CUANDO EL LENGUAJE ES UNA MINUCIOSA VOCACIÓN
La
narrativa de Enrique R. Soriano Valencia, al igual que sus artículos periodísticos
y sus ensayos sobre la gramática del español, se desplazan con mucha seguridad.
Tal vez esa que nace del buen uso y conocimiento del lenguaje que es propio del
autor. Soriano Valencia nació en la Ciudad de México y actualmente radica en
Celaya, Guanajuato. Ha publicado tres libros: Chispitas del lenguaje (Temas
ortográficos), Chispitas del lenguaje
(Temas de Redacción), que son ambos
una recopilación de los artículos de su autoría publicados en su columna Chispitas del Lenguaje. Su tercer libro,
de reciente publicación, es de narrativa y se titula Tlaquetzalli. Esta palabra náhuatl —que se refiere a relatos o
fábulas, así como también a un objeto precioso—, son un conjunto de cuentos
eslabonados referentes a nuestro pasado prehispánico, su vínculo con la
naturaleza, los dioses y la relación que guardan con nosotros en su herencia.
Enrique
es periodista, catedrático, locutor y escritor. Acude al taller literario
Diezmo de Palabras fundado por el cronista Herminio Martínez y su presencia
siempre es valiosa en las sugerencias de corrección de estilo, de su aguda
crítica gramatical y de sus atinados comentarios e impresiones para mejorar la
construcción literaria.
Una de las características de la
personalidad del autor no solo es su experiencia. Entre sus narraciones cortas
entregadas cada miércoles en el taller, están, por ejemplo el relato futurista:
¿Escribir a mano? En él nos cuenta de
un niño que debe cumplir con la tarea solicitada por su maestra, que consiste
en escribir a mano con un bolígrafo. ¿Cómo puede ser que se le pida a un menor
algo tan arcaico como escribir a mano?, considera el padre. Es un futuro que no
se antoja muy lejano. Finlandia en la actualidad ya ha abandonado la enseñanza
de la escritura a mano. ¿Escribir a mano?
es una narración corta que nos muestra cómo una acción tan simple podría
evitarnos caer en el futuro distópico que tanto tememos, pero además tiene un
sorpresivo final que nos invita a reflexionar sobre el papel de la tecnología y
el de la educación en la familia.
Otro de estos cuentos cortos es el
de Una palabra para iniciar un mito.
Un viaje al pasado, en el que Enrique muestra una gran capacidad literaria para
recrear lo sucedido. En lo personal lo llamo «nostalgia fantasma» porque es
algo que muchos no vivimos, pero que los resultados de esos hechos los tenemos
muy presentes. Incluso con esta narración nos sentimos testigos de uno de los
momentos clave de la historia de la música. Se nos cuenta un día común en la
vida de un productor musical y su visita al icónico lugar que sería la
plataforma de lanzamiento y el punto de reunión de varios genios: los creadores
y el descubridor que los daría a conocer.
En El Maleficio, nos muestra una conversación telefónica entre un
denunciante y una persona de la Comisión de Derechos Humanos. El denunciante,
con agravio, le explica al personal cuál es su queja, en ella vierte una
descripción muy peculiar porque en él hay situaciones que no son comunes en una
queja: “he sido objeto de un maleficio y
mi comunidad también fue hechizada”, afirma el denunciante, y aquí comienza
una descripción de su mundo que nos llevan a pensar que ha perdido la razón, o
por lo menos que se ha equivocado de número, pero poco a poco vemos que la
denuncia se da por un ataque a un derecho que aparenta estar basado en la
magia, como si la comunidad de la que habla fuera bastante arcaica,
descendiente de un pueblo que conserva raíces antiguas y se viera afectada por
invasores. El final no sólo es cómico, es sorpresivo, y sobre todo nos lleva
nuevamente —y esto lo logra el autor con gran precisión— a una reflexión
importante que concilia nuestra manera de entender la historia con la de los
personajes.
El
oficio del maestro Enrique R. Soriano Valencia es fundamental, es cabal. Su
vocación es minuciosa: escribe, analiza, fundamenta, insiste y lleva hasta
nosotros no solo la ardua y noble tarea de contar historias, sino también la de
aportar conocimiento, promover el estudio de la gramática española y con todo
ello, defender y amar sus expresiones, como en este caso, la literatura. Tarea
que debiera asumir todo escritor; incluso, toda persona.
Héctor Ortega
¿ESCRIBIR
A MANO?
Enrique
R. Soriano Valencia
—¡¿Qué?!
–reaccionó el padre–. Pero, ¿qué imbecilidad es esa?
—Me lo pidieron donde me lleva mamá
–le respondió el niño.
—¿Pero, cómo una experta en Ciencias
de la Educación puede pedir eso? –volteó de inmediato a ver a su pareja, quien
solo se encogió de hombros y asintió con la cabeza–. Esto es una locura. Me podría
creer una broma de parte de ambos, pero esto es un atentado contra la salud. Mañana
mismo resuelvo esto.
El
padre de familia se presentó al día siguiente en la escuela de su hijo. Y sin
mediar saludo, de inmediato increpó a la profesora.
—¿Me quiere explicar por qué nos
pidió conseguir un aparato prehistórico y dejó a mi hijo como actividad a
usarlo?
—Buenos
días, señor…
—Créame
–la interrumpió– que tampoco soy partidario de este retroceso evolutivo que los
románticos del pasado están poniendo de moda. El conocimiento, como todo niño
normal, puede recibirlo mi hijo en línea, en casa, a través del monitor como
sucede con cada niño normal en este mundo. Esta tontería de traerlos a un local
fue una locura de su madre. De saberla partidaria de los absurdos de esa moda,
jamás me habría reproducido con ella. Debí imaginarlo cuando propuso traer a
nuestro hijo a una… a una…
—… escuela –completó la profesora,
sin alterarse.
—¡Como se llame! Eso, escuela… ¿De
dónde han sacado tan semejantes ideas?
—Permítame invitarle un café.
Vayamos al cuarto de profesores –extendió la profesora el brazo para indicar la
banda transportadora que les acercaría al sitio.
—Bien. Pero le advierto que nada me
moverá de lo absurdo de esta situación a la que someten a los pobres niños
–respondió mientras subía a la banda.
En el trayecto no dijo una sola
palabra el padre de familia. Su cara de irritación y sus gestos revelaban que
repasaba una y otra vez sus argumentos.
En la sala, la profesora de
inmediato se dio a la tarea de preparar el café.
—¡Aquí viven en el pasado! –exclamó
el padre el ver la a la maestra.
Extrajo
una cafetera, la rellenó de agua y vació los granos para su preparación. Un
aroma a café al poco invadió el lugar. El padre se restregó la nariz.
—No tan en el pasado –dijo la
profesora–. Porque sabrá que aún no veo una semilla de café en mis manos, solo
estos paquetes donde ya está molida. Mucho me gustaría, incluso, conocer el
cafeto, tostar el grano –porque dicen que se quema un poco– y la forma en que
se muele para preparar la bebida. Todo ello, según leí,
se relaciona con su sabor.
—¡¿Es una planta?! –reaccionó el
padre–. Yo solo ordeno café al despachador automático de casa y es todo. Lo más
que aventuro es ver las bolsas con un polvo del mismo color introducido por el
personal de mantenimiento. Pero no tenía idea que era un vegetal… y
francamente, tampoco me importa; no lo necesito saber para consumirlo.
—Saboree –le dijo, mientras le
alargaba una taza–. Aprecie la diferencia a lo que nos dan las máquinas de las
cocinas de las casas. Incluso su sabor varía según lo prepare…
—No crea que con una bebida extraña
y exótica hará de mí una presa fácil de convencer.
—No pretendo, señor. Es solo que
buscamos un punto de regreso a…
—Al primitivismo –volvió a
interrumpir–. ¿Cómo les convencieron
esas corrientes añorantes de absurdos naturalismos? Véame, soy gente normal, no
tengo traumas en absoluto, sé usar mis derechos, respeto a los demás. Yo crecí
sin ir a un sitio como este. Toda mi generación fue así. Y, véame, soy feliz y
los que tienen mi edad también lo son. No necesitamos regresar al pasado. Así
estamos bien.
—Me da gusto su felicidad –la
profesora se sirvió café y se ubicó en el asiento frente al padre de familia–.
Sin embargo, estudios revelan un poco de egocentrismo de su generación y
dificultades para establecer relaciones interpersonales.
—Eso es falso. La prueba es que
tengo mujer con la cual reproducirme. Cierto que algunos de mi edad jamás lo
han hecho. Pero de todo debe haber en la vida.
—En efecto, tuvo un hijo, nuestro
alumno… –nuevamente, no terminó la idea la profesora.
—¿Nuestro qué?, ¿qué es eso de alu…?
–no supo terminar la palabra.
—Alumno, señor. Así se les llama a
los estudiantes que asisten a una escuela y tienen un profesor.
El hombre puso cara de fastidio.
—¡Encima nombres exóticos también!
»Pero no vine a hablar de vocablos y
corrientes. Por dar gusto a su madre, estuve de acuerdo en que mi hijo fuera
inscrito en este… este… ¡experimento! o lo que sea. Pero estoy en total
desacuerdo en eso que pretenden, con esa última actividad. No hay razón para
que utilicen la primitiva… vara electrónica para escribir sobre una pantalla.
¡Por la galaxia de Andrómeda!, ¡van a deformar la mano de mi hijo!
»En la actualidad, nadie usa sus
manos para escribir. ¿Dónde se ha visto eso? Si queremos dejar algo perdurable,
dictamos a la máquina central desde donde nos encontremos. Para eso hay
millones de terminales y lo almacena en nuestros archivos gracias a que la
misma máquina reconoce nuestra voz. Entonces, ¿a qué viene eso de propiciar la
deformación de las manos de los pobres niños? Estaría, incluso, de acuerdo si
fuera selección de letras en un teclado o que se usara más dedos que el índice
para ello. Pero empuñar un varo o palo electrónico y hacer movimientos suaves
con la mano, ¡eso ya raya en el límite de lo normal!
La profesora sonrió de forma
indulgente.
—Entiendo su preocupación. Es
legítima. Déjeme ponerle en antecedentes.
»Cuando aún había división
territorial, que en aquel entonces, llamaban naciones, en Finlandia…
—¡Andrómeda!, ¿hace cuántos tiempo
de eso?
—Dos siglos para ser exacta.
»Decía a usted que Finlandia decidió
dejar de enseñar a los alumnos a escribir a mano letra caligráfica. Como era el
país más adelantado en Educación, muchos otros países quisieron ganarle la
partida y suprimieron totalmente la escritura sin procesadores.
—O sea, se dejó de enseñar a sus
estudiantes a usar la mano en algo así.
—Exacto, a alumnos que asistían a
escuelas.
»Cincuenta
años después, todas las naciones asumieron la misma decisión. A causa de la
tecnología, ya nadie usaba bolígrafos. Primero fueron teclados y después la
voz…
—¿Qué era eso?
—¿Qué
era qué?
—Dijo algo como boli…
—¡Bolígrafos!, como el electrónico de
su hijo, lo que usted llamó antes varas. Pero aquellos estaban rellenos de
tinta para así registrar la escritura sobre la superficie de algo que se llamó
papel, finas películas de material orgánico obtenidas de los árboles.
—¡Qué de barbaridades! No me extraña
con lo salvaje que era la humanidad hace escasos dos siglos ¡destruir plantas
para esos propósitos! Pero no sé a qué viene tanto cuento –recapacitó el
padre–, si en estos momentos lo que nos ocupa es la salud de mi hijo.
—Se ha detenido la evolución de la
humanidad –dijo la profesora sin mayor rodeo.
El padre se quedó perplejo. Un
silencio general se hizo por segundos.
—Pe…, pe…, pero, ¿cómo se relaciona
mi hijo con eso?
—Al notar esta falta de avances en
la evolución de la sociedad, alguien de forma fortuita empezó a alimentar la
computadora central. Entonces, propio de sus procesos y rutinas, emitió de
forma automática un reporte para el Consejo Mundial. De momento fue incomprensible.
Pero leerlo una y otra vez permitió entender de qué se trataba: hace 60 años no
hay variaciones en la forma de vida, ni avances tecnológicos, ni cambios en
todas las rutinas mundiales.
—Ya me había espantado. ¿Qué hay
contra la estabilidad? Por lo que sé, antes todo era caos. En la antigüedad,
cada uno tomaba decisiones, no eran consultadas ni ordenadas por la computadora
central. Hoy, por fortuna, todo ese caos se superó. Todo está organizado.
—Contra la estabilidad, no estoy en
contra. La sistematicidad es imperativa para que algo marche en un sentido y
rinda frutos. Pero, también como humanidad podemos errar el camino. Antes se
podía achacar a alguien los errores. Ahora con todos los sistemas controlados
por una computadora central y un Consejo Mundial, que coinciden sus miembros
plenamente unos con otros hasta en las propuestas de solución de la computadora
central, nos ha llevado al estancamiento.
»Creer que los niños solo son
acumulación de datos y que su preparación se debe centrar solo en lo que harán,
los vuelve rutinarios, cero creatividad. Se les forma para repetir procesos ya
planeados.
—No me convence. Menos aún si
debemos sacrificar las manos de los niños.
La profesora le sirvió más café al
padre de familia.
—No hemos escrito por generaciones.
Todo mensaje lo dictamos. Decir las ideas como las pensamos impide la
reflexión. Expresamos lo primero que nos viene a la mente y lo dejamos tal
cual. Y, para desgracia, muchas veces eso que respondemos es idéntico a lo que
nos enseñaron a repetir.
»Escribir a mano, por ser un proceso
más lento, obliga a valorar las ideas, a meditar cómo se expresa una intención.
Eso lleva a seleccionar mejor las palabras, a ser más precisos. Vea que ahora
nuestro vocabulario es muy reducido. No necesitamos más porque cada día es
igual al anterior. Nuestros pensamientos ahora son muy superficiales.
»Si esto sucede eternamente, nuestra
habilidad para profundizar más en una idea se pierde. Entonces, no buscamos
alternativas de cómo mejorar algo o, simplemente, no nos interesamos más en los
asuntos y los aceptamos así, sin más ni más.
»A ello, debemos agregar que como se
abandonaron las escuelas, la socialización, la habilidad para relacionarnos con
los demás, se deterioró. Entonces, no hay intercambio de ideas, no hay debates,
se pierde el pensamiento reflexivo. No pensamientos ni conversaciones
diferentes porque los mensajes electrónicos entre personas se basan en
recomendar tal o cual sitio de placer en la red.
El padre se sintió algo confundido.
»Y todavía más, algunas zonas del
cerebro, antes estimuladas con la escritura, ahora no se ocupan. Nuestra
cavidad craneana también tiende a modificarse. Cada vez los niños actuales
presentan depresiones en la zona prefrontal del hemisferio izquierdo. Así como
desaparecieron los colmillos de nuestra dentadura, se modifica el cráneo.
—Sigo sin enterarme –dijo ahora sin
el ímpetu inicial–, qué tiene que ver mi hijo en todo esto.
La profesora reflejó un poco de
impaciencia. Estaba a punto de explicar que el niño y sus compañeros serían la
generación que rompería las inercias, pero decidió cambiar de estrategia. Firme,
reveló:
—La computadora central decidió que
su hijo realizará tareas superiores y para ello requiere de las habilidades de
escritura, enriquecimiento del idioma y socialización.
—¡Ah!, bien. Y yo preocupado. Gracias, profesora. El niño mañana estará
aquí.
El padre dejó la taza y se marchó
tranquilo.
*Textos publicados en El Sol del Bajío, Celaya, Gto.
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