Sol del Bajío, domingo 25 de enero de 2015
CUENTOS DE UN
LOBO SOLITARIO
Minicuentos de
Jeremías Ramírez
En
el marco del Encuentro Internacional de Escritores en la ciudad de Salvatierra,
del año pasado, tuve al agrado de conocer a Jeremías Ramírez. Había escuchado
sobre su trabajo como cineasta y por supuesto sabía que fue ganador del Premio
Nacional de Cuento en 2013, pero a pesar de ser vecinos de la misma ciudad no
nos conocíamos personalmente. Originario de la ciudad de México y residente en
Celaya desde 1993, Jeremías se define a sí mismo como un lobo solitario.
Estudió Periodismo y Comunicación colectiva en la UNAM. Cineasta “accidental”, ha realizado seis
cortometrajes y ha obtenido algunos
reconocimientos al respecto, como el Premio Especial Malayerba en el Séptimo
Festival Internacional del Cine “Expresión en corto”, 2004. Coincidimos por
invitación en el libro de cuentos Tintas del Lerma, junto con otros autores
premiados y algunos publicados por primera vez. Gracias a esa aventura pudimos
conocernos y encontrar muchos puntos de coincidencia. Es un lector insaciable
de buena literatura y muy analítico en su apreciación de textos y autores. La
minificción es parte integral de su obra y aquí tenemos una pequeña muestra. Escritor
por pasión y locura, es también autor de los libros Arañas en el silencio,
minificciones, Rebelión de la memoria, El guerrero, la doncella y otras
estatuas. Con este último ganó el XXII Premio Nacional de Cuento “Efrén
Hernández”, 2013. Trabaja actualmente en la Universidad de Guanajuato, Campus
Celaya-Salvatierra. Para el Taller Literario Diezmo de Palabras es un honor
presentarlo a nuestros lectores.
Julio
Edgar Méndez
EL
SOLDADITO DE PLOMO
Jeremías Ramírez
Jeremías Ramírez
No,
no fue lo frío ni lo cojo —dijo la bailarina de papel—. La verdad, lo abandoné
porque era un pesado.
CENICIENTA
Jeremías Ramírez
Jeremías Ramírez
Ella
se pudo haber casado con el príncipe, si la
zapatilla de cristal que dejó caer al piso como anzuelo no se hubiera
hecho añicos.
EL
CREYENTE
Jeremías Ramírez
Jeremías Ramírez
Érase
una vez un creyente en la reencarnación,
riguroso en su disciplina vegetariana: reencarnó en una tierna lechuga.
EVA
Jeremías Ramírez
Jeremías Ramírez
Su
mirada se detuvo en la manzana. Alargó el brazo y cuando su mano estaba a punto de
alcanzarla, se detuvo. Una voz sobre el hombro le siseó: Llévatela y el mundo
del conocimiento será tuyo... nuestras nuevas Mac tienen conexión permanente a
internet.
EL
JINETE
Jeremías Ramírez
Jeremías Ramírez
Era
el mejor caballo: negro, reluciente, de musculosas patas que se alzaban
poderosas en su ligero galopar. Subía y bajaba devorando el horizonte. Con un
animal de esta estirpe, él tenía que ser el mejor jinete, el más
extraordinario. Y lo fue... hasta que el carrusel se detuvo.
EL
PEDIDO
Jeremías Ramírez
Jeremías Ramírez
Yo
trabajo en una fábrica de piernas de repuesto.
Es un trabajo muy complicado. no hay dos pares de piernas que se
parezcan. Aunque sea por mínimos detalles, todas son diferentes. Las hay
gordas, flacas, peludas, lacias, huesudas, musculosas, esbeltas, descuadradas,
combadas, pegadas, largas, cortas, torneadas. Y ninguna clienta está contenta
con las que tiene o con las que compra: las gordas las quieren flacas; las
flacas, gordas; las altas, cortas; las cortas, altas. Ahorita vamos a entregar
este par. Y estoy seguro de que no le van a gustar. Que quítenle acá, que póngale allá,
que vaya usted a saber qué se le ocurra. Estas mujeres robot son peores que
las de carne y hueso.
PREOCUPACIÓN
Jeremías Ramírez
Jeremías Ramírez
Soy
feliz con él. Es tan gentil. Al principio venía cuando yo no estaba y me dejaba
flores o chocolates. Un día me esperó. Me asustó no verlo. Es difícil estar
con alguien que sólo se sabe que está presente porque hace ruido, aunque debo
decir que al final una se acostumbra a todo. A pesar de que es mudo me hizo
aprender portugués (la única lengua que conoce) para que le hablara y leyera
sus mensajes. Un día me pidió acostarse en mi cama. Accedí. No sabía si era
hombre o mujer, nunca lo había tocado y no me atrevía a preguntarle. Durante
más de una semana no pasó nada, pero una noche sentí su fuerte aliento a leche
y en segundos me hizo arder como una flama. Han pasado ocho meses. Todos me
dicen que quieren conocer al padre de mi hijo. No sé qué hacer, pero lo que
más me preocupa es el niño. ¿Podré verlo cuando nazca?
LA
PESADILLA
Jeremías Ramírez
Jeremías Ramírez
Salomón
se despertó asustado. Había soñado la pesadilla que acosa a un buzo
profesional: morir ahogado. Soñó que estaba con su equipo de buzos sacando un
tesoro que estaba en la bodega de un galeón español. De pronto, al mover el
cofre, un mecanismo activaba una reja que los dejaba encerrados. Luchaban hasta
el límite del oxígeno. Había visto cómo iban pereciendo uno a uno sus
compañeros. Cuando le llegó su momento, atormentado por la asfixia, despertó.
Estaba en su casa y en su cama. Respiró aliviado pero de pronto advirtió que
las sábanas estaban húmedas. Se incorporó: su cuarto estaba anegado. ¿De dónde
había salido tanta agua? ¿Se había roto alguna tubería? El nivel del agua
empezó a subir rápidamente. A través de la ventana vio el palo del velamen de
un barco, parecía como si su casa estuviera construida en la cubierta de la
nave. El agua, de pronto, lo cubrió y
allí, junto a sus compañeros, descubrió su propio cuerpo flotando sin vida.
UN
NUEVO CENTAURO DEBAJO DE LA MESA
Jeremías Ramírez
Jeremías Ramírez
Pánfilo
se quedó debajo la mesa de la cocina. Temblaba apretando con sus brazos un
pedazo grande de pan. El mantel que caía a ambos lados de la mesa de la cocina
evitaba que el patrón y el capataz lo des- cubrieran. Con atención escuchaba
cómo hablaban de Doroteo, se les notaba en la voz que le tenían miedo.
Discutían la manera de acabar con él pero no sabían cómo atraparlo. Decían que
les estaba causando muchos problemas. Pero en ningún momento hablaban de lo que
ellos le habían hecho para que él, enfurecido, se hubiera ido al monte para
regresar al frente de una banda temible. Pánfilo acababa de estar tres días sin
comer, castigado por haberse dormido cuidando las ovejas. Lo habían amarrado en
un poste en el almacén de las herramientas del que había podido soltarse y,
hambriento, se había ido derecho a la cocina: sólo quería un pan y lo había
conseguido pero ya no le dio tiempo de salir: se quedó atrapado debajo de la
mesa. si lo descubrieran bien sabe que lo castigarían como a una bestia, y no
importaba que sólo tuviera seis años. Pero ya crecería, fuerte y grande, con un
bigote ancho y un caballo azabache y se pondría un nombre que de oírlo los
hiciera temblar. Uno como el que se puso Doroteo: Pancho Villa, o algo así́,
que sonara fuerte, que sacudiera hasta los montes. Doroteo Arango era buen
nombre, pero Pancho Villa era mejor. Al pronunciarlo, espantaba. Él necesitaba
uno así para que cuando lo oyeran los amos temblaran, las niñas de la casa
lloraran y las mujeres se llenaran de temor. Pánfilo oye a los lejos el galope
de un caballo, no el de Pancho Villa, sino el de él, el nuevo centauro del
norte que se cocina entre temblores y botas debajo de la mesa.
EL
DIRECTOR DE ORQUESTA
Jeremías Ramírez
Jeremías Ramírez
Era
un director singular, casi un mago. En su batuta tenía el poder de producir
notas: al moverla iban saliendo de la punta y las iba colgando en los
instrumentos. Notas pequeñitas y brillantes en los violines; más densas y
oscuras en los cellos; pesadas y gordas, como bolas de esponja o estambre, en
las tubas y los contrabajos; redondas y duras en los timbales; delgadas y
transparentes en el xilófono y el arpa...
Cuando suspendía su batuta en lo
alto, todas las notas se quedaban quietas, calladitas, expectantes. Cuando la
bajaba de golpe para iniciar el concierto caían como gotas de intensa lluvia.
Cuando el concierto terminaba, un
reguero de notas inservibles tenían que ser recogidas por el personal de
limpieza. Siempre era lo mismo con este director. Más de dos horas tardaban en
recogerlas todas. Y los botes de la basura no dejaban de sonar toda la noche.
EL
EXTRAÑO
Jeremías Ramírez
Jeremías Ramírez
Estaba
jugando en mi jardín y desde allí podía oír el ir y venir de las manos de mi
hermano sobre el teclado. Interrumpió mis juegos el llamado de mi padre. Entré
a la sala y me sorprendí ver sentado en el sofá a un desconocido. Era un hombre
desarreglado, sucio, con una camisa y un pantalón muy desgastados. Su rostro
estaba salpicado por una barba a medio crecer. Su pelo grueso y grasiento
estaba desordenado. Su rostro, marcado por una sonrisa descompuesta, me atemorizó.
¿Quién era? ¿Un velador? ¿Un vigilante en una empresa? ¿Un obrero? ¿Un
cargador? ¿El señor de la mudanza que se iba a llevar las cosas de mi madre,
que a dos años de haberse divorciado, todavía estaban aquí? ¿Por qué estaba
sentado en la sala? Siempre esperaban afuera. Vi sus grandes manos colgando
sobre sus rodillas. Eran como dos mazos, útiles sólo para trabajos pesados.
Advertí que el hombre escuchaba atento la melodía que tocaba mi hermano y
arrugaba el gesto cuando se equivocaba. ¿Qué sabe este tipo de música?, me
dije. De pronto, el hombre se puso de pie. Se acercó despacio a mi hermano.
Parecía un espantapájaros gigante. ¿Por qué lo había llamado mi padre? Su
mirada, casi idiota, borreguna, no dejaba de contemplar las manos de mi hermano
moviéndose como un par de colibríes nerviosos. Mi hermano terminó. El hombre
aplaudió entusiasmado. Pobre, ni siquiera se enteró de que había sido una
interpretación bastante mala, me dije. Mi hermano se levantó y se inclinó
ante él con sumo respeto. Mi hermano nunca hacía eso, ¿qué le estaba pasando?
—¿Me permite que toque un par de
notas para usted? —le dijo a mi hermano con una voz rasposa, propia de la gente
que fuma. Mi hermano le dejó el lugar y el hombre se sentó. Seguro que las
teclas van a salir volando con esas manotas, me dije. Estiró sus dedos y tocó
dos notas. Bravo, maestro, grité por dentro, es usted un genio. Luego tocó
una nota más. Parecía un niño tímido tocando un piano de exhibición en una
tienda. Le sonrió a mi hermano. Volvió su mirada al piano y vio las teclas como
un clavadista miedoso ve la alberca. Y de pronto se lanzó en picada. Sus
paquidérmicas manos se convirtieron de inmediato en agiles venados. Sus enormes
dedos caían velozmente y con precisión en las teclas bordando un complejo
tramado musical. A veces eran cervatillos delicados; a veces veloces halcones,
otras tigres feroces que hacían temblar el mueble. En ese caer de notas a
raudales una melodía se me hizo conocida: Bach, sí, Bach, una chacona de Bach.
Ahí, en el fondo, brillaba la pieza de Bach con claridad. Que maravillosa
interpretación, estaba embelesado por esas manos maestras. A este hombre debe
conocerlo mi maestra de piano, me dije. ¿Hombre? ¿Al hombre sucio de la sala?
Alcé la vista. Era otro. Su mirada brillaba y sus gestos eran como los de un
sabio desentrañando los misterios más oscuros. Todo su cuerpo obedecía una a
una a las acciones de sus manos. Era una máquina bien equilibrada. Su espalda
erguida, su cuello y hombros meciéndose al compás de las notas, sus pies
precisos sobre los pedales. El piano, en sus manos, era una orquesta. De pronto
se detuvo y giró su cabeza. En la puerta estaba sonriente mi padre. Aplaudió
con furor.
—Gerardo, eres un genio. Mis hijos
te van a agradecer tus lecciones.
Sonrió tímidamente. La luz se le
había apagado en la mirada y volvía a ser el mismo espantajo del inicio. Pero
no del todo.
—Niños, éste es Gerardo. Desde hoy
será́ su maestro de piano. Aprovéchenlo, y aprendan de él todo lo que puedan.
Se
abrazaron y caminaron hacia el comedor. Durante toda la comida no lo dejé de
observar. Ya no podía verlo igual como cuando entré a la sala. Era el mismo
pero era otro. Una capa invisible se le había caído dando paso al artista.
Cuando se despidió, al estrechar su
mano tuve el deseo de besarlas. Las comparé con mis manos, tan pequeñitas, tan
insignificantes, apenas de un adolescente de 15 años, pero con el hambre de
llegar a ser tan grandes y prodigiosas como esas manos; mágicas en el piano,
torpes con los utensilios del comedor: dos veces, durante la comida, había
derramado el vino.
Son más chistes que cuentos. Eso no es la minificción.
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