domingo, 27 de diciembre de 2015

¡FELIZ AÑO NUEVO!



EL BORREGUERO
Arturo Grimaldo Méndez

A  Mariano  Colmenero le parecía muy injusta la vida, porque pensaba que si sus padres no lo hubieran obligado a trabajar desde pequeño, no tendría por qué estar viviendo solo, sin la más mínima preparación académica  y sin la menor idea de lo que sucede en el mundo y sus  por qué´s, ahora que estaba a punto de cumplir sesenta y cinco años. Desde la infancia, fue siempre todo un personaje, mitad niño, mitad adulto, responsable en sus quehaceres, callado y sumiso en la relación con los demás, noble por convicción, hábil para tocar su  armonía, (su inseparable compañera) que embelesaba a los que solían sentarse a su alrededor a escuchar las bellas melodías que interpretaba con aquel instrumento de aliento. Alegre y sonriente, sabía ocultar muy bien las tristezas del alma. Su sombrero de ala ancha y en malas condiciones, le hacía verse mayor de lo que en realidad era.
 Su pantalón roto de mezclilla y sus viejos huaraches con suela de llanta, eran ya un distintivo propio, en su forma de vestir. Poseedor de una gran capacidad para reconocer a sus animales, solía  guiarlos hasta los verdes campos, yendo al frente del rebaño y tocando una gran variedad de música, que parecía encantaba  a cada borreguita, las cuales, le seguían confiadas en que les llevaría  a buenos pastos. Cuidaba de cada una como ningún otro pastor y distinguía perfectamente cuál era la madre de una nueva cría; cuál de las hembras estaba preñada, o a qué  semental debía  separar  del rebaño por ser agresivo con los demás. O qué decir cuando algunas ovejas de otros rebaños se acercaban a las suyas; las separaba y entregaba a sus dueños como si las conociera de años. Sin embargo, el tiempo y la historia parecieron ensañarse con Marianito y tras  la muerte de sus padres y la forma de vida que sus hermanos decidieron seguir, hicieron que  se quedara totalmente sólo; incapaz de preparase su propio alimento, de valerse por sí mismo. No tuvo tiempo para pensar en el amor, ni se detuvo a escuchar la orientación de maestro alguno. Vivió para cuidar borregas y para vivir de ellas. Traía siempre mucho dinero, pero era incapaz de saber utilizarlo en cosas de bien, ni para sí mismo, ni para  los demás. Pasó hambre, miedo, golpes, robos y todo por el trabajo asignado y todo por el oficio elegido.
—Noventa y ocho, noventa y nueve, cien. ¡Todo bien!. Han salido todas, -dijo, al mismo tiempo que cerraba la reja del improvisado corral donde las encerraba- . Las mismas de siempre. Espero que esta vez, el mal tiempo no me vaya a traicionar de nuevo.
Aquel día, una vez que hubo llegado al lugar de pastoreo y entre melodía y melodía, sentado a la fresca sombra de un árbol, se quedó profundamente dormido. Al despertar, el ganado se había dispersado, con lo cual entró en tremenda angustia. Corrió a buscarlas y para su tranquilidad, las divisó a lo lejos. La mayoría del rebaño estaba en un mismo lugar, cerca de una ladera, donde la hierba era abundante. Contó señalando con el dedo índice a cada uno de sus animales -muy a su manera-,  arrojando  al suelo una piedra por cada una y vio que no estaba “la chueca”. Con miedo, se acercó hasta el acantilado y como pudo, agarrándose fuertemente de la raíz saliente de un árbol, se inclinó para mirar hacia el fondo del mismo, descubriendo que la oveja faltante estaba atorada en unos arbustos y a punto de caer al precipicio. Sin pensarlo dos veces, se quitó una cuerda que siempre traía atada a la cintura y la amarró fuertemente al tronco de otro árbol, para poder bajar a salvar a la oveja en peligro. Con dificultad y sin medir las consecuencias, bajó lentamente hasta donde se encontraba el animal, quien maltrecho por los golpes de la caída, sangraba y estaba a punto de desfallecer. Aquella situación facilitó las maniobras de rescate. La ató a su espalda y con muchas dificultad, volvió a emprender el ascenso, desde varios metros abajo. Cuando ya las fuerzas estaban a punto de abandonarle, alcanzó la cima y exhausto, se desplomó con su valiosa carga. La revisó cuidadosamente. Le curó las heridas. La acarició compadecido y recuperadas las fuerzas, la cargó nuevamente en sus hombros para llevarla donde el rebaño.
Al llegar junto a las demás ovejas, ya lo esperaban tres pastores, que en un tono humillante se dirigieron a él:
—Pensábamos que eras el mejor pastor de la región, pero qué equivocados estábamos, -dijo uno de ellos-.
—No creímos que fueras capaz de abandonar a todo el rebaño para ir a buscar la oveja que se te perdió,-opinó el segundo-.
—Pusiste en riesgo a todo tu rebaño al dejarlas solas, por ir por la más miserable de ellas, -terminó de decir el último-.
—Un verdadero pastor, no deja lo más por lo menos, -volvió a hablar el que había comenzado los reclamos.
Marianito los escuchó con toda la paciencia del mundo y con una muestra de tristeza por las palabras de sus amigos, les dijo:
—Güeno y ultimadamente a ustedes qué les importa. Yo siempre he sido ansina. Me preocupo por todas. Pos pa´ mí cada una vale lo mesmo. “La chueca” es la más vieja de mis borregas; la que más trabajo le cuesta caminar, pero también es la que más crías me ha dao. Además, ¿No les parece que la que más me necesitaba en este momento era ella? A mí me ha dao más alegría rescatar a una, que a noventa y nueve que no estaban en riesgo. En fin, si eso les parece mal de mi proceder, que me juzguen por mi exceso de amor y no por mi falta de caridá. Y ya no les quito su tiempo…
Dicho esto, bajó con cuidado de sus hombros a la oveja herida y ésta, aún tambaleante, se unió a las demás para seguir pastando. Aquellos hombres se miraron el uno al otro y no supieron qué contestar, optando por retirarse del lugar.

Ya a solas, Marianito pensaba para sus adentros:
“Pos yo no sé leer ni escribir. No tengo amigos con quien platicar. He sido un avaro. Nunca he dao un consejo a naiden, ni los he oído. Hasta pienso que no merezco lo que tengo. A lo mejor y hasta he cometido cosas que no debía. Nunca me ha interesao saber de Dios, ni lo que de Él se dice. Pero de una cosa sí estoy seguro: que así como me lo imagino, así debe ser.
Y por si las dudas, ahí te encargo, Señor, que yo sea  esa Chueca”.



LA NIÑA DE CRISTAL
Javier Alejandro Mendoza González

Andrea era una pequeñita delgada y frágil para quien el tiempo era una eternidad triste y aburrida.  Los días transcurrían siempre igual:  sin ninguna alegría y llenos de prohibiciones.  La casa -su cárcel- lucía muy vacía, sin muebles con puntas afiladas ni juguetes pesados.  No había nada en ella que la pudiera lastimar.  Incluso, en un acto que parecía cruel y que la niña no alcanzaba a comprender, los cariños de papá y mamá se habían convertido en un regalo escaso que no iba más allá de caricias superficiales, nunca un fuerte abrazo que la hiciera traspasar el pecho de sus seres más queridos.  Para crear la ilusión de un deseado contacto la chiquilla tenía que estrechar a sus muñecas, que sólo podían ser de trapo y de ningún otro material. En los grises días de su infancia Andrea tenía prohibido casi todo:   saltar, correr o salir a la calle.  Parecía que nadie notaba que con todo ello también se le impedía reír y hasta vivir.  Como paradoja, las duras restricciones sólo buscaban el bien de la menor.  Las miles de prohibiciones eran decretadas por los padres de la jovencita, mas no por falta de amor, así que también para ellos era una pena reconocer que lo único permitido a su hija era respirar.  La inocente tenía menos de seis años, por lo que aún no se le podía explicar del todo que padecía osteogénesis imperfecta, la enfermedad de los huesos frágiles.  Intentando que Andrea comprendiera la situación su madre solía decirle que ella era muy especial; una niña de cristal que de no ser tratada con todos los cuidados requeridos podría romperse. Por ello, la enseñanza escolar era impartida en la silenciosa sala de la morada, donde no había un recreo para compartirlo con alumnos de la misma edad.  La amistad para la pequeña era algo desconocido, pues la inocente brusquedad de otros jovencitos era un riesgo total para su cuerpo.  Andrea no lograba entender su delicada situación y como cualquier niño sólo quería ser feliz. Ante el acecho de la soledad con frecuencia se paraba frente a una ventana de la planta alta, desde donde lograba ver el parque que había muy cerca de ahí, un lugar donde los niños eran libres para correr tras una cometa, pasear sus mascotas o patear una pelota.  Ante el calor de las lágrimas que Andrea derramaba el vidrio se empañaba.  Con sumo cuidado (como le había enseñado mamá que tenía que ser tratado algo tan frágil como el cristal) tocaba aquel muro transparente para sentirlo frío e inerte.  No era como ella, que a pesar de sus músculos secos tenía vida y muchas ganas de volar hacia el jardín para experimentar la sensación de deslizarse por la resbaladilla y caer sobre el pasto sin importar que el costoso vestido se ensuciara. Andrea tenía varios días espiando a los habitantes de la residencia, tanto familiares como empleados.  Ya había memorizado la hora de salida y entrada de cada uno de ellos.  Incluso había descubierto el lugar secreto donde se guardaban las llaves de la puerta principal. Una tarde, aprovechando la ausencia de algunos mayores la chiquilla tomó el llavero, le dio vuelta a la cerradura y al abrir sintió con alegría el aire en su cara.  Luego de respirar profundamente a toda prisa se dirigió al parque donde la gente se divertía.  Pese a que sus huesos crujían una y otra vez Andrea corrió feliz al lado de otros niños, se balanceó sobre los columpios y en repetidas ocasiones alcanzó el cielo en un sube y baja.
Mientras tanto, en casa, rápidamente fue detectada la ausencia del delicado angelito.  Sin escatimar recursos su cuerpecito frágil fue rastreado por familiares y miembros policiacos.  Más tarde, luego de una extenuante búsqueda la angustia de los padres de Andrea se convirtió en un dolor insoportable, cuando se abrieron paso entre una multitud que se aglutinaba en el parque, donde la niña de cristal fue encontrada sin vida, víctima de múltiples fracturas, con el vestido sucio y una sonrisa en su rostro.


EL TESORO
Javier Alejandro Mendoza González


El bullicio en una gruta secreta y algo húmeda ya era exagerado.  Los duendes se habían reunido nuevamente y hablaban todos a una sola vez.  Sus vestimentas eran graciosas:  botas puntiagudas, mallas y gorros o capuchas de vivos colores; los nombres, breves y sencillos:  Pun, Pin, Pan y muchos más.  Cientos de acentos se fundían, mientras se manoteaba con cierto desespero.  En aquella ocasión el congreso de los seres pequeñitos no tenía la intención de fijar las horas de trabajo en las minas de diamante, ni tampoco dar con el pillo que a escondidas se comía las preciadas provisiones del almacén.  El fin de la sesión era uno más noble: otorgarle al ser humano (esa criatura tan carente en todo), un presente de alto valor. Ya que los hombres ansían riquezas, y porque mucho en esta vida se consigue con ellas, el duende mayor, un viejo sabio y de barbas largas, propuso ofrecer como regalo una olla de oro llena de joyas y monedas.  Mas no sería para cualquier persona, sólo para aquellos que perseveran en la búsqueda, que vencieran los obstáculos y fueran valientes frente a las adversidades.  Para mantener el secreto, luego de ahuyentar a varias hadas curiosas que por ahí revoloteaban, se acordó colocar el tesoro al final del arcoíris, a donde muy pocos podrían llegar. Satisfechos con el propósito, cada uno de los seres mágicos depositó en el interior de la olla un objeto de valor: monedas, joyas, piedras preciosas y demás, hasta que el recipiente dorado comenzó a desbordarse.  ¡Aquello deslumbraba!  La alegría de los pequeñitos era contagiosa.  Pese a todo, el viejo patriarca notó un hueco en el brillante cazo, para luego decir en voz alta y firme, que apagó la algarabía: “¡Un momento!  ¡Alguien no puso su parte en el tesoro!”  Entonces Puc, un joven noble y de buenos sentimientos, con la cabeza un poco baja se abrió paso desde atrás, llevando consigo un cofrecito.  Ante la obvia pregunta que deseaba saber el motivo de su falta de cooperación, él contestó: “El regalo que deseo compartir con los hombres no puede ir entre el oro y las monedas, así que lo coloqué aquí, en esta cajita. Lo que contiene es amor, esperanza y amistad”.  El duende mayor sonrió con satisfacción al reconocer el buen gesto de Puc, por ello añadió: “Sin duda será un gran presente, de mucho más valor que el oro y las monedas; pero no será para cualquier persona, sólo para aquellos que logren acercarse a un hermano.  Por ello, en la noche, mientras los hombres duerman, tú colocaras ese diminuto baúl en el órgano palpitante de cada uno de ellos.  De la gente dependerá buscar el tesoro que mejor le convenga: el oro al final del arcoíris o los sentimientos que guarda el corazón de los seres humanos.  ¡Ah!  Una cosa más, no coloques llaves, la forma de abrir el cofre será con una sonrisa”.

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domingo, 20 de diciembre de 2015

LA ARAÑA EN LOS OJOS AZULES DEL GATO


¡FELIZ NAVIDAD!

Durante el tiempo que tuve el gusto y el honor de aprender y colaborar con el maestro Herminio Martínez, dos veces obtuve el premio regional Alas y raíces de literatura infantil. Esto le dio mucho gusto a mi maestro y a mí también al constatar que lo aprendido rendía frutos. Escribió esto para el prólogo de mi primer libro infantil:
“Celebro estas historias. Me han alimentado de cariño, asombro, tiempo, lluvia y fondos transparentes, donde habitan los peces  y los sueños en reinos inquietantes. Julio Edgar Méndez nos trae la historia de la mano, a que coma de nuestro corazón y nuestros ojos. Con él andamos en épocas extrañas, ciudades infinitas, entre personas y rumores que pueblan los jardines del atardecer y la memoria. Es un escritor que sabe mantenerse atento a lo que dice y crea; inventa y corrige con la paciencia y el arte del que espera la lluvia en los caminos del verano”.
 Ya casi llegamos a Navidad y como agradecimiento a mi gran maestro y a las personas que nos honran leyendo nuestras historias y poemas, publicamos hoy un cuento que fue parte de esos textos ganadores. También quiero darle las gracias al Ing. Gerardo Cázares Patiño por su apoyo al trabajo literario del Taller diezmo de palabras. Durante los años que estuvo al frente del Sistema Municipal de Arte y Cultura de Celaya tuvimos siempre las mejores atenciones hacia todo nuestro grupo.
De parte de todos los compañeros y amigos que hacen posible el taller literario, deseamos a nuestros amables lectores y al equipo de trabajo de El Sol del Bajío, que hace posible esta página cada domingo, una muy feliz Navidad.


LA ARAÑA EN LOS OJOS AZULES DEL GATO
Julio Edgar Méndez

Vivo en el último piso de un edificio muy viejo, tan viejo pero tan viejo, que las paredes tienen arrugas y tosen constantemente. Este departamento donde vivo es un poco menos feo que los demás. Tengo una terraza o patio en la azotea, desde donde puedo ver gran parte de la ciudad de San Miguel de Allende. Se ve la parroquia, con sus torres picudas, que se parecen a la iglesia donde vivía el jorobadito Quasimodo, sólo que acá no hay gárgolas que hablen con alguien. A veces me imagino a alguno de los políticos rateros que tenemos en todo el país pidiendo asilo en la parroquia y columpiándose de algún cable gritando: “Asilo, asilo”. Pero me desvío de lo que te quiero contar. Como la terraza es muy grande, mis papás pusieron una mesa con sombrilla y varias sillas para salir por las tardes a tomar un refresco y jugar dominó o mi mamá se junta con sus amigas a hablar de puras cosas que a mí me parecen aburridísimas. Yo la uso como hotel para los gatos callejeros. Cuando nadie ocupa la terraza, los gatos la usan para dormir. Quién sabe dónde viven, o de dónde vienen, pero son muchísimos, como cien. Empezaron llegando uno o dos y yo les dejaba leche en un platito, que la verdad ni se la tomaban, hasta que les empecé a dejar las sobras de la comida. Les encantaron, sobre todo el pollo. Al poco tiempo ya no eran dos o tres gatos, sino montones. Unos chiquitos, otros medianos y uno enorme, que al principio me daba miedo. Se notaba que los otros gatos lo respetaban, hasta se quitaban de la sombrita para que ese gatote se acostara a dormir en el mejor lugar. Era curioso que me dejaran acercarme, pero no me dejaban tocarlos. No me atacaban, pero sí me ahuyentaban con algún gesto de incomodidad. Como no hacían travesuras, ni ensuciaban el lugar y hasta los ratones y ratas ya ni se aparecían por ahí, mi mamá y mi papá no se molestaban por tanto gato. Todos los días andaban por la terraza, excepto cuando había gente. Eran muy listos, a la mejor se daban cuenta de que tenían tantos privilegios precisamente por no dar lata. Ese enorme gato un día ya no volvió, a la mejor se aburría de tanta calma.
El departamento tenía muchas puertas. Cada cuarto tenía al menos dos de cada lado. Mi habitación tenía tres. Una era de la sala, otra comunicaba con el cuarto vecino, que era el estudio. La tercera puerta salía a un patiecito donde estaba la lavandería. De la lavandería hacia la terraza no había puerta, se pasaba de un lado al otro sin problemas, excepto por un pequeño muro en el suelo. Mi papá me dijo que se llama sardinel y es para que el agua de la lavadora no se vaya de un patio al otro. Lo curioso es que en este patiecito nunca entraban los gatos, ni de día ni de noche. Muchas veces les puse comida en ese lugar, pero la dejaban sin tocarla. Ya no puse sobras en ese lugar, pero a veces encontraba huesitos bien limpios, algunos huesos eran más grandes, como de animal mediano o de ratota. A la mejor los traían los gatos de otras casas. Como no sucedía todos los días, nunca se lo dije a mis padres. Lo que sí me llamaba la atención era que los gatos no se acercaban a ese sitio y cuando yo andaba por ahí, nomás se me quedaban viendo fijamente.
Lo que te quiero contar pasó el sábado por la noche. Mis papás se fueron a una fiesta y me dijeron que no me preocupara, que me durmiera porque ellos iban a llegar hasta la madrugada. Como esto pasa cada dos o tres semanas, pues ya me acostumbré, así que me preparé a pasar una noche padrísima viendo pelis de terror. Como no tenemos canales de televisión, porque mi papá dice que la tele vuelve mensas a las personas, tenemos muchos videos, cientos. Yo tengo mi propia colección. Escogí una de unos tipos que viven en el polo norte y como hay una tormenta terrible tienen que abandonar su campamento, pero alguien anda asesinando a todos sin que sepan quién es el culpable. Lo que me gusta de esa película, es la investigadora, jajaja. Dice mi mamá que es muy grande para mí, y qué, de todos modos ni me conoce ni la conoceré nunca, mi mamá de plano cree que no me doy cuenta de que los artistas son como sueños bonitos que no hacen daño a nadie. Se vale soñar, ¿o no?
No sé a qué hora me dormí, ni cómo me fui a mi cuarto. Pero cuando más calientito estaba, empecé a escuchar un ruido nuevo. Digo nuevo porque hay ruidos a los que ya nos acostumbramos de tanto que se repiten, como los quejidos de las paredes, como son tan viejas... Pero este ruido era nuevo. Como arañazos en la puerta. En MI puerta. La que da al patiecito donde los gatos nunca entran. A la mejor era un gato nuevo y tenía hambre. Los arañazos sonaban suavecitos pero constantes. Al principio quise volver a dormir, pero no pude. Ya me estaba fastidiando el ruidito. Como la puerta está bloqueada para que no entre el frío, tuve que salir de mi habitación por el lado de la sala, ir hacia la cocina y abrir por esa puerta, que queda a un lado de la otra, la de mi cuarto. Seguía escuchando los arañazos suavecitos, así que pensé en darle algo de comer al nuevo gato. No había sobras del día, así que tomé una salchicha del refri y volví hacia esa puerta.  ¡Uyy!, cuando la abrí, frente a mí apareció una cosa enorme, peluda, con muchas patas. Era una arañotota que levantaba una de sus patas rascando la otra puerta. Me quedé helado, mudo, con la sangre brincando dentro de mi cabeza. La puerta de la cocina era tan vieja que también rechinaba, así que con el ruido que hizo, esa cosa volteó a verme. Tenía una cabezota peluda y en lo que era como su boca, traía colgando a ese enorme gato que parecía el líder de los demás y hacía mucho tiempo que había desaparecido. Pensé que se lo había comido o se lo estaba comiendo. Del puro miedo me oriné en la pijama. Cuando estaba a punto de dar un grito, la araña soltó al gato y me di cuenta de que estaba vivo. La cosa peluda se empezó a hacer para atrás, hasta que desapareció en alguna grieta de la pared detrás de la lavadora. El gato estaba lastimado, se lamía una pata. Yo no sabía si gritar, si llorar, si darle la salchicha o qué. Prendí las luces de afuera y vi la cara del gatote. En realidad tenía una cara muy bonita, unos bigotes enormes, los ojos azules y tiernos. Le di la salchicha y se la comió despacio, todavía acostado. Me fijé que en su pata tenía atorado un alambre. De alguna manera se había enredado con eso o alguien, una mala persona, se lo había puesto. Se lo quité con cuidado, despacio. Se lamió su patita e intentó pararse pero no pudo. Fui al baño y traje mertiolate, ese líquido rojo que mi mamá me pone en los raspones. Le dije al gatote que no se fuera a enojar, porque ese mertiolate duele. Parece que entendió porque se quedó quieto. Cuando terminé de hacerle la curación me miró con sus ojazos azules y tiernos, y hasta parece que tenía lágrimas, a la mejor le dolió pero se portó muy bien. En un ratito se quedó dormido. Le puse encima un trapo de la cocina y lo dejé descansar. Cerré la puerta, apagué las luces y me fui a dormir. Me cambié la pijama y los chones y me acosté como si todos los días me pasaran cosas raras.
Por la mañana me levanté y rápidamente fui al patio a ver qué había pasado. Ya no estaba el gato. Me fijé detrás de la lavadora y no había grieta alguna.

Ya pasaron varios días desde esa noche extraña noche y aquél enorme gato ha vuelto a tomar la sombra junto a los demás animales. Me huyen menos ahora, incluso el gatote se me acerca y me roza las piernas. Lo curioso es que siguen sin acercarse al patiecito. Los huesitos siguen apareciendo y mi papá dice que efectivamente son de ratotas. Cree que los gatos me los traen como regalo, como una prueba de que me aprecian y me respetan. Quién sabe, lo curioso es que ahora he notado que, entre los gatos, también empiezan a salir a tomar el solecito unas arañas enormes, del tamaño de pequeños gatos, con orejas y una cola peluda y que además, tienen los ojazos azules y tiernos.




**Julio Edgar Méndez (www.julioedgarmendez.com) es coordinador del Taller Literario Diezmo de Palabras, fundado por el escritor Herminio Martínez en Celaya, Gto. Ha sido publicado en diferentes medios. Por la Universidad de Guanajuato en los libros: Narrativa sobre violencia y migración, “La vida que él me da” (2004).  “Aire del Bajío”, un acercamiento a la poesía (2005) y en “El Cuarto del Escriba”, narrativa de terror y fantasía (2005). Fue seleccionado en 2004 por el grupo Palavreiros, de Brasil, para la sección de poetas mexicanos en el Festival Mundial de poesía en honor de Pablo Neruda y en 2006 en Diosas y Poetas,  portal argentino de poesía. En el 2007 fue ganador del Primer Lugar de Poesía en los Primeros Juegos Florales de Guanajuato, en la ciudad de Celaya. En el 2009 fue ganador del Primer Lugar en el 7o Concurso Regional de Literatura para Niños en el género de Cuento y se publicó el libro "Cuentos Pequeños, Grandes Sustos" por Barcos de Papel, de Ediciones La Rana. En el 2011, a través de Editorial La Rana, del Instituto Estatal de la Cultura de Guanajuato, fue publicado en un libro de cuentos infantiles ilustrados, con el título de "Cuentos de Magia y Misterio", junto con otros autores, y en 2012 la misma editorial publicó otro libro de cuentos infantiles ilustrados: “Imagicuentos”. También en 2011 fue seleccionado para la antología internacional de narrativa breve “Encuentros”, una convocatoria de la editorial Anagma a través de la red social, Facebook. En 2012 fue publicado por el Sistema Municipal de Arte y Cultura de Celaya en el libro “El Oro de los Trigos”, una antología sobre la nueva narrativa celayense, recopilación y nota de Herminio Martínez. En 2013 fue publicado en el libro “Cada loco con su tema”, de Grupo Editorial Benma; también en 2013 fue seleccionado entre 953 participantes para la publicación de 10 finalistas en el libro “Certamen Internacional de Relatos 2013” de La Editorial.es de España. Y obtuvo el Primer Lugar en el 10o Concurso Regional de Literatura para Niños, Alas y Raíces, en el género de Cuento. El libro fue publicado en 2014 por Ediciones La Rana con el título de “Cien puertas al abismo”. En 2014 fue publicado en “Tintas del Lerma, una antología de narrativa contemporánea de autores de Guanajuato”, y en 2015 fue publicado en “Ecos del nido, antología de cuento breve” ambos libros editados por el Consejo ciudadano de arte y cultura de Acámbaro. En 2015 un cuento suyo fue publicado en “El relámpago y el trueno, la historia de Celaya a través de sus personajes y leyendas”, editado por la Universidad de Guanajuato. Coordina la página de literatura del Diezmo de Palabras todos los domingos en el periódico El Sol del Bajío.  

domingo, 13 de diciembre de 2015

DESMORONANDO EL TIEMPO



DESMORONANDO EL TIEMPO

Recibí una llamada del Director del Museo de Historia de Celaya, el historiador Rafael Soldara Luna, con quien he coincidido en diferentes ocasiones sobre temas literarios, para invitarme a leer el primer libro del escritor Israel Mendoza Torres.
Rafael me pidió que los acompañara en la lectura de la presentación aquí en la Casa de la Cultura. Cuando leí los primeros cuentos de inmediato me atrapó la sensibilidad de Israel. Escribe con el puño del alma. Las historias en su libro, Desmoronando el tiempo, son reminiscencias personales de otro tiempo, otro lugar y otras circunstancias. Pero cualquier lector puede identificarse plenamente. En cada una de ellas el paisaje nos muestra las tonalidades de una liberación plena. El cuento que hoy presentamos a nuestros lectores es pertinente a nuestros días. Israel nos relata de manera lineal, pletórica de emociones, una historia muy actual.
Julio Edgar Méndez


EL REGRESO A CASA DEL PELIRROJO SAMUEL
Israel Mendoza Torres

Samuel siempre fue un chico saludable, lleno de energía. Con sus escasos 17 años y lleno de muchos sueños se sentaba, todos los días, a la orilla de un monte, cerca de su casa. Ese era su lugar favorito después de la larga y pesada jornada de trabajo al lado de su madre en los sembradíos. Samuel, con sus cabellos rojizos, miraba a lo lejos imaginándose aquel día en que todo cambiaría en su vida. Y así pasaban las horas hasta que el sol amenazaba con dormir. Era momento de ir a lavarse los pies y las manos para sentarse a cenar.
— ¡La mesa está servida! —anunciaba Doña Antonia, mamá de Samuel, Rosa, Martina y Gonzalo, de 17, 15, 13 y 6 años respectivamente. Como era costumbre, y a falta de su padre, el hermano mayor tendría que oficiar la oración de los alimentos. Frijoles remolidos y servidos con chorizo y queso rallado, atole de avena y, un bolillo cada quien. El aroma del brasero y el ruido que los pollos hacían era el ambiente de todos los días. Rosa y Martina ayudaban a levantar los trastos sucios y lo que se ocupó en la cena. Doña Antonia lavaba los trastos. Samuel y Gonzalo corrían al baño para lavarse los dientes antes de dormir. La luna se filtraba entre las rendijas de la ventana de madera que se encontraba del lado izquierdo.
Amaneció. Samuel le dijo a su mamá que quería hablar con ella a la hora de la comida. —¿Estás bien, te ocurre algo? Seguro peleaste con los hijos de Don Silvestre, ¿verdad? —Doña Antonia cuestionó a su hijo. —No mamá, no es eso, es sobre algo que he estado pensando. Lo hablamos en la tarde, ya se nos hace tarde y los burros ya terminaron de comer. Hay que irnos—. Y fue así como Samuel se montó a un burro, el cual cargaba una carretilla vacía; Rosa y la mamá se montaron a otro trasladando consigo dos canastas grandes.
Enervados, con el sudor en la frente y espalda retornaron a casa. Martina se encargaba de cocinar para su mamá y sus hermanos. Gonzalo, al regreso de la primaria, les daba de comer a los pollos y a los dos cerditos que tenían. Sentados en la mesa, comiendo huevo con nopales, acompañados con frijoles recién hechos en la olla, agua de limón y tortillas de maíz hechas a mano. Martina se paraba a cada momento para ir a traer las tortillas que terminaban de hacerse en el comal.
En el ir y venir de Martina, —Mamá, voy a irme a trabajar a la ciudad de México— inesperadamente aseveró Samuel a su mamá. Martina con las tortillas en la mano se sentó y, al igual que todos, se quedó en silencio, como si un ruido enorme los hubiera mantenido así. —Pero ¿qué vas a hacer allá tan lejos, sin nadie? ¿A dónde vas a vivir?— con los ojos inundándose por las lágrimas Doña Antonia le preguntó a su hijo. Severa pero sin ocultar el dolor que le provocaba la decisión de Samuel, dejo la cuchara de peltre sobre la mesa.
—Sólo faltan dos días para que cumpla los 18 años, podré trabajar allá y mandar dinero para que salgamos de ésta pobreza. No quiero que nos la pasemos comiendo frijoles, huevo, salsa y tortillas para siempre. Ya está próxima la navidad y ni árbol podemos tener. Gonzalito no tiene más que un par de juguetes; los mismos que usamos nosotros—. Con la voz quebrantada, el hijo mayor participaba de su decisión.
La mamá no podía creerlo, sentía que al irse el hombre de la casa (como hace años el padre se fue, en busca de un buen empleo y una mejor vida, y nunca volvió) no regresaría jamás. Pero con la fuerza que siempre identificó a Doña Antonia le dijo —que Dios te bendiga hijo mío. No sé si volverás, pero siempre estarás en nuestro corazón. Haz lo que mejor creas conveniente y vuelve si no tienes éxito, aquí te estaremos esperando—.
El 23 de diciembre, a las seis de la mañana, Samuel con sus maletas en mano se dirigía a la puerta de madera, vieja y con rechinidos al abrirla o cerrarla, donde sus hermanos y su madre lo esperaban con la tristeza enorme que los embargaba.
—No se pongan así, volveré; les juro que volveré. No sé cuándo pero me tendrán de regreso. Rosa, ahora tú eres la que llevará las riendas de la casa después de mi mamá. Martina, tendrás que poner más empeño para ayudar en la casa. Gonzalito, prométeme que seguirás estudiando y que harás tu tarea como hasta ahora; te vas a portar bien con mamá y con tus hermanas. . . Mamá, le prometo que regresaré por ustedes y nos iremos a vivir a una casa donde no pasemos frío, hambre, ni padezcamos la temporada de lluvias—. Doña Antonia abrazó a Samuel.
El autobús salía a las 7:10 de la mañana de la estación del pueblo, en Chiapas. Samuel, quien se caracterizaba por su cabello rojizo y pecas en las mejillas, se separaba de la comunidad que lo vio nacer, pero de la que también recibió golpizas a causa de la pobreza extrema en la que vivía. Viajaba con una maleta grande y una caja de cartón amarrada con mecate, sentado en la parte media del autobús, recargando su cabeza en el cristal de la ventana, veía como se separaba de su pueblo.
Llegó a la Terminal de la ciudad de México, bajó del autobús y sin rumbo fijo caminó hasta llegar a un restaurante que solicitaban lava lozas. Preguntó sobre el empleo. Lo consiguió. Dormía en el establecimiento, en un cuarto que se encontraba junto a la cocina; fue por un arreglo que sostuvo con los dueños del lugar. Samuel, como siempre lo hizo en su natal pueblo, su trabajo fue la mejor carta de presentación. El restaurante no era grande, tampoco chico. Pero siempre estaba lleno porque recibía a todos los viajeros de la terminal de autobuses de la capital mexicana. Así pasaron varias semanas. Su sueldo era muy poco, pero lo que podía lo ahorraba. En su hora de descanso, acostumbraba a leer los periódicos. Siempre en la sección de empleos. Un anuncio le arrancó la comida de la boca. Buscaban a hombres delgados, altos y atractivos sin experiencia para una nueva agencia publicitaria. Pidió permiso al matrimonio, dueños del lugar, y fue.
Con un pantalón de mezclilla y una playera negra lo acompañaban. Se sentó en una pequeña salita donde, le indicaron, le llamarían para entrevista. Estaba muy nervioso. En momentos, Samuel veía pasar a muchos jóvenes y su inseguridad no abrazaba. Parecía un desfile de modas al que no estaba acostumbrado. En cierta ocasión, sentado en la barra del restaurante, Samuel veía un canal de televisión donde desfilaban hombres con ropa colorida. Caminaban con mucha seguridad. Samuel tendía a encorvarse debido a su trabajo de carga que siempre llevó en casa de su madre. Apareció una mujer muy arreglada y lo llamó. Entró a un set donde estaba una pantalla blanca, como si fuera un muro de cortina. Cámaras por todos lados. Samuel sólo observaba sorprendido. Le indicaron que se sentara en un banquito en medio de todo eso que lo cautivó. Lo contrataron. Así surgió su primer empleo. Dentro del contrato que firmó, mencionaba que estaría en una escuela para capacitarse en muchas áreas de modelaje. Era una inversión que la agencia tenía para preparar modelos que fueran contratados por grandes marcas y así contar con excelentes comisiones. Ganaba dinero mientras acudía a la escuela por las mañanas. Por las tardes se iba al restaurante.
Comenzó a tener llamados para diversas marcas de prestigio. Ahí conoció a un compañero, quien le dijo que necesitaba a alguien para compartir departamento. Los gastos eran muchos y si se compartían el gasto era menor. Samuel se mudó. Dio las gracias al matrimonio que le brindó la oportunidad de trabajar y vivir cuando estaba solo en esta ciudad.
Emmanuel, de piel blanca, cabello castaño claro, ojos grandes, organizó una cena de cumpleaños para Samuel, quien ya cumplía la mayoría de edad. Cuando el pelirrojo entró a casa, todo estaba apagado. Encendió las luces. Sobre el piso había una tarjeta. La levantó y abrió. “Te tengo una sorpresa”. Siguió avanzando entre la casa y llegó hasta el comedor. La mesa estaba servida para dos: copas, vino tinto, pasta y salmón. En medio un enorme pastel que tenía en la cubierta una frase “feliz cumpleaños”. Samuel fue sorprendido aún más cuando sintió que unas manos cálidas y suaves envolvían sus ojos. Volvió hacia quien le cubría la mirada y estaba ahí Emmanuel. —Feliz cumpleaños, Samuel—, le susurraba mientras le brindaba un fuerte abrazo.
La relación de amistad que sostenían Samuel y Emmanuel se fue tornando en algo más estrecho. Una mañana de domingo, mientras Samuel preparaba el desayuno, Emmanuel llegó de correr por el vecindario y se fue directo a la ducha. Salió con un pants negro y se dirigió a la cocina. —¿Qué hace falta?—, le preguntaba a Samuel mientras sacaba del refrigerador una jarra con jugo de naranja.
Un día, los compañeros de cuarto decidieron ser más que amigos. Comenzaron a enamorarse y no podían ocultarlo. Samuel se sentía muy bien al lado de Emmanuel. Desde siempre se dio cuenta que era homosexual (por eso es que los hijos de Don Silvestre lo molestaban), pero no quiso mortificar a su madre diciéndole algo que podría lastimarla, sobre todo porque era el encargado de la familia desde que su padre los abandonó.
Samuel abrió una cuenta a nombre de su mamá en donde mes con mes le depositaba dinero; cada vez era más la cantidad. Doña Antonia, por un lado estaba tranquila de que su muchacho estuviera bien y con trabajo; pero por el otro, le preocupaba la forma tan rápida de ganar dinero. Samuel le decía, a través de sus cartas, que era producto de su desempeño en el restaurante, pero no era así. La razón por la cual Samuel le escondía a su madre la forma en que ganaba el dinero era porque él vivía en un departamento con otro chico, su novio.
Pasaron así cinco años. El departamento de Samuel cada vez se hacía más lujoso. Una noche, sentado en su sofá que se encontraba en el cuarto de televisión, pasaron un anuncio comercial sobre la navidad. Necesitaba sentir el abrazo de su familia y recordó lo que le dijo aquella tarde, a la hora de la comida, su mamá —No sé si volverás, pero siempre estarás en nuestro corazón—, una lágrima recorrió su mejilla hasta que cayó en su mano. Se paró, se fue a su habitación, se metió a las cobijas, abrazó a Emmanuel y se dispuso a dormir.
Cada navidad era más dura, sabía que estaba ganando dinero y que su familia estaba viviendo mejor que antes, pero no se sentía bien porque le faltaba el abrazo de su madre. Nunca nadie le dijo que era un chico guapo, y cuando comenzaron a contratarlo, precisamente por aquello que según él no tenía, vino un choque de emociones. Hasta que encontró a Emmanuel, quien le recordó que era importante la familia, que a pesar de vivir juntos, la familia no sólo eran ellas dos, también su madre y sus hermanos. Necesitaba ir a verlos.
Sábado 24 de diciembre; siete años después.
La familia de Samuel preparaba los alimentos que ofrecerían a Dios antes de llevárselos a la boca. Martina de pronto oyó que la cerdita, que se encontraba en el corral, estaba a punto de dar a luz. Todos salieron a auxiliarla. Eran casi las 10:10 de la noche. Dos cerditos nacieron; buscaban a su mamá, quien estaba cansada del proceso de parto. Felices todos por la llegada de dos animalitos más.
Doña Antonia dijo —vayámonos a arrullar al niño que ya casi es hora de cenar y se va a enfriar todo. Entraron a la casa y se dirigieron al árbol de navidad que les enviara el hijo mayor desde la ciudad de México; vaya sorpresa que se llevaron, el niño Dios no estaba. Comenzaron a buscarlo y no aparecía. Las manecillas del reloj amenazaban con colocarse a las 11:50 de la noche
—No puede ser, pero si lo dejamos hace un momento aquí, ¿no lo dejaríamos en el corral?— dijo Rosa. —No, pues antes de irnos lo dejamos en su pesebre— aseguró Gonzalo, quien ya había cumplido los 13 años de edad. De pronto la luz se fue, había que correr por las velas. Las encendieron y decidieron irse a sentar a la mesa, pues ya casi darían las doce de la noche, momento de orar, brindar y cenar. Llegó la luz. A lo lejos, cerca de la sala se oía una letanía. Y todos voltearon y descubrieron que era Samuel. Salió de atrás de uno de los sillones y traía consigo al niño Dios. Todos corrieron a abrazarlo.
Samuel era todo un hombre, guapo, fornido y vestido con muy buena ropa. Había dejado su automóvil cerca de la casa. Traía regalos para todos, un pavo ya preparado. Doña Antonia sabia que lo que había ocurrido con el alumbramiento de la cerdita era un muy buen augurio —sabía que regresarías; tarde o temprano volverías a casa—. El chico pelirrojo tomó entre sus brazos a su madre —y yo le dije que regresaría por ustedes—. Las doce exactas marcaban el reloj — ¡Feliz navidad!; otra vez juntos— gritó entusiasmado Gonzalito.
Ya para el año nuevo, Samuel llevó a Emmanuel, con quien toda la familia se sentía a gusto. Realmente no importaba lo que fuera su hijo, lo importante es que era feliz y todos así lo eran también.


*Israel Mendoza Torres se formó profesionalmente con la carrera en ciencias de la comunicación. Especializado en literatura y periodismo. Cuenta con 10 años de trabajo literario. Ha escrito más de 300 artículos periodísticos y de investigación publicados en diversos medios de información de Estados Unidos, México, Chile, Ecuador, Argentina, Venezuela, Brasil, Costa Rica, Cuba, El Salvador, España. Y posee más de 50 entrevistas a personajes públicos.


domingo, 6 de diciembre de 2015

OBJETOS DECEMBRINOS


OBJETOS DECEMBRINOS

“A fin de cuentas, todo es un chiste.”
Charles Chaplin

Dos cuentos, dos historias llenas de humor inspiradas en objetos decembrinos: Una invitación y un par de pantuflas. ¿Qué más se puede decir?


LA BODA
Lalo Vázquez G.

Al llegar a mi casa, después de asistir al Diezmo de Palabras, (nombre del taller literario al que acudo los miércoles) me encontré en la entrada un sobre muy bonito, fino y elegante de color blanco con letras doradas, que decía: “Sr. Luis Eduardo Vázquez G. PRESENTE”. Se me hizo raro pero me cosquillearon las manos por abrirlo y mucha curiosidad por saber de qué se trataba.
Al abrirlo casi me infarto de leer que era una invitación personalizada para la boda de Sofía Vergara y Joe Manganiello, con un recadito por dentro escrito directamente del puño y letra de la mismísima Sofía, el cual decía así:
“Mi querido Lalo: Te pido de favor que este 21 de noviembre no me vayas a fallar a mi boda. Aunque lo nuestro no pudo lograrse y fue difícil superarlo, ya mi corazón está sanado, te lo pido con todo el amor de mi vida, ven. Me sentiría muy mal si no asistes, hazlo por aquellos momentos hermosos que me hiciste sentir y todas esas alegrías que me regalaste. Además, sabes que siempre seré tuya, aunque me case. Quiero compartir contigo este momento tan importante. En el mensaje va engrapado un cheque por $50,000 euros para todos tus gastos. Si necesitas más solo avísame y te los deposito por Elektra, por favor no faltes, te espero. Siempre tuya, Sofía Vergara”.
Qué bien que encontré el sobre a tiempo, porque si no me hubiera ido a Las Vegas a la pelea de mi amigo “el Canelo Álvarez”, tenía unas ganas increíbles de mentarle la madre a ese puertorriqueño que se apellida Cotto. Ya después me disculparé con él, además no me gusta hacer corajes y en el box paso muchos.
Leí bien la invitación para saber qué rumbo tomar, decía que la boda se llevaría a cabo en Palm Beach, en un lugar que se llama The Breakers, en la costa de Florida, Estados Unidos. En una mansión muy bonita, estilo renacentista italiana, en la zona costera y además una nota muy importante en la invitación, donde pedía a todos los invitados que por favor no lleváramos teléfonos celulares.
Al otro día me fui al Banco Azteca a cambiar mi cheque y luego a rentar un traje con Patlán “el sastre que te viste, no te envuelve”. Elegí el más caro y elegante de todos, al fin que de todas maneras lo paga mi Sofi. Ahora sólo faltaba comprar el regalo, ella me conoce bien y sabe que soy sencillo y eso era lo que le gusta de mí, me lo dijo muchas veces. Me dirigí a Aurrerá a comprar un oso de peluche y un chocolate Kiss de los más grandotes, de esos que vienen en caja dorada y, aparte, le llevaré el ultimo cuento que escribí en el taller, uno que habla de unos gatos y de la Luna, yo creo que le va a gustar, a lo mejor se le ocurre hacer una película.  Teniendo todo listo tomé un taxi para el aeropuerto de la ciudad de México y vámonos.
Mejor ni les cuento como me fue con el oso de peluche y con el chocolate “Kiss” en los aeropuertos porque no quiero cansarlos, hubiera salido mejor comprarlos llegando allá, incluso hay peluches más bonitos.
Llegué a Miami a las 5 de la mañana y de inmediato tomé un taxi para Palm Beach que queda a una hora y diez y seis minutos por carretera, así que me dormí un poco. Al llegar, me registré y me dieron una habitación lujosísima con cama king-size y sobre ella una fotografía grande de mi Sofía. Acomodé mis cosas y dormí hasta las once y media de la mañana. Me levanté, me bañé y fui a investigar cómo iba a estar la reunión.
Pregunté en la recepción por Sofía Vergara y la señorita me pidió mi nombre, cuando se lo di, hizo una cara de sorpresa y me dijo   ̶  permítame ̶, habló por teléfono a alguien y de pronto llegó un fulano muy alto, vestido de traje y me dijo:
 ̶ ¿Lalo Vázquez?
 ̶ Si. -Le contesté.
̶ Sígame por favor.
Lo seguí y me llevó a un saloncito donde el diseñador Zuhair Murad estaba dándole los últimos toques al vestido de Sofía, y sin voltear ella le dijo al guarura:  —Páselo por favor hasta aquí conmigo y retírese, gracias. ¡Aaaay!, mi hermoso Lalo, qué bueno que viniste, no sabes qué feliz me haces, ahorita te voy a abrazar,  sólo que este señor me tiene llena de alfileres pero ya casi termina.
El diseñador levantó la mano saludándome y me dijo:
  —Yo creí que se casaba contigo, Lalo.
—Por algo pasan las cosas  ̶ le respondí a Zuhair.
En ese momento él terminó de recoger sus cosas y se salió. Ella rápidamente se vistió y corrió hasta donde yo estaba. Sin decir nada, me abrazó y posó sus labios sobre los míos con un suspiro de amor. Yo, desconcertado, no cerré los ojos para admirarla, porque pensé que sería la última vez que estaríamos tan juntos, disfruté enormemente el aroma de su perfume y sentirla pegada a mí ha sido una de las máximas experiencias de mi vida, me llenó la cara de besos y a media voz me dijo:
—No me quiero casar con él y menos aun queriéndote como te quiero, no siento nada por él, además tu sabes bien que Manolo mi hijo te quiere como si fueras su papá, mi Lalo.
—Lo entiendo muy bien, Sofía Margarita, pero esto no es un juego, yo no puedo llevarte conmigo a vivir a Celaya, qué va a pensar todo el mundo, que me casé contigo por tu dinero, además, yo no voy a renunciar al Taller Diezmo de Palabras nada más porque a ti no te gusta, recuerda que por eso rompimos nuestro compromiso, no vamos a volver a discutir lo mismo. Ahora, ¿qué quieres que hagamos?
—Nada, lo único que quiero que hagas es que siempre me des tu apoyo y nunca me dejes, porque sin ti me volvería loca.
Me tomó las manos y las puso en sus senos y me dijo:  —Bésame. Le besé los labios, la nariz, los ojos, el pelo, el cuello y en ese momento pensé “¿por qué no nací pulpo?” Le metí la mano bajo la falda, le acaricie las piernas y las caderas.  Ella hacía lo mismo conmigo, los dos nos encontrábamos en un éxtasis increíble, cuando de pronto, una voz gritando dijo:
—¿Así que tú eres el famosísimo Lalo Vázquez, ¡eh!?
“Ay guey” pensé “y éste quién es” y le contesté:  —Pues famoso, famoso, no soy, pero Lalo Vázquez sí soy ¿Cuál es tu problema?
—Yo soy Joe Manganiello y voy a ser esposo de Sofía en un rato y no ser posible que tú agarrar aquí todo a mi mujer, así que te vas o yo matarte o te pego en la cara.
—Me la pelas pin... gringo,  a ver pégame si puedes, ¿qué dijiste?, ¿estos aguacates me los embarro en mi torta?
Él se acercó a mí y Sofía se interpuso entre los dos, ella sabe muy bien que tengo un carácter muy fuerte y soy muy agresivo, no quería que yo le fuera a dar un mal golpe. De pronto, Joe, por encima del hombro de Sofía, lanzó un puñetazo con todas sus fuerzas y atinadamente me dio un santo chingadazo, que caí redondito. El golpe que me dio y el que me di yo mismo en el suelo, hicieron que entonces me cayera de la cama completamente noqueado, abrí los ojos atontado por el golpe y todavía muy enojado, pensé: “Ojalá esta noche, vuelva a soñarte, pinche Mangianello,  para romperte el hocico”.

* Luis Eduardo Vázquez G.  Nació en Celaya a finales de los años 50. Es aficionado a la música y la lectura. Después de perder a un hermano le entró el gusto por escribir y componer canciones, para más tarde coincidir con el  Maestro Herminio Martínez y así formar parte del TALLER LITERARIO DIEZMO DE PALABRAS. Ha sido publicado en diferentes medios y fue seleccionado en España por la editorial DIVERSIDAD LITERARIA, en la categoría de microrrelatos a 5 líneas y publicado en una antología de escritores de varios países. También fue seleccionado por ENDORA EDICIONES para la antología llamada Cuentos del sótano V.



LAS PANTUFLAS
Victor Hugo Pérez Nieto

Llegué a casa con unas babuchas primorosas, tenían plantillas de plastazote bien acolchado sobre el arco y corte de seda hindú; en cuanto mi novia sintió su textura las codició. Hasta aquel día jamás le había negado nada, pero la molicie de mis pantuflas era algo mío, solo mío y más mía que ella misma; mejor prometí comprarle otras similares aunque sabía que no podría cumplir esa oferta: era el último par existente; sin embargo, le di mi palabra que la dejaría usarlas cuando yo retornara a la plataforma petrolera, en la Sonda de Campeche, donde trabajaba 28 días seguidos.
Embargado de anhelo malogrado vi pasar mi mes franco mucho más rápido que otras veces y regresé a laborar. A mitad del océano no se puede uno llevar ni a su mujer, ni su calzado favorito; allá puros orgasmos en seco durante 4 semanas y se tiene que dormir cada quien con las botas antiderrapantes puestas para en caso de contingencia desalojar rápidamente el complejo.
Dice el dicho que “plataformero que no es sanchado no es un plataformero feliz”. Yo tuve la desgracia de comprobarlo en carne propia.
Una media noche de relámpagos, a cien millas de la costa, me atreví a marcar a casa. Siempre acostumbraba llamarle a mi novia al móvil. En aquel entonces internet y teléfono fijo usaban la misma red, no existían los filtros, por eso mientras se navegaba por la web era imposible contestar. Ella dormía conectada debido a cuestiones de trabajo y prácticamente la línea era para la computadora, sin embargo, esa ocasión tenía el celular apagado y por alguna sombría razón el internet también.
Aquella madrugada le llamé al teléfono fijo que timbró una, dos veces, y al tercer repique una voz masculina de acento argentino contestó.
—Aló
¡Quedé pasmado!, mi primer pensamiento fue que había equivocado el número; luego albergué la esperanza de que mi mujer tuviera un cáncer laríngeo terminal y eso le ocasionara cambios de voz, no obstante al segundo “aló” reaccioné y contesté tímidamente.
—Buenas noches, o días, no sé qué sea, ¿está Claudinet?
—Un momento caballero, permítame —y muy claro escuché cuando todavía amodorrado dijo—: corazón, un sujeto te llama, dile cortésmente que no son horas de joder —luego lo oí hurgar bajo la cama que chirrió, ruido de sábanas, dar unos cuantos pasos chancleteando, abrir la puerta de mi baño, el chorro de pis que fue menguando poco a poco hasta salpicar el borde del excusado, en el suelo “prrrit plog plog” y un flatillo a modo de coda final. Mientras, Claudinet, musitaba por el altavoz explicaciones sin lógica que ni atendí por poner atención a los ruidos secundarios.
El alma se me fugó del cuerpo cuando caí a la cuenta de una realidad tan dolorosa como irrefutable: aquél fulano se acababa de orinar sobre mis pantuflas nuevas.


** Víctor Hugo Pérez Nieto fue ganador del XV Premio Nacional de Novela Jorge Ibargüengoitia en el 2012 con su novela Feralis y ha publicado los libros Tesoros de México, La noche de los orfelunios, Del chiquistriquis y otros demonios y ha participado en diferentes antologías de narrativa. En Alebrije de palabras, antología de minificción, comparte espacio con los ciento diecisiete mejores escritores mexicanos vivos. También es médico.

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A la memoria de Herminio Martínez

      Herminio Martínez, maestro, guía, luz, manantial, amigo entrañable y forjador de lectores y aspirantes a escritores. Bajo sus enseñanz...