El Sol del Bajío, Celaya, Gto. Domingo
8 de febrero 2015
EL ÚLTIMO VILLISTA
VIDA DEL CELAYENSE LUIS DEL CASTILLO NEGRETE
(Fragmento)
Herminio Martínez
"La
patria, proletarios, es algo que no es nuestro y por lo mismo, en nada nos
beneficia. La patria es de los burgueses; fue inventada por la clase
parasitaria, por la clase que vive sin trabajar, para tener divididos a los
trabajadores en nacionalidades y evitar, o al menos entorpecer por ése medio su
unión en una sola organización mundial que diera por tierra el viejo sistema
que nos oprime. El pobre no tiene patria porque nada tiene, a no ser su mísera
existencia. Son los burgueses los únicos que pueden decir: "esta es mi
patria", porque ellos son los dueños de todo"
Ricardo
Flores Magón
El
día primero de abril de 1915, apenas se conoció la noticia de que Villa había
partido de Torreón rumbo a Celaya, toda la sociedad se movilizó a ocultar sus
valores en cajas fuertes escondidas en sótanos y en las criptas de los templos.
Sólo Josefa del Castillo Negrete, la viuda del gran historiador liberal, no se
movió de su casa. Rodeada de la familia, ese Jueves Santo dijo, para que todos
la escucharan:
-Esta
revolución ya me está gustando, hijos. Luisito tiene razón: Durante siglos los
poderosos han vivido mamando de la sangre de México.
-¿Qué
dices, mamá? -se escandalizó David.
-Que
dejaremos la hacienda de La Gavia a quienes siempre han vivido allí. Y ustedes no se expongan
mientras Obregón y Villa, como el par de bárbaros que son, resuelven sus
diferencias a balazos. Yo nací en Los Estados Unidos -comenzó a contar-, donde
también tuve muchas tierras que abandoné porque un seminarista desesperado no
me dejaba trabajarlas, jodiéndome a todas horas con sus pelotas de artista.
-¡Mamá!
-exclamó Felipa, sirviéndole el té de las cinco-. La Gavia la compró mi esposo.
-Pero
antes de él era de ellos. Así ha sido siempre, hija: llega el fuerte y se
impone sobre el débil.
-Es Jueves Santo -continuó Felipa.
-Sí
¿Y qué con eso? -respondió doña Josefa-. Mañana será viernes y seguramente
pronto vamos a oír silbar los trenes y las balas en esta ciudad donde ahora vivo con ustedes y
en la que quisiera también morir.
-Es
que...
-¡Es
que nada, Felipa! Tu hacienda fue usurpada por uno más poderoso para vendérsela
a tu marido. Ve tú a saber las lágrimas y los sudores que le habrá costado a
esa pobre gente.
Nadie
la contradijo. Ni siquiera David que era quien siempre la rebatía. Federico
besó la frente de la anciana:
-Mamá
tiene razón -dijo-. Dejemos que los revolucionarios repartan esas tierras. Por
mí no hay ningún inconveniente en que Mandinga pase a manos de sus
trabajadores. Luis y Enriqueta ya han hecho grandes cosas en La Gavia, ¿por qué
nosotros, que somos sus tíos, no los habíamos de imitar?
-Luisito
sacó el corazón de su padre -opinó Lola-. Éste también los tiene de oro.
-Mi
Luis... -murmuró doña Josefa con la mirada perdida en quién sabe qué recuerdos
tristes-. Murió joven, dejándonos este otro Luis que en todo Celaya se
menciona. Lo que ninguno de ustedes heredó de su padre el nieto lo tiene en
suficiencia: es orador, sabe escribir,
lee historia y filosofía igual que su abuelo. A propósito, ¿hoy no ha venido?
Preguntó.
-No.
A ver si mañana -intervino Gustavo. Tampoco Emilio.
-Habrá
que ir a avisarles para que se anden con cuidado, siquiera en lo que terminan
estas guerras.
-Luis
ya sabe que Obregón está en Celaya.
Mientras
cenaban, Josefa del Castillo Negrete siguió haciendo recuerdos de su niñez y primera
juventud en una ciudad de la Alta California, donde sus padres le heredaron una
vasta extensión, hasta que en el reloj del cercano templo de San Francisco
sonaron las once de la noche y Felipa sugirió que todo el mundo se fuera a
descansar para esperar los siguientes acontecimientos. Al amanecer seguían
llegando trenes cargados de federales. Todo el Ejército de Operaciones, como le
llamaban al ejército federal, se movilizaba hacia la ciudad. Pero miles de
revolucionarios villistas también estaban ya en Irapuato y Salamanca. La
población lo repetía de tienda en tienda y de plaza en plaza:
-¡Llegaron
los villistas! -gritaban-. Ahora sí que Dios nos agarre confesados.
Durante
dos días se dieron los reacomodos de ambos ejércitos, hasta que el 6 de abril
fue dada la orden de abrir fuego en el uno y el otro frente. Ya para entonces,
en la casa de Josefa del Castillo Negrete, estaba hospedado Leo R. Gordon, el
corresponsal del periódico The Herald, de Dallas, Texas. Había andado perdido
en busca de hospedaje, sin que nadie se percatara de él ni le hicieran caso,
hasta que David, que hablaba inglés, le ofreció una habitación en la casa de su
madre:
-Vente,
amigo -le dijo-; entre nosotros te vas a sentir como en familia. Mi madre es
norteamericana, tú verás.
-Ah,
bueno –respondió aquél-. Good...Good...
Mientras
nosotros combatíamos, el muchacho salía a cumplir con sus obligaciones
profesionales, aunque no siempre decía la verdad en sus notas telegráficas.
Frecuentemente se atenía a lo que la gente comentaba, y con un rumor armaba
todo un reportaje periodístico. Muchos años después pude leer varias de las
falsas noticias que transmitió a su diario, como una en la que afirmaba que el
templo del Carmen había sido derribado por el bombardeo de los villistas,
dirigido por el general Felipe Ángeles, lo cual no sucedió así, pues Ángeles
jamás estuvo en Celaya, y la famosa iglesia aún sigue en pie, para orgullo de
los celayenses y gloria de su autor: el arquitecto don Francisco Eduardo
Tresguerras. También supe de una en la que confirmaba la caída de la Bola del
Agua, única fuente de sustento para la sitiada población. Y de otra en la que
sostenía la tesis de que el Jefe Supremo Venustiano Carranza pronto llegaría a
Celaya para supervisar y dirigir personalmente los combates contra la División
del Norte, cuando aquél se hallaba en Faros, Veracruz, recibiendo los partes de
guerra que continuamente le enviaba Álvaro Obregón, diciéndole, ¡vaya pues!:
"Cuartel
General en Celaya, 9 de abril de 1915. Primer Jefe del Ejército Constitucionalista,
Faros, Veracruz: Hónrome comunicar a usted que aún no se acaba de levantar el
campo. Probablemente dilataremos tres días más en concluir esta operación. Un
individuo llegado del Guaje informa que
mucha tropa se le ha desertado a Villa, tirando las armas en el campo y
cogiendo distintas direcciones. Respetuosamente el General en Jefe: Álvaro
Obregón".
La
gente se había acostumbrado ya a ver a aquel gringo sin sal; lo saludaban al
encontrarlo por las calles o al verlo entrar y salir de la casa de la familia
del Castillo Negrete. Ocasionalmente se detenía a conversar con las señoras que
vendían atole y tamales en la plazuela de San Agustín o a preguntarle a los
soldados federales acerca de los avances
o retrocesos del enemigo.
-Mira,
güerito -un día el propio general Obregón, que estaba almorzando menudo con sus
generales, le dijo al reportero-: Pancho Villa no tiene escapatoria. Nada más
deja que reciba el parque que mandó comprar a tu tierra, y verás -todos
soltaron la carcajada. El muchacho, en su aire de timidez, no supo qué
contestar, pero tampoco preguntó más.
-Se
le va a aparecer el diablo cuando vea que sus balas no matan ni a un
mosquito... -comentó, en tono burlesco, otro militar frente a su platote de
caldo rojo, hecho de chiles y jitomates.
Ese día se limitó a transmitir notas de rutina
y una más en la que hacía referencia al general Álvaro Obregón y su escolta, a
quienes aseguraba haber visto beberse a cucharadas la sangre de los villistas.
Leo R. Gordon era casi un adolescente. Un soldado de su deber venido a
asombrarse de nuestras costumbres e ideas. Se expresaba en ambos idiomas,
mezclando las palabras, pero pronunciándolas con lentitud para que lo
entendieran. En casa de Josefa del Castillo Negrete a veces lo decía todo en
inglés, como esa noche en que, mientras cenaban, les refirió, abriendo
demasiado los ojos, lo que durante la mañana le contaron acerca del embarque de
municiones que Francisco Villa estaba esperando.
-No
les creas -habló Emilio, quien esa noche sí los acompañaba-. Y si les crees, no
lo divulgues, porque si lo haces no volverás a subirte a un tren en toda tu
vida: te quemarán los pies.
-¿Como
al rey Cuauhtémoc? -se asombró el reportero.
-¡Peor!
-exclamó Emilio, asombrándose también él.
Luis
del Castillo Negrete, acompañado de veinte hombres armados únicamente con
escopetas de matar palomas, machetes y otras herramientas de labranza,
bajó hasta el llano a entrevistarse con
Pancho Villa. Lo alcanzó durante una tregua, cerca de la ciudad que para
entonces nosotros los federales ya ocupábamos en toda la extensión de su
territorio.
-Vengo
a verlo a él, al patrón -decía a los capitanes, cuando estos le salían al
paso-. Yo también soy villista. Peleamos juntos en Zacatecas.
Varios
soldados y brigadieres ya lo conocían, por eso nadie le impidió pasar hacia
donde se hallaba el Centauro, al que encontró, rodeado por sus oficiales,
desarmando una pistola.
-General
-le dijo, estrechando su recia mano-, soy Luis del Castillo Negrete ¿me
recuerda?
-Por
supuesto -respondió Villa, tras corresponderle el saludo-. El bravo de
Zacatecas. ¿Y la gente? ¿Dónde está tu ejército? Desde el día seis estamos
combatiendo. Ya hemos librados algunas escaramuzas.
-Ya
no tengo ejército, señor. Nos hemos dedicado a otras cosas: a cultivar la
tierra y enseñar a leer a los hijos de los campesinos.
-¿Cómo?
-se escandalizó Villa-. ¿Y lo que te dio el Colegio Militar?
-Eso
ya pasó, mi general. Del Colegio Militar obtuve un grado y de West Point una
lección. Pero, repito, eso ya pasó: el grado ahora lo ejerzo rascando en las
laderas para que nazca la semilla; la lección la practico dándole a los demás
lo que nunca tuvieron: una oportunidad de aprender a leer y escribir.
-Eso
está mejor -exclamó el Centauro, contemplándolo con incredulidad-. Así es como
deberían de empezar a hacerse todas las
revoluciones: enseñando al que no sabe, porque enseñar al ignorante es como
darle de comer al hambriento y agua a los que tienen sed.
-De
todos modos vengo a ofrecerle todo mi apoyo: tenemos maíz y frijol, así como
algunas reses. Ahí, en ese cerro está la hacienda de La Gavia. A la hora que lo
necesiten pueden subir. Estamos a sus órdenes.
-Gracias,
gracias, muchachito -respondió Villa en su habitual jovialidad-, pero lo que
aquí sobra es la comida, lo que nos está faltando ahora es parque, ya lo mandé
comprar.
-A
propósito, general, anda el rumor de que el parque que le van a mandar es malo.
Que por disposiciones del gobierno federal la fábrica gringa le va a surtir
municiones defectuosas.
-¿Quién
lo dice? -momentáneamente se interesó Villa en el tema.
-Un
rumor. A mí me lo llevaron hasta allá arriba.
-No
lo creo. El furgón ya viene en camino, escoltado por nuestra gente. Y hasta la
fecha nadie ha reportado nada anormal. Pero si así fuera, de todos modos con
los cartuchos que tenemos vamos a derrotar a ese desgraciado de Álvaro. Por lo
pronto ya le hemos causado más de ocho mil bajas. Los campos de Salamanca e
Irapuato quedaron sembrados de pelones.
-Aun
así no se confíe, general. Debería de investigar a ver qué tanto tiene de
cierto ese rumor. Un reportero lo escuchó en la calle. El propio Obregón lo
estaba comentando.
-¡Bravatas!
¡Son sólo bravatas de ese desgraciado! Quiere confundirnos. Él sabe bien que
los periodistas todo lo divulgan, por eso lo ha de haber inventado, para que de
alguna manera alguien corriera a decírmelo, pero no voy a caer en su juego.
Antes nos enfrentaremos aquí o donde nos presente la cara.
-Sin
embargo...
-¡Que
no, hombre! -Villa le arrebató la palabra-. Son chismes de las tamaleras y de
esos militares de gabinete. Olvídalo.
La
conversación fue breve. Villa le pidió que regresara a la hacienda a continuar
haciendo la revolución, no sin antes agradecerle su ofrecimiento y felicitarlo
una vez más por la valentía demostrada durante la toma de Zacatecas.
-Vuélvete
allá donde los niños te están esperando, muchachito. Y algún día, cuando esto
triunfe, puede ser que hasta yo mismo suba a visitarte para que me quites lo
bruto.
Luis
del Castillo Negrete se alejó. Los que lo vieron despedirse dicen que iba
llorando. Nosotros, como obregonistas que éramos, estábamos adentro de Celaya,
en algún lugar; yo con mi soldadera, seguramente disponiendo mi ánimo para
entrar a otra contienda... Por la noche, el corresponsal de The herald volvió a
reunirse con los hermanos del Castillo Negrete. En esta ocasión nuevamente los
acompañaba Emilio, y también Luis, quien tras haberse entrevistado con Villa,
decidió ir a saludar a su abuela y sus tíos. Como era sábado, lo estaban
esperando para cenar.
-Pensamos
que ya no vendrías, hijo -le dijo doña Josefa, ordenando poner los platos.
-No
iba a venir -respondió aquél, cabizbajo-. Pero los poetas sesionan el día de
hoy y esas juntas, aunque estemos en guerra, yo no me las pierdo. Hablé con
Villa.
-¿Y
qué pasó? -intervino Gustavo.
-Nada.
No me hizo el menor caso. Le conté lo del rumor. Le dio risa. Ojalá de veras no
fuera cierto, porque de ser verdad eso que dicen, tío Gustavo, en Celaya Villa
va a dejar sembrados por lo menos quince mil cadáveres. Sus fuerzas ya suman el
número de cuarenta y cuatro mil.
-¿Tantos?
-exclamó Federico, que estaba allí con su mujer y dos de sus hijos.
-Yo
vi sólo una parte, tío.
-¿Y
la hacienda? ¿Cómo anda? -lo interrumpieron.
-Va
bien. Allá dejé a Enriqueta con los niños.
-Cuídalos
mucho -le pidió Felipa.
-Están
a salvo. La gente los quiere mucho.
-¿De
manera que Villa trae tanta gente? -insistió David, mirando al reportero.
-De
darse pronto esa batalla aquí, será la más sangrienta de todo el continente
americano -respondió Luis, observando también al muchacho periodista, que
tomaba notas.
-¿Más
que la de Ayacucho? -preguntó Lola-. Mi marido dice que allá, en esa batalla
del Perú, murieron más de cinco mil hombres.
-Tu
ex marido sí sabe, hermana -intervino Emilio-. Me consta.
-Por
algo es catedrático en la escuela de medicina, ¿no?
De
esta manera Leo se enteró de que Lola era divorciada.
-El
Perú va a perder ese honor... -murmuró Luis-.
Y cuando esto suceda, será Guanajuato el que ostente ese primer lugar.
Imagínense: ¡la batalla más sangrienta de América Latina! -recalcó.
El
reportero le hizo varias preguntas acerca de su formación académica y militar.
Luis se las contestó todas, atendiéndolo con atención y respeto. Al último, Leo
R. Gordon le pidió algunos poemas para enviárselos al suplemento dominical de
su periódico. Fue lo que se supo.
LUIS DEL CASTILLO NEGRETE
Esta historia debe conocerla mucha gente incluso los grandes historiadores que generalmente están o estuvieron departe de los triunfadores. No venció Obregón, vencieron los americanos y Obregón fue su instrumento.
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