LAS DOS CARAS DE LA LECTURA
“Leer, por lo pronto, es una actividad posterior a la
de escribir: más resignada, más civil, más intelectual”. Las palabras de Borges son tan pertinentes ahora como
lo fueron en 1935. Escribir, para Diana Alejandra Aboytes Martínez, es una
actividad intelectual, pero nunca resignada. Por otro lado, escribir —su pasión
por las letras— lo hace de manera poco menos civilizada. A diferencia de otros
autores, Diana escribe para vivir. Respira los textos que va dejando en cada
página. Se vuelven ella.
Nació
en Celaya y desde sus inicios en el Diezmo de palabras (2011) su poesía y narrativa
se ha enriquecido con sus lecturas. Las dos caras de la ecuación. Se debe leer,
mucho, para poder escribir con intención y criterio. De ahí que Diana Alejandra
haya sido seleccionada, en varias ocasiones, para antologías de cuento y poesía
en Diversidad literaria en España, Letras con arte en Madrid y Cuentos del
sótano, de Publicaciones Endora, en México. Actualmente trabaja para la
publicación de su primer libro en el Fondo para las Letras de Guanajuato.
Aquí
tenemos oportunidad de leer tres textos inéditos con tintes fantásticos. Una
suerte de tercer lado en donde sólo existen dos. Vale.
Julio
Edgar Méndez
EL
HOMBRE DEL LIBRO
Diana
Alejandra Aboytes Martínez
El
anciano se levantó de la banca del parque, apenas dio unos cuantos pasos y se
desplomó. Su rostro chocó contra el pavimento. El bastón quedó a medio metro de
su cuerpo, mientras que el libro que sostenía con la mano izquierda quedó entre
su pecho y el piso. Ante lo ocurrido, algunas personas detuvieron su andar y
alarmadas miraban…
Días
atrás se le había visto ahí, como siempre. Esa banca y él ya formaban parte del
paisaje en la plaza central de esta turística ciudad. A propios y extraños les
causaba gracia, cómo un desharrapado podía pasar horas en ese asiento metálico
leyendo un libro.
Con
frecuencia pasaban por ahí jóvenes estudiantes, se mofaban de él y le gritaban:
—¡Hey, las letras no te quitarán el hambre!
Y le
arrojaban unas monedas sobre la chamarra raída que el hombre colocaba a su lado
sobre el asiento. El pordiosero tomaba los pesitos y los guardaba en el
bolsillo de su vieja camisa, sorbía un poco de su bebida gaseosa y volvía a
poner la mirada en el libro.
Por
su descuidada apariencia y su escasa pulcritud, nadie se sentaba junto al “loco
de las letras”, como lo conocían los lugareños. Es que el hombre aquel no pedía
dinero, ni vagabundeaba en las calles. Su único afán era sentarse a diario con
el mismo libro en la banca cercana a la fuente.
Pero
qué delgada es la línea entre la vida y la muerte, ahora yace boca abajo sobre
una mancha de sangre.
Los
paramédicos se abren paso entre la gente, lo suben a la camilla y la ambulancia
parte con rapidez.
La
plaza se despeja. El libro quedó apostado sobre el piso.
Lo
recojo y observo que algunas hojas se mancharon de fluido rojo. No obstante,
aún se aprecia en la contracara del tomo la fotografía del autor. Irónico el
destino…es a quien minutos antes los servicios médicos se llevaron moribundo.
FAUSTO
Diana
Alejandra Aboytes Martínez
Fausto,
carente de vigor, recargó su cuerpo en la pared, mientras miraba la decena de
cajas enfiladas desde la puerta de entrada hasta la sala. No tenía ánimo de
vaciar y acomodar sus pertenencias. Las tres últimas noches habían sido largas.Los
funerales del tío Dominic se habían llevado a cabo con cierta resignación. El
tío era un hombre mayor. Aunque no padecía enfermedades, sabían que en algún
momento tendría un fatal desenlace. Sin embargo, para Fausto iba a ser
complicado lidiar con el duelo. El difunto Dominic dejó por escrito que su
joven sobrino ocupara su casa luego de su entierro. Ambos se querían mucho. En
últimos años la convivencia había sido frecuente. El buen humor y la
experiencia del viejo, le venían bien al muchacho.
Ambos disfrutaban beber un buen vino durante
la convivencia y la charla. La casa tenía una pequeña cava en el sótano, de
donde se proveía el abasto del licor.
Los
recuerdos se amontonaban en la cabeza del joven, pero el cansancio lo regresaba
al presente, la molestia en sus extremidades le hizo mover los pies. Decidió
despejar la mente. Recorrió las habitaciones. Éstas ocupadas con muebles
antiguos de muy buen gusto.
En
uno de esos cuartos, el tío Dominic tenía reunidos los objetos y muebles que
compraba en sus frecuentes viajes al extranjero. Grandes marcos ocupaban las
paredes, contenían bellas pinturas. Diversos jarrones y vasijas de porcelana
llenaban algunos espacios. En medio de la habitación, estaba una mesa de
centro, color ébano, laqueada. Sobre ella, varias fotografías que mostraban
paisajes de otros países. Al fondo del salón estaba la última compra que
Dominic adquirió de un anticuario europeo. Era una elegante silla. Acojinada y
recubierta en terciopelo borgoña. Con molduras doradas. Y en descansa brazos y
cabecera, -tallados en relieve- pequeños rostros de leones.
Fausto
tomó un portarretrato y se sentó en esa silla. Era la foto donde aparece su tío
junto a la pirámide de Keops. Él le había contado sus experiencias en aquella
tierra y la energía que emanaba de aquel lugar. Se anegaron sus ojos al
recordar las vivencias con su tío y una lágrima cayó sobre la imagen.
Levantó
la mirada, frunció el ceño, sorprendido ante el escenario que lo rodeaba. No
era el original al que había llegado… Asustado, contrajo las manos sobre los
descansa brazos, rodeándolos con fuerza. Ahora estaba inmerso en una recámara
del siglo pasado. Frente a él había una cama con dosel en gaza. A cada lado un
buró y sobre estos un porta velas con las llamas prendidas iluminando el lugar.
A un costado un tocador metálico con taburete. Al frente un chifonier de madera
y finas cortinas que pendían a lo largo de un ventanal.
De
pronto, una dama entró a la habitación, ataviada con un vestido fino, largo
hasta el piso, con escarolas alrededor del faldón. Al verla, Fausto intentó
pararse de la silla, hablar…pero su pensamiento no coordinaba con la
acción.
Ella
parecía no verlo. Se sentó en el taburete, tomó un cepillo del tocador y
comenzó a peinar sus caireles rubios que sostenía con la otra mano. Roció
perfume sobre su cuerpo, cuando, a hurtadillas, entró a la habitación un
hombre. Sus ropas eran humildes. Apenas cerró la puerta, ella se arrojó en sus
brazos, mientras le reprochaba la tardanza. Fausto, perplejo, miraba la escena
como quien observa una película.
El
amante no emitió palabra alguna. Con besos le hizo olvidar la espera. En unos
minutos, la mujer parecía una flor deshojándose, pues sus ropas una a una
cayeron al piso, mientras las manos del hombre le recorrían los bordes. Se
tendieron sobre el lecho y se humedecieron juntos. El aire parecía enredarse
entre ambos.
Fausto,
ruborizado, contempló los juegos amatorios de los dos desconocidos. Con mucho
esfuerzo intentó levantarse de la silla y consiguió caer. Al dejar el asiento
se dio cuenta que todo a su alrededor regresó a la normalidad. Se levantó y
decidió ir a dormir.
Al
día siguiente comenzó muy temprano a colocar sus pertenencias en la casa. No
quiso dar importancia a lo ocurrido la noche anterior. Mientras desempacaba, su
pensamiento quiso justificar y darle respuesta lógica al extraño suceso: “dieta
insuficiente y cansancio…el letargo me hizo divagar. ¡Sí, eso fue!”
Pasaron
algunos días, consideró volver a su trabajo, a lo habitual. Estar todo el
tiempo en casa con el duelo como compañero lo consumía.
Una
noche cuando volvió del trabajo, bajó a la cava, tomó una botella de Malbec,
sirvió dos copas como lo hacía con su tío y brindó por él. Más noche, de camino
a su recámara, se detuvo en la habitación donde estaba la silla. Volvió a
recordar lo sucedido. Se sentó sobre ella nuevamente para demostrarse que no
sucedería nada. Pero otra vez los aposentos de la dama ocuparon el entorno.
Asombrado,
Fausto replegó espalda y cabeza en el respaldo. No daba crédito a la vivencia.
Se le dificultaba pararse, sus movimientos eran pesados. Como pudo deslizó su
cuerpo hasta llegar al piso. Volvió a su realidad de inmediato.
Bebió
otra copa, necesitaba algo fuerte en la garganta. La lógica no entraba por
ninguna esquina de su pensamiento. Se preguntaba: cómo era posible que con sólo
sentarse, una silla lo llevara a otra época.
Después
de dar varias vueltas en la habitación, tomó otro trago y se volvió a sentar en
la silla. El vino y la curiosidad lo llevaron a revivir la experiencia.
Como
era de esperarse, aquel panorama volvió…
En ese
momento la mujer discutía con un caballero, quien de pronto la tomó por los
brazos sacudiéndola fuertemente. Los ánimos se caldearon. La abofeteó y cayó al
piso. Con los labios sangrando, ella le gritó que se marcharía con su amante.
Lleno de cólera, el hombre sacó de sus ropas un arma y le disparó varias veces.
Sin
movimiento ni habla, Fausto se sintió impotente. Estaba horrorizado ante aquel
espectáculo.
El
caballero, con rabia en la mirada, seguía observando el cuerpo tendido de la
mujer que se desangraba en el piso. Lentamente levantó la vista. Sus ojos se
detuvieron cuando chocaron con la mirada de Fausto. El hombre se vio
descubierto del crimen que acababa de cometer ante un testigo. El joven se
llenó de miedo al ver que éste si lo advertía en la habitación y en breve, el
caballero le apuntó con la pistola. Fausto vio proyectarse una bala como en
cámara lenta hacia él hasta que una sensación de calor cubrió su frente.
Llegó
el domingo. Los familiares de Fausto fueron a visitarlo a su nueva residencia.
Dentro había un olor putrefacto. Recorrieron las habitaciones y en una de ellas
encontraron una botella de vino a medio consumir, una copa rota…y a Fausto,
sentado en una silla, cabeza recargada hacia un lado, con un tiro en la sien y
una pistola tirada a sus pies.
LA
LOCURA TIENE DOS CARAS
Diana
Alejandra Aboytes Martínez
El
médico cerró la puerta del cuarto de hospital mientras en su rostro se dibujaba
una mueca parecida a una sonrisa. En sus manos traía el aparato de electroshock
con el que había tratado al paciente. Parecía disfrutar tal acto, por ello
pedía a sus superiores ser él quien realizara esta actividad. A los directivos
del psiquiátrico les agradaba el joven por su buen desempeño, además de
demostrar amplios conocimientos médicos. Así que no tuvieron objeción en tal
pedimento, ni en delegarle algunas responsabilidades. Y como la locura nunca
duerme, por las noches, en el pabellón de los agitados, los gritos eran
perturbadores. Hora feliz para el asistente, pues se daba gusto aplicando
psicofármacos y electroshocks a los enfermos.
Una
tarde llegó al manicomio una dama de buen porte con zapatilla de tacón. De
manera repentina comenzó a correr al verse perseguida por un interno. El
enfermo la acechaba con tanta vehemencia, que la mujer debió quitarse los
zapatos para correr con mayor rapidez. Ya cansada, se desvaneció en una
jardinera, resignada a recibir el ataque. Precipitado, la alcanzó el tipo que
la asediaba, le tocó el brazo y le dijo: “¡tú la traes!” Impresionada, se
desmayó. Al despertar se vio sorprendida, pues estaba postrada en una cama
vistiendo una camisa de fuerza. El médico la había mantenido sedada por siete
días. Le diagnosticó paranoia. Sin embargo, la mujer alegaba que sólo se
encontraba ahí de visita familiar. Esto despertó sospechas en otro asistente
médico que ya venía observando irregularidades en el proceder de su colega. Sumado
a esto, las quejas de algunos pacientes habían generado un proceso interno. Por
lo que abrieron una investigación al hombre que, quince meses atrás, había solicitado empleo.
Una llamada telefónica sirvió para develar que el título era una falsificación.
Tirando del hilo, descubrieron que se trataba de un paciente con psicosis y
esquizofrenia paranoide que había escapado de otro manicomio.
En
el momento que se lo llevaron sólo decía: “yo no tengo familia. No nací...me
despertaron.”
*Textos publicados en El Sol del Bajío, Celaya, Gto.
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