del mundo. También puede seros importante saber que nuestro año lunar consta de 437 días, distribuidos por 12 meses, los cuales son Hidrón, Schtyhón, Crión, Taurón, Dydimón, Kaakinón, Leontón, Pardienón, Zigón, Scorpión, Toxón, Ogón.
            Estando para disolverse el Congreso, a que yo asistí, como secretario y computista, vimos como a distancia de dos millas y media (¡quién lo pensara!), un carro o vajel volante, instruido de dos alas y un timón, puesto donde debe estar, que venía rompiendo nuestra atmósfera con una celebridad increíble. Al principio pensamos que todo era ilusión, pues no hay memoria ni tradición de haberse visto jamás en nuestro orbe hombre alguno en cuerpo y alma. Salimos a conducirle a nuestro Ateneo y, después de haber hecho el arráez una profunda reverencia, dio cuenta muy por menor de su viaje y destino -del que nosotros solo podremos hacer un extracto muy diminuto-, y él, allá de vuelta, podrá explayarse cuanto pueda y quiera. Monsieures, dijo, yo me llamo Onésimo Dutalón: nací en un pequeño lugar del Bayliage dÉtampe, en la Francia; hice mis primeros estudios en mi patria, mas viendo que la filosofía de la escuela era inútil, y que no podía hacer docto chico ni grande, pasé a París, en donde me entregué, con aplicación infatigable, al estudio de la física experimental, que es la verdadera; y, con esta ocasión, después de una meditación pausada en las obras de aquel espíritu de primer orden del suelo británico, el incomparable Isaac Newton, me hice dueño de los más profundos arcanos de la geometría. Vuelto a mi patria, cultivé la comunicación y amistad de un eclesiástico, llamado monsieur Desforges, hombre que sabe apreciar el mérito de los sabios sin respecto a facultades, autoridad ni poder. Como nuestra amistad se iba estrechando cada día, quise darle una prueba de confianza comunicándole el empeño en que estaba de fabricar una máquina volante, la cual es la que veis. Después de una infinita repugnancia, instruí a monsieur Desforges, porque así lo pedía, en todas las reglas que podían dirigir la práctica del secreto comunicado. Yo no podré decíros, monsieures, en que paró la instrucción. Por lo que a mí toca, previniendo que al vérseme discurrir por el aire se encendería una hoguera para ser quemado públicamente en la plaza como mágico, tuve por conveniente, para hacer algunos ensayos antes de remontarme a las esferas, salvarme en una de las Islas Calaminas en la Libia, flotantes o nadantes en la superficie del agua, de que hacen mención Plinio lib. 2, cap. 95, y Séneca lib. 3, cap. 25. Retirado, pues, a una de estas islas, hice el primer ensayo lustrando toda la África. En el segundo, picado de una curiosidad geográfica, quise examinar por mí mismo si había alguna comunicación por la parte del Norte entre nuestro continente y el americano, y hallé que los dividía un euripo del mar glacial. En el tercero, levantando un poco más el vuelo, hice asiento en la eminencia de los dos montes más altos de la Tierra: el de Tenerife, en una de las Canarias, y el de Pichincha, en el Perú. En la cumbre de este último cerro tuve el gusto de experimentar que el agua regia o fuente, libre de la gravitación y presión del aire, no disolvía el oro, poco ni mucho; como también, por esta misma causa, no tenían gusto alguno sensible los cuerpos picantes, y mordaces, como la pimienta, la sal, el azíbar, etcétera. Sobre la elasticidad, o resorte del aire, también hice algunos experimentos, que ahora no importa referir. Después de dos meses y medio, volví a la isla flotante de mi residencia y, mirándome en una disposición ventajosa para emprender un viaje literario a este planeta, me embarqué en mi carro volante, encomendándome a mi buena o mala suerte, hallándose la Luna dicótoma respecto de quien la observa desde la Tierra, de cuyo centro distaba, según su paralaje, 59 semidiámetros terrestres. Como yo en mi viaje no me apartaba del plano de la equinoccial, corridas 273 leguas de atmósfera, tuve la curiosidad de arrojar al fluido, que navegaba una cuartilla de papel de China, y observé, con grande admiración mía, que el papel seguía hacia el Oriente la rotación que llevaba la atmósfera con el globo terráqueo. Antes de salir de esta región, hacía un frío incomparablemente más intenso que el que sentí en la Estotilandia en mi segundo ensayo, sobre lo que hice una reflexión digna de la atención pública en oportunidad favorable, para esforzar la opinión de cierto filósofo moderno, en orden a la causa del frío en sitios elevadísimos sobre el nivel del mar. Tenía yo andados bien seguramente 25 mil leguas, cuando tuve bastante que reír, acordándome del turbillón terrestre de monsieur Descartes, quien, por un rapto de imaginación extravagante, hace dar vuelta a la Luna alrededor de la Tierra en fuerza de su turbillón, de lo que no encontré el menor vestigio. Y para asegurarme más bien, tiré al fluido una pipa llena de agua del río Letheo, que perseveró inmóvil en aquel éter purísimo. Y también vine en pensar que si allí se construyese una torre cien mil veces más alta que la de Babel, se mantuviera eternamente sin vaivén, sin movimiento, sin desunión de sus partes, ni inclinación o propensión a centro alguno.

            Yo (digo la verdad) en medio de aquella materia celeste no sentí frío ni calor, aun herido de los rayos directos del Sol, que congregué en el foco de un exquisito espejo cáustico, y no inflamaron ni licuaron varias materias puestas a conveniente distancia, sin duda por falta del aire heterogéneo; de que concluí que la catóptrica, con sus demostraciones, no tiene qué hacer en aquel éter sutilísimo y homogéneo.
            En fin, monsieures, dijo el maquinario Dutalon, después de los auxilios precautorios que tomé para el uso de la inspiración y respiración en un espacio en donde no puede haberle por su raridad y improporción, no tenéis por qué preguntarme, cuando me veis, que sin pérdida de la vida he arribado felizmente a este orbe. Yo os certifico que cualquiera terrícola durmiendo puede hacer el mismo viaje con la misma felicidad. Yo he continuado observando y filosofando, y, después de todo, me hallo con la satisfacción de haberme desecho de una infinidad de preocupaciones, habiendo registrado las claras fuentes en que deben beberse las noticias experimentales; que es lo que aconseja Marcial en el Epigrama 102 del Libro 9.
Multum, crede mihi, refert a fonte bibatur
qui fluit, an pigro, qui stupet unda lacu.
            Aquí iba a hablar el Presidente del Ateneo, cuando distrajo nuestra atención una tropa de ministros infernales, entrándose en la Asamblea. El jefe, que era de muy mala catadura, sin hacer cortesía, se explicó de este modo: Nosotros, de orden de nuestro Príncipe, vamos muy lejos de aquí, cuanto de aquí dista el globo solar; conducimos la alma de un materialista que en el punto de la separación del cuerpo fue arrastrada a la puerta del infierno, en donde no quiso recibirle Luzbel, diciendo que estaba informado por sus esbirros, que rodean toda la Tierra, que es un espíritu inquieto, turbulento, enemigo de la sociedad racional, y de la espiritualidad del alma; que, en su opinión, la madre que le parió no era de mejor condición que el zorro, el puerco espín, el escarabajo y otro cualquiera vil insecto de la tierra, cuya alma muere con el cuerpo; que no quería aumentar el desorden, la confusión y el horror que eternamente habita en su república, tal cual ella es, con el establecimiento de un impío. Y que luego luego, escoltado por un destacamento de cuatrocientos demonios, fuese llevado a aquel gran pyrofilacio, el Sol. ¿Al Sol?, dijo el Presidente del Ateneo, ¿en donde el Altísimo colocó su trono y pabellón? Sí, monsieur, al Sol, repuso Dutalón: porque en el Sol colocó el infierno un anglicano, natural de Londres, llamado Sevidín, que en una disertación, con los dos versículos 8 y 9 del capítulo 16 del Apocalipsis, pretende persuadir que el lugar de los condenados está en medio del Sol, en donde el Demonio fijó su trono (Actas de los eruditos al mes de marzo, 1745), y que ésta es la razón porque tantas naciones en el orbe terráqueo hayan adorado al Sol como Dios.

            Según creo, dijo el Presidente del Ateneo, que el fatuo Suvidín también pudo con el mismo derecho haber colocado el infierno en este orbe lunar; pues es constante en nuestras memorias que la Luna ha tenido en la Tierra sus adoradores. Por ventura, monsieur Dutalón, prosiguió el Presidente, ¿hay todavía por allá altares consagrados a nuestro culto? Yo no sé, respondio monsieur Dutalón, que se haya renovado las víctimas y holocaustos de aquellos remotos siglos, después del hecatombe que ofreció el fundador de la escuela itálica, Pitágoras, en Crotón, noble población al fondo del seno torrentino en la Calabria, provincia del Procurrente de Italia, en acción de gracias por haber hallado la proposición 47 del libro 1o. de Euclides con que enriqueció las matemáticas. Y vos, materialista, dijo el Presidente, encarando hacia él, ¿habéis estado en el Chirsoniso de Yucatán y tratado o conocido por ventura allí de un Atisbador de movimientos lunares? Yo Señor, respondió el materialista, he paseado todo aquel país y conocido un sinnúmero de atisbadores de vidas ajenas, pero de movimientos lunares sólo he oído hablar de un almanaquista que ocupa el tiempo en esas bagatelas, pudiendo emplearlo más útilmente en formalidades forenses, como: dar traslado a la parte; en vista de autos; escrito de bien probado; acusar la rebeldía; girar los autos, que es ciencia de notarios y se hizo ya de la moda; a que pudiera añadir el leve trabajo de registrar índices de libros de consultas, en romance o en latín, tan claro como el canon de la misa, para hacerse espectable en el vulgo por este camino, ya que no puede por otro. También oí decir que el almanaquista mantiene comunicación epistolar con el Bachiller Don Ambrosio de Echeverría, residente en el pueblo de Mama, hombre de un juicio sólido, muy práctico en los primores de la música moderna y en el manejo del canon trigonométrico; de quien podréis informaros en cuanto deseáis saber. Dicho esto, le arrebataron los demonios, siguiendo su derrota a aquel océano de fuego.


(Continua en publicación del domingo 4 de junio de 2017)
Texto originalmente publicado en:http://revistareplicante.com/wp-content/uploads/2013/06/Sizigias-y-cuadraturas-lunares.pdf
*Texto publicado en El Sol del Bajío, Celaya, Gto. 

domingo, 9 de abril de 2017

POR USTED, ALMA MÍA




POR USTED, ALMA MÍA
-Poetas del Diezmo de Palabras-

“Por usted, alma mía,
vuelve la luz del sol
a nadar en el agua de mis ojos.”
Herminio Martínez

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DEL OTRO LADO DE LA VIDA
Mary Hernández y Víctor Manuel García

En lo que llegas a casa,
esperaré en la ventana
para ver el día
en que te acerques.
El reloj da la media noche,
Encenderé una vela
para iluminar tu camino.
En lo que el sol sale,
prepararé café.
El que tanto te gusta.
Pero si la luna se acerca
y las estrellas ya no están,
aquella puerta se cerrará
y yo te seguiré esperando...
Del otro lado de la vida.

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AUSENCIAS
Laura Margarita Medina

Sombras que no mueren.
Jinetes del pensamiento
que  amortajan el corazón.
Espejos del ayer. Versos secos.
Hojas de papel dormidas.
Imágenes que acechan en silencio
como almas, nos habitan.
No se van, nos huelen, nos vigilan.
Quieren vivir y no pueden.
Despiertan los sentidos y
nos hacen llorar el abandono,
en el anochecer de nuestra historia.

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CAMINO SIN SENTIDO
Vero Salazar G.

Camino despacio, arrastrando los pies
avanzo un paso y me regreso dos.
La vida me toma de la mano
me lleva por la ruta del destino,
no quiero apartarme de la senda
ni perderme en sus laberintos.
Me da miedo seguir
no sé lo que voy a encontrar.
Hoy quiero columpiarme en los recuerdos.
Al vaivén del tiempo, quemarlos despacio
para deslizarse sin cadenas.
Avanzo por donde no quiero
sueño sin sentido
anhelos perdidos en una realidad
donde no caben las fantasías.
No hay sentimientos en este corazón de hielo
se congelaron en los recovecos del trayecto,
ese que sigo sin querer.
Espero no me derribe el viento
no quiero llorar a la vera del sendero
donde las piedras no puedan consolarme.
El aire pasará de largo sin  detenerse.
No me dará consuelo, no me regalara una flor,
ya no podré sonreír, solo caminar… caminar.



ALQUIMIA
Diana Alejandra Aboytes Martínez

Pétalos
remolino de flores
suave contacto de tu labio en mi boca
gusto prolongado del sabor
terciopelo de tu lengua
caricia de la saliva dulce
humedades que satisfacen
la tierra de las penumbras.
Abrazo de los tactos
expresión de lo efímero y perenne.
Alquimia del beso donde encuentro a Dios
y me consumo en el infierno de la carne.

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AMOR
Diana Alejandra Aboytes Martínez

Es principio y es fin.
Sustancia intangible
que se mezcla en nuestra química.
Arde en el tacto
invisible acento.
Aquello que se mueve
detrás de la palabra
de dos que se aman.
Late dentro del sentimiento,
poema y melodía
Le habla al oído al deseo
para nacer entre dos cuerpos
que lo hacen.
Nos ata a la locura
empuja ante el abrazo
y vive en lo profundo del suspiro.
Cuando amamos,
somos carne, espíritu, letra,
compás, viento, mar...
Es un viaje al no sé dónde,
y el no sé quién se hace presente.

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ARENA Y SAL
Diana Alejandra Aboytes Martínez

Estoy mirando al mar
la brisa trae tu aroma
animal, excitante…
Embriagándome los poros
marinero seductor
arquitecto de mi playa.
Besos en movimiento azul
de lenguas como olas.
Latido profundo de un océano
instante auténtico del agua contra la roca.
Poesía en vivo,
abierta a las espumas de los acantilados
tibieza y abundancia de su néctar.


MUJER QUE SUEÑA
Martín Campa Martínez

Es domingo.
Un blues sube y baja por la ventana del silencio,
incita mis sentidos,
los enrojece hasta volverlos fuego en mi vientre.
Desnuda sobre las horas
pienso en tus labios de poeta saboreando mis lágrimas,
en tus manos de arcilla reinventando mi piel.
Abro esta ventana para que entre a refrescarme
un canto de zenzontle
desde el corazón calcáreo que luce el infinito,
pero solo llega un aroma a ciudades en vela,
de ángeles insomnes,
un sabor a sabinos con piel de barro.
Mi cuerpo lleno de ansias
se derrama como lluvia sobre el lecho nupcial
y creo sentirte entrando a mis deseos,
pero no, solo es un falso delirio.
Otra vez apago mi calor
con el susurro de esta noche.

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VACÍOS DE DIOS Y DE ALAS
Adan Morgan

Supongamos que vuelvo vacío.
Sin mitades.
Sin completudes.
Sólo [...]
herido de una costilla.
Sin cielo.
Sin miedos.
Solo […]
(Sin alas)
Supongamos que vuelves.
Y te llamo mía.
Y me nombras […] 1,2 3 veces.
Vacía.
Ausente de ti misma.
Herida de una costilla.
Sola […]
(Sin Dios)
Supongamos que somos uno.
Sin números.
Sin mitades.
Sin completudes.
Solos […]
Vacíos.
Heridos.
Sin alas […] sin Dios.
Supongamos que somos terrenales.
Tan cerca del otro.
Heridos de tantas formas.
Solos […]
Vacíos de Dios y de alas.

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MIRARTE COMO YO TE MIRO
Adan Morgan

Si tuvieras la oportunidad de mirarte.
Si acaso sintieras tu propia piel.
Si tu pecho se agitara.
Y tus manos sudaran.
Si tuvieras la oportunidad de besarte.
Si acaso sintieras explotar tus venas.
Si tus ojos quisieran traspasar la distancia.
Y tu garganta pareciera desgarrarse.
Si tuvieras la oportunidad de sentir tu aliento.
Si acaso sintieras tu propio aroma.
Si notaras la locura que causa tu ausencia.
Y el dolor que provoca la partida.
Si estuvieras en este lugar mío.
Mirarte como yo te miro.
Besarte como yo te beso.
Olerte como yo lo hago.
Entonces […] solo entonces […]
Sentirías lo que estoy sintiendo.



GAMBITO DE DAMA ENVENENADA
Alan Varelas

La guadaña en mi sonrisa agazapada,
te beso y tu alma y calma se desfasan
-lo siento, ya es muy tarde- te disfrazas,
con palabras de verdugo, triste llaga.
Dale a mi tristeza su ambrosía
que tras el llanto de un sol de mediodía
una jauría de labios, voluptuosa sinfonía,
remediará el remedio que me dabas cada día.
Que la luna otra vez sea de piedra
que una lágrima y el mar sepan igual
¡No me importa, ya había puesto yo la alfombra.
tu salida y tu olvido y mi puñal!
Una rosa a las seis mi dicha medra
se acomoda y con su aroma te descombra.

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VISITA DE ALEJANDRA
Antonio Leal

Te besé en la clavícula un domingo no sé cómo
Pero sé que era perfecta,
la anatomía no se deduce
se ve.
Fue un domingo casi casi como otros
lento de familia y comida.
Te pedí un beso torpe y dijiste que, a pesar de todo
a pesar de mí, sí.
Te besé, como aquella vez
locos en un bar de otra vida de donde salimos en un taxi
a buscar nuestro cuerpo, sólido líquido de fuego.
Acaricié tu mano y seguí al cuello, no sé cómo.
Quizá como un caracol porque fue lento y hubo baba
(no sabía que eso te gusta)
y en tu boca habita el cielo, lo sentí con mi bigote.
Qué pequeño es todo en un momento
luego la nada de tus ojos de ave como si nada fuera nada de verdad.
Un beso, luego otro hasta que, a pesar de mí
dijiste sí, sí quiero un domingo lento no sé cómo.




*Textos publicados en El Sol del Bajío, Celaya. Gto.

A la memoria de Herminio Martínez

      Herminio Martínez, maestro, guía, luz, manantial, amigo entrañable y forjador de lectores y aspirantes a escritores. Bajo sus enseñanz...