Sol del Bajío, Celaya, Gto.
LA LECTURA, ARMA
PELIGROSA
La lectura convertía el sueño en vida y la vida en
sueño y ponía al alcance del pedacito de hombre que era yo el universo de la
literatura. Mi madre me contó que las primeras cosas que escribí fueron continuaciones
de las historias que leía pues me apenaba que se terminaran o quería
enmendarles el final. Y acaso sea eso lo que me he pasado la vida haciendo sin
saberlo: prolongando en el tiempo, mientras crecía, maduraba y envejecía, las
historias que llenaron mi infancia de exaltación y de aventuras. Con estas palabras Mario Vargas Llosa inicia su
discurso Elogio de la lectura y la
ficción. Sin duda, en muchos escritores se ha manifestado la misma
inquietud y al leer los relatos de Luis Felipe, Ignacio y Miguel, nos
dejan la puerta abierta para las
secuelas o precuelas de sus historias.
El Ladrillazo de Luis Felipe, retrata
fielmente la psicología oscura de su personaje y a través de esa descripción,
nos transportamos a su entorno. Con unas cuantas líneas ya hemos adivinado –sin
que lo cuente– el origen, la recámara,
la vivienda, la calle, la colonia y el cielo gris que la vida eligió para una
mujer convertida en furia.
En El perro cenizo, Ignacio tortura a su
personaje y nos tortura con los recuerdos y remordimientos que también llegamos
a experimentar con la presencia de las ausencias y los incomprensibles dictados
del amor.
Con Preparen, apunten ¡fuego! Miguel nos
sitúa en un espacio bucólico, aunque bien pudiera tratarse de cualquier otro
escenario o actividad como leer o conversar “fisicamente”, un mundo que nos
empeñamos en ignorar mientras la tecnología se apodera de nuestra voluntad.
Tres
relatos que nos llevan a reflexionar y recrear cosas como el amor, la gratitud, el
destino, la justicia social y la libertad, por mencionar algunas. Esa es la
razón por la que los tiranos le temen a la ficción, a la lectura, porque nos
invita a pensar, a conocer del mundo sus agravios y nos alienta a buscar la
manera de enmendarles los entuertos.
Al leer nos damos cuenta de lo que somos y tenemos, lo que nos corresponde y lo
que nos arrebatan, haciendo de la lectura un arma peligrosa para el poder.
Mario
Vargas Llosa, en el citado discurso de aceptación del premio Nobel, nos ilustra
con maestría respecto a este tema: “…gracias
a la literatura, a las conciencias que formó, a los deseos y anhelos que
inspiró, al desencanto de lo real con que volvemos del viaje a una bella
fantasía, la civilización es ahora menos cruel que cuando los contadores de
cuentos comenzaron a humanizar la vida con sus fábulas. Seríamos peores de lo
que somos sin los buenos libros que leímos, más conformistas, menos inquietos e
insumisos y el espíriru crítico, motor del progreso, ni siquiera existiría.
Igual que escribir, leer es protestar contra las insuficieciencias de la vida.
Quien busca en ficción lo que no tiene, dice, sin necesidad de decirlo, ni
siquiera saberlo, que la vida tal como es no nos basta para colmar nuestra sed
de absoluto, fundamento de la condición humana y que debería ser mejor.
Inventamos las ficcciones para poder vivir de alguna manera las muchas vidas
que quisieramos tener cuando apenas disponemos de una sola.
Sin las ficciones seríamos menos conscientes de la
importancia de la libertad para que la vida sea vivible y del infierno en que
se convierte cuando es conculcada por un tirano, una ideología o una religión.
Quienes dudan de que la literatura, además de sumirnos en el sueño de la
belleza y la felicidad, nos alerta contra toda forma de opresión, pregúntense
por qué todos los regímenes empeñados en controlar la conducta de los
ciudadanos de la cuna a la tumba, la temen tanto que establecen sistemas de
censura para reprimirla y vigilan con tanta suspicacia a los escritores
independientes. Lo hacen porque saben el riesgo que corren dejando que la
imaginación discurra por los libros, lo sediciosas que se vuelven las ficciones
cuando el lector coteja la libertad que las hace posibles y que en ellas se
ejerce, con el oscurantismo y el miedo que lo
acechan en el mundo real. Lo quieran o no, lo sepan o no, los fabuladores,
al inventar historias, propagan la insatisfacción, mostrando que el mundo está
mal hecho, que la vida de la fantasía es más rica que la de la rutina
cotidiana. Esa comprobación, si echa raíces en la sensibilidad y la conciencia,
vuelve a los ciudadanos más difíciles de manipular, de aceptar las mentiras de
quienes quisieran hacerles creer que, entre barrotes, inquisidores y carceleros
viven más seguros y mejor.”
LADRILLAZO
Luis
Felipe Pérez Sánchez
La
ocasión en que su madre le agrietó la cabeza de un ladrillazo fue imperecedera.
No lo olvidaría ni en los días más lejanos a aquella mañana en la que volvía
del mercado con gesto pícaro, o posiblemente delator, y, doña Cande, que se las
sabía todas, que intuía el alacrán que tenía de hija, le arrojó la piedra en
reprimenda por las chapucerías, una conducta desde entonces manifiesta.
Esa
vez se trataba de los vestiditos que tenía que vender por encargo. El precio ya
estaba asignado pero ella los vendía regularmente a uno más alto, para sacar la
ganancia. Cobraba su comisión sin avisar, se encargaba de que su paseo por las
calles no fuera en balde, sin que su madre se enterara. Ya mostraba esa rara
costumbre de sacar partido para sí misma, siempre; siempre bajo la luz sombría
de ese espíritu siniestro que se intuye en algunos, como manchados por algo
inexplicable, una seña de identidad que los pinta algo más duchos que los
otros. Algo como una mácula pero también como una manera de actuar que no
abandonan nunca en su vida los elegidos por este espíritu que se describe, que
bien podríamos decir es un ambiguo privilegio. Una malicia la diferenciaba de
entre sus compañeras de escuela, como se sobresale debido a alguna seña
particular, una cicatriz, un miembro de más o de menos, como se marca la
diferencia entre el candor y la perversión, aunque en el principio se pensó que
era más bien una chica lista y avispada y no sólo convenenciera.
Cuentan
que destacaba esa astucia transformadora, ese instinto sagaz para apañarse
todas las fichas. Hablamos de un gesto calculador y egoísta propio de las
muchachitas guapas que se dan cuenta de todo lo que podrían conseguir a lo
largo de la vida con el puro arqueo de esa ceja poblada que tantas miradas le
atrajo desde que se disfrazaba con los vestiditos propios de una niña de su
edad. Desde esos días, pues, los de la infancia y el ladrillazo, ella buscaba
la huida.
Era
de esperarse, todo le quedaba pequeño al espíritu alevoso y vivaracho. Era de
esperarse que hubiera de querer conocer el mundo, devorárselo. Ese gesto casi
automático que luego fue su arma, mirar como ella miraba, profundamente y
dominante, no lo abandonó jamás. Se convirtió en una Gorgona cuando ya no usaba
tobilleras sino medias, haciéndolas más sugerentes, a las piernas que tanto
caminaron por bares ruidosos de orquestas y vedettes unos pocos años después,
cuando adinerados varones de bigote engominado encontraban el amor nómada entre
cubas y champagne con la furcia de esa noche.
No
pasó mucho tiempo luego de cumplir los quince años para que tomara sus cosas
alguna noche y, ante el silencioso sufrir de su madre, que no dijo nada, que
sólo supo que se iba, que la vio escapar, se fuera buscando una libertad que
más pareció, en algún tiempo, un estado huérfano y desabrigado, donde hizo lo
que quiso convirtiéndolo todo en noches eléctricas, en arañazos humeantes de
suburbio y de ciudad naciente, lo más lejano a la provincia a la que quería
arrumbar olvidándola.
Posiblemente,
su madre o la que la había criado, y que hasta entonces era su madre, la
hubiera retenido y la hubiera castigado con un ladrillazo en la cabeza, como en
los días de infancia, si esta rebelde hija pródiga no hubiera sabido por alguna
voz rumorosa que toda su vida la había pasado ante los amorosos cuidados de
alguien que no la había concebido. Ese chisme o cotilleo que escondía la
verdad, le dio el valor o la alevosía a Aurora
para herir mortalmente el corazón de una madre postiza que ya no tuvo
fuerza o valor moral para intentar detenerla. Aunque quizá no había manera de
detenerla.
Ella,
parece, quiso marcharse desde esas otras mañanas que trapaleaba a las
marchantes en el mercadito: irse de ese callejón sin salida y de la condena de
ser la hija de su familia y a hacer las cosas como Dios manda. Lo deseó, quizá,
desde esa mañana, desde esos días de las trampas aparentemente inocentes de
transar a su madre, de agenciarse los vueltos del dinero del mandado que ella
iba a surtir. Lo deseó, posiblemente, treta del destino, desde que se le
agrieto la frente, como si se abriera el mundo para ella, y la dejara ansiosa
de otra vida, esa mañana cuando su madre atinó la pedrada como si fuera el
“Toro” Valenzuela el que lanzara la bola.
** Luis
Felipe Pérez Sánchez
Irapuato,
1982. Premio Nacional de Cuento Efrén Hernández 2012. Eufemismos para la
despedida (editorial La Rana, 2013) es su primer libro de relatos.
EL
PERRO CENIZO
Ignacio
Sánchez
Cuando
la conoció no vio en sus ojos más que un par de grandes y redondas pupilas.
Había volteado a verla sin saber porqué, pues más que el aroma que su piel
desprendía, era la mirada de ella la que lo había llamado desde la mesa que
estaba a su espalda. Rodrigo Urbina, años más tarde contaría que al abrir la
puerta de su casa se había encontrado con el diablo. Rodrigo, quien desde hacía
unos cinco años era conocido como “el viudo Urbina”, llevaba siete noches
seguidas yendo al bar La Victoria. Las veces anteriores se había sentado en las
mesillas que estaban pegadas a la pared, las que sólo tiene dos sillas: para
los enamorados que llenaban el lugar a la hora de la comida o para las almas
errantes que llegaban después del ocaso. Pero esa noche, cuando el viudo llegó
al bar, esos lugares ya no estaban disponibles, así que lo acomodaron en una de
las mesas del centro. Se sentía incómodo porque era una de seis personas y para
entonces los únicos acompañantes que tenía eran sus recuerdos y remordimientos,
pero el mesero lo había colocado allí porque sabía que era la última noche que
Rodrigo asistía, pues desde la muerte de su esposa había adquirido la rara
costumbre de embriagarse siempre la tercera semana de enero, que era cuando se
cumplía el aniversario luctuoso de María Villa. El mesero le dejó, más por
costumbre que por amabilidad, la carta de alimentos y bebidas, y el viudo
Urbina las ojeó sólo para hacer tiempo en lo que volvían para tomarle su orden:
una Corona bien fría, limones y sal. Y así se iba, una cerveza tras otra, hasta
que le dieran las tres de la mañana y lo corrieran de allí, embrutecido por el
alcohol.
Cuando
faltaban diez minutos para la media noche encendió su primer cigarro. Jalaba
grandes bocanadas de humo y las escupía formando grandes nubarrones grises, que
daban vueltas, se retorcían y no dejaban de subir. Fue entonces cuando ella
apareció a un lado del viudo, era silenciosa y sombría, parecía como si viniera
de entre la niebla espesa que salía de la punta del tabaco. Se vieron a los
ojos, él estaba sentado y ella de pie. Era una mujer pequeña de estatura, pero
era tan hermosa que si su belleza se pudiera contar con números, ninguna
persona en la tierra podría decir la toda cantidad sin equivocarse. Su sonrisa
era de otro mundo y aún más su aroma; su piel, a pesar de estar pegada a sus
huesos, era radiante y su cabello tenía el color del universo. Rodrigo la
invitó a sentarse con un ademán, estaba muy nervioso, después de María Villa no
había estado con ninguna otra mujer. Decían que era por la depresión que le
había ocasionado perder a su esposa siendo ambos muy jóvenes y otros creían que
los cuarenta y uno se le habían adelantado diez años porque lo había visto
llevar a varios hombres a su casa. La verdad es que era un hombre tímido, con
manos sudorosas y ojeras por cientos de noches mal dormidas. Pero a pesar de todo
esto consiguió hablar con ella.
Se
llamaba Claudia Segura, era una muchachita que recién había egresado de la
universidad, apenas cinco años menor que él. El viudo omitió contarle que
alguna vez estuvo casado, pues ella lo había contagiado de una alegría que
tenía años sin experimentar. Las horas pasaron tan rápido que ninguno de los
dos se dio cuenta que la música ya no sonaba y las luces ya habían sido
encendidas.
El
mesero se acercó a ellos, les dejó la cuenta y les dijo que en cinco minutos ya
no debía haber nadie dentro de La Victoria. A Claudia y Rodrigo poco les
importó lo que acaban de escuchar y siguieron riendo como nunca antes lo había
hecho. Ambos estaban ya un poco necios y sólo pudieron correrlos de allí
regalándoles una cerveza para el camino. La casa de Rodrigo estaba a un par de
cuadras sobre la misma calle del bar, así que solo caminaron hasta llegar allá.
Los dos iban dando tumbos por toda la avenida, en momentos se abrazaban para no
caerse de borrachos, se miraban y sonreían. El viudo pensó de pronto en cómo
acabaría esa noche, por un momento su instinto le hizo sentirse valiente y todo
su cuerpo vibró. Pero cuando su casa se dibujó frente a él, un pesado
remordimiento llegó desde su corazón y se apostó en su cabeza.
Así
que antes de abrir la puerta, se volvió hacia ella, la miró y no pudo evitar
sentirse enamorado. Ella lo veía con unos ojos radiantes, llenos de pasión, los
mismos que lentamente trastornaron la atmósfera con un escalofrío de muerte y
dejaron un silencio, en el que de repente un zumbido taladra los oídos y pone a
aullar a las bestias del otro mundo. Al viudo nunca le creyeron que al abrir su
puerta la mujer pegó un grito muy agudo y desapareció, y que dentro de su casa
se toparía con una especie de perro cenizo, con baba verde que le escurría del
hocico y con los mismos ojos profundos y alucinantes con los que ella lo veía
toda la noche.
** Ignacio
Sánchez es un joven estudiante recién integrado al Diezmo de Palabras. Fue
publicado en CALEIDOSCOPIO, una revista de literatura, música y arte de
Querétaro.
PREPAREN,
APUNTEN ¡FUEGO!
Miguel
Sánchez
Jorge,
de seis años de edad, miraba sonriendo por la ventana. Afuera, en el campo, un
niño corría, llevando en lo alto la mano izquierda, con la cual empuñaba un
papalote azul. En las milpas del lado derecho de la vereda, una parvada de
garcillas había detenido su vuelo sobre éstas, apenas levantándose del suelo.
Se
oían los cantos de aves sobre los pinos; Jorge, tras la ventana cerrada,
estiraba el cuello, tratando de identificar a los causantes de aquellos
gratificantes trinos. Era común el transitar de los jinetes; el pequeño seguía,
maravillado, cada paso de los cuadrúpedos.
Una
liebre, saliendo de una orilla del camino, se había detenido para oler algo.
Franky, el perro de los vecinos del niño, se abalanzó hacia la orejona
saltarina, pero habiendo cometido el error de avisarle con sus ladridos, el
silvestre animal no dudó un instante en emprender la fuga, internándose entre
las milpas. El infante seguía con excitación la cacería. Perdió de vista al
conejo, pero cada vez que Franky paraba la carrera y bajaba el hocico,
presentía con temor que el perro levantaría la cabeza con la liebre entre los
dientes; sin embargo, al poco rato retornó con resultados nulos.
El
pequeño pegó su nariz contra el cristal de la ventana, durante el paso de un
rebaño de cabras. Un chivo café parecía ser el más grande, no obstante, al final venía uno que parecía ser de mayor
altura. Unas chivitas trataban con paso
torpe y apresurado no quedarse muy atrás.
Una
parvada decoró el cielo azul con puntos negros. El infante se preguntaba cuál
sería el destino de esas aves, pero unas imperativas frases le distrajeron de
su absorción en la naturaleza.
-¡Pelotón!
-¡Preparen!
–alguien entraba con alboroto a la habitación.
-¡Apunten!
Palabras
que inundaron el ambiente sin oírse.
Y al
grito de “¡Fuego!” Un dedo sin vacilaciones presionó el botón de encendido del
televisor, mientras Jorge corría las cortinas que sirvieron de mortaja al
paisaje.
** Miguel
Sánchez es miembro del taller Diezmo de Palabras desde hace varios años. Lo han
publicado en diferentes medios, especialmente en antologías tanto en México
como Sudamérica. Su libro más reciente es El
Libro de los Terrores.
No hay comentarios:
Publicar un comentario