LA INFANCIA SON RECUERDOS
Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,
y un huerto claro donde madura el limonero;
mi juventud, veinte años en tierras de Castilla;
mi historia, algunos casos que recordar no quiero.
Antonio Machado, Retrato.
LA CHICA DEL BALCÓN
Javier Mendoza González
Cuando
era un niño, el mundo era tan pequeño como yo.
Recuerdo que de la mano de mi madre caminaba por algunas calles de una
ciudad, entonces tranquila y segura. Ni
el mejor pintor hubiera podido retratar la imagen que tenía ante mí. Las aceras eran angostas y empedradas. En contraste, las puertas de madera parecían
enormes. A lo largo de las cuadras los
balcones daban un poco de sombra. A
ellos llegaban las aves a posarse por docenas en las barandas. De ellos caían las enredaderas, igual que
chorros de vida. Lo recuerdo bien. Pero lo que más tengo presente de aquellos
felices días de mi infancia, es la figura de una joven tan hermosa como las
princesas de los cuentos que mamá contaba.
Para mí siempre estaba ahí, taciturna; recargada sobre sus codos en el
barandal que desde lo alto resguardaba una entrada. Su pelo, largo y liso como hebras de un hilo
fino, se quería ir tras el viento que travieso lo jalaba. Su dueña lo dejaba jugar. Nada la sacaba de una posición inalterable.
Entre las dudas de un niño que
quiere saberlo todo había una que en secreto callaba. Con todas mis fuerzas deseaba tener la altura
de un gigante, para ver desde lo alto lo que la chica del balcón contemplaba. Quizás a lo lejos veía perdido en el
horizonte un reino con palacios de cristal, a los que les hacía falta una
soberana. Tal vez del infinito veía
venir al caballero que la rescataría de su inmensa soledad. ¡Qué tonto era! Pero sólo era un niño, y eso es lo que
pensaba.
Llegaron los días de escuela. Los libros y sus letras esclarecieron mil
dudas, mas nunca aquella que mucho me inquietaba. ¿Hacia dónde veía la
chica del balcón?
Con
gran ansiedad esperaba la hora de salida.
A toda prisa pedaleaba la bicicleta para contemplarla desde una
esquina. Ahí seguía la joven de pelo
rubio, fiel como la Luna; inerte como una escultura de mármol gris. Jamás bajó su mirada. Algo muy distante me robaba su atención. El impulso sometido era el montar en mi
corcel para ir en busca de eso que ella tanto aguardaba. Al ocupar un sitio ajeno quizás su triste
mirada también se fijaría en el chiquillo que la amaba. Pero un poderoso motivo hacía que no me
moviera. Si una lágrima caía del balcón
como gota de lluvia sobre el desierto, esa sería sólo para mí.
Después vinieron los vigorosos días
de juventud, con ellos se fue la inocencia.
Ya no había palacios ni princesas de cuentos. Mi cariño puro se contaminó de celos. Era todo un hombre, sin embargo la chica del
balcón ni me miraba. Yo en cambio, desde
lejos la contemplaba. Bajo la protección
de un farol le pedía al humo que salía de un cigarrillo que ascendiera para
acariciarla. El tiempo había pasado, sin
embargo, para mí seguía siendo fiel y hermosa.
Nunca vi arrugas en su rostro.
Las canas no dañaron el oro de su pelo.
Era una santa respetada por el tiempo.
Era un ángel que esperaba, no sé qué cosa.
A
diferencia de ella, yo estaba lleno de vida.
Un día, harto de esperar su atención tomé una mochila y la eché al
hombro. La impaciencia me impulsó a ir
más allá de las fronteras, en busca de eso que mi amada observaba.
Lejos
de mi tierra seguí pensando en ella.
Aprendí a extrañarla, tanto como la quería. Desde el primer momento quise volver. Cuando estuviera a sus pies, treparía por el
balcón para robarle el aliento y la mirada.
Mas el regreso tuvo que aguardar.
Mi deseo se hundió en lo oscuro de noches infinitas. El mundo me atrapó entre sus guerras y
batallas.
Con
la distancia aprendí que el tiempo no espera.
Así llegó la inevitable madurez y, con ella, la oportunidad de
volver. Derrotado por la vida regresé al
lugar donde dejé la cuna. Mis pasos ya
eran lentos y la figura cansada. Sin
importar que por ello me llamaran loco, en el barrio de mi infancia sonreí en
soledad, igual que el niño, quien de la mano de mi madre caminó por esas calles
empedradas. Con esfuerzo logré levantar
la vista. Confundido observé el balcón,
vacío como siempre. Sin embargo, para mí
ahí seguía la chica de pelo rubio, eternamente joven y hermosa. Quizás sólo existió en mi imaginación. Quizás al caer muerto a sus pies por fin me
regaló su mirada.
EL PIANO DE MIS RECUERDOS
Soco Uribe
Ayer
que pasaba por la casa de la maestra Carmelita vi cómo estaban sacando los
muebles de su casa. La verdad no sé si
aún viva ahí o ya haya muerto porque como no vivo en esta ciudad, pues no tengo
idea de lo que haya sucedido con ella y con la escuela de párvulos que dirigía
hace unas cuatro décadas.
Comencé
a ver los muebles que uno a uno iban sacando los cargadores de la mudanza y
observé con nostalgia cada uno de ellos, pero al descubrir el viejo piano, me
quedé parada en donde estaba y comencé a recordar aquellos días de alegría en
los que el canto y el juego eran lo único importante para mí. Entonces, mi mente se remontó a aquella época
en la que yo asistía a esa escuelita de párvulos, como le llamaban mis papás y
mis tías, en la que pasé momentos tan felices y también tan tristes de mi
niñez.
Ustedes
se preguntarán qué momentos tristes puede tener una niña de tres años, si es
difícil que los niños tengan esa clase de momentos a tan corta edad, ¡pues sí
los hubo!, aunque solo fue uno, pero lo hubo.
Sin embargo, los momentos dichosos superaron en creces a los tristes y
la verdad es que de esa escuela solo recuerdo uno que, a mi edad, no he podido
olvidar.
Un
día, uno de esos preciosos días en los que el sol brillaba y el clima de mi
querida ciudad se mostraba maravilloso, mi mamá me puso un vestido blanco con
cintas de color pistache y olanes de popelina en la bastilla, hechos con
retazos de tela que habían sobrado de un vestido de mi hermana la mayor, pero
que hacían juego con las cintas de listón; me peinó con una colita de caballo
tipo fuente y así me condujo hasta mi clase en la que nos divertiríamos, como
lo hacen los niños de tres o cuatro años, con cantos, juegos y pinturas de
colores.
Recuerdo
que llegó el momento de cantar mientras la maestra tocaba el piano y entonces
los niños teníamos que hacer lo que ella nos decía: Brincar con el pie derecho, luego con el pie
izquierdo, dar saltitos como canguro, extender las manos simulando las alas de
los pájaros, el cual era mi preferido porque cerraba los ojos y soñaba que
volaba muy lejos y que conocía lugares muy lejanos para mí, como los que
veíamos en los cuentos de hadas; pero, al llegar a la tarea de caminar en
cuatro patas, como gatitos, ¿no sé cómo pasó? Pero le pisé los dedos de la mano
al niño de atrás y se puso a llorar tanto que me espantó y me sentí culpable
por mucho tiempo pero a la vez, sentía mucho coraje con ese chillón. Yo, en aquella época, no sabía que eso le podía ocurrir a
cualquiera y que era de lo más común entre niños tan pequeños. En seguida, sentí el rechazo de los demás
niños y la atención que la maestra puso en ese chiquillo, pero nunca se
preocuparon por mí y por mis sentimientos en ese momento.
En
fin, todo pasó y ese día pensé que nunca más volvería a tener ganas de ir a la
escuela, sin embargo, al día siguiente,
había algo que me llamaba… como a las abejas la miel.
Ese
algo, era el momento en que la maestra Carmelita, ataviada con su vestido
blanco de tablones, muy limpio y almidonado, su pelo bien peinado con olor a
jabón de tocador y su blanca cara recién lavada e inmaculada tez, descubría el piano al deslizar el paño que lo
protegía. No recuerdo que tipo de
melodías cantábamos, ni la música que nos tocaba pero la magia de ambos era
primorosa, encantadora y atrayente. Era
tal el encanto que no recuerdo haberme resistido, en ningún momento, a seguir
asistiendo a la escuela de la maestra Carmelita y así disfrutar de los hermosos
acordes su preciado piano, que su madre
le había heredado en vida para impartir las clases.
Al
escuchar las notas del piano, mi ser percibía una inmensa alegría, como si algo
mágico me atrajera, como si el tiempo no transcurriera y se detuviera para
gozar de su sonido. Era algo inexplicable.
Sin
embargo, ese piano sin mi maestra no tendría historia y mi maestra sin el piano
tampoco. Nosotros, los niños, fuimos el
complemento perfecto de esa trilogía. ¡Nosotros fuimos, la tercera historia!
De
pronto, alguien gritó: ¡Señora! ¿Puede quitarse del paso? Y, en ese momento me
di cuenta de que las puertas del camión de mudanzas ya estaban cerradas y yo
seguía ahí, sin moverme, sin darme cuenta de que el tiempo se había detenido,
pero esta vez, gracias a la magia de ese viejo piano Bosendorfer.
Por
fin, me hice a un lado y, al retirarse
el camión y dejar a la vista la fachada de la casa, fue cuando pude observar un
moño negro en la parte superior de la puerta de madera. La historia había
concluído.
MI AMIGO DE JUEGOS
Soco Uribe
He
olvidado la fecha de la primera vez que jugué con mi amigo Pablito y con los
niños de la cuadra, en verdad no la recuerdo. Lo único que tengo presente es
que fue a la mañana siguiente de su octavo cumpleaños. Sus papás nos llevaron a todos a jugar futbol
a una cancha cercana a la colonia, ¡una cancha de verdad! Era inmensa, pues difícilmente la podíamos
recorrer toda completa sin cansarnos. Ahí, formamos dos equipos de los cuales,
a fin de cuentas, desconocíamos quién pertenecía al equipo de quién, pues
íbamos vestidos de diferentes colores; además de que todos corríamos, sin ton
ni son, buscando el gol como abejas a la miel.
El capitán de uno de los equipos era, por supuesto, Pablito y su papá le
amarró en el brazo un paliacate rojo para darle el distintivo de capitán. Mientras que el representante del otro equipo
era su primo Rogelio a quien le colocaron de distintivo una dona elástica de
color azul rey, que traía puesta su hermana Ale para sostener su larga y
hermosa cabellera.
Así
dio inicio el juego y comenzamos a desplazarnos, al igual que el viento, precipitadamente sobre la superficie del
pasto verde y tierno de la primavera, sintiendo cómo nos acariciaba el sol.
Todos
teníamos una labor en la cancha, ya fuese de defensas, medios o delanteros. Los
porteros eran los hijos gemelos del tío Carlos y como árbitro nombraron a
Daniel, el hijo menor de la tía Martha.
En fin, toda la familia estaba presente en el partido y también los
niños de la cuadra, a quienes sus papás les dieron permiso de participar por
haber sido el cumpleaños de Pablito el día anterior. En realidad fue un día genial porque, al
final de la contienda, los niños
comieron hot dogs y los adultos pollo
rostizado que habían llevado hasta la cancha el tío Justo y la tía Lupita para
compartir con todos. Después de la comida, no quedaron ni los huesos de tales
manjares domingueros.
A
pesar de que siempre había mucha gente rodeando a Pablito, yo era muy feliz
jugando sólo con él. Sin embargo, a él
le parecía un poco aburrido y de poca emoción, por lo cual, siempre invitaba a
un par de amiguitos y a sus primos para hacer los juegos más divertidos. Pero, sin lugar a dudas, a mí me consideraba
su mejor amigo y seguía siendo parte esencial de sus juegos, de sus risas, de
sus travesuras, de sus sueños y hasta de sus confidencias.
La
cuadra donde vivíamos estaba llena de gente muy cordial. Aunque, continuamente,
aparecía rondando por ahí, el cascarrabias de Don Alfonso, quien no dejaba
jugar a sus hijos con nosotros. Aseguraba que éstos no se juntaban con
vagos. Pero era bien sabido que, cuando
él se ausentaba de la ciudad por dos o tres días, sus hijos eran muy felices al
jugar todas las tardes con nosotros un buen partido de futbol; aunque, después
de cada enfrentamiento, la ropa les quedara casi inservible, sucia, rota y sin
haberse puesto aún de moda el vestir de harapos y lucir sucio, como ahora.
Por
lo regular, jugábamos en la calle desafiando los peligros de la vía pública,
ante la mirada suspicaz de algunos adultos quienes, con miradas y juicios
recelosos, dudaban de que algún día llegáramos a hacer algo bueno de nuestras
vidas. Es más, nos apodaron, “los vagos de la cuadra”. Por fortuna, éramos
unos vagos inmensamente felices.
También,
había ocasiones en las que Pablito y yo íbamos al parque, donde jugábamos con
amigos o subíamos a las resbaladillas para luego deslizarnos vertiginosamente y
continuar corriendo entre bicicletas y triciclos; esquivando a otros niños,
topándonos con transeúntes y paseantes, pero siempre yendo y viniendo
incasablemente.
Cuando
comenzaba a oscurecer, desde el patio trasero de mi casa podía observar a
Kaiser, el hermoso perro labrador del vecino que tanto alegraba mis horas de
soledad, cuando correteaba a los gatos por todo el jardín, mientras Pablito y
sus amigos se habían internado en sus respectivas casas para hacer su tarea,
cenar y luego irse a dormir.
Desafortunadamente,
como todo en nuestra vida cambia, esta situación también se modificó. Los niños crecieron y juntos empezamos a
cometer acciones temerarias, imprudentes, desafiantes; aunque, por fortuna,
salimos ilesos de todas ellas, sin mayores consecuencias. Al final, dichas acciones terminaron en
alegres enseñanzas y lecciones de vida.
Durante
unos cuantos años más, se repitió la misma historia, hasta que Pablo creció y
conoció a su primera novia. Entonces, en
ese momento, fui desplazado y arrumbado en el cuarto de tiliches, dentro de una
bolsa de plástico con una etiqueta que decía: El Balón de Pablo.
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* Soco
Uribe es Ingeniera Geóloga y Traductora. Traductora de textos técnicos y correctora
de estilo. Primer lugar estatal en literatura, Juegos Nacionales Culturales de
los Trabajadores "Ricardo Flores Magón" en el 2000. Grabó 10 melodías escritas por
ella en un CD llamado: Con todos mis sentidos, 2004. Autora del libro Desde lo
Profundo, 2005. Colaboró en el Agendiario, Mujer Olfato, 2007; en las revistas
La pluma del ganso; Voces Interiores y en el periódico Noreste de Poza Rica,
Ver., por más de un año (2006-2007) con
20 cuentos. Orgullosa coautora en cinco publicaciones de las antologías
Narrativa en Miscelánea -Cuentos y Relatos- editadas consecutivamente por la
UNAM (su alma mater), durante los años de 2007, 2008, 2009 y 2010. Y la del
2011 editada por la Unión Latinoamericana de Escritores. Publica ocasionalmente
en Diezmo de Palabras de El Sol del Bajío (2016). Finalista de microrrelato en
concurso Diversidad Literaria (España, 4-06-16). Es parte del taller literario
Diezmo de Palabras.
** Javier
Alejandro Mendoza González nació en Celaya. El gusto por las letras fue
despertado en él durante la preparatoria “gracias a su querida maestra, Rita”.
Por la inquietud de plasmar ideas y sueños surgieron los primeros escritos
compartidos con las personas más cercanas.
Se integró al Taller Literario Diezmo de Palabras, donde impulsado por
los colaboradores del mismo “se ha adentrado un poco más en el maravillo
universo de la lectura y escritura”. En 2016 fue seleccionado en el programa
Fondo Editorial Guanajuato para participar con una novela que pronto será
publicada.
***Imagenes
tomadas de internet:
Mujeres
en la ventana, de Bartolomé Esteban Murillo (fragmento)
Fotos
vintage
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