SANTA TRADICIÓN
-Desde Chile hasta Celaya-
El
costumbrismo, en la narrativa, “consiste en reflejar los usos y costumbres
sociales sin analizarlos ni interpretarlos”. De esa obra literaria son ejemplos
ya en ciernes La Celestina y El Quijote,
por mencionar los más conocidos. Y en hispanoamérica se han creado bellas
novelas y cuentos abordando la descripción natural y usos tradicionales de
distintas regiones. En México destaca sobre todo El Periquillo Sarniento, de Fernández de Lizardi o la obra de José
López Portillo y Rojas, cuyos cuentos tenían un ingenuo toque de humor
provincial. Desde la República hermana de Chile tenemos el ejemplo por
excelencia: Martín Rivas, la novela
que más fama le daría a Alberto Blest Gana. Obra en folletines que se
publicaban cada semana en el periódico (algo parecido a este Diezmo de
Palabras). Una fórmula que varias décadas después, en México, daría fama y
fortuna a la señora Yolanda Vargas Dulché. Y es así como llegamos a nuestra
compañera del taller literario, María Soledad Popper (Sol), quien desde el país
hermano, Chile, llegó a nuestro país (ella le llama su segunda patria) en 1999 y
a Celaya en el año 2010. Después de experimentar, junto a su familia, los
climas infernales de los norteños
Monterrey y Mexicali, justo el día en que el sismo 8.9 (ése que desplazó el eje
de la tierra en ocho centímetros y le redujo unos milisegundos al día) remecía
los suelos chilenos y un tsunami devastaba las bellas ensenadas de su litoral
costero. Se incorporó al Taller Diezmo de Palabras el pasado mes de octubre,
donde, “motivada y apoyada por el
talento, la experiencia y entusiasmo de
sus integrantes”, se inició poco a poco en la escritura de cuentos. “Santa tradición” se gestó durante la
lectura de “Cuentos Escogidos”, de
Antón Chejov, magnífico y recomendado ejemplar
que puso amablemente en sus manos
el escritor y compañero de taller, Miguel Sánchez Martínez. Así pues, conozcamos algo de las costumbres chilenas
mientras disfrutamos este domingo familiar.
Julio
Edgar Méndez
SANTA TRADICIÓN
María
Soledad Popper
—Es
pecado, Juan —le decía muy seria mi abuela Otilia a mi abuelo, mientras recogía
los platos de la mesa.
—¡Qué
va a saber usted, Iñora! ¡Esos son cuentos de los curas! ¿Nos pagan acaso ellos
las cuentas? —Le respondía mi abuelo enojado, meneando el jarro boca abajo
para dejar caer las últimas gotas de vino sobre su vaso.
A lo
que mi abuela replicaba desde la cocina —¡usted nos va a mandar a toditos al
mismísimo infierno con sus ocurrencias fuera de lugar!
Mi
abuelo, que ya se había girado un cuarto de silla para estirar el brazo y
encender el televisor, le respondía con malicia —¡usted haga lo que yo le digo
nomás, como le manda la Iglesia! —Y luego agregaba, sin dejar de mirar hacia la
pantalla— mañana miércoles nos vamos
tempranito al mercado y mientras usted compra las verduras que hagan
falta, yo me voy al emporio a buscar los aliños y la pitilla. El Juan me dijo
que llega durante la tarde con el encarguito, así es que tenemos tiempo
suficiente para preparar todo. Diciendo aquello, aumentaba el volumen del
aparato y evitaba oír así cualquier reclamo que saliera de la cocina. ¡Qué gran
placer sentía cuando para esas fechas hacía rabiar de esa manera a mi abuela!
Ella
meneaba su cabeza y esbozando una risilla pícara se decía para sus adentros
—¡ay, Señor! ¡Qué le vamos a hacer, si el veterano es inteligente y sabe cómo
es la gente!
Al
día siguiente, en el sótano de la casa,
la rueda de piedra giraba a toda velocidad sacándole chispas a los
cuchillos que afilaba mi abuelo. Sobre el mesón de trabajo, fabricado
rústicamente con cuatro tablones de madera
y cubierto con un mantel plástico de vivos diseños, ya se encontraban atornilladas
la máquina de moler carne y la de llenado. A un lado, se hallaban las
bandejas de fierro enlozado, el cono de hilo blanco, el cucharón, el tridente y
diversos utensilios, extraídos a regañadientes desde la cocina de mi abuela,
donde ella, ya de mal humor por tanta interrupción, preparaba los diversos
adobos. En un gran mortero, presente toda la vida en la cocina de mi abuela e
impregnado en sus cavidades de aromas remanentes de otros tiempos y de otras
preparaciones, iban cayendo poco a poco
los dientes de ajo, el comino entero, la pimienta y el orégano que ella
pacientemente molía con piedra en mano,
dejando escapar los jugos, cuyos sabores se disolvían en el intenso sabor del vinagre de buen vino tinto
elaborado en casa.
Entre
tanto, mi abuelo lavaba y dejaba secar
los baldes de latón y las artesas que él mismo, con sus dotes para el trabajo
manual, había fabricado para estas ocasiones.
En
ese trajín se encontraban normalmente mis abuelos cada año, cuando su hijo Juan
llegaba con el esperado encargo: un gran chancho, recién sacrificado en el
matadero y dispuestas todas sus partes, según las instrucciones que mi abuelo
le había enviado detalladamente al destazador.
Allí,
en diferentes cajas de cartón y bolsas plásticas, estaban la cabeza, la lengua,
el cuero, el intestino, las manitos, los perniles, el costillar, el lomo, la
pulpa, el tocino, la grasa, la sangre y el resto de los cortes de carne.
Lo
primero, durante esa tarde, era poner a
cuajar la sangre en una gran batea,
junto a la cebolla picada, el ají, orégano y ajo molidos y la grasa.
Mientras
tanto, mi abuela daba vuelta las tripas
remojadas en agua y las lavaba minuciosamente en un balde. Luego las
colgaba para que estilaran y las dejaba orear.
Más
tarde, mi abuelo armaba los arrollados huasos, envolviendo en el cuero limpio
pedazos de pulpa, carne y grasa; los
amarraba con pitilla y los ponía a
adobar hasta el otro día en una batea de madera, llena de pasta hecha con ají
cacho de cabra, ahumado y molido, que mi
abuela preparaba con su propia receta.
Finalmente,
el costillar se cortaba y se dejaba reposar en la mezcla de vinagre y aliños.
Durante
el jueves siguiente, mi abuelo, ayudado por mi abuela y algunos vecinos, que no
era necesario invitar, se dedicaban a armar las prietas con la mezcla de sangre cuajada. Para eso
introducían un extremo de la tripa en el tubo de la máquina y haciendo girar la
manivela iban llenando poco a poco los intestinos. Lo mismo se hacía más tarde
para las longanizas, sólo que éstas se elaboraban con una mezcla de carne y
grasa, molidas grueso, también reposada en aliños desde temprano en la mañana.
En
el atardecer de ese día, mi abuelo comenzaba el ritual de cocer prietas y
longanizas, acompañado de sus ayudantes. Para ello, improvisaba en medio del patio un fogón que
era alimentado por una enorme ruma de tablas de cajones fruteros, recolectados
a través de todo el año para tal función,
y que calentaba el agua de cocción con las respectivas verduras para el
sabor —apio, cebolla, perejil, pimientos y ajo— en un gran fondo de aluminio.
Esa noche, se sumaba a la faena don
Alfredo, el dueño del bar de la esquina, que llegaba cargando varias garrafas de vino tinto y que eran despachadas
en su totalidad, junto a las primeras longanizas fritas, hasta que el último serpentín de chancho
salía del caldo hirviendo.
—¡Herejes!
—Les gritaba mi abuela de vez en cuando, desde
su cocina.
—¡Aguafiestas!
—Le respondía mi abuelo, en medio de la algarabía de la tomatera y el crepitar de
la madera en el fuego. Los demás
agachaban la cabeza y se hacían los lesos. Entonces cerraba la ventana y
evitaba así sentir los tentadores aromas que emanaban de la hoguera e invadían
toda la casa y la de los vecinos a la redonda.
Al
día siguiente se levantaba temprano a rezar el rosario, hincada frente al altar
con la imagen de la Virgen de Lourdes que dominaba su dormitorio, mientras mi
abuelo se quedaba un rato más en la cama para reponerse de la borrachera del
día anterior.
Durante
ese día, en tanto que mi abuelo se dedicaba a cocer los perniles, las manitos y
la cabeza, mi abuela atendía a los
vecinos que llegaban constantemente a golpear
a su puerta, atraídos por una discreta pizarra colgada en la ventana,
que tenía escrito con tiza blanca “HAY CHANCHO”.
—¿Qué
tiene, doña Otilia?
—Mire,
hay longanizas, prietas, costillar adobado y chuletas. Más tarde salen los
perniles y las manitos y ya anocheciendo, lengua nogada. Para los que se animen
y si me traen la olla les regalo caldo con su buena enjundia —les respondía en
voz baja mi abuela y miraba con disimulo hacia la calle, esperando que nadie la
viera en esos menesteres.
—¿Y
la cabeza, doña Otilia?
—No,
la cabeza se la cocemos a mi hijo. Él se la lleva a su casa ya preparada y
mañana sábado hace festín con sus amigos. Usted sabe, como todos los años.
A
partir del crepúsculo del viernes, se repetía la misma escena de la noche
anterior, sólo que a la olla iban en esta ocasión los tan apetecidos arrollados
huasos. El cocimiento se acompañaba una vez más con varias garrafas de
embriagante vino tinto, pan fresco, comprado por los invitados en una de las
tantas panaderías del barrio, y las
picantes rodajas de los primeros arrollados.
Mi
abuela se paseaba malhumorada entre los borrachines, meneaba la cabeza
reprobándolos y alzaba los brazos al cielo, suplicante.
—Nuestro
Señor murió en la cruz para salvarlos y ustedes le pagan así ¡Mal agradecidos!
—¡Váyase
a fondear a su casa, oiga! —Le mandaba mi abuelo bastante entonado, coreado por
las risas de sus desinhibidos compinches.
Durante
el día sábado se cortaba en cuadritos la grasa que sobraba y se hacían los
chicharrones. Mi abuela envasaba la manteca derretida y la guardaba para hacer
pan amasado o la masa para empanadas; también la usaba para mezclarla con ají
de color y verterla sobre los platos de legumbres. Entretanto, mi abuelo
limpiaba, ordenaba y guardaba todos los artefactos y herramientas envueltos en papel café y plástico grueso,
que serían utilizados, si Dios se lo permitía, el siguiente año. Esa noche ya
no realizaba el cocimiento; todo se había vendido y sólo quedaba lo que mi
abuela apartaba para el consumo de la casa. Mi abuelo contaba el dinero y
sacaba cuentas. De vez en cuando le gritaba a mi abuela que se encontraba en la cocina simulando estar ocupada:
—¡Ya me alcanza para ir a Yumbel y pagarle la
manda a San Sebastián!
—¡Ya
tenemos para sus lentes nuevos!
—¡Ya
puedo cambiar la dentadura!
El
domingo, antes del amanecer, mi abuela Otilia se preparaba su taza de té y
freía un buen trozo de longaniza que había logrado salvar de los días
anteriores y lo ponía dentro de un gran pan untado en la jugosa grasa
desprendida. Sentada a la mesa y bajo la lucidez que da el amanecer, se
dedicaba a cavilar. A veces los aromas habían sido tan extraordinarios, tan
intensos, que había estado a punto de caer en la tentación. Pero había sido
fuerte todos esos días. Tenía la conciencia limpia —o tal vez no tanto— se
decía dudando. Ella sólo había cumplido con ser obediente y seguirle el juego a
la maña de su esposo, como le machacaban en la iglesia, pero por otro lado, era
cómplice de incitar al pecado, según
entendía ella, una vez más, como una tradición, a su familia y a casi todo el
beaterío del vecindario. ¡Pero, qué delicioso estaba su desayuno! ¡Como para
levantar muertos de su tumba!
Celebraba
así, como cosa de todos los años, el domingo de resurrección, alegrándose
sobremanera de haber cumplido, por lo menos ella, como Dios manda, con los rigurosos días de guardar.
—¡Qué
buena mano tiene este Juan! ¡Con razón vendimos tanto! ¡Gracias a Dios y a la
Santísima Virgen! Amén.
**Ilustración:
“Garrafas de vino” acuarela de Manuel Domínguez. www.manueldominguez.org
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