El Sol del Bajío, Celaya, Gto.
QUE HABLE LA FANTASÍA
“Todo lo que vemos desfilar ante nuestros ojos,
todo lo que imaginamos,
no es sino un sueño dentro de otro sueño.”
Edgar Allan Poe
Febrero
es un mes especial. Es más corto que los otros meses pero tiene los días más
largos. Al menos en apariencia. Conocido en algunos lugares como el mes del
amor; los novios, amigos con y sin derechos, parejas de uno y otro sexo, con
diferentes sexualidades, incluso compañeros de trabajo y los que se apunten
para regalos, intercambios o apasionados encuentros en el “cinco letras”, algún
café, bar, antro clandestino (que tanto abundan en Celaya, pero las autoridades
desconocen), o donde los pesque el romance, este mes es de dar. Dar lo que se
pueda, lo que alcance y a quien se deje o se ponga a la distancia de recibir.
Sin embargo, todo comienza con la fantasía. El que da, cree que quien recibe lo
hace con gusto. Quien recibe, piensa que le dan a cambio de algo. Pura ilusión.
Y como este mes está lleno de ilusiones y fantasías, compartimos el trabajo de
tres compañeros que nos brindan su visión fantástica. María Soledad Popper,
Sol, es una mujer amante de la literatura, llegó desde el país hermano de Chile
hasta Celaya. Su prosa cálida y su bagaje cultural le dan a sus textos un aire
muy fresco, muy del Sur. En esta ocasión nos narra desde la perspectiva de
quien disfruta con la cosmogonía de nuestros pueblos más antiguos. Josué
Antonio es un joven de diecisiete años, originario del D.F., y vecino de Celaya.
Uno de sus autores favoritos es Edgar Alan Poe, y con ese aire de misterio nos
envuelve en una atmósfera que bien podría representar algún desafortunado
acontecimiento de impacto nacional, pero con destreza nos vuelca en una metáfora
del abandono. Nuestra buena amiga, Sugheit Ariela, quien es parte del Taller
Literante, aquí mismo en Celaya, y ha participado en muchos eventos y publicado
en antologías, nos lleva de la mano (igual que lo hace cuando disfrazada de
Catrina nos cuenta leyendas de terror) por un camino de suspenso gótico con un
desenlace que golpea los sentimientos. Pero dejemos que sea la fantasía la que
hable. Que el amor puede esperar un rato.
Julio
Edgar Méndez
BODAS
EN CHAMACUERO
María
Soledad Popper
Las
siluetas de Chimalli y Tecolote suben la ladera del empinado cerro, rodeando
una y otra vez los pequeños arbustos que le dan frescura al lugar, a pesar del
intenso calor del medio día.
No
saben exactamente dónde se detendrán; sólo intuyen que estarán allí a la hora
determinada y en el lugar que el corazón de Tecolote les indique.
Una
vez que el caserío queda atrás, un muro de piedras, cuidadosamente dispuestas,
comienza a acompañarlos en el ascenso.
—¿Habremos
subido lo suficiente? —pregunta Chimalli cada cierto tiempo.
—Presiento
que ya falta poco, unos metros más —responde serenamente su compañera.
Tras
unos minutos de ascenso, el cuerpo de Tecolote se detiene y gira hacia la
derecha.
—Es
por aquí —dice su voz conmovida, alegrándose íntimamente de esta comunicación
que sostiene su ser con la vibración del lugar.
—¿Cómo
sabrás dónde es? Nunca has estado aquí —musita Chimalli.
—Ella
me lo dirá —sonríe Tecolote.
Tras
desplazarse hacia la derecha en línea horizontal, aparece entre la vegetación
una gran piedra negra, cuya forma
plana recuerda un altar.
—¡Aquí
es! —grita emocionada Tecolote, acelerando el paso hasta la roca; todo en ella
le dice que es el lugar del encuentro.
Y es
también la hora prevista: es el momento
en que el sol brilla implacable en el cénit.
Chimalli, empujado por su curiosidad, decide continuar
el ascenso hasta la iglesia de El Señor
de la Misericordia, construida no hace mucho en lo alto del cerro. Tal vez
pueda entrar y resguardarse allí del intenso calor.
Sentada
en la roca, Tecolote contempla el sosegado paisaje. El cielo azul,
completamente despejado, enmarca las tierras cultivadas, separadas por delgados
caminos de tierra. Desde allí se divisan algunas casas y animales pastando en
sus alrededores.
Mientras
subían la pendiente del cerro, Tecolote reparó en una alta pared de rocas, que
parecía esculpida en el cerro en líneas verticales y que ahora acompaña con una
suave curvatura, casi cobijando, la posición de la piedra donde está sentada.
Un
perro blanco, salido inesperadamente de entre los arbustos, menea su cola
saludando y sigue con ligero trote su
camino.
En
la tranquilidad del lugar, Tecolote cierra sus ojos y abre sus oídos al canto
de los pájaros y a los ruidos, antes imperceptibles, que hacen los animales al
desplazarse entre las ramas y las hojas secas. Sorprendida y llena de alegría
se percata de la multitud de seres invisibles que la acompañan. Incluso esa
pared de rocas, erguida a su espalda, pareciera ahora vibrar de vida.
Cuando
abre sus ojos, una gran nube blanca aparece rodeando el cerro desde su izquierda;
se mueve a gran velocidad, empujada por un fuerte viento que también se
adelanta a su llegada y levanta por los aires, como un torbellino, la tierra suelta y una gran cantidad de hojas arrancadas a la
vegetación de la ladera.
Tecolote
se tambalea sobre la roca. Es el momento del encuentro. Cierra los ojos y se
abandona. Sus brazos son alzados hacia el cielo, en dirección al sol. Aire y agua bajan desde lo alto entrelazados y vibrando en un solo
flujo; entran a través de
las manos de Tecolote, elevadas al infinito; atraviesan su cabeza, su
tronco. Todo en ella es rojos, naranjos y amarillos, entremezclados en llamas
de fuego. La piedra negra tiembla bajo su cuerpo. El río de energías sigue su camino hacia las profundidades de la
tierra: la horada, la estremece, la regocija, hasta fertilizar su centro de
cristal.
Las
energías cósmicas han caído como un rayo; Tecolote ha sido el puente que ha
enlazado el Cielo y la Tierra.
Su
ser está en calma, como todo lo que
rodea el lugar. Las aves han vuelto a su canto y los animales rastreros a su
quehacer. La nube blanca se ha disipado y el aire está quieto.
—¿Viste
lo que pasó? —Pregunta agitado Chimalli cuando regresa a la roca—. No pude llegar hasta la iglesia como quería porque un
fuerte viento, salido quién sabe de dónde,
me arrancó la gorra y tuve que
meterme entre los arbustos para recuperarla. ¿Estás lista?
Ambos deciden que es tiempo de regresar al caserío.
El
corazón de Tecolote se siente agradecido. Comprende que la experiencia vivida
ha sido única. Cada cierto tramo algo la detiene y se vuelve conmovida. El lugar la ha reconocido y le da la
bienvenida, dejándola profundamente enlazada a él.
A
sus espaldas, desde la pared de piedra, emergen grandes figuras, altas y
delgadas, que celebran jubilosas el acontecimiento; son los Señores vigías de
la Tierra, testigos privilegiados de las bodas sin precedentes, realizadas en
el altar sagrado del Cerro de los Remedios, entre los centros divinos del
Cosmos Celestial y de la Madre Tierra.
PEOR
QUE MUERTE
Josué
Antonio Reyes Villanueva
Errante
se encontraba un guerrero fatalizado, arrastrándose entre miradas perdidas de
inocencia, lamentándose en silencio, ahogado por las voces abruptas del abismo
que lo rodeaba. Su alma lloraba al ver la sangre de su sombra extenderse en la
penumbra. Su cuerpo se hallaba desvirtuado
a causa del fuego. Lo rodeaban los restos de sus compañeros calcinados. El
ambiente gélido acariciaba cada milímetro de su piel, estaba cubierto de
cenizas y así permaneció moribundo por largos días, agonizando, mudo. Hasta que
un día trajo el destino una lágrima dulce que cayó sobre su lomo; un joven que
vagaba en esos campos violentados le encontró mientras buscaba entre los
escombros, le levantó con ambas manos y sopló la ceniza que no dejaba verlo con
claridad. Corrió alrededor buscando ayuda y siempre mirando hacia abajo con la
esperanza de encontrar algún otro sobreviviente, aun podían verse brasas encendidas
debajo de tanto cadáver. El joven, sin encontrar otro signo de vida, lo tomó,
lo llevó a su casa, le limpió y guardó, le puso a descansar pero ahí murió. No
se volvió a abrir ese libro y enmudeció para siempre, en ese frío Seol de
madera rodeado de muchos otros cadáveres que jamás habían visto vida, cuan peor
fue para aquel libro jamás haber sido leído, hubiese preferido antes terminar
como producto del fuego.
JULIETTE
Sugheit
Ariela Laguna Almaraz
Esa
noche de finales de julio la última luz de la casa se había apagado. El
silencio era casi absoluto interrumpido ocasionalmente por el canto de un
grillo, el roer de los ratones en la cocina y el sonido de la rama de un árbol
seco en la ventana de la habitación de arriba. La tarde había sido tormentosa
pero no había logrado amainar el calor y Juliette se revolvía incómoda en su
cama con las sábanas pegadas a su pequeño cuerpo. Ni siquiera Mesie minino se
había quedado en casa, en un descuido había saltado hacia la calle en busca de
lugares con más frescura. La madre de Juliette estaba dormida sobre la lap top. Esperando el e-mail que nunca llegaba, aquel donde el
padre de Juliette volviese a dar señales de vida pues hacía ya 3 años que había
partido rumbo a la frontera y parecía como si se lo hubiese tragado la tierra. Desesperada
por no poder conciliar el sueño, la pequeña decidió levantarse, no comprendía
el afán de su madre por mantener todo en perfecto orden, sus muñecas tan
acomodadas, su ropa guardada y hasta sus zapatos le eran difíciles de encontrar
en su propia habitación. Pero el resto de la casa mostraba un descuido atroz,
los trastes sucios estaban entre los limpios, la ropa de su madre esparcida por
doquier, botellas de vino y cervezas se apiñaban por los rincones igual que las
bolsas de basura. La pequeña trataba en vano de arreglar el desorden, pasaba en
vela noches enteras recogiendo, caía rendida al amanecer, pero nunca terminaba
y la misma escena se repetía la noche siguiente.
Su
madre trabajaba todo el día así que la pequeña vagaba y jugaba por la casa en
total soledad, comía alguna cosa que ya estuviera preparada y jugaba horas
interminables con Mesie minino. Cuando el gato llegó a la casa ella tenía tres
años de edad, fue amor a primera vista pues su mamá lo trajo en una cajita con
un gran lazo rojo. Juliette la había abierto impaciente encontrándose con ese
gatito pardo que le miraba con sus grandes ojos azules y balanceaba un cascabel
más grande que él colgado en su cuello. Desde entonces no se habían separado ni
un instante, hasta una noche en que la madre de Juliette había estado
discutiendo con su padre, la misma noche en que él se fue. Al poco rato su madre había entrado a la casa
llorando, diciéndole que su padre las había abandonado y que era culpa de la
niña, que jamás debió haber nacido. La madre de Juliette la abrazó pidiéndole
perdón llevando en sus manos un juguito delicioso que le dio mucho, mucho
sueño.
Al
despertar, Mesie minino se quedó observando a Juliette por largo rato, se
acercó a lamer sus deditos, se erizó y salió corriendo de la habitación; de eso
hacía ya mucho tiempo y los restos mortuorios de Juliette seguían tendidos en
la cama, la pequeña aún no se daba cuenta de lo que había sucedido, por eso,
noche tras noche jugaba sin hacer ruido y, antes de despuntar el alba, se
acercaba a su madre dormida sobre la lap
top, la besaba en la frente y regresaba al dulce sueño del más allá.
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