FIELES DIFUNTOS
La
muerte es el hecho trascendental que pone fin a la vida; suscita en el hombre reflexiones,
temores y cuestionamientos. Nada está claro
sobre lo que ocurre después del último latido.
Lo indiscutible es que se trata del único porvenir seguro de todos los
seres humanos.
Los mexicanos tenemos en el Día de Muertos,
la ocasión ideal para recordar a esas personas amadas que se fueron, a quienes
extrañamos, a quienes nunca morirán, ya que están vivos en nuestro corazón.
Son estas fechas, cuando los panteones están
iluminados con veladoras y en los hogares hay altares decorados con papel
picado, el marco ideal para que surjan miles de historias de apariciones y
fenómenos inexplicables que ocurren en un singular encuentro entre los vivos y quienes
aparentemente ya no están. Por
increíbles que resulten, nadie puede asegurar que los relatos no sean ciertos. Después de todo, la muerte sólo es el inicio
de una nueva vida.
Los compañeros del Taller Diezmo de
Palabras, en alusión a la fiesta de los Fieles Difuntos, presentan algunas
historias ideales para recordarlas esta noche, cuando se apague la luz.
Javier
Mendoza
LA
NIÑA DEL TAXI
Javier
Mendoza González
¡El
día estaba muerto! Ramón era
taxista. Deambulada por las calles de la
ciudad sin mucha suerte. Ya era tarde,
pero no había logrado el pasaje al que estaba acostumbrado. En eso vio a una niña, quien lloraba a la
orilla de la banqueta. Aparentaba no más
de cinco años. Cargaba con cariño una
muñeca algo sucia y maltratada. Con sus
manitas, la chiquilla se limpiaba las lágrimas.
Ramón
estacionó el auto frente a la pequeña.
Con el deseo de brindar ayuda bajó del taxi, mientras buscaba con la
mirada algún adulto que acompañara a la niña, pero estaba sola. Para esas horas, la zona ya lucía
desolada.
El
taxista se agachó para estar a la altura de la niña. Ella no dejó de llorar. Sin saber que pregunta hacer primero, con un
tono dulce, Ramón le dijo:
—¿Cómo
te llamas?
—Tere
–respondió ella, mientras se fundía más a su muñeca.
—Así
que eres Teresa. Yo me llamo Ramón –se
presentó antes de continuar—Dime, ¿qué haces aquí tan sola?
—¡Quiero
ir con mi mamá! –contestó la niña, para que luego el llanto fuera más fuerte.
—¡No
llores! –le suplicó él, dispuesto a ayudar— Si me dices dónde vive, yo te llevo
con ella.
Luego
de un suspiro que logró controlar las lágrimas, Teresa dio las señas del lugar
donde vivía su madre. Ramón conocía la ciudad a la perfección. De inmediato ubicó el sitio que la niña
describió. Sin ningún temor, la pequeña subió al asiento trasero del auto. En ningún momento se despegó de su
muñeca. Ramón condujo por varios
minutos. Constantemente veía por el
espejo a Teresa sentada en el lugar de atrás.
Ella estaba tranquila, aunque no dejó de llorar. De vez en cuando sollozaba:
—¡Quiero
ir con mi mamá!
Luego
de algunas cuadras llegaron al domicilio que la niña indicó. Ramón aún no estacionaba el auto, cuando
Teresa se llenó de alegría. Con el brazo
y el dedo extendidos señaló:
—¡Ahí
vive mi mamá!
Tan
pronto se detuvo la marcha del motor, ella bajó a toda prisa del taxi. Iba tan feliz, que no dio las gracias. Sin detener su carrera entró a una casa que
tenía la puerta solo emparejada. Ramón sonrió satisfecho, pero al mirar una vez
más por el espejo, vio que la pequeña pasajera olvidó su muñeca. La tomó. Con ella en sus manos tocó a la
puerta. Una mujer, ya muy entrada en
años, atendió. Al ver al hombre con la
maltratada muñeca, sin mucha sorpresa lo invitó a pasar. Antes de preguntas y
explicaciones, la señora le ofreció atole y buñuelos. Luego intentó aclarar:
—Son
los preferidos de Tere.
—Olvidó
a su amiguita en el taxi –dijo Ramón al entregar el preciado juguete de la
niña.
Habituada
a lo ocurrido, la mujer retomó la palabra:
—Hace
años, mi hija jugaba frente a la casa.
De pronto, sin precaución cruzó la calle. ¡Era una niña! Un taxi la arrolló. Llevaba a su muñeca entre las manos. Desde entonces, cada dos de noviembre, ella
encuentra un buen hombre que la trae de regreso a casa. Yo preparo lo que más le gustaba y lo pongo
en la ofrenda de la sala.
Ramón
contempló el altar a los difuntos. En el
nivel más alto estaba el retrato de Teresa.
—A
la muñeca la acuesto en la cama que fue de mi hija –continuó la mujer—. A la mañana siguiente ya no está. El próximo año, mi Tere volverá con todo y su
muñeca. Así será, hasta que estemos
juntas en la eternidad. ¿No se dio
cuenta? Dígame, ¿dónde encontró a la
niña?
—En
la banqueta… frente al panteón.
Ramón
se estremeció. Desde entonces tuvo la precaución de no pasar frente al
cementerio, por lo menos el Día de Muertos.
LA
TUMBA ABANDONADA
Carlos
Javier Aguirre
El
señor Juan Zúñiga platicaba que su compadre, J. Concepción Méndez, conocido por
todos como el Chinito, fue durante muchos años el camposantero del Panteón
Municipal. Todos los días, una y otra
vez, don Concepción recorría el cementerio por sus estrechas calles. Por ello, conocía los nombres y la ubicación
de casi todos los que estaban sepultados ahí.
Había comerciantes, amas de casa, artistas, soldados y prostitutas.
Cuando terminaba de hacer sus recorridos, ya el sol estaba en lo alto. En esos momentos de sosiego tenía la
costumbre de tirarse a descansar bajo la sombra de un gran árbol. Con calma se ponía el sombrero sobre la
frente, para que la luz del medio día no le molestara. Platicaba mi compadre,
que un día de noviembre del año de mil novecientos cincuenta, el Chinito apenas
estaba saboreando su descanso cuando una mano fría lo movió para sacarlo de su
sueño:
—¡Señor,
señor, despierte! –le dijo un hombre pálido que estaba frente a él.
—¿Qué
pasa?
—¡Hágame
un favor! ¿Puede limpiarme una
tumba? Hay tierra y ramas por todos
lados. ¡Está muy abandonada! Así nadie puede descansar en paz.
—Sí,
claro. ¿Cuál es?
—Acompáñeme.
Luego
de dar algunos pasos llegaron a una tumba que, efectivamente, estaba cubierta
por follaje seco. El nombre del difunto
ni se veía.
—Es
está –dijo el hombre aquel.
El
Chinito tomó su machete, quitó la hierba y aflojó la tierra.
Al
poco rato se presentó una mujer, quien le preguntó al sepulturero:
—¿Qué
está haciendo?
—Un
señor que estaba parado aquí me pidió que limpiara este lugar –respondió el
Chinito, mientras buscó con la mirada a quien solicitó su ayuda, pero ya no
había nadie más alrededor-. ¡Y sí qué lo necesitaba! ¡La tumba estaba muy abandonada!
—Lo
sé, –dijo la mujer con un tono de pena- hace tiempo que no venía a
visitarla. Dígame, ¿cómo era la persona
que se lo pidió?
—Alto,
flaco, con tirantes y barba de chivo.
—¡No
puede ser! ¡Ese señor era mi papá! ¡Él es quien está enterrado aquí!
NOCHE
DE INSOMNIO
Verónica
Salazar García
Ya
vienen los difuntos, esos que viven en el panteón. Es noche de muertos y el sueño se me
espantó. Sólo doy vueltas y vueltas sin
dormir. ¡Tengo miedo! Ya casi es la hora, según me dijo la abuela
en la merienda, en la que se escucha arrastrar las cadenas. Es cuando se acercan. Vienen por nuestros pellejos. Los huesos no les interesan. Siempre que vienen dejan un olor a rancio. Así se sabe que son los difuntos que se han
escapado del camposanto en la noche de su libertad. ¡Siento miedo! Quisiera morir está noche para no oír sus
lamentos; para no quitarles el tiempo.
Tétricos sonidos escucharán mis oídos.
No logro conciliar el sueño. El
insomnio se apoderó de mí. Me envolvió
en el manto de su indiferencia. No
siente el temor que tengo de sólo imaginar a los fallecidos, esos, quienes
vienen por mi esqueleto. ¡No quiero verlos!
Me duelen sus condenas. Vienen
los difuntos por mi sangre, pero ya no queda nada. Se la bebió el insomnio que me abrazó con
horas de frialdad. Sólo queda el
sobresalto, pues está noche conoceré a las almas en pena.
EL
CAMINO A CASA
Javier
Mendoza González
Era
el año de mil ochocientos noventa. José
tenía la costumbre de levantarse mucho más temprano que el Sol. Era panadero.
Antes de que clareara el Cielo, él ya se dirigía al lugar donde le daba
forma y sabor a la harina. En esa
ocasión, su madre le suplicó:
—¡Hijito! No salgas.
Tengo la piel de gallina por un mal presentimiento. Algo me dice que hoy, la muerte recorre las
calles. ¡Hazle caso a esta vieja!
José
no le dio importancia a las palabras de su madre. Parecía ser un día como cualquier otro. Luego de recibir la bendición, el muchacho
fue en busca del sustento. Caminó como siempre por algunas calles de los viejos
barrios de la ciudad de Celaya: Santiaguito, Tierras Negras y San Antonio. Todo estaba en calma. De pronto vio a una mujer, ya anciana, quien
con mucho esfuerzo arrastraba un costal.
José se compadeció de ella. Se
acercó para ayudarla. La mujer lo miró
sin la menor sorpresa. Él exclamó:
—¡Madre
de Dios! ¿Qué hace tan temprano y tan
sola? ¿No le da miedo?
—¿Miedo?,
ni a la muerte -fue la respuesta de la señora-.
Voy rumbo a mi nueva casa, pero me perdí.
—Entonces,
¿cómo dará con ella?
—Sólo
sé que es más hacia el norte. Sí tú y la
gente buena indican el camino, te aseguro que sacaran a más de un alma del Purgatorio.
—¡Ándele
pues! La ayudo. Deme acá ese costal.
—Te
lo agradezco. ¡Ya quiero descansar! ¡Pero ten cuidado! Es lo único que me queda.
José
se echó el bulto a la espalda. Con
paciencia caminó al lado de la señora.
Durante el recorrido, ella no le dirigió la palabra. Luego de poner un rosario entre sus manos,
tan sólo rezó y rezó.
Así
caminaron varias cuadras más, hasta que la anciana se detuvo. Con serenidad mandó su vista al frente, para
decir:
—¡Aquí
es! Estoy segura. Hazme el favor de poner el bulto más allá de
la puerta. Mira que ya está abierta.
—¿Qué?
–fue el sobresalto de José- ¡pero si es el nuevo cementerio!
—¿En
qué mundo vives, muchacho? ¿No sabes que
hoy es quince de noviembre? Se abre por primera vez este panteón. Muchos seremos desenterrados de los campos
santos de las iglesias para venir a dar a ésta, nuestra nueva casa. Nosotros ya no podemos hacerlo solos. Necesitamos que gente noble, como tú, nos
señale el camino. Luego de decir eso, la mujer se transfiguró hasta
desaparecer. José tembló de miedo, aún
así, abrió el pesado saco que por varias calles cargó en su espalda. ¡Eran huesos humanos! Al instante se convirtieron en polvo. A pesar
del temor que lo recorrió, José entró al cementerio para vaciar el costal en la
fosa más cercana. Sólo pudo mal hacer la
señal de la cruz en su pecho. De
inmediato salió corriendo, mientras rezaba por su vida y por el descanso eterno
de la anciana.
Desde
entonces, cada quince de noviembre, en los barrios cercanos al Panteón
Municipal, la gente coloca velas y fogatas en las calles, para indicarle a las
almas que fueron exhumadas de los cementerios que hubo en los terrenos aledaños
de algunas iglesias, el camino a su nueva morada. Es el Día de las Luminarias.
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*Javier
Alejandro Mendoza González nació en Celaya. El gusto por las letras fue
despertado en él durante la preparatoria “gracias a su querida maestra, Rita”.
Por la inquietud de plasmar ideas y sueños surgieron los primeros escritos
compartidos con las personas más cercanas.
Se integró al Taller Literario Diezmo de Palabras, donde impulsado por
los colaboradores del mismo “se ha adentrado un poco más en el maravillo
universo de la lectura y escritura”. En 2016 fue seleccionado en el programa
Fondo Editorial Guanajuato para participar con una novela que pronto será
publicada.
**Textos publicados en El Sol del Bajío, Celaya, Gto.
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