lunes, 22 de enero de 2018

PURAS PENAS


PURAS PENAS
-Tres tristes historias tres-



EL CAFÉ
Vero Salazar G.

Domingo en la mañana. Los tíos se disponen a ir de paseo. Cata se pone su ropa dominguera y el tío Rafa cualquier cosa. Para él es irrelevante la vestimenta aunque eso le moleste a la tía ya que para ella las apariencias, las buenas costumbres, son muy importantes. Caminando por la Alameda Central, Catita sintió sed. Le comenta a Rafa que quiere algo fuerte y fresco para aliviar el calor que la agobia, viendo un negocio de café Starbucks le dice al tío que quiere uno helado, él, no muy convencido, la sigue al negocio:
—Cata, ¿estás segura que quieres un café?
—Sí, Rafa, te digo que tengo calor.
—Bueno, si quieres, pero cada quién paga lo que consume. Ya ves que me quedé sin dinero por pagar las vacunas del Triki .
—Siempre dices lo mismo, que no tienes dinero. Lo que pasa es que eres un gran codo, no gastas en mí, no fueran tus amigos que a ellos les pagas las cervezas y hasta la risa, pero a mí ni agua me invitas.
—Catita, no digas falsedades, además ayer te di el gasto del mes así que tienes dinero hasta para comprar mi café.
—Está bien, ya no chilles y que cada quién pague lo suyo.

Y sin más entraron al negocio referido. Cata se va a formar para pagar y Rafa va al mostrador. Pide un café grande. La chica que atiende le dice que primero tiene que pasar a la caja. Resignado, el tío Rafa hace fila. Llegando a la ventanilla de pagos el tío saca quince pesos y se los da a la cajera.
—Señor, le falta dinero, valen cuarenta y cinco pesos.
Gritando aterrorizado, el anciano pregunta:
—¿Cuánto dice?
—Cuarenta y cinco pesos, señor.
—Señorita, solo quiero un café para mí, los de atrás pagan su café.
—Eso es lo que vale.
—Pero en el Oxxo valen quince pesos.
—Este es un Starbucks, señor, no es un Oxxo.
—Bueno, póngale hasta donde sean quince pesos.
—No se puede, señor.
—Está bien, quítele la espuma para que sean sólo quince.
—¡Ay señor, no me haga reír!

Interrogante, se acerca la tía Cata y pregunta:
—¿Qué está pasando, Rafael?
—¡Nada!, que me quieren cobrar cuarenta y cinco pesos por el café.
—Eso es lo que valen, págalos.
—Cata, se me hace mucho dinero por un simple café, mejor vamos a un Oxxo.
—Ya paga, hay gente esperando y te estás viendo ridículo.
Discretamente la tía le mete un pellizco y le dice: puras penas me haces pasar. Al tío no le queda más que pagar.
—¿Señor, qué nombre le pongo?
—¡Póngale  p!… no, mejor carísimo.
—¿En mayúsculas?
—Y en triyúsculas para no olvidar lo que me costó.
 Con sus cafés en las manos siguen paseando por el parque. Ella, disfrutando del sabor de su bebida y de los rayos del sol que se cuelan por los agujeros de los árboles y él, abrazando fuertemente su café como el más grande tesoro.
—Rafa, ¿por qué pediste tu café caliente?
—Porque dicen que para el calor, uno caliente.
—¿Qué pasa, Rafael? ¿Por qué lo abrazas?
—Ay, Cata ¿Qué no ves que si se enfría se devalúa?
—Ya bébelo, que en verdad se te va a enfriar.
—¿Qué no ves que cada trago me sale en cinco pesos? Mejor despacito para que me dure más. Los hubiéramos comprado en el Oxxo. ¿Qué va de quince pesos a cuarenta y cinco y con el mismo sabor? Lo que más me duele, es que después lo tiraré en la orina.
—Ya cállate, lo que pasa es que no sabes disfrutar de la vida… y del café.
Siguieron disfrutando del día, y de esa ¡carísima! y deliciosa bebida.




ATRAPADA Y SIN SALIVA
Soco Uribe

—¿Por qué me llevan?, ¡Yo no hice nada, ayúdenme por favor!  -gritaba, mientras me conducían, flanqueada por dos policías, hacia una sala privada del aeropuerto de la ciudad de Los Ángeles. Me sentía aterrada, pues nunca había estado metida en una situación de esta clase. 
Me detuvieron, tomaron mi pasaporte, mi bolsa que, por cierto, era enorme pues traía varias cosas, además de una muda de ropa interior; ya que, en una ocasión, ahí mismo nos cancelaron un vuelo y tuve que reutilizar mi ropa.
Dentro de la sala de revisión, una de las agentes me pidió que me fuera quitando el abrigo y el suéter poco a poco.  Le pregunté si eso era legal, pues yo no había hecho nada indebido.  Me respondió que ellos tenían el derecho de revisar a cualquier persona que les pareciera sospechosa de traer drogas o armas.
—¿Drogas, armas? -grité muy enfadada. 
—Así es -me respondió-, después de aquel fatídico 11 de septiembre, hemos sido muy cautelosos en nuestras revisiones y usted nos parece sospechosa. 
—¿Por qué? -pregunté, pero esta vez enfurecida.
—Su volumen corporal no coincidía con su estructura ósea.
—¿Qué mi qué, no coincide con qué? -protesté de nuevo.
—¡Basta y haga lo que le estoy indicando! -Dijo la agente muy disgustada. 
Entonces, me quité el abrigo, luego el suéter y, cuando me iba a quitar la blusa, me detuvo para palpar mi cuerpo. 
Recorrió sus manos por mi cintura, espalda y pecho y dijo:
—¡Dios mío, sólo son sus lonjas!, eso es todo, ya se puede vestir. -dijo la canija vieja. 
Yo la quería madrear pero, en ese momento, entró otra agente de seguridad a la cual le comentó: 
—¡No trae nada, nos confundimos!  
Sin decir más, salieron de la sala de revisión dándome sólo un pinche sorry de disculpa. Yo, en cambio, les menté la madre mientras me vestía y les lancé un interminable rosario alvaradeño que no se lo acabarían en todo un año.
¡Nunca!, en toda mi vida, me habían ofendido así, y no me refiero a lo de haberme confundido con una traficante de drogas o armas, sino por haberme tachado de lonjuda; y así, me quedé atrapada y sin saliva con qué seguir mentándoselas.
Es por eso que seguiré sudando otra media hora en el maldito spinning.

EL VOCHO DE MIS ENTRETELAS
Julio Edgar Méndez

Era el vocho más conocido entre las piedras mugrosas del pueblo. Las cenicientas obreras y los oficiales de tránsito, mejor conocidos en aquel tiempo como tamarindos. Mi auto, un escarabajo VW, no me dejaba nunca en ridículo a pesar de su motor desajustado, los frenos que a duras penas hacían su función después de bombearlos un sinnúmero de veces y el ruido infernal de un escape trozado en más partes que hoyos tenía mi rancho. Tanpendécuaro no era un pueblo feo, vaya, si ni siquiera era un pueblo, era más bien rancho. Cuatro calles delimitaban su entorno hacia el noroeste y dos más hacia el sur, siendo la parte más ancha la que incluía el arroyito que arrastraba las inmundicias de los retretes al aire libre. Junto con animales muertos y toda clase de cosas inverosímiles que mal flotaban en aquellas aguas sucias. En aquel pueblo los gallos se despertaban a pedradas, en lugar de ser ellos los que despertaran a la gente. Cuatro tamarindos y cinco policías se hacían cargo de la vialidad en el pueblo y de los crímenes en el municipio. Es decir, ellos conformaban la banda más temida en Tanpendécuaro y sus alrededores. Sobre todo en fin de semana, cuando por cualquier excusa te inventaban toda clase de faltas a la ley y terminabas pagando mordida o durmiendo en un cuartucho asqueroso llamado barandilla. Donde de todos modos tenías que pagar al otro día lo que la noche anterior no soltaste. Así era mi pueblo. Así es mi patria todavía.
Mi vocho navegaba las calles a fuerza de orgullo más que de gasolina, pero al volante yo era capitán de navío, piloto de Fórmula Uno, Llanero Solitario, Tarzán en su elefante y de los pocos muchachos del pueblo que no tenían troca. Esas camionetas pickup que hasta algunos traían de tracción de cuatro por cuatro. Los chavos que usaban trocas podían internarse en los caminos de terracería. Mientras que yo, con mi vocho, las veces que me había arriesgado, terminé atascado en algún lugar alejado con la chica en turno mentándome la madre por mi pobre vochito. Pero en el pueblo era otra cosa, las trocas se atoraban entre ellas mismas porque las calles eran muy angostas. Pero mi vocho pasaba raudo entre ellas, pitando con ese claxon de caricatura, razón por la cual las chavas pensaban que aquello era reflejo del dueño. Por lo que me dediqué a la tarea de demostrarles lo contrario. Las burlas venían de todas partes: que por el tamaño, el color (amarillo huevo), el ruido que me anunciaba quince minutos antes de llegar a cualquier lugar y la imagen de un muchacho flaco y de lentes detrás de un volante redondo, como cuadrado es el futuro impredecible de tanto pueblo similar al mío. Pero no siempre fue así. Hubo una chica a la que no le importó que sólo tuviera un vochito, que su claxon sonara de caricatura y que se quedara columpiando montado en alguna roca mal puesta sobre el camino. Se llamaba Alma. ¿O era pura alma? El caso es que la conocí dando el rol alrededor de la placita del pueblo, un día de poca lluvia y mucha tierra. Estábamos sentados afuera de una tiendita tomando Cocas familiares para ver quien eructaba más fuerte, cuando de pronto, que aparece ella en medio de un grupo de chicas que sólo se veían como borrones, mientras que ella llevaba un reflejo de luz a su alrededor. El cabello rubio recogido en una trenza, los ojos azules azules y sus labios de un rosa mexicano que combinaban con el brillo que despedían sus dientes, lo que luego resultó que eran brackets, pero en ese momento para mí eran como diamantes. Dejé de eructar y me puse todo colorado porque me estaba viendo. Sin reírse, muy seriecita, mientras el resto de sus amigas nos animaban a seguir con el concurso. Yo me chivié de a tiro y mejor comencé a verla despacito, ella aguantó el examen y me devolvió el reto, me miró de arriba a abajo y de pronto me soltó: —¿Tú eres el del vochito?
Esa noche le exigí a mi carrito todo lo que en su larga vida no había dado, nos fuimos por caminos para mulas, lo usamos de lancha por encima del arroyito, fuimos a tumbar vacas medio dormidas (el vocho forcado) y fue, por primera vez, la cama más cómoda y cirquera de toda la historia. Allí se rompió el mito del famoso claxon. De ahí en adelante la fama del vocho como hotel de primera, corrió ya no como reguero de pólvora, sino como meadero de cantina. Ahora era famoso mi carrito, el gurú de las chavas aventadas y su chofer: el profeta. Después de Alma, mi alma, le sucedieron en orden alfabético todas las chicas que quisieron comprobar si era cierto que en un VW el amor sabe más a kamasutra que a gasolina, no como en las mugres trocas con la caja apestando a puercos, vacas y chivas.


El vocho ya no existe, terminó abrazado a una roca tamaño montaña, una noche en que quise comprobar que también se podía volar sobre él. De Alma y el resto de las letras del alfabeto no he vuelto a saber nada, se fueron con aquel coche de mis entretelas. De los recuerdos y malabares acontecidos en el interior de mi carrito me quedan tan sólo las huellas imaginarias de besos sobre mis labios, un recorte del periódico donde hablan del accidente, (sin fotografía), y esta silla de ruedas en que, todo entiesado, recuerdo mis días de piloto de pueblo, amante sobre ruedas y esa borrachera infernal, que terminó con el vochito volando a los cuatro vientos, conmigo adentro gritando: —¡A chupar y a volar, que el mundo se va a acabar!



domingo, 14 de enero de 2018

TAN LEJOS, PERO TAN CERCA


TAN LEJOS, PERO TAN CERCA

Los autores que siguen conformando el Diezmo de Palabras en la red social de “Caralibro” son de distintas ciudades y nacionalidades. Algunos se encuentran muy lejos geográficamente, pero cercanos a nosotros por el idioma, los intereses, la cultura y, sobre todo, el amor a las letras. Compartimos algunos textos de estos compañeros a quienes no conocemos en persona, pero su narrativa ya forma parte de nosotros. Vale.
Julio Edgar Méndez




MAGIA
Ricardo Pérez Campos
(Morelia, México)

Como puedo, me abro paso entre el río de gente. Es una corriente viva la que me arrastra contra mi voluntad. Decido dejar de luchar. Después de un par de minutos logro encontrar un claro, una zona donde soy yo quien decide hacia dónde ir.

Aquí se vende de todo: vida, sangre, vino, cariño y galletas. Todo es cuestión de saber dónde buscar y qué preguntar. Avanzo un poco más. Reconozco esta zona. Es un camino que he recorrido tantas veces que lo sé de memoria. Detengo mi andar veinte pasos adelante del local donde se venden las caricias. La mercancía, como siempre sucede a esta hora, ya está expuesta. Pero no es eso lo que busco.
He llegado, es aquí. Lo que más me gusta de los lugares mágicos como éste, es que siempre parecen sitios normales, atendidos por gente común, tan común como yo. Detrás del mostrador está una señora gorda que tiene un pañuelo color lila anudado al cuello. Sonríe cuando me ve. Una de esas sonrisas de madre y abuela, rebosante de ternura y comprensión. Yo le correspondo y abro frente a ella el saquito rojo, desanudando el cordón.

― ¿Para qué me alcanza? ―pregunto tímidamente.

Ella vacía el contenido sobre el mostrador mientras cuenta en voz alta.

―Veamos: media docena de canicas (tres agüitas, dos ojos de gato y un balín), dos barras de chocolate, la mitad de un mapa de tesoro y una piola para trompo... sin trompo.

Parece que se contiene para no reír a carcajadas. Luego agrega:

―Trece sonrisas.

Me las entrega en una bolsa de papel. Yo me siento tan emocionado que estoy a punto de llorar. Camino aprisa, mejor dicho, emprendo una carrera que me lleva más allá del final del mercado. Es de noche y hace frío. Me detengo donde los pregones de los vendedores ya no amenazan con reventarme los oídos y la luz de los puestos se percibe menos. Reparto el contenido de mi bolsita de papel entre otros niños como yo. A fin de cuentas, para eso las quería.
Tras entregar la última sonrisa, noto que hay algo más ahí, en la bolsa: un pequeño sobre, con un abrazo dentro.
Conozco el ritual: cierro los ojos y sonrío mientras abro el sobrecito frente a mí con ambas manos. Al otro lado de la ciudad, la niña que llora en su balcón viendo la luna, lo recibe casi sin notarlo. Sin embargo, alcanza a sentir un cálido roce que la envuelve desde los hombros.
Ahora podrá dormir.



EL ÚLTIMO REGRESO
Carlos Alejo Tabares
(Córdoba, Argentina)

El interurbano nos dejó algo alejados de la parada más cercana a la del colectivo que nos llevaría directamente a nuestro barrio, falsamente compungido le dije que deberíamos caminar varias cuadras hasta tomar el ómnibus, me dijo que no había problemas, caminaríamos esas cuadras. Disimulo mi alegría, vamos a volver a caminar juntos unas cuantas cuadras y volver a disfrutar de la belleza de mi amor imposible. Hacía calor, me dijo que tenía sed, decido rápidamente:
—Te traigo una gaseosa espérame un segundo.
Entro en un quiosco saco mi bolsa y pago, el muchacho del mostrador mira el importe vacila un segundo pero lo guarda en la caja y me entrega la gaseosa que recibo, le agradezco y se la llevo a ella. Seguimos caminando como si nada, si bien este encuentro fue casualidad en otros tiempos hicimos por muchas veces este camino de regreso al barrio ya que desarrollábamos una actividad común y por un par de años se convirtió en una rutina diaria, rutina que yo disfrutaba día a día. El camino se termina, pronto llegaremos a la parada y comenzará el inicio de la despedida, ¿cómo demorar el regreso?, ya sé.
—Tomemos un helado, siéntate en un asiento mientras los encargo, hace mucho calor.
Pido dos cucuruchos de dos bochas y bañado de chocolate, saco mi bolsa, extraigo una cantidad la entrego y me preparan los helados, agradezco. Salgo y le ofrezco el suyo y lo degustamos cómodamente sentados y atenúo un poco el calor con el helado y la fresca y querida presencia de ella. Seguimos caminando. Ahora sí llegaremos pronto al destino para mi pesar, pero en ese momento se detiene frente a una vidriera, ella mira con interés una cartera dorada que sobresale a todo lo exhibido en el escaparate, le digo:
 —Déjame regalártela para recordar este encuentro.
Iba a decir este último encuentro pero no la quise incomodar, sin dejar que me responda ingreso al local y señalo el objeto, saco mi bolsa y entrego el total de su contenido. El hombre lo toma, me entrega la cartera no sin antes ponerla en una bolsa bellamente decorada e inclusive me da diez pesos de vuelto. Le agradezco y salgo y la pongo en sus manos, pienso que mi determinación la convence a aceptarla. Ya nos acercamos a la parada del colectivo y como años atrás esperar unos minutos charlando de cosas triviales hasta que llegue el ómnibus. Ya ubicados en él y con la suerte de conseguir asientos y todo, como de costumbre me ubico en el lugar que da a la ventanilla ya que ella se baja primero. No tardamos en llegar. Saluda, se levanta y se dirige hacia la puerta de descenso, la sigo y bajo tras ella del colectivo. Le digo que la voy a acompañar hasta la esquina de su casa para asegurarme de que llegue bien. Con el pretexto de su seguridad la veo alejarse definitivamente hasta que se pierde de vista cuando entra a su casa. Entonces emprendo el trayecto de pocas cuadras que separan nuestros domicilios, un poco triste porque creo que es la última vez que la veo, pero feliz y agradecido a los generosos comerciantes que aceptaron, sin dilaciones, todos y cada uno de los pedazos de mi corazón.

(Incluido en el libro SUCEDIÓ BAJO LA LUNA de editorial Dunken).




CARTA A MIS NIETOS
Sergio Jacobo
(México)

Mis pequeños nietos y mi apreciada nieta: Sé que el tiempo de mi partida arribará en tiempo y hora. También comprendo que sus padres serán sus guías y espero no echen en saco roto mis consejos, sobre todo por los años que no esperan y que siguen su curso. Respeten a sus padres, hónrenlos y considérenlos sus mejores amigos, nadie más qué ellos puede procurar su bien. Aléjense de las malas compañías, recuerden cómo dijo el poeta Juan de Dios Peza: “Un buen amigo es la vida y un mal amigo es la muerte”. Sean fieles a la religión de sus padres, pero si algún día deciden transitar por otro sendero, no olviden que hay un sólo Dios verdadero. No se involucren en los tumultos, de ello nada bueno sacarán. No mancillen a doncella alguna, no olviden que su madre también lo fue. Aléjense principalmente de aquellos que hablan mucho, el que de verdad sabe no presume de su sapiencia. El amigo enseña, no alardea. Estudien para labrarse un futuro. Para vivir modestamente la verdadera riqueza se lleva en el corazón y no en lo mundano. Nuestro Señor nació en un pesebre y es Rey del universo. Combatan la ignorancia con nobleza, no con la soberbia. No se dejen impresionar por los obstáculos que se les presenten, hay que enfrentarlos. Nunca los temores deben vencerlos, la iniquidad de la vida los aniquilará si no la afrontan.
Ahora sí puedo morir tranquilo, ya que estas palabras que me ahogaban las desahogué aquí, y fue en el momento justo, sin más preámbulos.


ROBOTS MADE IN ARGENTINA
Joselo Marinozzi
(Rosario, Argentina)

Los robots eran ya de uso corriente en todo el mundo, bueno… en casi todo el mundo porque en Argentina se había prohibido la comercialización y el uso de los mismos en todo el territorio, debido a los problemas ocasionados por los mismos al poco tiempo de haber inundado el mercado de artefactos del hogar. Es cierto que de forma clandestina muchos argentinos tienen uno en su hogar, ¿argentinos obedeciendo leyes…?
El gran problema se ocasionó con las clausulas anti-agresión y anti-delictiva con que venían provistos de fábrica los artefactos. Pronto los locales de celulares exhibieron carteles donde se ofrecía mantenimiento y “liberación” para robots. Liberación significaba eliminar tales cláusulas y por ende los robots comenzaron a ser utilizados para todo tipo de trabajo, lícito o no. Cuando apresaron al primer robot delinquiendo lo primero que dijo fue que lo hizo obligado por el gobierno y la necesidad. Al apresar a uno por corrupción en el gobierno, aunque “nadie lo había votado” pero lo cierto era que era diputado nacional, al acceder a su memoria la misma había sido borrada, reescrita, y decía pertenecer a Walt Disney y no tener cuentas en el exterior.
Los desmanes encontraron terreno fértil en las alocadas y crackeadas memorias de los androides y poco a poco la exigencia por mejores condiciones de habitabilidad exigidas por su supuesto origen europeo, crearon un caos general y los mismos, auto-reseteados como robots de alto rendimiento, desobedecían órdenes directas de sus dueños, y trataron de conformar un sindicato de seres electrónicos de alto nivel. Hasta redactaron una carta magna a la cual en poco tiempo pisotearon según la necesidad. Comenzaron a llamar “ásperos” a los androides de otra nacionalidad y solo mantenían conversaciones electrónicas con los de origen europeo. Era común entre ellos decir que los robots argentinos eran los mejores del mundo, y la frase “Yo, argenrobot”
Poco antes de sacarlos masivamente de circulación, emitieron un decreto en el que un nuevo orden sería instaurado y que en el mismo, las autoridades gubernamentales pasarían a formarse única y exclusivamente con seres superiores o sea robots. Los políticos argentinos al ver amenazada su honorabilidad y otras cosas, arreglaron con los vendedores y reparadores de celulares, y los carteles de oferta para cambio de chips de última generación para robot y en forma gratuita, produjeron largas colas de estos sofisticados aparatos esperando por el cambio. Lo que no sabían es que los políticos habían arreglado con los sindicatos de reparadores de celulares y éstos modificaban la memoria de los metálicos seres para que ya no supieran que eran argentinos y la revuelta terminó.
Para asegurarse que nunca más los mismos se quisieran sublevar, directamente los prohibieron. Nuevamente los reparadores de celulares sacaron carteles que decían: “Cambie su viejo robot a modo celular de alta gama”, y como los políticos les debían una, no les hicieron problema. Aunque todos sabían que en realidad la reforma solo tuvo que ver con delimitar un perímetro para que el androide no pudiera salir de la casa. Se comenta que en realidad los robots fueron reprogramados para hacer felices a las mujeres argentinas mientras los hombres disfrutan libres del fútbol con amigos.




*Textos publicados en El Sol del Bajío, Celaya, Gto.

domingo, 7 de enero de 2018

REYES MAGOS, CASAS Y PERROS


REYES MAGOS, CASAS Y PERROS

¡Ya llegaron los Reyes Magos! Seguramente le trajeron a usted, amable lector, aquellas peticiones escritas en su carta. A los compañeros que conformamos el Diezmo de Palabras nos trajeron de nueva cuenta la oportunidad de compartir historias, poesía, cuentos, leyendas y narraciones que esperamos sean de su agrado durante este nuevo año lleno de luz. Los chinos le llaman, al 2018, el año del Perro. En México, cuando alguien dice que la situación está del perro no augura algo bueno. Para los mexica sería un año Calli (casa), así que si combinamos las dos tradiciones y sus cálculos ancestrales tendremos que éste será un año Casa de Perro. ¿Significa esto algo para usted? Para mí tampoco. Por si las dudas quiera mucho a su perro y procure no perder su casa.
Empezamos el año con un bello cuento de nuestro Maestro Herminio Martínez. Que lo disfrute leyendo a los pequeños en casa, los verdaderos reyes de estas fechas. Vale.
Julio Edgar Méndez




UN PALACIO ILUMINADO POR INFINITAS VELAS DE ORO
Herminio Martínez

Al amanecer, cuando las copas de los árboles huelen todavía a lucero, me siento en esta roca a contemplar el mundo. Me gusta ver cómo se van tiñendo las nubes, las llanuras, los cerros, que poco a poco resplandecen como si las manos del aire fueran colocando sobre ellos esos colores rojos, azules, verdes y amarillos, bajados de la memoria de Dios -piensan algunos-, la cual es un Palacio Iluminado por Infinitas Velas de Oro.
¿Que cómo lo sé yo?  Qué importa. Es lo que pienso y no estoy equivocado. Toda la gente dice que estoy loco, y que a un loco no se le cree nada. Esto lo digo sólo para mí y para quienes sean como yo, es decir, de los que madrugan a sentarse sobre una roca a oler el campo, las luces, la hierba, la brisa húmeda que viene dejando caer sobre las hojas el rocío.
¡La brisa!... Ayer me sorprendió cuando iba saliendo de mi cueva. ¿No les he dicho que vivo en una cueva? Pues sí, allí tengo mi morada, algunos libros, mi ropa, dos platos rotos, un  pintura de Van Gogh, fotografías de cuando yo fui  niño, ah, y algunos juguetes para cuando me llega la nostalgia y me da por jugar delante de la luna (la luna es mi mamá). Eso es lo malo de llegar a viejo y estar loco. Ni siquiera me importa todo eso que murmuran cuando me ven pasar, mirándome como si fuera un habitante de las sombras, un ser de las tinieblas, sin saber que vengo de la luz y de estos prados que aquí huelen a aquéllo que alguna vez sentí en el Palacio Iluminado por Infinitas Velas de Oro.
De joven hacía versos, algunos los conservo en la memoria, que es el único libro que no roen los ratones. A veces, algunos hombres observan cuando me alejo hasta la otra colina y entran a revisar mis cosas, a ver qué y qué se llevan. Antes sí había qué se robaran, ahora ya no se llevan nada, ¿quién iba a querer una camisa vieja? ¿Quién unos libros deshojados? ¿O algún sucio pantalón que no le queda a nadie?
En estos instantes miro el sol, abre su boca, escupe una baba larga y encendida que baña las ondulaciones de los montes, haciéndome creer que allá, hasta donde pueden llegar mis ojos, acaba de despertarse una serpiente roja, más grande que los pueblos que también se levantan al golpe de los destellos de los rayos. Ahora es un arco iris el que corona el cielo, el horizonte es un listón flotando en el vacío, la distancia se acerca de la mano del mundo y a mí me vuelve a sostener, oh, sí, lo siento, pero voy muy feliz, porque me vuelve a llevar a ese maravilloso palacio de Dios, que es una memoria iluminada por infinitas velas de oro…
Hacen bien en descansar, suspiren, porque la historia es larga.
La memoria de Dios tiene dos puertas, una da hacia su rostro y la otra hacia su corazón, el cual, ¡pero esto es increíble! palpita al ritmo de una ciudad toda hecha de campanas. Yo estuve allí sólo dos días o no sé si eran noches o tardes, porque siempre hubo luz. Aún me acuerdo que vagaba por aquí, asombrándome, igual que ahora, antes de que terminara de ocultarse el sol. ¡Qué hermoso atardecer! Me dirigía a mi cueva cuando un desconocido me salió al paso, preguntándome que si quería ver el sol, que si no estaba interesado en saber adónde se iba a la hora del crepúsculo.
—¿El sol? –me sorprendí-. Pero si se acaba de ocultar. Ahora sólo quedan por  ahí sus lenguas de colores.
—Podemos ir adonde se ocultó, para que lo conozcas cuando duerme, lo que sueña y en quién sueña, allí en un palacio donde todo se halla escrito en grandes libros rojos.
—¿Libros? –pregunté.
—Sí, la biblioteca universal.
—Vamos, sí quiero ir – le dije.
Me tomó de la mano:
—Sólo cierra tus ojos y ábrelos cuando escuches murmurar un río, un pájaro y el viento.
Y empezamos a andar, primero sobre la tierra, después como si cayéramos a un inmenso abismo en el que nada se escuchaba, excepto nuestro propio corazón al precipitarnos al vacío. Pero de pronto allí estaba aquel rumor de aguas hundiéndose en un acantilado de rocas y peñascos, un pájaro endulzaba los aires, que gemían como si los lastimara la tristeza. Abrí los ojos, nos encontrábamos en una llanura desolada, delante de nosotros había un monte y una vereda colgada de la cima.
—Ése es el camino –comentó el personaje-. Al otro lado está el palacio.
—¿El palacio?
-Sí, el de todas las cosas, todos los nombres y todas las distancias. El infinito mismo, el universo, el cosmos.
—¿Y el sol?
—Ahora duerme. Él ocupa una gran sala. Lo podrás ver, espera un poco… No nos extrañe que nos esté soñando.
—Creí que estaba menos loco -hablé, pero el extraño ser me respondió:
—Aquí nadie está loco. La realidad tiene dos caras: la tuya y la que verás en cuanto pises el suelo donde las flores cantan. Pero antes hay que pasar el arco de la melodía de las serpientes.
El arco de la melodía de las serpientes se halla debajo de una inmensa roca, tan alta como un monte, oscura y fría como si en su cumbre todo el tiempo lloviera. En ese instante tenía nubes de fuego muy arriba, y muy abajo el puente, aquel ojo por el que el personaje y yo teníamos que cruzar hacia donde se veía una luz, una especie de alfombra hecha de sol o luna como la que admiramos en el mes de octubre.
—Es por ahí –me habló.
Yo le cogí la mano, porque de pronto sentí un golpe de frío; sería difícil precisar qué era aquello que me mordió las piernas, un ojo, la  nariz, toda la espalda.
—Te sigo.
—Hacia la luz, esa agua que camina delante de nosotros, es el sendero de las almas en paz. Ahora escucharemos la melodía de las serpientes.
—¡Yo ya la escucho!
—No, esas son las palomas que anuncian que estamos a punto de llegar. Espera, tengo que prepararte…-murmuró, poniéndome en las orejas un poco de saliva-. Así no sufrirás y podremos llegar hasta la orilla donde ya ves esa alfombra brillante: el camino, esa vereda verde por la que alcanzaremos la memoria.
—La memoria, el palacio… –murmuré.
—Lo entenderás.
En eso comenzó a silbar la melodía de las serpientes, era una música espantosa, que, con todo y saliva en mis orejas, me golpeaba como un huracán de gritos estridentes. En realidad la atmósfera era oscura, sólo aquel como arroyo de plata o luna, que era el camino hacia la cumbre, me parecía seguro, pero la melodía de las serpientes continuaba, escalofriante, ríspida, como si fuéramos atacados por un ejércitos de víboras de cascabel, dispuestas a lanzarse sobre nosotros, que no nos deteníamos.
—No resistiré…
—Cuando terminen, habremos superado esta barrera –me dijo el personaje, quien se veía dispuesto a continuar conmigo de la mano. No me soltaba, pero tampoco se veía asustado, como si ya supiera que habríamos de salir de allí.
Como así sucedió, pues de pronto ya estábamos sobre aquel río, sendero, luz, agua de plata, alfombra de colores, y al rato tocábamos una de las puertas del hermoso palacio iluminado sólo por velas de oro.
—Hemos llegado –advirtió.
Hasta entonces le descubrí un dibujo en la cabeza: era como una mancha anaranjada, parecida a un pie, un beso o la palma de una pequeña mano.
—Vamos a entrar.
—Ya están abriendo.
La sala era una estancia dispuesta como si fuera una ciudad, en la que vi dos lados llenos de ojos y dos con unas marcas parecidas a árboles enfermos. Pero nos detuvimos un poco más adentro, cuando salieron a nosotros algunos seres con alas en las sienes y unos curiosos pies que en lugar de dedos lucían hermosas flores. Nos ofrecieron de beber, también comida, yo sí acepté un poco de todo, las copas eran de oro, los panes de una materia azul, olorosa y de un sabor que no podría describirse con palabras.
—Yo no lo necesito –respondió el personaje cuando le pregunté que por qué él no bebía ni comía nada-. Ahora mi tiempo es otro.
También aparecieron unos niños pálidos, los cuales nos condujeron a otra sala, en la que, efectivamente, se hallaba dormido el sol..., ¡lo hubieran visto! Era un hombre con ropa de cristal, completamente ciego pero con una gran sonrisa dibujada en su rostro. Dormía sin moverse, boca arriba, vigilado por un ejército de aquellos personajes.
Después vimos el trono hasta donde llegaba el eterno tañido del corazón de Dios. Dijeron que era una ciudad toda hecha de candelabros y campanas. Allí nos ofrecieron unas sillas, para que miráramos o para que mirara sólo yo, aquel pasillo iluminado únicamente por velas infinitas, hechas de oro desde su llama hasta el pabilo, inagotables, porque tampoco se quemaban. Y sí, allí había abiertos muchos libros, muchas páginas escritas por dedos que quisieron hablarnos acerca del amor de Dios. Yo me puse a leer, a sentir, pero lo que leía era tan increíble, tan hermoso, tan limpio, que mi sangre comenzó a revolverse con la luz y desperté acostado en esa cueva que me sirve de casa.

Hoy apenas lo creo, sin embargo, en días así, cuando amanece el mundo como un lienzo pintado por Van Gogh, me siento a meditar en tales maravillas, de las que, acaso sin ser digno, pude yo disfrutar, ignoro si un instante, un año, un siglo.



*Texto publicado en El Sol del Bajío, Celaya, Gto.

A la memoria de Herminio Martínez

      Herminio Martínez, maestro, guía, luz, manantial, amigo entrañable y forjador de lectores y aspirantes a escritores. Bajo sus enseñanz...