¿QUÉ PUEDO HACER EN ESTE REMOLINO?
¿Qué putas puedo hacer con mi rodilla,
con mi pierna tan larga y tan flaca,
con mis brazos, con mi lengua,
con mis flacos ojos?
¿Qué puedo hacer en este remolino
de imbéciles de buena voluntad?
¿Qué puedo con inteligentes podridos
y con dulces niñas que no quieren hombre sino poesía?
¿Qué puedo entre los poetas uniformados
por la academia o por el comunismo?
¿Qué, entre vendedores o políticos
o pastores de almas?
¿Qué putas puedo hacer, Tarumba,
si no soy santo, ni héroe, ni bandido,
ni adorador del arte,
ni boticario,
ni rebelde?
¿Qué puedo hacer si puedo hacerlo todo
y no tengo ganas sino de mirar y mirar?
Jaime Sabines
EL
PAPA
Herminio
Martínez
Tras
una larga espera por parte de los feligreses, los jerarcas, los gobernantes y
todos los medios de comunicación, por fin, al aeropuerto internacional de la
ciudad de León llegó el Papa de Roma.
Previamente,
el gobierno de la nación había ordenado un ejército de guardianes para que lo
custodiaran hasta la catedral y de allí a la casa donde reposaría dos noches,
atendido por las monjas de la Adoración Santísima. Las multitudes se empujaban,
atropellándose y aun faltándose al respeto, para verlo pasar en su automóvil
blanco. Algunos hasta se ofendían, con tal de hacerse de un lugar casi pegado a
la carretera.
“¡Es
nuestro Santo Padre!”
“¡Su
Santidad!”
“¡El
sucesor de Pedro!”
“¡Imagínense!”
“¡El
Vicario de Cristo! Como quien dice, su
representante personal”.
Esa
misma mañana, procedente de la eternidad, a este aeropuerto también arribó
Jesús, el hijo de Dios. Mas no le sorprendió que no hubiese nadie esperándolo,
ni que el clero lo ignorara de tal manera; si acaso el policía que, de tan mala
manera, le pidió esperar un poco en lo que el Papa terminaba de recorrer las
avenidas y alcanzar la plaza principal, donde ya lo esperaban el nuncio, el
cardenal, el gobernador y el presidente, estos dos últimos portando albas
vestiduras a la manera del Pontífice.
—¿Cómo
se le ocurre visitarnos cuando no hay nada abierto? Ni hoteles, ni calles, ni
plazas. Nada –le increpó el funcionario-. Desconozco de dónde venga usted; de
momento ni siquiera revisaré su pasaporte. Tal vez más tarde, no sé cuánto
tiempo.
—Yo sólo voy de paso -le respondió Jesús.
—De
todos modos tiene que esperar ahí en la sala –le habló el hombre-, porque de
aquí hasta el martes todo estará cerrado.
Al
hablar, se le notaba el nerviosismo; en cambio, en Jesús, todo era
esplendoroso.
—Bueno
–volvió a hablar el agente, tras el mostrador-, ahora márchese, voy a
continuar. Le llamaremos cuando nos llegue la orden.
—Está
bien –habló Jesús con humildad.
—Y
nuevamente una disculpa –agregó el empleado público-, no solemos tratar así a
nuestros visitantes; pero hoy, sólo por hoy, la situación es diferente ¡Esto es
una emergencia! No todos los días el Vicario de Cristo nos visita. Ahí está,
rodeado de sus cardenales y arzobispos, clérigos y altos mandos del gobierno y
las asociaciones religiosas; miles, cientos de miles, por no decir millones, le
dan la bienvenida con rosas, canciones, lágrimas, coros y discursos al parecer
escritos por los mismos ángeles. Discúlpeme, tengo que continuar. Usted espere
ahí.
—Las
religiones y las ideologías nos separan; los sueños y el sufrimiento nos
acercan -murmuró Jesús, alejándose de la ventanilla.
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