domingo, 5 de julio de 2015

LLEGARON PARA QUEDARSE

Publicado en El Sol del Bajío, de Celaya, Gto.


LLEGARON PARA QUEDARSE
“Si no llegó… es porque no vino”.
El filósofo de Güemes.

En el taller literario Diezmo de Palabras, tenemos muchos compañeros que recién se han incorporado a nuestro grupo. Algunos de manera presencial y otros de forma virtual. En el caso de nuestros narradores de la página de este domingo, son tres participantes que cada miércoles, en la Casa de la Cultura de Celaya, se reúnen para “tallerear” sus textos, igual que todos nosotros lo hemos hecho a lo largo de varios años. De distintas edades, profesiones y actividades, los une el amor a las letras. Contrario a lo que diría el filósofo de Güemes, ellos sí llegaron para quedarse.
Un mentiroso al que todos le creen, dos adultos mayores cuyas anécdotas son tan comunes que todos nos identificamos con ellos y un ladrón que tiene una cita con el destino, son las historias que hoy comparten con usted.
Julio Edgar Méndez


PALABRA DE MENTIROSO
Javier Mendoza González

Terminada la dura jornada laboral, Pedro abandonaba los campos de cultivo y regresaba cansado a su pueblo.  Sin perder el ritmo del paso, bajo el castigador rayo del sol y ante la falta de compañía lanzaba su incansable imaginación hacia mundos maravillosos y lejanos.  Entre seres irreales y nuevos continentes el tiempo parecía más corto, lo mismo que el largo camino. Una vez que llegaba al caserío se sentaba a descansar bajo una refrescante sombra, mientras secaba el sudor de la frente con su inseparable paliacate.  Al verlo ocupar aquel sitio, con una sonrisa y cierta ansiedad los paisanos se acomodan alrededor de él, principalmente los niños, quienes por su inocencia tenían la mente tan dispuesta a imaginar cosas, igual que “el Mentiroso”.  Así le apodaban a Pedro, pues las historias que a diario contaba eran de castillos de cristal y mundos entre nubes rosas.  Acorde a las fantasías, los personajes que las protagonizaban iban desde unicornios de suave pelaje, hasta caballeros de brillante armadura y gigantes de un solo ojo.  Luego de que el hombre era rodeado por los lugareños, los atentos escuchas le decían con insistencia: ‘¡Anda!, ¡cuéntanos lo que viste de regreso al pueblo!’, para después guardar absoluto silencio.  Moviendo sus manos con mucha gracia el aludido gesticulaba su rostro sonriente mientras relataba la historia de la ocasión:
—Les doy mi palabra, que hoy he visto  -decía-  princesas de exquisita belleza, aves de colorido y largo plumaje, brujas de apetito insaciable.
Aún sabiendo que todo aquello era invención de Pedro, la gente ponía atención, pues con bellos relatos de final feliz colocaba en el rostro de los oyentes una sonrisa, al mismo tiempo que los liberaba; aunque fuera brevemente, de la vida real, tan llena de problemas y limitaciones.  Luego de prestarle oídos al “mentiroso”, los aldeanos volvían a sus actividades, ya influenciados en el dulce sueño que esa noche gozarían.
Cierta ocasión, mientras Pedro recorría una vez más el sendero que lo llevaba a casa, un sonido celestial lo llamó a internarse en la maleza.  Al abrirse paso entre la vegetación descubrió un estanque de agua cristalina, que antes no estaba ahí.  En la orilla había dos sirenas de fina hermosura.  Una de ellas comía manjares y fruta exótica, tomados de una charola de oro que con apuros era sostenida por un trío de duendecillos.  La otra mujer, con cola de pescado, entonaba a la perfección una melodía, mientras varias hadas plateadas le arreglaban el sedoso pelo.  Para completar el majestuoso recital, cerca de ahí un fauno tocaba con maestría una flauta de pan.  Al ver aquello el espía se quedó atónito, pero muy dispuesto a correr a toda prisa para contarle al mundo entero lo que había presenciado.  ¡Seguramente no le creerían!  Tal vez dirían que era un loco o un mentiroso. Sólo si llevara miles de testigos al oasis aceptarían su decir.  Pero antes de que Pedro huyera, una de las sirenas lo descubrió entre las ramas. Entonces la fantástica criatura interrumpió su canto y para mantener a salvo ese maravilloso universo irreal colocó el dedo índice frente a su linda boca, indicándole al testigo que no dijera nada. Entusiasmado, Pedro corrió como nunca lo había hecho.  Alcanzado su reservado asiento, antes de contar la aventura tomó unos segundos para recuperar el aliento.  Como de costumbre la gente lo rodeó y como siempre le preguntaron:
—¿Qué has visto hoy?
Reconociendo que hacía lo correcto, con la imagen de la dama del mar en su cabeza, sin desviar la mirada perdida y haciendo alusión a su apodo, el mentiroso sólo dijo:
—Les doy mi palabra de que hoy no he visto nada.


LOS TÍOS Y EL MOSQUITO
Verónica Salazar García

La negra noche cubrió con su manto la pequeña ciudad donde viven los tíos, Cata y Rafa. Su hogar se encuentra alumbrado con luces que brillan cual luciérnagas revoloteando en la noche. Los tíos se disponen a descansar, el día ha transcurrido sin contratiempos a excepción de que el tío Rafa fue a correr (según él) al parque cercano a su casa y se siente muy cansado (y como no, si nunca hace ejercicio) por el esfuerzo realizado, así que apuro a la tía Cata para tomar su merienda e irse a dormir temprano. Refunfuñando, la tía Cata terminó de hacer lo que le faltaba para irse a dormir y, con sumo cuidado, entró en la recámara donde el tío Rafa ya estaba dormido y se metió a la cama sin hacer ruido, disponiéndose a descansar. Tendría escasa media hora que se había dormido, cuando un mosquito comenzó a zumbar cerca del oído de la tía Cata, perturbando su sueño, que era ligero. Medio dormida y en la oscuridad de la noche dio de manotazos, pero nada, el mosquito seguía dando lata y la tía ya se había dado una bofetada tratando de quitárselo de encima, pero el mosquito danzaba de aquí para allá: Zum, zum, zum, zumbaba en el oído de la tía como si fuera un avión y tal pareciera que se burlaba de ella cuando ésta le tiraba algún manotazo. Cansada del mosquito se levantó y prendió la luz. Y por supuesto, ante tanto alboroto el tío Rafa se despertó, lanzando al instante un grito semejante a un rugido:
—¡Cata!, ¿qué diablos estás haciendo, que no me dejas dormir?
—Calma, Rafa, que hay un mosquito dando lata.
—¡Ya mátalo, que quiero dormir y no me dejas!, -le grita furioso.
Con voz paciente, la tía contesta:
—¿Qué crees que estoy haciendo?, ¡trato de matar este insecto!
El mosco es pequeño y vuela veloz de un lado a otro y la tía Cata, desesperada trata de alcanzarlo, pero éste se le escapa por todos lados, de pronto ya no lo ve y la tía se pone a la expectativa. En ese momento un fuerte grito se escucha en el silencio de la noche, la tía Cata se sobresalta, es el tío Rafa que grita molesto.
—¡Cata, Cata, el mosquito está estacionado encima de mi cabeza!, ¡quítalo!
—Calla, Rafa, que con tus gritos despertarás a todo el vecindario.
—¡Quiero dormirrrrrrrrrrrrr y este molesto mosquito no me deja!
—Espera, Rafa, ahora te lo quito.
Y sin más, la tía Cata se para sobre la cama y empieza a perseguir al mosquito dando de brincos sobre la misma, causando molestia y enojo al tío, el cual ya se ha despertado totalmente.
—Cata, ¿eliminaste al molesto mosquito?
—No, Rafa, se me escapó.
—¿Y qué va a pasar?, yo ya no puedo dormir.
—Deberías ver la tele, posiblemente te arrulle o a lo mejor hay fut-bol, vete a la sala.
—Ay, Cata, hace frio y a esta hora no hay fut-bol.
—Mira, Rafa, perseguir al mosquito me ha cansado, así que yo dormiré y no quiero que estés molestando porque te va a pasar lo que al mosquito y que no viste.
Con voz quejumbrosa Rafa le pregunta: —¿Y qué le pasó?
—Pues que le di un aplauso.
—¿Cómo un aplauso?
—Sí, le di un aplauso, con mis manos así: -diciendo esto, las junta fuerte- sólo que a ti te lo daré sobre tu cara si sigues dando lata.
Y dicho esto, la tía Cata se acomoda y se duerme dejando al tío Rafa desconcertado y lo peor: con insomnio.



EL PARAGUAS
Adolfo Galván Ulloa

El hombre viejo fue empujado violentamente contra el coche estacionado. Su paraguas negro rebotó contra el pavimento y rodó debajo del auto. El ladrón puso la pistola en la frente del anciano y le dijo: “Ya valiste hijo de p... , daca todo lo que traigas, rápido c... o te lleva la ch...”, al tiempo que le daba tremendo culatazo en la sien derecha. El hombre, temblando perceptiblemente y sin hacer demasiado caso de la sangre escurriéndole por la mejilla, empezó a sacar de sus bolsillos un surtido de pobres pertenencias: un peine, un pañuelo arrugado y sucio, dos boletos del Metro, una pluma Bic, unas llaves y finalmente una cartera brillante por el uso y visiblemente deteriorada. El ladrón arrebató la cartera y sacó dos billetes de cincuenta y uno de veinte. Revisó detenidamente el resto y pudo comprobar que sólo había un retrato de mujer con dos niños, una credencial de elector y otra del Insen. Despreció el reloj al ver que era un Casio de plástico. Abrió el cuello de la camisa del hombre en busca de cadenas y emitió una maldición al ver que sólo portaba un escapulario de la Virgen del Rayo. Zarandeando al hombre por las solapas del saco le dijo: “Me llevo tu cartera hijo de la ch..., para saber dónde vives, por si se te ocurre rajar, c...”, y dándole otro culatazo, esta vez en la oreja izquierda, dejó que el hombre cayera sobre la banqueta, prácticamente inconsciente, y echó a correr guardándose la pistola en la cintura.
“Inch´ viejo puto, no traía nada, ni valió la pena”, iba rezongando el ladrón mientras atravesaba corriendo la calle, “¡Chicos ojotes que peló cuando vio la fusca!”, diciendo esto soltó la carcajada. En su descuidada carrera no se fijó que atropellaba a un vendedor de merengues, haciendo que toda la mercancía saliera rodando en distintas direcciones. “Fíjate por donde caminas güey” le alcanzó a gritar. “Se ve buenona la vieja del retrato, ha de ser la hija con sus mocosos; a lo mejor le hago una visita, quien quita y esta noche cena Pancho”, sonrió mientras empezaba a bajar corriendo las escaleras del Metro. En el segundo tramo resbaló con una cáscara de mango y cayó rodando. Se levantó desconcertado revisándose la ropa y comprobó que sólo tenía unos cuantos raspones en codos y rodillas. “Álzalas, güey”, se regañó a sí mismo. Como de costumbre, se brincó sin pagar las aduanas de la estación y bajó apresuradamente a los andenes, donde había mucho más gente que la habitual esperando el tren. “¿Qué pasa, hay manifestación?” Le pregunta a una muchachita con aspecto de estudiante de secundaria. “Avisaron que el tren se va a tardar unos minutos más, porque hay problema de tráfico”. “Gracias, reina” dice el ladrón al tiempo que aprovecha para manosear el trasero de la estudiante. “Al rato torteamos a gusto”, dice mientras avanza empujando por entre la multitud para ganar un lugar en el frente.

Esperando impaciente, piensa que este día necesita hacer cuando menos dos o tres trabajitos más, “Para chivo, chupe y perico”. La multitud ha crecido y se agolpa en el filo del andén. El ladrón, que ha logrado colocarse a modo de ser de los primeros en subir, oye el rumor del tren que se acerca. En el preciso momento que el primer vagón asoma en la estación su trompa anaranjada, la contera de un paraguas negro aparece entre la gente y da un fuerte empujón en medio de los omóplatos del ladrón, el cual cae hacia las vías, exactamente un segundo y teintaycinco milésimas antes de que el tren avance rugiendo por la estación…

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