EL
VALLE DE LOS ESPEJOS DORMIDOS
Herminio
Martínez
Por
todos es bien conocido que la luna de invierno es una de las más bellas del
año. Es tan grande y luminosa, que por poco y se parece al sol; lo único que
los distingue es la frescura y el color azul.
Hasta los pájaros la saludan con silenciosos
cantos; los hombres la contemplan con alegría y asombro; los niños ven en ella
gatos, perros, conejos y hadas, todos de color azul.
-¿De
dónde viene este misterio? –se preguntan.
Los
hombres les contestan:
-Tal
vez de los instantes de una eternidad que nos vigila más allá de las estrellas
y la noche…
Los
ríos reposan a su radiante claridad; toda la tierra se estremece en actitud de
dar gracias a Dios por haberla hecho un jardín para su hijo el hombre: esta criatura
bondadosa que lo mismo hace la guerra que produce flores.
Sin
embargo, hubo una vez en que, cuando más clara se le podía admirar, el viento
se la llevó lejos del orbe; se la llevó soplando y resoplando como a un globo
grandote hasta que las personas ya no la distinguieron. Es lo que se cuenta.
Desde el atardecer, cuando el crepúsculo ya casi terminaba, se sintió una
corriente que, como si hubiera estado hecha de víboras, chillaba entre las
casas y los árboles.
-¡Qué
viento! –algunos exclamaban.
-¡Parece
un huracán!
-¡Y
miren cómo se la está llevando!
-¿A
quién?
-¡A
la luna, hombre!
-¡La
luna! ¡Oh, la bella luna azul!
-La
va rodando…
Tampoco
era un huracán, sino una fuerza extraña que, en cuanto salió la enorme lágrima de vidrio en la mejilla de la noche,
la comenzó a empujar hacia un punto impreciso del universo sin fronteras.
En
un instante, todas las naciones, todos los reinos, todas las ciudades, todas
las poblaciones protestaron porque no habría más de esta luz para deleitarse
desde los balcones o en el campo.
-¿Qué
le pasó a la luna? –preguntaban los niños, que, aparte de los poetas, son los
que más la echan de menos.
-Se
la comió la noche… -algunos suspiraban.
Todo
diciembre, enero y aun febrero, el mundo se mantuvo sin contemplar su brillo.
Los gallos, en sus espuelas, se paraban tristes; los perros no dormían, las
gallinas ponían su soledad entre once y doce. Y en todas partes y en cualquier
idioma, los noticieros y los periodistas hablaban del “fenómeno”:
-¡Nos
han dejado huérfanos!… -decían.
-Sin
resplandor de luna….
Otros
auguraban el fin de todas las especies:
-Sin
luna no hay evolución… –aseguraban.
-Ni
sentimientos.
-Ni
canciones.
Y si
alguien preguntaba el por qué, le respondían:
-Porque
la luna es de agua y el sol nada más nos quema.
-¡Tenemos
que hacer algo! –dijo un rey.
-¿Cómo
qué, mi señor? –le respondió la reina.
-No
lo sé…
Y
efectivamente, el rey no sabía nada, pero sus ministros llamaron a los brujos.
-Ellos
lo saben todo, Majestad… –le aconsejaron.
Los
hechiceros, que tampoco podían ya trabajar a falta de los reflejos de esas
noches sobre sus ensalmos y sus pócimas, hicieron referencia a una antigua
historia narrada por encantadores y por magos, en todos los imperios que por su
edad se remontaban más allá del tiempo.
-Allí
se habla –comentaron-, que este momento, tarde o temprano llegaría. Es una
vieja profecía. Iba a llegar para enseñarnos a conservar la Tierra.
-¡Uf!
–hizo la reina tras un golpe de tos.
-¡Cuál
es la solución! –ordenó el rey.
-Necesitamos
hallar cien caballeros que no hayan cumplido los dieciocho años, que sean
inocentes y hayan soñado la pureza.
-¿Pureza?
-La
de la canción que hay en sus sueños.
-Y
que estén dispuestos a viajar al Valle de los Espejos Dormidos a rescatar la
luna –comentaron.
-Allá
la llevó el viento…
-Pero
es importante que sepan la canción…
-La
de esta luz de que habla la leyenda. Y uno de ellos, el que llevaba el
manuscrito, leyó en voz alta:
Dirán:
algún viento hermoso
besa
la luz y la inclina,
¿o
de montaña vecina
baja
un viento tormentoso?
Los
elegidos ya la habrán soñado, majestad. Es lo que dice aquí.
Y
quienes posean el don,
en
sueños aprenderán esta canción…
La
solución no le gustó al monarca, ¿de dónde iba a sacar cien caballeros
inocentes que estuvieran dispuestos a marchar al Valle de los Espejos Dormidos?
Con
todo, la reina le aconsejó que preguntara en las demás naciones. Y lo hizo.
Envió emisarios, publicó edictos, mandó investigar si alguien conocía aquel
canto. Más pronto de lo que él se imaginó, aparecieron los primeros diez
jóvenes varones dispuestos a desafiar adversidades, a quienes en el sueño se
les había revelado letra y música. Después llegaron veinte, luego otros diez,
más treinta, quince y otros quince, hasta sumar los cien. A todos les preguntaban
la canción y ellos la entonaban, como si desde niños se las hubieran enseñado.
-Bueno
–señaló el monarca-, ¿qué sigue?
-Sólo
marchar.
Los
brujos les advirtieron:
-Ustedes,
jóvenes, fueron los elegidos. Llevan su corazón en la limpieza de su sombra, que
es la luz y el amor al mismo tiempo. Sólo caminen, las piernas de sus caballos
los llevarán hacia los espejos y encontrarán la luna. Que nada los detenga.
Pero no dejen de cantar. La estrofa que ya saben los salvará de todos los
peligros. ¡Caminen, el mundo los aguarda! Díganle su canción a los espejos y
ellos la harán volver a donde siempre estuvo.
Sin
hablar, sólo mirándose y mirándolos, los cien recién venidos avanzaron por
donde sus cabalgaduras los llevaban. A ratos parecían volar; a ratos se imaginaban
en un sueño. Sus idiomas eran diferentes, pero podían darse a entender con sólo
alzar la mano, mover un ojo, arquear la ceja o tocarse el pelo. Tampoco sentían
que pasara el tiempo, porque no se cansaban ni había necesidad de beber o de
comer. Si había alguna tormenta o extraños animales les gruñían, su voz los
ahuyentaba. Únicamente repetían la canción:
Dirán:
algún viento hermoso
besa
a luz y la inclina,
¿o
de montaña vecina
baja
un viento tormentoso?
Finalmente,
vieron brillar al pie de la montaña el Valle de los Espejos Dormidos,
relumbrando al sol como si fueran lagos. Parecía una enorme ciudad que en lugar
de casas tuviese espejos boca arriba, durmiendo cada uno con su luna.
-¡Válgame!
-pensó uno de los jóvenes-, ¿y ahora?
-Cantemos
-le respondieron los noventa y nueve a la vez, sin mover la boca.
-De
acuerdo, hagámoslo.
Sonó
la melodía en cada una de las mentes.
Entonces
se abrió el cielo. Caía ya la noche, pero la luna, libre al fin, emergió poderosa
de uno de los espejos, delante de los caballeros que cantaban, reían y no se
fatigaban de exclamar:
Y
quienes posean el don,
en
sueños aprenderán esta canción…
El
suelo resplandecía, la montaña iba adquiriendo un tono luminoso y hasta los
mares, al otro lado del crepúsculo, recuperaban su sensación de ser una pradera
con la piel de espuma.
DEL COINCIDIR EL DESEO
Diana Alejandra Aboytes Martínez
El
gélido invierno transcurría. Los copos de nieve bajaban como algodones mecidos
al viento. El espectáculo blanquecino revestía la ciudad. Los niños en el
parque sonreían entusiasmados, pues sabían que era época de fiesta y regalos.
Observaban tan buen comportamiento, que parecían otros a los que once meses
atrás hacían travesuras por todos lados.
En las calles, las luces y adornos que
pendían de las paredes de las casas, parecían formar parte de una postal
navideña. Por una de las ventanas se veía una niña acompañada de un hombre de
pelo cano, sentados frente a la chimenea. Ambos platicaban y hacían bromas
mientras asaban malvaviscos. En cierto momento, la pequeña con un dejo de
tristeza en el rostro, expuso al abuelo su ilusión de tener una hermana,
alguien con quien compartir los juguetes más novedosos que sus padres le
compraban. No le agradaba mucho ser hija única. El hombre mayor, con ternura
tomó de la barbilla a su nieta mientras le hacía saber que en días decembrinos,
la magia de la bonaventura otorgaba a los buenos chicos lo que con el corazón
desearan, así que si tanto lo quería, podía pedirlo y esperar con serenidad a
que sucediera.
Le propuso escribir su deseo en una
nota y lo enviara al cielo por medio de un globo con helio. La tarde del día
siguiente llegó el abuelo, con un globo color mandarina en las manos. La
chiquilla apenas lo vio, corrió jubilosa a escribir en una tarjeta lo
siguiente:
“Querida
hermana imaginaria, mi nombre es, Clarence Liperton.
Tengo 10 años, un perro y una ardilla. Estés en donde
estés, comunícate conmigo. Tel. 865-901472. Forte de Barola.”
Enrolló el papel y lo ató a la punta
del cordel para después dejar ir el globo.
Algunas
semanas pasaron y un día el ring del teléfono anunció que tenía llamada. La
niña levantó la bocina y una voz infantil, que le pareció muy familiar, le
dijo: ¡hola!
*Textos publicados en El Sol del Bajío, Celaya. Gto.
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