domingo, 6 de mayo de 2018

INSTANTES DE LA OTRA REALIDAD



INSTANTES DE LA OTRA REALIDAD

“Se escribe para llenar vacíos,
para tomarse desquites contra la realidad,
contra las circunstancias.”
Mario Vargas Llosa




ACORRALADA
Patricia Ruiz Hernández

El televisor encendió a las seis de la mañana. Su sonido y deslumbrante luz sacó de su apacible sueño a Ariadna, una joven mujer, casada y sin hijos. Su esposo ya se encontraba en el baño. Ella estiró su cuerpo sin resignarse a terminar el romance con su almohada. Permaneció por diez minutos saboreando cada instante antes de ser expulsada de su paraíso. Adormilada, escuchó los anuncios del telemarketing. Uno de ellos ofrecía una crema elaborada con semen de ballena. Una bella mujer explicaba las bondades del producto: “Crema Lucrecia Borgia, fuente de la eterna juventud, úsala para una piel perfecta. Por promoción limitada paga una y llévate dos. ¡Llama ahora! No pierdas la oportunidad. Nuestras operadoras te están esperando”. Atrapó su atención las promesas de este artículo. Tenía debilidad por los productos milagro, así que estiró la mano a la mesita para tomar lápiz y papel; anotó con rapidez los teléfonos, antes de perderlos de la pantalla.
Cuando llegó su turno para tomar el baño, se aplicó lo que consideraba el mejor champú existente. El anuncio publicitario lo recordaba con facilidad a fuerza de escucharlo numerosas veces: “Lleva contigo el único y sublime champú Medusa, elaborado con tecnología digital y enriquecido con ozono. Es un producto inteligente que monitorea tu cuero cabelludo y pone a raya a las glándulas sebáceas. Ha sido usado por muchas celebridades”. Al salir de la regadera, realizó todo su ritual de belleza, en el cual demoró bastante, aunque su esposo la apresuraba para salir temprano. Calzó unos zapatos recién adquiridos que pagaría a doce meses sin intereses, no le importaba su elevado precio. La enganchó la cancioncita pegajosa y el mensaje que decía: “Calzado Yeti, ligero y estético, mejora y activa la circulación de glúteos y piernas. Diseñado con tecnología de punta. Te proporciona un andar cadencioso y elegante”. 
Despidió a su esposo en la puerta pues marchaban por caminos diferentes. Ella regresó a su habitación ya que a causa de la prisa había olvidado usar su desodorante Efluvio. Tenía firme convicción de que este producto era el único con microcápsulas y agentes activos que favorecían la renovación de la piel y aumentaban su sex appeal.  Por último, se aplicó unas gotas de perfume, cuyo mensaje recurrente estaba presente en su memoria y se activaba como una grabación mental: “Con la fragancia Sortilegio ponle stop al tiempo. Es una esencia de ensueño que contiene feromonas para brindar un aire salvaje e irresistible. Comprobado y avalado por miles de mujeres. Si no te funciona, te devolvemos tu dinero”.
Entró a su automóvil y condujo por la avenida. Iba tarareando la canción que se escuchaba en la radio. Igual que todos los días le tocó embotellamiento vehicular, así quedó en alto total. Levantó la vista y pudo observar un anuncio espectacular colocado en la parte superior de un edificio, en él se mostraba a una popular actriz que ofrecía un brebaje para adelgazar. El letrero rezaba así: “Espiga, tónico para quemar grasa. Conviértete de gordibuena a diosa de la sensualidad con el único sistema comprobado ¡Atrévete!”. Ariadna sintió deseos irresistibles de comprar aquel producto, nada perdía con probar, le pareció una opción confiable porque lo anunciaba una estrella de televisión. Recordó cuando torpemente gastó su tiempo y dinero contestando aquel inútil mensaje en el móvil que decía: “Envía mensaje al teléfono…y consigue las mejores dietas y ejercicios”.
Mientras esperaba el semáforo verde, se retocó el maquillaje. Utilizó el espejo retrovisor para renovar el cosmético, sacó su lápiz labial que emergió del estuche como símbolo fálico. El subconsciente reaccionó al anuncio publicitario que cientos de veces había escuchado: “Ten un romance con tu lápiz labial obelisco, saboréalo, te llenará de sensaciones sublimes, conviértelo en tu amante incondicional”.
Ya que no había avance en el atasco automovilístico, le dio tiempo para revisar los mensajes del celular. Tenía uno que decía: “Felicidades, tu número telefónico ha sido elegido para concursar por un Samsung Galaxy, confirma tu participación. Envía SI al…”. En esta ocasión fue inmune al asedio. “Qué pillos, otra vez lo mismo, esta vez no caeré en el juego, son como vampiros que chupan mi dinero”.
Por fin, llegó a la oficina y atendió los pendientes del día. En el transcurso de la mañana revisó su correo electrónico y encontró un mensaje personal que la invitaba a participar en un concurso, cuyo premio era un crucero a una idílica playa. Admiró las fotografías panorámicas acompañadas del siguiente texto: “Participa y serás uno de cientos de afortunados en visitar la playa el Vergel. Es un paraíso, pero sin la serpiente. Viaja con todos los gastos pagados, no puedes dejar pasar la oportunidad”. Le pareció atractivo el concurso, así que decidió probar suerte contestando el mensaje. Aunque una voz interna le aconsejaba ser prudente. Recordó la experiencia desagradable que vivió junto con su esposo cuando vacacionaban en Los Cabos. En aquella ocasión, se les acercaron varios vendedores para ofrecer un paquete de tiempo compartido. Con la intención de explicar los pormenores, les invitaron un desayuno completamente gratis. Durante el almuerzo, después del acostumbrado diluvio de frases prediseñadas, los esposos se negaron a adquirir la membresía, ya que los costos eran estratosféricos. Como por arte de magia, los antes serviciales vendedores se transformaron en energúmenos y muy indignados les cobraron el desayuno.
Salió de su oficina a realizar algunas diligencias al centro de la ciudad. Al caminar por la calle, encontró a un grupo de vendedores que portaban una malla atrapa incautos. La invitaron a pasar a un local para la demostración de diversos artículos con lo último en tecnología. “Te ofrecemos el único y ultramejorado XK300. Es una herramienta para diagnosticar el funcionamiento del automóvil. Se coloca en el coche y hace conexión en forma inalámbrica a la PC o a la portátil… Aceptamos tarjeta bancaria, ¡Anímate!” Expresó el vendedor en un discurso claramente ensayado y atiborrado de tecnicismos, repetido por enésima vez en ese día. A ella la deslumbró el innovador invento y no dudó en adquirirlo.
Más tarde, al salir de la oficina, regresó a casa dispuesta a disfrutar su tiempo libre, se preparaba para tomar una siesta cuando sonó el teléfono. “¡Qué inoportuno!”, pensó.
—Buenos días, ¿se encuentra el señor Gómez? —dijo una señorita del otro lado de la línea.
—Es mi marido, pero no se encuentra en casa.
—Muy bien, señora, usted tiene el poder en sus manos. En casa las mujeres toman las decisiones importantes, las que benefician a la familia. Represento a la Compañía Dulce Vida, le estoy ofreciendo un seguro de vida. Esta es su gran oportunidad, ninguno de nuestros competidores tiene una oferta así, el descuento es con cargo a su tarjeta.
—Gracias señorita, pero no me interesa.
—¿Me puede decir el motivo de su desinterés? Muchos opinaban lo mismo, pero han recapacitado, ya que nadie tiene la vida comprada. Usted no querrá dejar a su familia en el desamparo, ¡piénselo! Tenemos una amplia gama de modalidades. Si me permite le explico cada una…-Siguió hablando como en maratón de verborrea. Ariadna terminó por aceptar y le proporcionó a la vendedora los datos que solicitaba. El descuento era muy bajo y consideró que gastaba más en golosinas y propinas. Decidió no mencionarlo a su marido para evitar pleitos innecesarios.
Revisó la correspondencia; en ella había varios sobres con los estados de cuenta de las tarjetas de crédito. “¡Dios! Están sobregiradas y la tasa de interés es altísima.  Todo por haber comprado esas gangas, que realmente no lo eran. Siento que pierdo el control, que mi vida es tragicómica. No sé cómo anulan mi sentido crítico. Me hundo en un pantano de deudas. ¡Pero se acabó!, en éste día tomaré una sabia decisión, sanearé mi economía y ya no seré tan manirrota”, reflexionó en un lapso fugaz de sensatez. Junto a los avisos del banco había otros con publicidad. Les dio un vistazo a los catálogos con cierto sentimiento de culpa. Ahí estaba, a todo color, una linda canasta para los días de campo, incluía copas, vasos, platos y cubiertos. Se agregaba al paquete, ¡completamente gratis!, un mantel bordado. La tentación era irresistible… En ese momento tocaron el timbre y para rematar era un vendedor.
—Buenos tardes, le ofrezco…
—Sabe, en estos momentos atravieso por una difícil situación económica. Soy del grupo quiero no niego, pero pago no tengo.
Él sabía que no debía soltar a su presa. Le implantó la necesidad de que su producto era justo lo que necesitaba. El hombre sabía crear necesidades inexistentes y explotar sus miedos y deseos. Ella cayó en la trampa. La intención de ser prudente se fue al caño para confirmar aquello de: el hombre es un animal de costumbres.




TODAS SON SANTAS
Javier Alejandro Mendoza González

¡Qué tristes son los cementerios!, más aún para quien ha perdido a su madre.  Como cada diez de mayo, desde que la tragedia ocurrió, Benjamín y sus hijos llegaron muy temprano al panteón.  Llevaban flores y veladoras en sus manos; en el corazón, un dolor que los acompañaría por el resto de sus días.
            El escaso viento que soplaba sobre el camposanto muy apenas lograba mecer las hojas de los árboles, sin embargo tenía el poder de llevarse cualquier motivo de alegría.  La vida de aquellos que ya descansaban bajo tierra estaba resumida en unas cuantas letras sobre las lápidas: un nombre, una frase y dos fechas, nada más.  Ni hazañas ni riquezas que se perdían en el pasado.  Las filas de fosas y tumbas intentaban formar un difícil laberinto del cual los muertos no podían salir; al que los vivos no deseaban entrar.
            Los tres hijos de Benjamín se esmeraron en la limpieza de la tumba de su madre.  Quitaron la maleza que había alrededor, pusieron flores frescas en los jarrones y por último le ofrecieron a Dios una oración, para que esa mujer que se llevó una parte de la felicidad, algún día lograra el descanso eterno.  Benjamín sólo los observó.  Su silencio era necesario para que los inocentes no sufrieran más.  A pesar de toda su fuerza de voluntad fue inevitable que un par de lágrimas regaran la árida tierra del cementerio.
            El mayor de los hermanos se aferraba a los recuerdos que cada día se esfumaban más.  Los dos menores ya no recordaban ni la voz ni las caricias de esa mujer a la que añoraban.  Sólo la tenían presente en algunas fotografías que el tiempo iba haciendo arrugadas y amarillentas.  Sin misericordia para los huérfanos, los años difuminaban la imagen de esa mujer, a la que aún en su irremediable ausencia, la amaban con todas sus fuerzas.  Así se los inculcó su padre. 
            Varios lastimosos suspiros fueron lo único que se logró escuchar entre tanto silencio.  Luego de hacerse la señal de la cruz en el pecho, los tres jovencitos se retiraron.  Tenían que seguir viviendo, aunque una parte de ellos hubiera muerto el día en que su madre se fue; un suceso, que si alguna vez ocurrió, ya se había perdido en la memoria.
            Benjamín dejó que los chicos se adelantaran.  Era indispensable un segundo a solas para enjugar su llanto; para suspirar sobre una rosa de largo tallo que sostenía con delicadeza entre sus manos.
            Una mujer cubierta de luto y velo desahogaba su pena frente a la tumba contigua.  Como cada año, fue inevitable testigo de tanto dolor.  Luego de presenciar el amor que esos niños le tenían a quien no estaba con ellos, impulsada por el deseo de consolar o ser consolada se acercó con lentitud a Benjamín.  Sin descubrir su rostro, mientras luchaba por destruir un nudo que obstruía la voz, en forma entrecortada aseguró:
            —Es evidente cuanto la aman.  No hay duda.  Hagan lo que hagan, todas las madres son unas santas.
            Sin desviar la vista de la lápida, mientras apretaba entre los dientes resquicios de rencor, él concluyó:
            —Todas, incluso esta… que no lo merece.  ¡Pobres inocentes!  La veneran en una tumba vacía, aunque a ella no le haya importado abandonarlos para largarse con otro. 
—¿Y si ella…?
—Los muertos no vuelven.  Por el bien de mis hijos así será.  ¡Que Dios la perdone!  Yo no puedo. 
            Benjamín besó la rosa, con ternura la colocó sobre el altar.  Con un suspiro con aroma a dolor y resignación fue en busca de los niños.
            Luego de descubrir su rostro, la mujer de negro leyó su nombre sobre la lápida, tomó la rosa y se marchó por un rumbo distinto, arrastrando tristeza y arrepentimiento.



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