domingo, 7 de junio de 2015

NO HABLEMOS DE POLÍTICOS

El Sol del Bajío, Celaya, Gto.


NO HABLEMOS DE POLÍTICOS

“-¡Bendito sea Dios que con pan los cría; con pasto le bastaría!”
Herminio Martínez

Hoy no. No hablemos de políticos ni de política. Hablemos de literatura. Celaya quiere descansar de los discursos huecos, donde (como decía Cantinflas): “A la hora de pedir, todo son promesas; y la hora de cumplir, todo son excusas”. Hace una semana tuvo lugar la primera feria metropolitana del libro, en las instalaciones del parque Xochipilli. Tuvo una extraordinaria respuesta por parte de los ciudadanos lectores. Sin apoyo oficial, con recursos propios de sus organizadores: Fundación para la Cultura del Centro A.C. -presidida por Juan Ruíz- y con la entusiasta y altruista participación de todos los talleres literarios de la ciudad y de otros municipios, fue una verdadera fiesta del libro. Sin acarreados, sin rollos partidistas; escuchamos poesía, cuento, ensayo, conferencias sobre libros, editoriales, escritores. Nos dieron consejos para mejorar la lectura, escuchamos llover y aprendimos unos de otros. Gracias a los que asistieron, gracias a los que apoyaron. Pero sobre todo, gracias a ustedes, lectores, porque sin alguien que lea, ¿de qué sirve escribir? Hoy les invitamos a leer un hermoso cuento de nuestro gran maestro, Herminio Martínez, quien gracias a Dios está descansando muy lejos de los políticos.
Julio Edgar Méndez

**Ilustraciones: Manuel G. Mariscal, “Tequila Agave”. Pedro Banda, “La India”. G.A. Harker, “Quijote”.


DON QUIJOTE DE MACHIGUA
Herminio Martínez

-¿De dónde son ustedes? –les preguntó el aún algo joven Tiburcio Amparo, a los que allí se les unieron, en la estación del Baule, cerca de un arroyo seco y unos altos árboles, de los que en más de algún lugar llaman pinzanes y en otros nada más guamúchiles.
El viento se remolía y se revolcaba como un burro sediento sobre la tierra ardiente, a esa hora en que todavía no se metían a dormir los chotacabras, y ya la luz brillaba delante de todo lo que en su presencia se iba descubriendo.
-Sí, muchachos, ustedes ¿de dónde son? Por lo callados, se les nota que son de la tristeza ¿o acaso de más lejos? Pues como dice aquí don Dimas Conde: parece que se les reventó el hilito de la risa.
-De la Mocha, señor. De allá mero venemos –habló uno de los cinco. Y los chotacabras seguían allí, con sus alitas duras, dando saltitos en pos de algún gusano.
-¿Así se llama el pueblo o es el nombre de una mujer a la que le falta un brazo o va mucho a la iglesia? –interrogó don Dimas, queriendo divertirlos; pero ni ellos estaban para chistes, ni él en edad de hacer reír a nadie. “Ni que estuviera tan chiquito”, alguien pensó. Y la tierra del mundo volvió a ser el remolino de matojos y cactos derrengados, que como un funeral rodeaban la estación y aquellas vías.
-Así se llama. Dicen que por una creciente que en el cuarenta y uno partió el pueblo –comentó el mayor, al que se le veía una edad de no más de veintitrés años y demasiada soledad rayándole la frente.
-Ya se me hacía raro que la causa fuera una mujer; y menos una manca, coja o rezandera –volvió a decir don Dimas.
“¡Otra vez la burra al trigo con el viejo!”.
-¿Por qué? –se asombró uno de los cinco jóvenes, redondeando la voz como si fuera un bagre.
-Mujer que con curas trata, poco amor y mucha reata… –musitó aquel hombre y todos se miraron.
-¿Y el de ustedes? ¿Cuál es el nombre de su pueblo? Porque todos tenemos uno; el nuestro ya lo saben.
-Machigua. Aunque algunos también lo nombran. Trinidades, por dos mujeres que hubo allí hace mucho tiempo. Dos, que eran como el Judas para eso de las aventuras y los hombres.
-¡Ah! –hicieron en el aire. Y el resplandor del sol alzó los hombros como un sendero ciego, más allá de las arrugas de una loma que se tendía rojiza como una piel de vaca. Además, pese a ser tan temprano, las laderas sesteaban bajo el sopor de julio. Y las urracas iban y venían como señoras parlanchinas, posándose en las puntas de los árboles, mientras los otros pájaros se escondían en un suelo de escamas.
-Trinidades suena a “tiznadazo”, tío.
-Así eran ellas; por cualquier motivo y hasta sin motivo se agarraban a golpes. A tiznadazo limpio.
-Vaya pues.
Los cinco muchachos se vieron nuevamente, pero también al otro, que era Tiburcio Amparo, no tan joven como ellos, pero todavía con aires de comerse un guajolote entero.
-¿Dónde queda este pueblo? –alguno preguntó, remojándose con un refresco la garganta.
-Allá donde aseguran que la voluntad de Dios está bajita, pero esto no es verdad. No lejos de Morelia.
-¿Por el lago?
-Más acá de Tocumbo.
-Mmmm.
-¿Conocen Tócuaro? Pues por ahí se encuentra, entre Inchamácuaro y Huandacareo. O para que mejor me entiendan: más acá de Acámbaro e Irámuco –se rió el viejo.
-Primeramente Dios, mañana llegaremos –habló Tiburcio Amparo, tocándose el copete, que le tembló como un pollo con gripa-. El tren pasa temprano –aseguró.
-¡Tenemos que llegar! –murmuró el viejo-. El día no espera a uno… Qué triste se ve todo. Denme dos minutos. Voy otra vez allá…
-Vaya don Dimas –le dijo quien desde el principio lo había venido acompañando.
-¿Adónde va? –preguntó uno de aquéllos jóvenes pecosos y mechudos como los danzantes de la Santa Cruz.
-Desde que salimos no ha hecho otra cosa. No es la primera vez que vamos juntos. Ya hemos venido cinco, sólo que nunca lo habíamos hecho por acá. Sólo por Tamaulipas y Ciudad Juárez. Nada más que desde que por allá están matando gente, cambiamos de vereda. Durango, Matamoros, San Fernando, Nuevo León, están llenos de tumbas. Tumbas y más tumbas.
Don Dimas sintió orinar navajas cuando se fue por ahí, tras una cerca,  a soltar el llanto o el torrente arrasador que él imaginaba. Pero no, el trato que le había dado a la vida -¡a puros botellazos!-, más la edad, acabó por volverse contra él. Vio a los otros y una tristeza anaranjada le aleteó debajo de los párpados. Apenas suspiró; olió el largo silencio de las hojas que en cada mata seca se erguía como una víbora, y con más ganas de llorar, revueltas con las que le mordían la carne del estómago, lanzó un escupitajo.
-Soy el más viejo –dijo- y, sin embargo, tenemos que llegar; el día no espera a uno. Diosito santo, tenemos que llegar.
Las ramas del árbol de la noche bañaron su recuerdo de hojas negras. Rana inspirada en el dolor era su rostro. Dio un salto desde los pies a la mandíbula para obligar a aquéllo… pero ni así salía; insistió, todo igual: pujidos, lágrimas. Desde hacía meses venía padeciendo más fuertes los ardores: caolín, navajas, piedras, sal molida… Y hasta Altagracia, su mujer, le había pedido ya no irse al “Norte”.
-¡Carancho! –repitió-. En lo que acaba uno... A gotas, como los jarros viejos.
-Cómo tarda el señor –dijeron.
-Sí, pero no tarda en eso.
-¿Entonces?
.En encontrárselo -se  rieron-. ¿Qué no ves?
-No sean lángaros… -les advirtió Tiburcio, feliz de verlos ahora sí contentos.
Cuando volvió, don Dimas estaba azul.
-Llegaremos. Tenemos que llegar –dijo y se sentó en su piedra. Más nos vale. Ustedes son muchachos; no merecen vivir de esta manera-. En otros tiempos, ni quién se molestara en caminar tan lejos. No había necesidad. Era otra clase de gobierno. Se sembraba, llovía. Donde quiera llenabas tu guangoche. Había calabacitas, frijol, elotes tiernos, tunas, cebada, mucho trigo. ¿Y ahora? ¡Ni agua! En las comunidades no hay trabajo. Pura cerveza y polvo. La vida es levantarse, esperar, acostarte y amanecer con hambre.
-Oiga, don Dimas –murmuró el menor, que parecía de quince-, ¿quiere un traguito de agua?
-Me gustaría mejor una cerveza, pero si no traen más.
-Igual a mí.
-Y a mí…
Él y Tiburcio habían dejado el pueblo hacía once días, con la ilusión de entrar por Arizona.
-Tenemos que llegar… -volvió el hombre a su frase. Y después exclamó con cara de gaviota en un trigal, cambiando del azul al pálido-: ¡Aquí está nuestro mal! Sembrábamos a medias, de temporal o al parto muerto... Don Quijote de Machigua me apodaban allá…  –dijo, mirando los huizaches en su verde virgen-. Jesús Pastor fue quien me puso el sobrenombre. Hace  años se murió… Amigo, gran persona, no como otros, que por treinta croketas y un refresco le venden su alma al diablo.
-Don Dimas –opinó Tiburcio Amparo-. No hablemos de políticos.
-¡Bendito sea Dios que con pan los cría; con pasto le bastaría! -agregó él-. Nos falta educación, tranquilidad, seguro médico. Así nos tienen, sin trabajo, entre matazones y campañas para ganar los votos, comprándolos con cantidades que pocos imaginan… Iremos juntos hasta donde tengamos que llegar. El tren llega a Nogales.
-¿Oíste, Pilos? Don Dimas dice que iremos a Nogales. ¡Levanta ya el espíritu, hombre! ¡Que cante ese ánimo! –exclamaron.
-Ya lo levanté.
-Tú también, Rel.
-Desde Guadalajara lo he traído arriba.
-Y tú, Marcelo.
Los cinco eran muy jóvenes. Apenas en edad de ir a la escuela y no al país del Norte; flacos, huesudos, tersos, de estatura incierta.
-Ustedes son muchachos. Necesitan llegar. Yo, como quiera, aquí podría quedarme, quebrado como un leño. Dame otro trago de agua, tú, boca de bagre. Al rato pasa el tren.
-Apenas son las once.
-Pensé que eran las cinco. 
Cerró otra vez los ojos bajo un nuevo dolor que le mordió la espalda. Aparte de la próstata, alguna vez le hablaron de algún cáncer. “Por ahí anda, don Dimas; voy a mandarlo a hacerse unos estudios”, que nunca se los hizo.
-¿Fuma?
-¡Vaya que si fumé! –pensó y más balas le rebotaron en el pecho.
-¿Y ahora?
-¿Por qué no? ¿Traen? Total, al rato pasa el tren. ¿Están seguros que apenas va a ser el medio día? Yo juro que es la tarde.
-Veinte antes de las doce.
-Cuando partimos, aún guardaba nidos de sueños debajo de la almohada, junto a la mujer que vivirá esperándome -murmuró y se quedó dormido, imaginando rosas. Al frente, la luz resplandecía, ciñéndose ya el manto de algo que, tal vez pronto, pudiera ser llovizna. Los chotacabras lo advirtieron metiéndose a la tierra.
-Jamás lo dejaré –se balanceó Tiburcio en la reverberación de la distancia, empapado de un frío que le dejó el calor. Y la humedad o el grito de un relámpago se le subió a las sienes.

La hora era pesada, terrosa, amenazante. La temperatura sacudía los árboles; truenos a la distancia; un rebaño de nubes venía del horizonte con las cabezas levantadas, y, al menos, la esperanza de atravesar la línea se les refrescaría cuando la mano de la lluvia tocara las espinas, el aire, los baldíos, únicamente a ellos, porque don Dimas Conde desde hacía algunos segundos ya no respiraba.


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