PARA LOS NIÑOS QUE FUERON Y SON
“El medio mejor para hacer buenos a los niños es
hacerlos felices.”
OSCAR WILDE
TRES
PISOS
Julio
Edgar Méndez
Dicen
que es malo portarse mal. ¡¡¿A poco?!!. Pero, bueno, ¿es portarse mal escupirle
a la gente desde el balcón de la escuela? ¿Nunca no te has orinado en una
maceta? ¿Tampoco has rayado las paredes de las casas de los vecinos? No me
digas que nunca has pateado puertas o tocado timbres y luego te echas a
correr. Ahora que, si portarse mal es
espantar a la gente, pues ni modo que no lo haga, si hasta los pelos se les
paran, jajaja…
¿Y a qué viene todo esto? Ah sí, es
que me dicen que a los que de veras les va bien, haciendo travesuras, es a los
personajes de libros infantiles. Tienen la vida regalada, ni siquiera se
preocupan en pensar por sí mismos, el autor del libro los dirige por donde
quiere. Vean si no a ese tal Harry Potter, ¿a poco de veras le creen que hace
magia? Puras palabras que ni en su casa entienden: Alojomora y cosas así. O al
niño del que hablan los abuelos: un dizque Tom Sawyer, muy inteligente, muy listillo,
pero nunca tuvo un Xbox.
No, yo digo que para travieso,
travieso, el Bart. Ese si es bueno para divertirse. Aparte de que es el más
real de todos, claro que es amarillo, con cuatro dedos en las manos y los ojos
saltones y ¿qué más? Ah, sí es de caricatura. Pero como Superman, Spiderman y
esos otros también son monos, pues cada quien sus gustos, ¿no?
A mí me encantan las películas de
acción, donde entre muerto y muerto te puedes comer media bolsa de palomas, y
cuando más picados están los demás viendo la peli, les avientas las palomitas
sobre la cabeza. Claro que si te voltean a ver… nomás chillas que alguien te
las quitó y todos te creen que no fuiste tú.
De veras, ser niño es lo mejor, todo
mundo cree que eres menso, te hablan como en cámara lenta. Pero tú y yo sabemos
que los mensos son los grandes. Mira
si no. Ellos trabajan como burros para darnos escuela, ropa, comida, casa y
todo eso que algunos tienen y otros, como yo, no tenemos. Pero si tuviera,
seguro que sería porque algún grande me lo da, ni modo que yo compre todas esas
cosas. ¿Con qué dinero? Ni trabajo tengo, a menos que le llames trabajo andar
haciendo travesuras. Bueno, sí es trabajo, pero no me pagan. ¿Entonces por qué
lo hago? Pues ni modo que lo hagas tú.
¿Sabes aullar como lobo sin que
nadie te vea? ¿Puedes quedarte flotando en medio de un cuarto, hasta que
alguien te atraviese y se quede helado del susto? ¿Sabes esperar debajo de una
cama durante horas, para atraparle los pies a la persona que se va a acostar?
¿Te puedes sacar los ojos, ponerlos en tus manos y seguir viendo sin ellos? No
sabes, ¿verdad?
Pues yo sí, lo he hecho desde que me
acuerdo. Creo que fue desde que me caí con todo y el barandal del balcón de la
casa de mis abuelos que estaba igual de vieja que ellos. ¡Ah, ya me acordé!,
ese día estaba escupiéndole a las personas que pasaban por debajo. De pronto,
ya nada más vi cómo el piso se acercaba muy rápido. Mi cuerpo salió de pésima
calidad, no aguantó nada. ¡Y eso que sólo fueron tres pisos!
EL
PALACIO DE LOS RELOJES
Herminio
Martínez
Desde
hacía varios meses, en Los Tordos, había corrido la noticia de que el Gobierno Federal trasladaría la fábrica de
hilados y tejidos a otra población, por lo que la gente andaba un tanto
inquieta:
—También nosotros nos iremos. De
allí comemos y vestimos. ¿Ahora quién va alimentar a nuestros hijos?
—Será una desgracia.
—Una calamidad…
—No vamos a permitir que se la
lleven; y si se la llevan, nos iremos todos –les respondió un señor de barba
blanca y pelo hasta los hombros-. Soy el mayor aquí, les aseguro que a nadie le
va a convenir leer en los periódicos que, en Los Tordos, por culpa del
Gobierno, las personas y los niños mueren de hambre.
—¿Será?
—¡Tienen que darse cuenta!
¡Ayúdenme! Si nos organizamos aún podemos salvar nuestra familia.
—Nadie puede contra esos directores
y esos mayordomos… Ya ven cómo nos tratan…
—Todo depende de nosotros.
Impediremos que entren; nos apoderaremos de la empresa –continuaba el
viejo.
Esto
decían en las esquinas donde, por las tardes, los hombres se reunían a
conversar y beber agua de frutas naturales que les preparaban sus esposas, antes
de que los llamaran para el turno de ir a tejer cordones o colorear los hilos
de las telas o echar a andar las más de cien ruecas amarillas, que en sus
maderas llevaban grabada un águila y un sol que sonría, como en el dinero
nacional.
—¿Y si mejor le preguntamos a don
Leo? –alguien opinó, trayendo a la memoria una vieja leyenda que acaso muy
pocos conocían.
—¿Don Leo? –exclamaron los más
jóvenes.
—Don Leo no existió. Es una antigua
narración de cuando los españoles pasaron. El único que podría ayudarnos es el
señor gobernador –continuó el que parecía el más viejo.
—Él nunca viene… -murmuraron.
—Tendremos que ir a verlo…-continuó
el mayor-. Y, por favor, olvídense de don Leo y sus relojes. ¡Hay que hacer
algo!
—¿Relojes? –preguntaron.
—¿Qué relojes?
—Se ve que no todos oyeron esta
historia… Pero es inútil pensar que exista. Es pura fantasía… -les dijo el
hombre de la barba blanca, tras darle un largo trago a su olla de agua de
limón.
Sin embargo, entre preguntas y
nuevas inquietudes, alcanzó a relatar cómo en aquellos tiempos vino a esta
región un misionero de nombre Leonardo de Jesús, a quien los indígenas amaron y
quisieron mucho. Le llamaban don Leo, por su bondad en la defensa de ellos ante
las autoridades extranjeras.
—Lo mataron… -intervino otro de los
hombres-. Al menos eso es lo que se cree. Los soldados del Virrey llegaron a
aprehenderlo para llevarlo a una prisión. Traían espadas, perros y caballos.
El hombre del pelo cano hasta los
hombros agregó que existía otra versión, en la que se contaba que en el momento
en que lo iban a sujetar, un luminoso rayo salió de la montaña, cegando a
aquellos hombres malos y llevándose a don Leo, a quien nunca nadie volvió a ver
sobre la tierra.
—¿Cómo? –exclamó otro joven.
—Es lo que se ha venido repitiendo:
que una radiante luz se lo llevó, como a una hoja seca o una gota de agua,
dejando a todos los perros muertos y a
los soldados del Virrey ciegos y heridos.
—¿Qué? –hicieron los que jamás
habían oído este relato.
—El final es el que a mí me parece
más absurdo.
—¿Por qué, tío? -le preguntaron.
—Pues, ¡por absurdo! Imagínense: Se
habla de que don Leo no desapareció, sino que los sacerdotes hechiceros,
utilizando sus poderes mágicos, lo condujeron a una cueva escondida en el
corazón de la montaña, donde hay un palacio de oro en el que están los
inmortales.
—¿De oro?
—Es lo que algunos se imaginan -en
eso pitó la fábrica-. Ya escucharon, jóvenes, ¡a trabajar! Nos llaman. ¿De
verdad no quieren hacer nada? –aún les preguntó sin obtener otra respuesta.
Melchor, uno de aquellos
trabajadores que había escuchado con más atención al hombre viejo, esa noche,
cuando volvió a casa y se durmió, tuvo este sueño: Un hombre luminoso, vestido
con la túnica de los antiguos misioneros, le daba instrucciones para encontrar
la puerta del palacio de oro. Se las dijo tan claras, que, al día siguiente,
apenas se levantó, emprendió el camino.
—En realidad no se halla lejos
–pensaba-, sólo hay que atravesar el llano grande y alcanzar la cima de los
acantilados de los Cuervos. Allí haré lo que me ha dicho el hombre en este
sueño: tenderme boca abajo, en cruz, y pronunciar tres veces:
“Soy yo, tesoro mío,
abre
la puerta,
quiero
entrar adonde
los
inmortales te custodian”.
Cosas
de la magia. Antes del medio día, Melchor ya se encontraba tendido boca abajo
en el lugar, diciendo lo que tenía que decir. Un profundo sonido como de
cristal, campana o piedra hueca, lo sacó de sus meditaciones:
—Levántate, Melchor… -escuchó
aquella voz que era la misma de su sueño-. Ya estás aquí, entra.
—¿Don Leo?
—Sí… -le respondió-. Don Leo.
La entrada le pareció de fantasía.
Había mil caballeros blancos dándole cuerda a mil relojes y mil caballeros
rojos dándole cuerda a otros mil.
Ante el asombro de Melchor, don Leo
se puso a tararear:
—Hay
otros mil allá
y
otros más allá,
porque
de tiempo eterno
el
oro vestirá.
Caminaban por unos corredores hechos
de roca de cristal, hacia un salón inmenso donde los inmortales se reían, pero
en cuanto miraron a don Leo, entonaron la misma canción con que Melchor fue
recibido.
—¡Que vengan los caballeros!
–ordenó, como si fuera un rey y de inmediato otros mil, y otros, y otros, y
muchos miles más, fueron pasando dándole cuerda a sus relojes.
—¿Qué hacen? –preguntó el
sorprendido visitante.
—Aquí cada persona es un reloj –le
respondió don Leo, rodeado de unos personajes indígenas, como los que Melchor
alguna vez viera en los libros-. Hay que darles cuerda para que no pierdan el
ánimo ni el ritmo de la vida.
—¿Son muchos?
—Tantos, que apenas si nos alcanza
el tiempo para mantenerlos a todos caminando.
—¿Y aquéllos? -volvió a preguntar
Melchor, viendo unos relojes empolvados, ante una enorme pared que relucía como
si su oro fuera materia ardiente.
—Son las personas de tu pueblo. Nuestros
caballeros ya se cansaron de darles cuerda, pues ésta se les termina cada vez
más rápido. Y para que vuelvan a conservarla, era necesario que uno de ustedes
mismos viniera a dárselas. Por eso te he traído. Al dársela tú, les durará todo
el verano y tal vez hasta que vuelva a llegar la primavera. Pero comienza ya,
son muchos y nadie podrá ayudarte. ¿Qué no ves que aquí todos se hallan
ocupados?
—Lo haré…, si usted me lo permite…
—¡Comienza ya! –ordenó.
En cuanto Melchor tocaba los
relojes, estos se movían como si en su mecanismo hubiese un corazón latiendo.
Algunos ya casi no se oían, pero otros sí. Entre extrañas músicas y canciones
nunca jamás sentidas, finalmente terminó:
—¿Y ahora?
—Nada, ya puedes irte. Te acompañaré
a la puerta –le dijo el personaje-. Ahora sí ya tienes mucho tiempo para hablar
con todos y convencerlos de que lo que les conviene es no dejarse arrebatar la
fábrica. ¡Que no llegue el otoño sin que hayan firmado los papeles! Diles que
deben ir a hablar con el gobernador; a él, uno de los caballeros verdes ya le
ha dado cuerda, está en su punto.
—¡Dios mío! ¿Me habré vuelto loco?
–pensó Melchor, al verse nuevamente entre los caballeros y los corredores de
cristal.
—No te has vuelto loco –le respondió
don Leo, como si le hubiera leído estas palabras-. Únicamente me soñaste.
Quiero que sepas que tú ya eres inmortal, vendrás acá cuando a tu reloj ya no
podamos darle cuerda.
—¿Mi reloj? ¿Dónde está? –le dijo.
—Ese lo guardo yo…, aquí, en una de
mis bolsas. Vete ya –le respondió don Leo, poniéndolo de nueva cuenta en el
desfiladero de los Cuervos, de donde Melchor bajó con la velocidad de un
ciervo, a comentarles a todos lo que había que hacer para que nadie se quedara
sin trabajo.
Lo recibieron con grandes muestras
de cariño, porque pensaron que, en su desesperación, habría perdido la cabeza,
yéndose a buscar empleo a alguna otra
ciudad. A Melchor le pareció increíble verlos tan entusiasmados con la
fábrica, a punto, les escuchó decir, de ir a entrevistarse con el gobernador y
aun con el Presidente, sólo para informarles que desde hacía dos meses, sus
representantes tenían prohibido continuar allí, porque la empresa ahora le
pertenecía a Los Tordos.
—¿Pues cuánto estuve fuera? –le
preguntó Melchor al hombre viejo.
—¡Ay, hijo mío! -le respondió
aquél-. Desde el otro verano desapareciste. Pero tu lugar como trabajador no se
ha perdido, entra.
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