domingo, 13 de septiembre de 2015

POLVO DE HADAS


POLVO DE HADAS
-La narrativa urbana de Rafael Palacios-

Con la experiencia cinematográfica, Rafael Palacios describe los ambientes y personajes de sus historias como si pudiéramos verlos. Crea texturas, superpone meta-diálogos, nos deja asomarnos al interior de las personas y hurgar en los planteamientos que no podemos descifrar en pocas líneas. No hay previsibilidad en lo que escribe. Los estudios en Ciencias de la Comunicación y su propia participación en teatro le han brindado las tablas y la seguridad de componer y crear pequeños mundos donde el protagonista es él mismo, pero contando la vida de alguien más: “Tu mirada atropellaba a todos, los veías impasible y retadora, caminando altiva por el camellón, clavando la aguja de tus tacones en el césped húmedo y recién cortado”.
Escribe desde muy pequeño, pero de manera "seria",  desde 2009, cuando entró al Taller Literario Diezmo de Palabras. Ha trabajado en varios cortometrajes y videoclips. Ama el cine, la fotografía y las letras. Ha sido publicado en diferentes medios y en el Oro de los Trigos, narrativa celayense contemporánea. Vale.
Julio Edgar Méndez

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POLVO DE HADAS
Rafael Palacios

Parecía una muñeca tirada a la basura. Una princesa maltrecha. Una amazona derrotada. Una flor azotada por una lluvia terrible. Una ninfa violada por el fauno; en suma: ella era un madrazo en la cara, sangre esparcida por el cielo, vida desgajada escurriendo por una alcantarilla maloliente.
            El lodo ascendía hasta su cara. Sus zapatos de tacón resonaban por toda la calle. El eco escandaloso advertía a los vagabundos y a las ratas que se regodeaban en los contenedores de basura. Sus ojos eran un eterno diluvio, ennegrecidos por el rímel barato que se corría a fuerza del agua salada que fluía sin descanso. La vereda negra se extendía hasta su cuello, todavía sin aire, caminaba con trabajos por el callejón. Sentía que un hilillo negro hacia surcos sobre su piel, el cuerpo le dolía, y su cabello, otrora sedoso, ahora era sólo un puño de pelos astrosos que le recordaban  su ingrata realidad.
            Dentro de sus ojos, sin embargo, radiaba un curioso brillo que abarcaba su existencia. Miraba para todos lados buscando una respuesta lógica dentro de todo ese caos. Llovía de manera pertinaz, casi de forma imperceptible, pero aquella agua no solamente mojaba, también congelaba hasta el mismo hueso. Seguía su camino, arrastrando los pies con dificultad y recargándose en los muros interminables que la llevaban casi de la mano. El miedo nocturno había mutado en una especie de soledad amarga. Caminaba con los ojos clavados al piso, sólo de vez en cuando, con alguna ventana o espejo retrovisor, verificaba la gravedad de su rostro.
            “Prefiero que sepas quién soy. Quedar como anónimo lo dejo para los cobardes, para esos seres sin valor que prefieren esconder el rostro, a mostrarse tal y como se ven a sí mismos en una reflejo involuntario o por un accidente con un espejo. Lo mío es dejar marcas en la piel, saborearla desde la sal de una espalda, hasta moldearla con unas manos firmes y precisas. Me gusta penetrar entre tus gritos y lamentos, entrecortar tus palabras, desviar tu aliento hacia mi rostro hasta sentir el huracán de tus suspiros. Me gusta que me presumas inocente y débil, sin la fuerza necesaria como para retenerte. Llevar tus expresiones desde lo alto hasta lo profundo, encaramar piel sobre piel en una profundísima oscuridad, reconocerte a base de tacto y saliva, con ese músculo expandiéndose para después contraerse; y mirarte escapar de ti en un alarido eterno…”
            Cerró los ojos y recordó dónde había estado las noches anteriores. Cómo, sin reparo alguno, decidió cambiarlo todo, por estar cerca de esa tempestad que la llamaba a gritos, a susurros que se colaban por su espalda hasta estremecerla desde la nuca.  En el aire callejero se respiraba una tenue tranquilidad. Recordaba ese lugar lejano, pero ya muy dentro de ella. La recámara con un vulgar balcón para asomarse al mundo exterior. La lluvia amainó y dejó al descubierto su rostro desencajado, totalmente hinchado del párpado izquierdo, con la nariz sangrante aún y sus pupilas hundidas y carentes ya, del brillo aquel. Un extraño le ofreció ayuda, ella se limitó a negar con la cabeza y seguir caminando con la vista fija en ningún lugar. El sentimiento de vacío le acongojó el alma, en vano buscó un Marlboro de su bolso, de todas formas, el encendedor no prendía debido a la humedad. Sintió un vuelco en el estómago cuando encontró un papel perfectamente doblado y compactado, ese paquete que un día antes tomó de su mesita de noche y lo llevó consigo con toda la intención de perderlo, sin embargo, ahí estaba, y la llamaba desde el ecuador de su mundo, desde donde todo se dividía y se hacía absurdo.
            “La primera vez que te vi, toreabas automóviles desde la Avenida de los Constituyentes, hasta la entrada del puente peatonal, que cruza el parador de camiones. Tu mirada atropellaba a todos, los veías impasible y retadora, caminando altiva por el camellón, clavando la aguja de tus tacones en el césped húmedo y recién cortado. Sin embargo, estabas triste. Con ganas de mandarlo todo al diablo y marcharte a casa. Pero no podías, instintivamente sonreías a cualquier automovilista que llevará el vidrio abajo. Sin querer, saludabas a todo aquel desconocido que quisiera encontrar sus ojos con los tuyos. Una niña lloraba, por la banqueta de enfrente su madre la arrastraba por la calle, iracunda porque la lluvia las empapaba. Unos albañiles con gruesos impermeables amarillos cruzaban presurosos por un costado de los camiones, detrás, venías tú, derrotada y temblando de frío. Cruzamos un par de palabras, quisiste prender un cigarro, pero venían mojados luego de la cruzada por obtener dinero esa tarde. Nos marchamos a casa, donde apenas llegando, te encerraste en el baño por largo rato.”
            Lo sintió como una caricia cuando lo inhaló de una sola respiración. El envenenamiento fue casi inmediato. No pudo evitar apretar los ojos cuando el efecto la despertó, creyó que sus dolores se harían más agudos, pero no. Un espasmo de bienestar le recorrió el cuerpo, sacudió la cabeza y siguió caminando. Encontró un chorro de agua que le pareció limpio, estaba en una pared y ahí se detuvo un rato a curar sus heridas. El desastre reinaba en su cerebro y se manifestaba en su persona, tenía los ojos vidriosos, uno de ellos morado y una herida que había dejado de sangrar, por encima de la ceja. El aro de su nariz ya no estaba, por una de sus fosas nasales escurría sangre y agua, y la parte derecha de la comisura de sus labios, tenía una hinchazón escandalosa. Le costaba trabajo hablar, buscaba con desesperación su teléfono celular, pero se dio cuenta, en un flashback inmediato, que lo había olvidado en casa de aquél. Cerró los ojos, se resbaló con dificultad por la pared hasta llegar al suelo, ahí, quedó hecha un ovillo debajo del chorro de agua, el bienestar que sintió la hizo sonreír, la primera vez en muchos días.
            “Estabas apretujada entre el inodoro y el lavabo. Musitando frases incoherentes, buscando con desesperación algo en tu bolsa. Tus ojos eran líquidos, parecidos al aguamarina. Tu boca se entreabría mostrando lo perlado de tus dientes afilados. En tu nariz brillaba una delgada argolla de plata y tu largo cuello se exponía a mis dedos impacientes. Te levanté con delicadeza, te sentí. Una mezcla de olores se coló por mi nariz, tu cabello con aroma a hierbas, más una sensación acre proveniente del bote de basura. Puse mis manos en tu cadera e intenté echarte hacia atrás para distinguir mejor tus ojos, pero cerraste los míos con un beso. Para cuando sentí mis labios invadidos por los tuyos, tu cuerpo ya estaba pegado a mí, derramándose en mis abrazos. Tu piel ardía entre todo ese aire húmedo que nos volvía vapor y nos apremiaba a volar y elevarnos juntos, para luego estrellarnos desde ese precipicio que nos hacía mutar en un fluido tibio que se escapaba por entre nuestras piernas. Tú exhalabas de manera sistemática, me mordías el mentón, los dedos de las manos, los hombros y la espalda; yo insistía en mirarte de cerca, de encontrar mis ojos con los tuyos, tomando tu barbilla y dirigiéndola hacía mí. Tú dejabas caer la cabeza hacia adelante. Yo, posaba mis labios en tu pelo, mientras mis dedos necios, se abrían paso por tu espalda hasta estrecharla contra mi pecho. Tu piel se me hizo de zafiros y de estrellas, el líquido seminal recorrió caminos conocidos, y al final, tus ojos sí se encontraron con los míos.”
            Recordó que tuvo que salir huyendo, tambaleándose por los pasillos, tirando cosas al paso de sus piernas desesperadas. Recordó tomar lo que estuvo a la mano, recordó un mareo incesante, como un golpe seco que la hizo poner los pies en la tierra. Luego, todo sucedió de manera difusa, pero al mismo tiempo, avasallante. Tuvo que esconderse detrás de la cortina cuando lo vio venir decidido, pasó desapercibida, pero eso solamente logró que aquél se enfureciera más. Usó lo que quedaba del polvo de hadas, la nariz le sangró de forma profusa, aun así, se sintió con  valor para decidirse a intentar escapar a cualquier precio. La reyerta fue implacable, con pesar vio sus uñas (hechas por la mañana), hacer surcos carmesí por las mejillas de aquél, y romperse. Corrió al baño de nueva cuenta, y al no poderse encerrar, trató de esconderse debajo del lavabo. No fue complicado dar con ella, y menos sacarla de ahí, tomada por los cabellos. Cuando se levantó, su frente fue a dar con una esquina del lavabo, cerró los ojos fuertemente para ignorar el dolor, pero semejante golpe la dejó mareada. Luego, mientras era arrastrada por el pasillo, aquél profería maldiciones e insultos que ella no podía escuchar. Sentía que se desmayaba, que las fuerzas la abandonaban. Se aferraba a aquellas manos que la tenían tomada por el cabello, jadeaba con mucha dificultad, sentía que el corazón estaba por explotarle y que los pulmones poco a poco se llenaban de sangre. Hizo acopio de fuerzas, cuando creyó que la vida se le escapaba en un simple parpadeo, arremetió sin verlo, contra él. Un estrellamiento de vidrios y un alarido largo fue sinónimo de recuperar el aliento. Con trabajos, se asomó al balcón y pudo ver el cuerpo de un hombre, en el concreto de la calle, inmóvil, y con los ojos muy abiertos.
            “Pero a dónde vas tan solita, puedo arreglar tu miseria si así lo quieres. ¿Te vas a molestar conmigo sólo por un par de moretones y heridas? Voy a olvidarlo todo si haces lo mismo. No tenemos necesidad de recordar este lamentable incidente, ni de hacerlo público. Devuélveme a la cama y déjame ahí un par de días, que yo sabré cómo recuperarme. Pero no me dejes, no te vayas porque sin ti mi mundo sería un reino de tinieblas. No te volveré a golpear, si me prometes dejar la cocaína. No me gusta porque de inmediato te transformas y te da por hacer cosas raras: Lloras y maldices, pero al momento estás contenta y me besas y me abrazas. No puedo con esos cambios de humor. Estás hecha con un rostro increíble, pero tus ojos, el líquido de tus ojos se ha tornado denso, después de toda esa mierda que entra por tu nariz. No me dejes por favor, o al menos, súbeme a la banqueta, donde alguna buena persona seguro llamará a alguien que me ayude. No me dejes aquí, hace frío y es madrugada. Limpia la sangre de mi rostro, colócame boca arriba para no ahogarme… no me dejes… no lo hagas.”


1 comentario:

  1. Rafael Palaciox, tus letras llegarán hasta Saturno y sus lunas harán películas cortas sobre tus historias; allá en lo galáctico, el origen cósmico al que regresamos, yo te buscaré solo para saludarte y solo para leerte.

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