REYES MAGOS, CASAS Y PERROS
¡Ya
llegaron los Reyes Magos! Seguramente le trajeron a usted, amable lector,
aquellas peticiones escritas en su carta. A los compañeros que conformamos el
Diezmo de Palabras nos trajeron de nueva cuenta la oportunidad de compartir
historias, poesía, cuentos, leyendas y narraciones que esperamos sean de su
agrado durante este nuevo año lleno de luz. Los chinos le llaman, al 2018, el
año del Perro. En México, cuando alguien dice que la situación está del perro
no augura algo bueno. Para los mexica sería un año Calli (casa), así que si
combinamos las dos tradiciones y sus cálculos ancestrales tendremos que éste
será un año Casa de Perro. ¿Significa esto algo para usted? Para mí tampoco.
Por si las dudas quiera mucho a su perro y procure no perder su casa.
Empezamos
el año con un bello cuento de nuestro Maestro Herminio Martínez. Que lo
disfrute leyendo a los pequeños en casa, los verdaderos reyes de estas fechas.
Vale.
Julio
Edgar Méndez
UN
PALACIO ILUMINADO POR INFINITAS VELAS DE ORO
Herminio
Martínez
Al
amanecer, cuando las copas de los árboles huelen todavía a lucero, me siento en
esta roca a contemplar el mundo. Me gusta ver cómo se van tiñendo las nubes,
las llanuras, los cerros, que poco a poco resplandecen como si las manos del
aire fueran colocando sobre ellos esos colores rojos, azules, verdes y
amarillos, bajados de la memoria de Dios -piensan algunos-, la cual es un
Palacio Iluminado por Infinitas Velas de Oro.
¿Que
cómo lo sé yo? Qué importa. Es lo que
pienso y no estoy equivocado. Toda la gente dice que estoy loco, y que a un
loco no se le cree nada. Esto lo digo sólo para mí y para quienes sean como yo,
es decir, de los que madrugan a sentarse sobre una roca a oler el campo, las
luces, la hierba, la brisa húmeda que viene dejando caer sobre las hojas el
rocío.
¡La
brisa!... Ayer me sorprendió cuando iba saliendo de mi cueva. ¿No les he dicho
que vivo en una cueva? Pues sí, allí tengo mi morada, algunos libros, mi ropa,
dos platos rotos, un pintura de Van
Gogh, fotografías de cuando yo fui niño,
ah, y algunos juguetes para cuando me llega la nostalgia y me da por jugar
delante de la luna (la luna es mi mamá). Eso es lo malo de llegar a viejo y
estar loco. Ni siquiera me importa todo eso que murmuran cuando me ven pasar,
mirándome como si fuera un habitante de las sombras, un ser de las tinieblas,
sin saber que vengo de la luz y de estos prados que aquí huelen a aquéllo que
alguna vez sentí en el Palacio Iluminado por Infinitas Velas de Oro.
De
joven hacía versos, algunos los conservo en la memoria, que es el único libro
que no roen los ratones. A veces, algunos hombres observan cuando me alejo
hasta la otra colina y entran a revisar mis cosas, a ver qué y qué se llevan.
Antes sí había qué se robaran, ahora ya no se llevan nada, ¿quién iba a querer
una camisa vieja? ¿Quién unos libros deshojados? ¿O algún sucio pantalón que no
le queda a nadie?
En
estos instantes miro el sol, abre su boca, escupe una baba larga y encendida
que baña las ondulaciones de los montes, haciéndome creer que allá, hasta donde
pueden llegar mis ojos, acaba de despertarse una serpiente roja, más grande que
los pueblos que también se levantan al golpe de los destellos de los rayos.
Ahora es un arco iris el que corona el cielo, el horizonte es un listón
flotando en el vacío, la distancia se acerca de la mano del mundo y a mí me
vuelve a sostener, oh, sí, lo siento, pero voy muy feliz, porque me vuelve a
llevar a ese maravilloso palacio de Dios, que es una memoria iluminada por
infinitas velas de oro…
Hacen
bien en descansar, suspiren, porque la historia es larga.
La
memoria de Dios tiene dos puertas, una da hacia su rostro y la otra hacia su
corazón, el cual, ¡pero esto es increíble! palpita al ritmo de una ciudad toda
hecha de campanas. Yo estuve allí sólo dos días o no sé si eran noches o
tardes, porque siempre hubo luz. Aún me acuerdo que vagaba por aquí,
asombrándome, igual que ahora, antes de que terminara de ocultarse el sol. ¡Qué
hermoso atardecer! Me dirigía a mi cueva cuando un desconocido me salió al
paso, preguntándome que si quería ver el sol, que si no estaba interesado en
saber adónde se iba a la hora del crepúsculo.
—¿El
sol? –me sorprendí-. Pero si se acaba de ocultar. Ahora sólo quedan por ahí sus lenguas de colores.
—Podemos
ir adonde se ocultó, para que lo conozcas cuando duerme, lo que sueña y en
quién sueña, allí en un palacio donde todo se halla escrito en grandes libros
rojos.
—¿Libros?
–pregunté.
—Sí,
la biblioteca universal.
—Vamos,
sí quiero ir – le dije.
Me
tomó de la mano:
—Sólo
cierra tus ojos y ábrelos cuando escuches murmurar un río, un pájaro y el
viento.
Y
empezamos a andar, primero sobre la tierra, después como si cayéramos a un
inmenso abismo en el que nada se escuchaba, excepto nuestro propio corazón al
precipitarnos al vacío. Pero de pronto allí estaba aquel rumor de aguas
hundiéndose en un acantilado de rocas y peñascos, un pájaro endulzaba los
aires, que gemían como si los lastimara la tristeza. Abrí los ojos, nos
encontrábamos en una llanura desolada, delante de nosotros había un monte y una
vereda colgada de la cima.
—Ése
es el camino –comentó el personaje-. Al otro lado está el palacio.
—¿El
palacio?
-Sí,
el de todas las cosas, todos los nombres y todas las distancias. El infinito
mismo, el universo, el cosmos.
—¿Y
el sol?
—Ahora
duerme. Él ocupa una gran sala. Lo podrás ver, espera un poco… No nos extrañe
que nos esté soñando.
—Creí
que estaba menos loco -hablé, pero el extraño ser me respondió:
—Aquí
nadie está loco. La realidad tiene dos caras: la tuya y la que verás en cuanto
pises el suelo donde las flores cantan. Pero antes hay que pasar el arco de la
melodía de las serpientes.
El
arco de la melodía de las serpientes se halla debajo de una inmensa roca, tan
alta como un monte, oscura y fría como si en su cumbre todo el tiempo lloviera.
En ese instante tenía nubes de fuego muy arriba, y muy abajo el puente, aquel
ojo por el que el personaje y yo teníamos que cruzar hacia donde se veía una
luz, una especie de alfombra hecha de sol o luna como la que admiramos en el
mes de octubre.
—Es
por ahí –me habló.
Yo
le cogí la mano, porque de pronto sentí un golpe de frío; sería difícil
precisar qué era aquello que me mordió las piernas, un ojo, la nariz, toda la espalda.
—Te
sigo.
—Hacia
la luz, esa agua que camina delante de nosotros, es el sendero de las almas en
paz. Ahora escucharemos la melodía de las serpientes.
—¡Yo
ya la escucho!
—No,
esas son las palomas que anuncian que estamos a punto de llegar. Espera, tengo
que prepararte…-murmuró, poniéndome en las orejas un poco de saliva-. Así no
sufrirás y podremos llegar hasta la orilla donde ya ves esa alfombra brillante:
el camino, esa vereda verde por la que alcanzaremos la memoria.
—La
memoria, el palacio… –murmuré.
—Lo
entenderás.
En
eso comenzó a silbar la melodía de las serpientes, era una música espantosa,
que, con todo y saliva en mis orejas, me golpeaba como un huracán de gritos
estridentes. En realidad la atmósfera era oscura, sólo aquel como arroyo de
plata o luna, que era el camino hacia la cumbre, me parecía seguro, pero la melodía
de las serpientes continuaba, escalofriante, ríspida, como si fuéramos atacados
por un ejércitos de víboras de cascabel, dispuestas a lanzarse sobre nosotros,
que no nos deteníamos.
—No
resistiré…
—Cuando
terminen, habremos superado esta barrera –me dijo el personaje, quien se veía
dispuesto a continuar conmigo de la mano. No me soltaba, pero tampoco se veía
asustado, como si ya supiera que habríamos de salir de allí.
Como
así sucedió, pues de pronto ya estábamos sobre aquel río, sendero, luz, agua de
plata, alfombra de colores, y al rato tocábamos una de las puertas del hermoso
palacio iluminado sólo por velas de oro.
—Hemos
llegado –advirtió.
Hasta
entonces le descubrí un dibujo en la cabeza: era como una mancha anaranjada,
parecida a un pie, un beso o la palma de una pequeña mano.
—Vamos
a entrar.
—Ya
están abriendo.
La
sala era una estancia dispuesta como si fuera una ciudad, en la que vi dos
lados llenos de ojos y dos con unas marcas parecidas a árboles enfermos. Pero
nos detuvimos un poco más adentro, cuando salieron a nosotros algunos seres con
alas en las sienes y unos curiosos pies que en lugar de dedos lucían hermosas
flores. Nos ofrecieron de beber, también comida, yo sí acepté un poco de todo,
las copas eran de oro, los panes de una materia azul, olorosa y de un sabor que
no podría describirse con palabras.
—Yo
no lo necesito –respondió el personaje cuando le pregunté que por qué él no
bebía ni comía nada-. Ahora mi tiempo es otro.
También
aparecieron unos niños pálidos, los cuales nos condujeron a otra sala, en la
que, efectivamente, se hallaba dormido el sol..., ¡lo hubieran visto! Era un
hombre con ropa de cristal, completamente ciego pero con una gran sonrisa
dibujada en su rostro. Dormía sin moverse, boca arriba, vigilado por un
ejército de aquellos personajes.
Después
vimos el trono hasta donde llegaba el eterno tañido del corazón de Dios.
Dijeron que era una ciudad toda hecha de candelabros y campanas. Allí nos
ofrecieron unas sillas, para que miráramos o para que mirara sólo yo, aquel pasillo
iluminado únicamente por velas infinitas, hechas de oro desde su llama hasta el
pabilo, inagotables, porque tampoco se quemaban. Y sí, allí había abiertos
muchos libros, muchas páginas escritas por dedos que quisieron hablarnos acerca
del amor de Dios. Yo me puse a leer, a sentir, pero lo que leía era tan
increíble, tan hermoso, tan limpio, que mi sangre comenzó a revolverse con la
luz y desperté acostado en esa cueva que me sirve de casa.
Hoy
apenas lo creo, sin embargo, en días así, cuando amanece el mundo como un
lienzo pintado por Van Gogh, me siento a meditar en tales maravillas, de las
que, acaso sin ser digno, pude yo disfrutar, ignoro si un instante, un año, un
siglo.
*Texto publicado en El Sol del Bajío, Celaya, Gto.
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