AMOR Y AMISTAD
“Éste es mi mandamiento: Que se amen unos a otros,
como yo los he amado.” Jesús.
“El mejor de los hombres es aquel que hace más bien a
sus semejantes”. Mahoma.
"El odio no se termina con odio, se termina con
amor, es la regla eterna". Buda
EL
BAYÍN
Julio
Edgar Méndez
Cuando
era pequeño ya tenía una sonrisa que subía desde su boca hasta los ojos. Se
llamaba Gerardo, pero todos le decíamos el Bayín.
Le gustaba mucho platicar. Recordaba
cada detalle de la última conversación con cualquiera. A mí me preguntaba por
mis amigas y levantaba el dedo gordo de la mano en señal de aprobación. Me
bromeaba haciendo gestos irónicos como diciendo: “¡Eh, travieso!”. Siempre
estaba de buen humor y me gustaba mucho hablar con él, aunque a veces no entendía
todo lo que me contaba.
El Bayín nació cuando sus padres ya
tenían más de cuarenta años de edad. Dicen que eso fue el problema. Los rasgos
orientales de su rostro lo hacían muy simpático, pero con los años nos dimos
cuenta de que tenía algo diferente a nosotros.
Cuando jugábamos fut en la calle él
se quería unir, pero sus hermanos no lo dejaban porque pateaba la pelota sin
dirección alguna, o de plano la dejaba ir sin prestarle atención. Nosotros
íbamos a la escuela como todos los niños, pero a él lo llevaban a una escuela
especial. Yo no entendía qué tenía de especial, pero los niños de ese lugar se
parecían mucho a Gerardo. Otros eran diferentes. Era un mundo que no
entendía. Un mundo que nadie nos
explicaba.
Cada año, en las vacaciones de
verano, volvía a verlo. Invariablemente me preguntaba por mis padres, mis
hermanos, y si yo estaba bien de salud. Ni siquiera mis mejores amigos hacían
eso. Gerardo tenía más educación que muchas personas y un interés real por mi
bienestar. Sus hermanos y sus padres lo querían mucho. Era de los pocos niños
con síndrome de Down que yo conocía. Pero en aquel tiempo yo no sabía qué tenía
el Bayín que lo hacía distinto a otros niños. Sólo sabía que era divertido, que
reía con mucha facilidad y su forma de hablar era difícil de entender.
Fue en mi propia escuela cuando
escuché por primera vez que a alguien le dijeran “mongol”, pero no en buena
forma, más bien como insulto.
Supuestamente este amigo, Carlos, se lo dijo a Baena porque no supo una
respuesta en el examen por equipos que estábamos haciendo. Poco después me di
cuenta de que así se insultaban mis compañeros. Les decían: “mongol” o
“mongolito” a otros amigos cuando los querían insultar. A mí no me parecía chistoso. Sobre todo porque
a mí me decían cuatro-ojos o bizco, porque usaba lentes. Tenía amiguitos que
eran muy pobres, todos estábamos en una escuela de gobierno y, a veces, solo
llevaban de comer dos tacos con salsa. Si les ofrecía de mi torta de jamón o
milanesa o pollo, me decían que eso solo lo comían los cuatro-ojos. Pero me
daba cuenta de que les hubiera gustado probar mi comida, pero la pena de
mostrarse pobres los hacía ser groseros o a veces violentos. Había un niño en
particular, se llamaba Inez, quien todos los días me buscaba pleito. Era una
pelea medio rara, porque él me pegaba y yo sólo me tapaba la cara. Porque si me
quebraba los lentes en mi casa me iban a regañar mucho porque no había dinero
para otros. A él no le importaba. Cuando estaba desprevenido llegaba por detrás
y me empujaba o me jalaba de la mochila sin que yo pudiera defenderme, más que
nada porque no sabía cómo. Este niño, Inez, era de los que sabían una retahíla
de insultos que poco a poco aprendí. Y los usé todos, excepto el de “mongol”.
Nunca me gustó esa manera de insultar, quizá porque consideraba a Gerardo mi amigo.
Y de verdad que era mi amigo.
Conocí en el verano, durante mis
vacaciones, a una niña. Como mi escuela primaria era de puros hombres, pues las
niñas me eran medio desconocidas. Me parecían fascinantes. No hablaban a puras
groserías como nosotros en mi escuela, ni eran cochinas. Olían a limpias,
bueno, no todas, pero sí la mayoría. Y esta niña, Bárbara, me gustó. Era muy
blanca, con ojos muy oscuros y grandes cejas levantadas con un gesto como de
enojada. Su mamá visitaba a mis tías y mientras ellas platicaban de novelas y
chismes, yo me hacía el chistoso frente a Bárbara. Hacía gestos, le aventaba
bolitas de papel, lo que fuera, pero quería llamar su atención. Ella me veía
como enojada, pero a veces sí se reía. Después de algunos días en que supongo que
también mis tías y la mamá de ella se dieron cuenta de mis pretensiones,
Bárbara empezó a ir de visita más arreglada. Como no queriendo la cosa me veía
y se ponía colorada. El día que estaba a punto de hablarle por primera vez,
trajeron de visita al Bayín. Me saludó con mucha alegría y, como siempre, me
preguntó por toda mi familia. De pronto, ¡zas!, ¡que me pregunta si Bárbara era
mi novia! La niña puso cara de asco
cuando Gerardo volteó a verla y levantó su dedito gordo en señal de aprobación.
Mi posible novia salió a todo correr hacia la sala donde estaba su mamá y le
dijo que había un niño “mongol” conmigo. Que le daba miedo y ya se quería ir.
Todo lo bonito que yo le había visto a esa chiquilla, se volvió coraje. Era una
tonta, aunque la verdad es que pensé en otros insultos peores. Mi primera “novia”
ni siquiera supo que yo quería que lo fuera. Y Gerardo, ni por enterado. Mejor
nos pusimos a contarnos chistes que ninguno entendía.
Los niños con síndrome de Down no sé
si cuenten los años igual que nosotros, pero yo veía crecer a Gerardo un poco
más lento que a mis primos o amigos, incluso cada verano yo aumentaba de
estatura, pero él crecía muy despacio. Supongo que esto era bueno, porque
siempre parecía un niño. Un niño feliz.
Otro verano, me encontré con la
sorpresa de que el Bayín ya tenía novia. Era una chica muy linda, con el rostro
siempre sonriente, asistía a la misma escuela de Gerardo. Su felicidad era
notoria, se tomaban de la mano y caminaban muy despacio. Él la acompañaba hasta
su casa y luego llegaba a contarnos que la quería mucho. Cuando alguien
insinuaba, con muy malas intenciones, si ya la había besado, Gerardo contestaba
con un: “quetimporta”. Era todo un caballero. Esa
niña se fue de la ciudad. No sé cuando, pero ya no la volvimos a ver. Mi
amiguito estuvo muy triste por mucho tiempo. Pero cuando le pedía que hablara
de ella, se alegraba y decía que pronto iría por ella para casarse. Nunca fue
por ella. ¿A dónde podía ir?
Pasaron los años, Gerardo se hizo un
joven y yo también. Algunas veces me veía pasar con alguna novia y yo se las
presentaba. Todas se portaron muy bien con él, al grado de que aunque ya no las
volví a ver, supe que algunas lo visitaron de vez en cuando. A todo el mundo le
encantaba el Bayín.
Después vino la época de ser
adultos. Me fui de la ciudad por muchos años, escuché de Gerardo por
comentarios de mis primos. Dicen que una vez quiso manejar la camioneta de su
papá, donde repartía botellones de agua, y sí la manejó, pero hasta que un
poste se le atravesó a unos cinco metros de distancia. Otra ocasión se perdió.
Salió por un mandado al mercado y por razones que nadie supo, se fue hasta el
centro de la ciudad, adonde iba muy poco y luego ya no supo volver a su casa. Lo
buscaron por varios lados, hablaron a todos los parientes a ver si estaba de
visita con alguien, porque le encantaba saludar a todos y enterarse si estaban
bien de salud. Pero no, nadie lo había visto. Finalmente decidieron dar parte a
la policía y justo cuando iban a salir a la comandancia, llegó el Bayín muy quitado
de la pena, pero con mucha hambre. Cuando le preguntaron a dónde andaba, sólo
dijo: “Poraí”. Días después, supieron que una señora le pagó diez pesos para
que le ayudara con su mandado y Gerardo feliz porque iba a ganar dinero. No
sabía que esos pesos no servían, en esa época se contaba un peso como mil. Es
decir, si te daban mil pesos para ir a la escuela, sólo te alcanzaba para un
chicle. Entonces, los diez pesos que le ofrecieron a mi amigo eran como un
centavo. La moneda no valía ni el metal en que estaba hecho. Y supongo que la
señora estaba muy feliz de haber engañado a un jovencito ingenuo. Además de que
lo llevó por quién sabe qué calles, hasta que Gerardo se perdió. No sé qué oyó
en esas horas de caminar por lugares desconocidos o qué le hicieron las
personas adultas o niños, pero jamás volvió a perderse. Y quiero creer que
tampoco volvió a aceptar dinero por cargar canastas. Lo que sí quiso, fue
trabajar. Así que pasaba a los talleres o negocios de los vecinos a pedir
trabajo y en algunos le enseñaron cosas sencillas que aprendía con mucha
alegría. Así que siempre trabajó. Ganaba un sueldo con el que ayudaba a su
mamá. Era un extraordinario hijo. No sólo atento y obediente, sino además
cooperaba económicamente en la casa.
Otro de los muchos detalles
interesantes de Gerardo, es que le gustaba cocinar. Sabía perfectamente usar la
estufa. Sus hermanos le enseñaron cosas sencillas y las aprendió muy bien. No
dependía de nadie en cuestiones prácticas. Con esa carita de felicidad que
siempre tenía, hacía su vida de la forma más simple. Y le encantaba estar
limpio. Se bañaba, se peinaba y se vestía todas las mañanas antes de otra cosa.
Le encantaba usar el desodorante de bolita, le daba mucha risa.
Cuando volví a verlo, le presenté a
mi hija, que era una bebé y luego luego levantó su dedo pulgar en señal de
aprobación. No podía pronunciar bien su nombre, así que le decía: “Tita”, y así
le llamaron el resto de la familia. La cargaba, le cantaba, jugaba con ella. Le
gustaban mucho los niños. Algo que me llamaba la atención es que cuando jugaba
con ellos, los trataba como adulto. Les decía que no tocaran cosas peligrosas,
o los regañaba si se portaban mal. Pero los abrazaba con un enorme afecto y los
hacía reír con sus muecas. Supongo que si hubieran sido otras las
circunstancias, habría sido un gran padre. Porque un buen hijo, siempre lo fue.
Con los años, su mamá entró en una
enfermedad degenerativa, al grado de que ya no pudo caminar. Se pasaba todo el
día en silla de ruedas. Gerardo se hizo cargo de ella porque su papá salía a
trabajar y todos sus hermanos ya estaban casados y vivían fuera de casa.
Visitaban a su mamá diariamente, pero en las cosas del día a día, era el Bayín
quien llevaba la carga. Le daba el desayuno y la comida a su mamá, le hacía su
cafecito, incluso la bañaba, luego la peinaba como si fuera una muñequita
aquella anciana mujer que tanto amaba su hijo.
Todas las mañanas, él se levantaba
temprano, se bañaba y se divertía con su desodorante de bolita. Luego, preparaba
a su mamá, la colocaba en su silla y la ayudaba a vestirse. La peinaba, le
decía con mucha ceremonia que se veía bonita y luego bajaba las escaleras hacia
la cocina a preparar el desayuno y el café. Que además le quedaba muy bueno.
Un día, luego de su acostumbrado
aseo, no usó su desodorante. Se peinó con algo de flojera y ayudó a su mamá a
sentarse en la silla.
-Gerardo, -dijo la señora- ayúdame a
bajar a la sala porque quiero estar ahí esta mañana. Hay mucho solecito y mejor
ahí recibimos a las visitas de hoy, ¿te parece? Pero primero tráeme mi
cafecito.
-Si, mamá.
Gerardo
fue a la cocina a preparar el encargo de su mamá.
El silencio fue tal en la casa
durante los siguientes minutos, que la anciana empezó a llamar a su hijo.
“Gerardo, Gerardo”. Nadie contestó. La señora siguió llamándole, entonces presintió
algo y como pudo alcanzó el teléfono de su recámara y llamó a su hijo que vivía
más cerca. Cuando éste llegó, subió a ver su mamá y le dijo que Gerardo había
salido a comprar más café y tardaría un rato en regresar. Pero los ojos rojos
lo delataron. No quiso decirle a su madre que, tirado en la cocina, con una
taza quebrada cerca de la mano, estaba su hijo, el Bayín, con una sonrisa en la
boca. Tenía el aspecto de estar dormido, tranquilo, con la conciencia limpia;
un niño de más de cuarenta años quien en medio de un día muy soleado, sin hacer
ruido, se fue de este mundo que nunca supo merecerlo.
Me imagino que cuando llegó a ese
lugar donde todos los sueños se alcanzan, alguien lo recibió con una sonrisa y
levantando el dedo gordo de la mano, le dijo: “Bien hecho”.
**Gerardo, es el nombre real de un amigo a quien estimé mucho.
No hay comentarios:
Publicar un comentario