INSTANTES DE LA OTRA REALIDAD
“Se escribe para llenar vacíos,
para tomarse desquites
contra la realidad,
contra las circunstancias.”
Mario
Vargas Llosa
ACORRALADA
Patricia
Ruiz Hernández
El
televisor encendió a las seis de la mañana. Su sonido y deslumbrante luz sacó
de su apacible sueño a Ariadna, una joven mujer, casada y sin hijos. Su esposo
ya se encontraba en el baño. Ella estiró su cuerpo sin resignarse a terminar el
romance con su almohada. Permaneció por diez minutos saboreando cada instante
antes de ser expulsada de su paraíso. Adormilada, escuchó los anuncios del
telemarketing. Uno de ellos ofrecía una crema elaborada con semen de ballena.
Una bella mujer explicaba las bondades del producto: “Crema Lucrecia Borgia,
fuente de la eterna juventud, úsala para una piel perfecta. Por promoción
limitada paga una y llévate dos. ¡Llama ahora! No pierdas la oportunidad. Nuestras
operadoras te están esperando”. Atrapó su atención las promesas de este
artículo. Tenía debilidad por los productos milagro, así que estiró la mano a
la mesita para tomar lápiz y papel; anotó con rapidez los teléfonos, antes de
perderlos de la pantalla.
Cuando
llegó su turno para tomar el baño, se aplicó lo que consideraba el mejor champú
existente. El anuncio publicitario lo recordaba con facilidad a fuerza de
escucharlo numerosas veces: “Lleva contigo el único y sublime champú Medusa,
elaborado con tecnología digital y enriquecido con ozono. Es un producto
inteligente que monitorea tu cuero cabelludo y pone a raya a las glándulas
sebáceas. Ha sido usado por muchas celebridades”. Al salir de la regadera,
realizó todo su ritual de belleza, en el cual demoró bastante, aunque su esposo
la apresuraba para salir temprano. Calzó unos zapatos recién adquiridos que
pagaría a doce meses sin intereses, no le importaba su elevado precio. La
enganchó la cancioncita pegajosa y el mensaje que decía: “Calzado Yeti, ligero
y estético, mejora y activa la circulación de glúteos y piernas. Diseñado con
tecnología de punta. Te proporciona un andar cadencioso y elegante”.
Despidió
a su esposo en la puerta pues marchaban por caminos diferentes. Ella regresó a
su habitación ya que a causa de la prisa había olvidado usar su desodorante
Efluvio. Tenía firme convicción de que este producto era el único con
microcápsulas y agentes activos que favorecían la renovación de la piel y
aumentaban su sex appeal. Por último, se
aplicó unas gotas de perfume, cuyo mensaje recurrente estaba presente en su
memoria y se activaba como una grabación mental: “Con la fragancia Sortilegio
ponle stop al tiempo. Es una esencia de ensueño que contiene feromonas para
brindar un aire salvaje e irresistible. Comprobado y avalado por miles de
mujeres. Si no te funciona, te devolvemos tu dinero”.
Entró
a su automóvil y condujo por la avenida. Iba tarareando la canción que se
escuchaba en la radio. Igual que todos los días le tocó embotellamiento vehicular,
así quedó en alto total. Levantó la vista y pudo observar un anuncio
espectacular colocado en la parte superior de un edificio, en él se mostraba a
una popular actriz que ofrecía un brebaje para adelgazar. El letrero rezaba
así: “Espiga, tónico para quemar grasa. Conviértete de gordibuena a diosa de la
sensualidad con el único sistema comprobado ¡Atrévete!”. Ariadna sintió deseos
irresistibles de comprar aquel producto, nada perdía con probar, le pareció una
opción confiable porque lo anunciaba una estrella de televisión. Recordó cuando
torpemente gastó su tiempo y dinero contestando aquel inútil mensaje en el
móvil que decía: “Envía mensaje al teléfono…y consigue las mejores dietas y
ejercicios”.
Mientras
esperaba el semáforo verde, se retocó el maquillaje. Utilizó el espejo
retrovisor para renovar el cosmético, sacó su lápiz labial que emergió del
estuche como símbolo fálico. El subconsciente reaccionó al anuncio publicitario
que cientos de veces había escuchado: “Ten un romance con tu lápiz labial obelisco,
saboréalo, te llenará de sensaciones sublimes, conviértelo en tu amante
incondicional”.
Ya
que no había avance en el atasco automovilístico, le dio tiempo para revisar
los mensajes del celular. Tenía uno que decía: “Felicidades, tu número telefónico
ha sido elegido para concursar por un Samsung Galaxy, confirma tu
participación. Envía SI al…”. En esta ocasión fue inmune al asedio. “Qué
pillos, otra vez lo mismo, esta vez no caeré en el juego, son como vampiros que
chupan mi dinero”.
Por
fin, llegó a la oficina y atendió los pendientes del día. En el transcurso de
la mañana revisó su correo electrónico y encontró un mensaje personal que la
invitaba a participar en un concurso, cuyo premio era un crucero a una idílica
playa. Admiró las fotografías panorámicas acompañadas del siguiente texto:
“Participa y serás uno de cientos de afortunados en visitar la playa el Vergel.
Es un paraíso, pero sin la serpiente. Viaja con todos los gastos pagados, no
puedes dejar pasar la oportunidad”. Le pareció atractivo el concurso, así que
decidió probar suerte contestando el mensaje. Aunque una voz interna le
aconsejaba ser prudente. Recordó la experiencia desagradable que vivió junto
con su esposo cuando vacacionaban en Los Cabos. En aquella ocasión, se les
acercaron varios vendedores para ofrecer un paquete de tiempo compartido. Con
la intención de explicar los pormenores, les invitaron un desayuno
completamente gratis. Durante el almuerzo, después del acostumbrado diluvio de
frases prediseñadas, los esposos se negaron a adquirir la membresía, ya que los
costos eran estratosféricos. Como por arte de magia, los antes serviciales
vendedores se transformaron en energúmenos y muy indignados les cobraron el
desayuno.
Salió
de su oficina a realizar algunas diligencias al centro de la ciudad. Al caminar
por la calle, encontró a un grupo de vendedores que portaban una malla atrapa
incautos. La invitaron a pasar a un local para la demostración de diversos
artículos con lo último en tecnología. “Te ofrecemos el único y ultramejorado
XK300. Es una herramienta para diagnosticar el funcionamiento del automóvil. Se
coloca en el coche y hace conexión en forma inalámbrica a la PC o a la
portátil… Aceptamos tarjeta bancaria, ¡Anímate!” Expresó el vendedor en un
discurso claramente ensayado y atiborrado de tecnicismos, repetido por enésima
vez en ese día. A ella la deslumbró el innovador invento y no dudó en
adquirirlo.
Más
tarde, al salir de la oficina, regresó a casa dispuesta a disfrutar su tiempo
libre, se preparaba para tomar una siesta cuando sonó el teléfono. “¡Qué
inoportuno!”, pensó.
—Buenos
días, ¿se encuentra el señor Gómez? —dijo una señorita del otro lado de la
línea.
—Es
mi marido, pero no se encuentra en casa.
—Muy
bien, señora, usted tiene el poder en sus manos. En casa las mujeres toman las
decisiones importantes, las que benefician a la familia. Represento a la
Compañía Dulce Vida, le estoy ofreciendo un seguro de vida. Esta es su gran
oportunidad, ninguno de nuestros competidores tiene una oferta así, el
descuento es con cargo a su tarjeta.
—Gracias
señorita, pero no me interesa.
—¿Me
puede decir el motivo de su desinterés? Muchos opinaban lo mismo, pero han
recapacitado, ya que nadie tiene la vida comprada. Usted no querrá dejar a su
familia en el desamparo, ¡piénselo! Tenemos una amplia gama de modalidades. Si
me permite le explico cada una…-Siguió hablando como en maratón de verborrea.
Ariadna terminó por aceptar y le proporcionó a la vendedora los datos que
solicitaba. El descuento era muy bajo y consideró que gastaba más en golosinas
y propinas. Decidió no mencionarlo a su marido para evitar pleitos
innecesarios.
Revisó
la correspondencia; en ella había varios sobres con los estados de cuenta de
las tarjetas de crédito. “¡Dios! Están sobregiradas y la tasa de interés es
altísima. Todo por haber comprado esas
gangas, que realmente no lo eran. Siento que pierdo el control, que mi vida es
tragicómica. No sé cómo anulan mi sentido crítico. Me hundo en un pantano de
deudas. ¡Pero se acabó!, en éste día tomaré una sabia decisión, sanearé mi
economía y ya no seré tan manirrota”, reflexionó en un lapso fugaz de sensatez.
Junto a los avisos del banco había otros con publicidad. Les dio un vistazo a
los catálogos con cierto sentimiento de culpa. Ahí estaba, a todo color, una
linda canasta para los días de campo, incluía copas, vasos, platos y cubiertos.
Se agregaba al paquete, ¡completamente gratis!, un mantel bordado. La tentación
era irresistible… En ese momento tocaron el timbre y para rematar era un
vendedor.
—Buenos
tardes, le ofrezco…
—Sabe,
en estos momentos atravieso por una difícil situación económica. Soy del grupo
quiero no niego, pero pago no tengo.
Él
sabía que no debía soltar a su presa. Le implantó la necesidad de que su
producto era justo lo que necesitaba. El hombre sabía crear necesidades
inexistentes y explotar sus miedos y deseos. Ella cayó en la trampa. La
intención de ser prudente se fue al caño para confirmar aquello de: el hombre
es un animal de costumbres.
TODAS
SON SANTAS
Javier
Alejandro Mendoza González
¡Qué
tristes son los cementerios!, más aún para quien ha perdido a su madre. Como cada diez de mayo, desde que la tragedia
ocurrió, Benjamín y sus hijos llegaron muy temprano al panteón. Llevaban flores y veladoras en sus manos; en
el corazón, un dolor que los acompañaría por el resto de sus días.
El escaso viento que soplaba sobre
el camposanto muy apenas lograba mecer las hojas de los árboles, sin embargo
tenía el poder de llevarse cualquier motivo de alegría. La vida de aquellos que ya descansaban bajo
tierra estaba resumida en unas cuantas letras sobre las lápidas: un nombre, una
frase y dos fechas, nada más. Ni hazañas
ni riquezas que se perdían en el pasado.
Las filas de fosas y tumbas intentaban formar un difícil laberinto del
cual los muertos no podían salir; al que los vivos no deseaban entrar.
Los tres hijos de Benjamín se
esmeraron en la limpieza de la tumba de su madre. Quitaron la maleza que había alrededor,
pusieron flores frescas en los jarrones y por último le ofrecieron a Dios una
oración, para que esa mujer que se llevó una parte de la felicidad, algún día
lograra el descanso eterno. Benjamín
sólo los observó. Su silencio era
necesario para que los inocentes no sufrieran más. A pesar de toda su fuerza de voluntad fue
inevitable que un par de lágrimas regaran la árida tierra del cementerio.
El mayor de los hermanos se aferraba
a los recuerdos que cada día se esfumaban más.
Los dos menores ya no recordaban ni la voz ni las caricias de esa mujer
a la que añoraban. Sólo la tenían
presente en algunas fotografías que el tiempo iba haciendo arrugadas y
amarillentas. Sin misericordia para los
huérfanos, los años difuminaban la imagen de esa mujer, a la que aún en su
irremediable ausencia, la amaban con todas sus fuerzas. Así se los inculcó su padre.
Varios lastimosos suspiros fueron lo
único que se logró escuchar entre tanto silencio. Luego de hacerse la señal de la cruz en el
pecho, los tres jovencitos se retiraron.
Tenían que seguir viviendo, aunque una parte de ellos hubiera muerto el
día en que su madre se fue; un suceso, que si alguna vez ocurrió, ya se había
perdido en la memoria.
Benjamín dejó que los chicos se
adelantaran. Era indispensable un
segundo a solas para enjugar su llanto; para suspirar sobre una rosa de largo
tallo que sostenía con delicadeza entre sus manos.
Una mujer cubierta de luto y velo
desahogaba su pena frente a la tumba contigua.
Como cada año, fue inevitable testigo de tanto dolor. Luego de presenciar el amor que esos niños le
tenían a quien no estaba con ellos, impulsada por el deseo de consolar o ser
consolada se acercó con lentitud a Benjamín.
Sin descubrir su rostro, mientras luchaba por destruir un nudo que
obstruía la voz, en forma entrecortada aseguró:
—Es evidente cuanto la aman. No hay duda.
Hagan lo que hagan, todas las madres son unas santas.
Sin desviar la vista de la lápida,
mientras apretaba entre los dientes resquicios de rencor, él concluyó:
—Todas, incluso esta… que no lo
merece. ¡Pobres inocentes! La veneran en una tumba vacía, aunque a ella
no le haya importado abandonarlos para largarse con otro.
—¿Y
si ella…?
—Los
muertos no vuelven. Por el bien de mis
hijos así será. ¡Que Dios la
perdone! Yo no puedo.
Benjamín besó la rosa, con ternura
la colocó sobre el altar. Con un suspiro
con aroma a dolor y resignación fue en busca de los niños.
Luego de descubrir su rostro, la
mujer de negro leyó su nombre sobre la lápida, tomó la rosa y se marchó por un
rumbo distinto, arrastrando tristeza y arrepentimiento.
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