domingo, 29 de octubre de 2017

FIELES DIFUNTOS


FIELES DIFUNTOS

La muerte es el hecho trascendental que pone fin a la vida; suscita en el hombre reflexiones, temores y cuestionamientos.  Nada está claro sobre lo que ocurre después del último latido.  Lo indiscutible es que se trata del único porvenir seguro de todos los seres humanos.
Los mexicanos tenemos en el Día de Muertos, la ocasión ideal para recordar a esas personas amadas que se fueron, a quienes extrañamos, a quienes nunca morirán, ya que están vivos en nuestro corazón.
Son estas fechas, cuando los panteones están iluminados con veladoras y en los hogares hay altares decorados con papel picado, el marco ideal para que surjan miles de historias de apariciones y fenómenos inexplicables que ocurren en un singular encuentro entre los vivos y quienes aparentemente ya no están.  Por increíbles que resulten, nadie puede asegurar que los relatos no sean ciertos.  Después de todo, la muerte sólo es el inicio de una nueva vida.
            Los compañeros del Taller Diezmo de Palabras, en alusión a la fiesta de los Fieles Difuntos, presentan algunas historias ideales para recordarlas esta noche, cuando se apague la luz.
Javier Mendoza



LA NIÑA DEL TAXI
Javier Mendoza González

¡El día estaba muerto!  Ramón era taxista.  Deambulada por las calles de la ciudad sin mucha suerte.  Ya era tarde, pero no había logrado el pasaje al que estaba acostumbrado.  En eso vio a una niña, quien lloraba a la orilla de la banqueta.  Aparentaba no más de cinco años.  Cargaba con cariño una muñeca algo sucia y maltratada.  Con sus manitas, la chiquilla se limpiaba las lágrimas.
Ramón estacionó el auto frente a la pequeña.  Con el deseo de brindar ayuda bajó del taxi, mientras buscaba con la mirada algún adulto que acompañara a la niña, pero estaba sola.  Para esas horas, la zona ya lucía desolada.  
El taxista se agachó para estar a la altura de la niña.  Ella no dejó de llorar.  Sin saber que pregunta hacer primero, con un tono dulce, Ramón le dijo:
—¿Cómo te llamas?
—Tere –respondió ella, mientras se fundía más a su muñeca.
—Así que eres Teresa.  Yo me llamo Ramón –se presentó antes de continuar—Dime, ¿qué haces aquí tan sola?
—¡Quiero ir con mi mamá! –contestó la niña, para que luego el llanto fuera más fuerte.
—¡No llores! –le suplicó él, dispuesto a ayudar— Si me dices dónde vive, yo te llevo con ella.
Luego de un suspiro que logró controlar las lágrimas, Teresa dio las señas del lugar donde vivía su madre. Ramón conocía la ciudad a la perfección.  De inmediato ubicó el sitio que la niña describió. Sin ningún temor, la pequeña subió al asiento trasero del auto.  En ningún momento se despegó de su muñeca.  Ramón condujo por varios minutos.  Constantemente veía por el espejo a Teresa sentada en el lugar de atrás.  Ella estaba tranquila, aunque no dejó de llorar.  De vez en cuando sollozaba:
—¡Quiero ir con mi mamá!
Luego de algunas cuadras llegaron al domicilio que la niña indicó.  Ramón aún no estacionaba el auto, cuando Teresa se llenó de alegría.  Con el brazo y el dedo extendidos señaló:
—¡Ahí vive mi mamá!
Tan pronto se detuvo la marcha del motor, ella bajó a toda prisa del taxi.  Iba tan feliz, que no dio las gracias.  Sin detener su carrera entró a una casa que tenía la puerta solo emparejada. Ramón sonrió satisfecho, pero al mirar una vez más por el espejo, vio que la pequeña pasajera olvidó su muñeca.  La tomó. Con ella en sus manos tocó a la puerta.  Una mujer, ya muy entrada en años, atendió.  Al ver al hombre con la maltratada muñeca, sin mucha sorpresa lo invitó a pasar. Antes de preguntas y explicaciones, la señora le ofreció atole y buñuelos.  Luego intentó aclarar:
—Son los preferidos de Tere.
—Olvidó a su amiguita en el taxi –dijo Ramón al entregar el preciado juguete de la niña.
Habituada a lo ocurrido, la mujer retomó la palabra:
—Hace años, mi hija jugaba frente a la casa.  De pronto, sin precaución cruzó la calle.  ¡Era una niña!  Un taxi la arrolló.  Llevaba a su muñeca entre las manos.  Desde entonces, cada dos de noviembre, ella encuentra un buen hombre que la trae de regreso a casa.  Yo preparo lo que más le gustaba y lo pongo en la ofrenda de la sala.
Ramón contempló el altar a los difuntos.  En el nivel más alto estaba el retrato de Teresa.
—A la muñeca la acuesto en la cama que fue de mi hija –continuó la mujer—.  A la mañana siguiente ya no está.  El próximo año, mi Tere volverá con todo y su muñeca.  Así será, hasta que estemos juntas en la eternidad.  ¿No se dio cuenta?  Dígame, ¿dónde encontró a la niña?
—En la banqueta… frente al panteón.
Ramón se estremeció. Desde entonces tuvo la precaución de no pasar frente al cementerio, por lo menos el Día de Muertos.



LA TUMBA ABANDONADA
Carlos Javier Aguirre

El señor Juan Zúñiga platicaba que su compadre, J. Concepción Méndez, conocido por todos como el Chinito, fue durante muchos años el camposantero del Panteón Municipal.  Todos los días, una y otra vez, don Concepción recorría el cementerio por sus estrechas calles.  Por ello, conocía los nombres y la ubicación de casi todos los que estaban sepultados ahí.  Había comerciantes, amas de casa, artistas, soldados y prostitutas. Cuando terminaba de hacer sus recorridos, ya el sol estaba en lo alto.  En esos momentos de sosiego tenía la costumbre de tirarse a descansar bajo la sombra de un gran árbol.  Con calma se ponía el sombrero sobre la frente, para que la luz del medio día no le molestara. Platicaba mi compadre, que un día de noviembre del año de mil novecientos cincuenta, el Chinito apenas estaba saboreando su descanso cuando una mano fría lo movió para sacarlo de su sueño:
—¡Señor, señor, despierte! –le dijo un hombre pálido que estaba frente a él.
—¿Qué pasa?
—¡Hágame un favor!  ¿Puede limpiarme una tumba?  Hay tierra y ramas por todos lados.  ¡Está muy abandonada!  Así nadie puede descansar en paz.
—Sí, claro.  ¿Cuál es?
—Acompáñeme.
Luego de dar algunos pasos llegaron a una tumba que, efectivamente, estaba cubierta por follaje seco.  El nombre del difunto ni se veía.
—Es está –dijo el hombre aquel.
El Chinito tomó su machete, quitó la hierba y aflojó la tierra.
Al poco rato se presentó una mujer, quien le preguntó al sepulturero:
—¿Qué está haciendo?
—Un señor que estaba parado aquí me pidió que limpiara este lugar –respondió el Chinito, mientras buscó con la mirada a quien solicitó su ayuda, pero ya no había nadie más alrededor-. ¡Y sí qué lo necesitaba!  ¡La tumba estaba muy abandonada!
—Lo sé, –dijo la mujer con un tono de pena- hace tiempo que no venía a visitarla.  Dígame, ¿cómo era la persona que se lo pidió?
—Alto, flaco, con tirantes y barba de chivo.
—¡No puede ser!  ¡Ese señor era mi papá!  ¡Él es quien está enterrado aquí!



NOCHE DE INSOMNIO
Verónica Salazar García

Ya vienen los difuntos, esos que viven en el panteón.  Es noche de muertos y el sueño se me espantó.  Sólo doy vueltas y vueltas sin dormir.  ¡Tengo miedo!  Ya casi es la hora, según me dijo la abuela en la merienda, en la que se escucha arrastrar las cadenas.  Es cuando se acercan.  Vienen por nuestros pellejos.  Los huesos no les interesan.  Siempre que vienen dejan un olor a rancio.  Así se sabe que son los difuntos que se han escapado del camposanto en la noche de su libertad.  ¡Siento miedo!  Quisiera morir está noche para no oír sus lamentos; para no quitarles el tiempo.  Tétricos sonidos escucharán mis oídos.  No logro conciliar el sueño.  El insomnio se apoderó de mí.  Me envolvió en el manto de su indiferencia.  No siente el temor que tengo de sólo imaginar a los fallecidos, esos, quienes vienen por mi esqueleto.  ¡No quiero  verlos!  Me duelen sus condenas.  Vienen los difuntos por mi sangre, pero ya no queda nada.  Se la bebió el insomnio que me abrazó con horas de frialdad.  Sólo queda el sobresalto, pues está noche conoceré a las almas en pena.



EL CAMINO A CASA
Javier Mendoza González

Era el año de mil ochocientos noventa.  José tenía la costumbre de levantarse mucho más temprano que el Sol.  Era panadero.  Antes de que clareara el Cielo, él ya se dirigía al lugar donde le daba forma y sabor a la harina.  En esa ocasión, su madre le suplicó:
—¡Hijito!  No salgas.  Tengo la piel de gallina por un mal presentimiento.  Algo me dice que hoy, la muerte recorre las calles.  ¡Hazle caso a esta vieja!
José no le dio importancia a las palabras de su madre.  Parecía ser un día como cualquier otro.  Luego de recibir la bendición, el muchacho fue en busca del sustento. Caminó como siempre por algunas calles de los viejos barrios de la ciudad de Celaya: Santiaguito, Tierras Negras y San Antonio.  Todo estaba en calma.  De pronto vio a una mujer, ya anciana, quien con mucho esfuerzo arrastraba un costal.  José se compadeció de ella.  Se acercó para ayudarla.  La mujer lo miró sin la menor sorpresa.  Él exclamó:
—¡Madre de Dios!  ¿Qué hace tan temprano y tan sola?  ¿No le da miedo?
—¿Miedo?, ni a la muerte -fue la respuesta de la señora-.  Voy rumbo a mi nueva casa, pero me perdí. 
—Entonces, ¿cómo dará con ella?
—Sólo sé que es más hacia el norte.  Sí tú y la gente buena indican el camino, te aseguro que sacaran a más de un alma del Purgatorio.
—¡Ándele pues!  La ayudo.  Deme acá ese costal.
—Te lo agradezco.  ¡Ya quiero descansar!  ¡Pero ten cuidado!  Es lo único que me queda.
José se echó el bulto a la espalda.  Con paciencia caminó al lado de la señora.  Durante el recorrido, ella no le dirigió la palabra.  Luego de poner un rosario entre sus manos, tan sólo rezó y rezó. 
Así caminaron varias cuadras más, hasta que la anciana se detuvo.  Con serenidad mandó su vista al frente, para decir:
—¡Aquí es!  Estoy segura.  Hazme el favor de poner el bulto más allá de la puerta.  Mira que ya está abierta.
—¿Qué? –fue el sobresalto de José- ¡pero si es el nuevo cementerio!
—¿En qué mundo vives, muchacho?  ¿No sabes que hoy es quince de noviembre? Se abre por primera vez este panteón.  Muchos seremos desenterrados de los campos santos de las iglesias para venir a dar a ésta, nuestra nueva casa.  Nosotros ya no podemos hacerlo solos.  Necesitamos que gente noble, como tú, nos señale el camino. Luego de decir eso, la mujer se transfiguró hasta desaparecer.  José tembló de miedo, aún así, abrió el pesado saco que por varias calles cargó en su espalda.  ¡Eran huesos humanos!  Al instante se convirtieron en polvo. A pesar del temor que lo recorrió, José entró al cementerio para vaciar el costal en la fosa más cercana.  Sólo pudo mal hacer la señal de la cruz en su pecho.  De inmediato salió corriendo, mientras rezaba por su vida y por el descanso eterno de la anciana.
Desde entonces, cada quince de noviembre, en los barrios cercanos al Panteón Municipal, la gente coloca velas y fogatas en las calles, para indicarle a las almas que fueron exhumadas de los cementerios que hubo en los terrenos aledaños de algunas iglesias, el camino a su nueva morada.  Es el Día de las Luminarias.

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*Javier Alejandro Mendoza González nació en Celaya. El gusto por las letras fue despertado en él durante la preparatoria “gracias a su querida maestra, Rita”. Por la inquietud de plasmar ideas y sueños surgieron los primeros escritos compartidos con las personas más cercanas.  Se integró al Taller Literario Diezmo de Palabras, donde impulsado por los colaboradores del mismo “se ha adentrado un poco más en el maravillo universo de la lectura y escritura”. En 2016 fue seleccionado en el programa Fondo Editorial Guanajuato para participar con una novela que pronto será publicada.

**Textos publicados en El Sol del Bajío, Celaya, Gto.

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