DIDO Y ENEAS
—Rosario y Herminio—
“Yo, que en la tenue flauta campesina toqué de joven,
y dejando luego las selvas, obligué a los vecinos campos a que obedeciesen al
ávido labriego, ahora canto las terribles armas de Marte y el varón que,
huyendo de las riberas de Troya por el rigor del Hado, pisó el primero Italia y las costas Lavinias. Largo tiempo
anduvo errante por tierra y por mar, arrastrado a impulso de los dioses, por el
furor de la rencorosa Juno. Mucho padeció en la guerra antes de que lograse
edificar la gran ciudad y llevar a sus dioses al Lacio, de donde vienen el
linaje latino y los senadores Albanos, y las murallas de la soberbia Roma.
Musa, recuérdame por qué causas, dime qué decreto de
su divina voluntad violado tanto dolió a la reina de los dioses que impulsó a un varón insigne por su piedad a arrostrar tantas aventuras, a pasar tantos
afanes. ¡Tan grande ira cabe en
celestiales pechos!”
La
Eneida, Virgilio. Libro 1.
Las
naves de los troyanos que surcan el mar de Sicilia son arrojadas a las costas
africanas por una violenta tempestad que Juno les envía. Venus le informa a su
hijo, Eneas, que se halla en tierras de la fenicia Dido, reina de Cartago.
Venus, para proteger a su hijo, hace que Dido se enamore de él. Ésta le ofrece
un banquete a Eneas rogándole que le cuente sus aventuras. El troyano relata
con detalle los últimos días de la Guerra de Troya, luego que los griegos
lograron introducir el caballo de madera en la ciudad. Dido escucha maravillada
cada palabra del relato, enamorada ya del troyano. El poder de las diosas (Juno
y Venus) hace que Dido se decida por la pasión que le inspira el troyano.
Herminio
Martínez, nuestro maestro fundador del Diezmo de Palabras, le da voz a Eneas en
respuesta al desgarrador poema de Rosario Castellanos, a quien el dolor hizo
eterna. Vale.
INVOCACIÓN DE ENEAS
Herminio Martínez
Yo
soy aquel que en otros días modulé cantares
al
ritmo de los aplausos y las cítaras,
mientras
escanciábamos el mejor vino de tus cavas
y
nos embriagábamos de las más finas esencias.
Obediente
y sumiso al llamado de la diosa,
me
hice a la mar,
opulento
y bravísimo en el arte del amor y de la guerra,
cobarde
y tendencioso,
de
acuerdo a tres o cuatro
que
en tus dominios poco me quisieron.
Hoy
canto mi aventura,
aquí
donde no sé ni cómo referirme a aquel
instante
en
que te abandoné,
reina
de la desolación y las espumas,
en
hora en que supuse que dormías.
Ignoro
cómo evocar,
sin
remordimiento, los reproches
que
amorosa me hiciste
toda
la noche, disuadiéndome,
ni
cómo re empezar estos lamentos.
Me
expongo a la tristeza:
avispa
que me persigue con un aguijón
que
mucho tiene en común con el insomnio,
desde
que con un solo propósito abrí el alba
para
ocultar las intenciones
de
dejarte en el lecho donde unas horas antes,
quemándonos
la piel, nos habíamos metido.
Arbitro
de las lluvias y de las tempestades,
el
hombre también brama con un dolor de monte desmontado,
principalmente
aquel que, al igual que yo,
abandona
la alcoba
en
la que nada más manda el empuje
como
rey de las delicias y los sueños.
Cuánto
te habrás arrepentido
de
haberme dado el trago de agua fresca de tu boca
la
mañana en que,
harapientos
y sin ninguna otra oportunidad,
los
teucros y yo
fuimos
resucitados en tus playas.
Lo
narro con la conciencia
de
quien elevó una muralla de silencios
frente
a las razones de la amada.
Por
tantas tardes y noches
en
que, desnudos, permitías
que
mi lengua, ávida de otras fuentes,
buscara
el bienestar
en
la rosada cumbre de tus senos.
Quizá
así lo tenían hilado ya las Parcas.
Quizá
el Destino
lo
había asentado ya en la hoja de sus cuentas.
Pero
aun esto es mera excusa debido al rudo golpe
que
debió de haber sido para tu corazón esta huida,
que,
desde la oscuridad, planeaba con los míos.
Y
ahora he de decirlo:
no
me importaron ni los votos
de
la mujer que ardía en amor,
ni
esta inseguridad en que ahora navegamos
y
que desde ayer nos cubre los sentidos
al
ofrecer la proa a cada golpe.
Los
hados sabrán por qué nos exponemos.
A lo
mejor es mentira de que en mis venas
ya
cabalgan las huestes del imperio
que,
según los augures, será el amo del mundo.
Acaso
nada de esto sea verdad.
Quizá
lo único cierto era la tibia alcoba, Dido,
y
tus manos inquietas
jugando
con las mías en la terraza.
Y
aquel cuello de cisne
ceñido
por el fulgor de la blancura.
Y
tus piernas magníficas.
Y tu
cintura breve, ¡ay!, tan a la medida
de
mis alabanzas y mi abrazo.
LAMENTACIÓN DE DIDO
Rosario Castellanos
Guardiana
de las tumbas; botín para mi hermano, el de la corva garra de gavilán;
nave
de airosas velas, nave graciosa, sacrificada al rayo de las tempestades;
mujer
que asienta por primera vez la planta del pie en tierras desoladas
y es
más tarde nodriza de naciones, nodriza que amamanta con leche de sabiduría y de
consejo;
mujer
siempre, y hasta el fin, que con el mismo pie de la
sagrada
peregrinación
sube
arrastrando la oscura cauda de su memoria
hasta
la pira alzada del suicidio.
Tal
es el relato de mis hechos. Dido mi nombre. Destinos
como
el mío se han pronunciado desde la Antigüedad con palabras hermosas y
nobilísimas.
Mi
cifra se grabó en la corteza del árbol enorme de las tradiciones.
Y
cada primavera, cuando el árbol retoña,
es
mi espíritu, no el viento sin historia, es mi espíritu el que estremece y el
que hace cantar su follaje.
Y
para renacer, año con año,
escojo
entre los apóstrofes que me coronan, para que resplandezca con un resplandor
único,
éste,
que me da cierto parentesco con las playas:
Dido,
la abandonada, la que puso su corazón bajo el hachazo de un adiós tremendo.
Yo
era lo que fui: mujer de investidura desproporcionada con la flaqueza de su
ánimo.
Y,
sentada a la sombra de un solio inmerecido,
temblé
bajo la púrpura igual que el agua tiembla bajo el légamo.
Y
para obedecer mandatos cuya incomprensibilidad me sobrepasa recorrí las
baldosas de los pórticos con la balanza de la justicia entre mis manos
y
pesé las acciones y declaré mi consentimiento para algunas las más graves.
Esto
era en el día. Durante la noche no lo copa del festín, no la alegría de la
serenata, no el sueño deleitoso.
Sino
los ojos acechando en la oscuridad, la inteligencia batiendo la selva
intrincada de los textos
para
cobrar la presa que huye entre las páginas.
Y
mis oídos, habituados a la ardua polémica de los mentores,
llegaron
a ser hábiles para distinguir el robusto sonido del oro
del
estrépito estéril con que entrechocan los guijarros.
De
mi madre, que no desdeñó mis manos y que me las ungió desde el amanecer con la
destreza,
heredé
oficios varios; cardadora de lana, escogedora del fruto que ilustra la estación
y su clima,
despabiladora
de lámparas.
Así
pues tomé la rienda de mis días: potros domados, conocedores del camino,
reconocedores de la querencia.
Así
pues ocupé mi sitio en la asamblea de los mayores.
Y a
la hora de la partición comí apaciblemente el pan que habían amasado mis
deudos.
Y
con frecuencia sentí deshacerse entre mi boca el grano de sal de un
acontecimiento dichoso.
Pero
no dilapidé mi lealtad. La atesoraba para el tiempo de las lamentaciones,
para
cuando los cuervos aletean encima de los tejados y mancillan la transparencia
del cielo con su graznido fúnebre;
para
cuando la desgracia entra por la puerta principal de las mansiones
y se
la recibe con el mismo respeto que a una reina.
De
este modo transcurrió mi mocedad: en el cumplimiento de las menudas tareas
domésticas; en la celebración de los ritos cotidianos; en la asistencia a los
solemnes acontecimientos civiles.
Y yo
dormía, reclinando mi cabeza sobre una almohada de confianza.
Así
la llanura, dilatándose, puede creer en la benevolencia de su sino,
porque
ignora que la extensión no es más que la pista donde corre, como un atleta
vencedor,
enrojecido
por el heroísmo supremo de su esfuerzo, la llama del incendio.
Y el
incendio vino a mí, la predación, la ruina, el exterminio
¡y
no he dicho el amor!, en figura de náufrago.
Esto
que el mar rechaza, dije, es mío.
Y
ante él me adorné de la misericordia como del brazalete de más precio.
Yo
te conjuro, si oyes a que respondas: ¿quién esquivó la adversidad alguna vez?
¿Y quién tuvo a desdoro llamarle huésped suya y preparar la sala del convite?
Quien
lo hizo no es mi igual. Mi lenguaje se entronca con el de los inmoladores de sí
mismos.
El
cuchillo bajo el que se quebró mi cerviz era un hombre llamado Eneas.
Aquel
Eneas, aquel, piadoso con los suyos solamente;
acogido
a la fortaleza de muros extranjeros; astuto, con astucias de bestia perseguida;
invocador
de númenes favorables; hermoso narrador de infortunios y hombre de paso; hombre
con el corazón puesto en el futuro.
La
mujer es la que permanece; rama de sauce que llora en las orillas de los ríos.
Y yo
amé a aquel Eneas, a aquel hombre de promesa jurada ante otros dioses.
Lo
amé con mi ceguera de raíz, con mi soterramiento de raíz, con mi lenta
fidelidad de raíz.
No,
no era la juventud. Era su mirada lo que así me cubría de florecimientos
repentinos. Entonces yo fui capaz de poner la palma de mi mano, en signo de
alianza, sobre la frente de la tierra. Y vi acercarse a mí, amistadas, las
especies hostiles. Y vi también reducirse a número los astros. Y oí que el
mundo tocaba su flauta de pastor.
Pero
esto no era suficiente. Y yo cubrí mi rostro con la máscara nocturna del amante.
Ah,
los que aman apuran tósigos mortales. Y el veneno enardeciendo su sangre,
nublando sus ojos, trastornando su juicio, los conduce a cometer actos
desatentados; a menospreciar aquello que tuvieron en más estima; a hacer
escarnio de su túnica y a arrojar su fama como pasto para que hocen los cerdos.
Así,
aconsejada de mis enemigos, di pábulo al deseo y maquiné satisfacciones
ilícitas y tejí un espeso manto de hipocresía para cubrirlas.
Pero
nada permanece oculto a la venganza. La tempestad presidió nuestro
ayuntamiento; la reprobación fue el eco de nuestras decisiones.
Mirad,
aquí y allá, esparcidos, los instrumentos de la labor. Mirad el ceño del deber
defraudado. Porque la molicie nos había reblandecido los tuétanos.
Y
convertida en antorcha yo no supe iluminar más que el desastre.
Pero
el hombre está sujeto durante un plazo menor a la embriaguez.
Lúcido
nuevamente, apenas salpicado por la sangre de la víctima,
Eneas
partió.
Nada
detiene al viento. ¡Cómo iba a detenerlo la rama de sauce que llora en las
orillas de los ríos!
En
vano, en vano fue correr, destrenzada y frenética, sobre las arenas humeantes
de la playa.
Rasgué
mi corazón y echó a volar una bandada de palomas negras. Y hasta el anochecer
permanecí, incólume como un acantilado, bajo el brutal abalanzamiento de las
olas.
He
aquí que al volver ya no me reconozco. Llego a mi casa y la encuentro arrasada
por las furias. Ando por los caminos sin más vestidura para cubrirme que el
velo arrebatado a la vergüenza; sin otro cíngulo que el de la desesperación
para apretar mis sienes. Y, monótona zumbadora, la demencia me persigue con su
aguijón de tábano.
Mis
amigos me miran al través de sus lágrimas; mis deudos vuelven el rostro hacia
otra parte. Porque la desgracia es espectáculo que algunos no deben contemplar.
Ah,
sería preferible morir. Pero yo sé que para mí no hay muerte.
Porque
el dolor —¿y qué otra cosa soy más que dolor?— me ha hecho eterna.
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