TENGO GANAS DE
IR A LA FIESTA DE JUANCHORREY
Felipe de la
Torre
Esa
tarde, triste y melancólico, Wenceslao se tomaba una cerveza caguama en la
esquina de su casa. Su gran amigo y vecino, Cincopedos, se acercó. Chocando las
manos lo saludó y le dio un trago a la cerveza.
—Qué tranza, buey, porqué tan callado.
—Es que mis jefes se van a la fiesta
de mi rancho y quieren que me quede a atender la tortillería.
—Está canijo con los jefes y,
¿cuándo se van?
—Mañana temprano, ya hasta tienen
cargada la camioneta con su ropa, comida, casas de campaña y sacaron dinero del
banco -con tristeza, el Wences le dio el último trago a la cerveza.
—Vamos por otra guama –dijo Cincopedos.
Compraron cerveza y dos cigarros
sueltos. Se sentaron en la banqueta, abrieron la caguama, le dieron un trago, prendieron
su cigarro y le dieron una gran fumada. Cuando saciaron su sed y exhalaron el
humo del cigarro siguieron pensando.
—¿Por qué no les madrugamos? -le dio
un sorbo a la cerveza el amigo y
continuó- tengo un plan, ¿te
acuerdas lo que nos contaba el Muñeco cuando estuvimos en la cárcel? Acuérdate como le hacía para irse de vacaciones. Decía que encerraba a sus jefes en su casa,
les dejaba comida agua y sus medicinas y fuga a la playa.
—Sí, ¿verdad? Es una buena idea
-incrédulo y resignado contestó el Wences- pero ya sabes que les prometí a mis
padres y a mis hermanos que ya me iba a portar bien.
—Tú no les tienes que prometer nada
a tus hermanos. Si tú no les sacas el dinero a tus jefes, ellos vienen y se los bajan para gastárselo con sus
viejas. Además, tú eres el más chico y el que los acompaña.
—Sí, ¿verdad?… Esos ojetes siempre
vienen a llorar que les preste para pagar el maíz. Que el recibo de la luz o
del gas ya se les venció. Se llevan bultos de maíz, o de minsa, refacciones, o cuanta cosa se les
ocurre, y nunca se los pagan y a mí siempre me han hecho a un lado, y me echan
en cara lo que pagaron de fianza cuando nos iban a clavar 10 años.
—Tengo un plan. ¿Te acuerdas de las
esposas de dos metros que le robé al
policía cuando nos cargaron la última vez?, yo las tengo porque no las he
podido vender. Deja voy por ellas, dejas la puerta emparejada y ve a sentarte
con tus padres.
El Cincopedos regresó con las esposas,
que parecían cadenas para perros y se metió a la casa de su amigo. Caminó por
la cochera y, antes de llegar a la sala, se puso una máscara del luchador Dr.
Wagner. Plácidamente en la sala los moradores veían la televisión cuando, de
sorpresa, se apareció apuntándoles con una pistola de plástico. Wences quiso defender a sus padres pero al
sentir el golpe con la cacha de la pistola,
cayó al suelo como si fuera un mal actor o un delantero de las águilas
del América, fingiendo una falta en el área chica. Los padres levantaron las
manos y caminaron a su recámara. Cincopedos les puso las esposas en una mano y se las
atoró en el fierro más grueso de la
puerta. También les vendó los ojos.
Cuando ya no podían ver, Wences se
levantó, se acercó al closet y sustrajo una paca de billetes de quinientos, que
en suma eran veinticinco mil pesos y las llaves de la camioneta. Les arrimaron
un garrafón de agua, comida enlatada, sus pastillas y una cubeta sola para sus
necesidades. Les dejaron mucha comida a
los perros y cerraron todas las puertas. Abrieron el portón, sacaron la
camioneta y lentamente avanzaron por la calle avisando a los vecinos de confianza
que salían de vacaciones. Wences se
encargó de darle el recado a la vecina de la estética. Y ella, azorada, le
preguntó.
—¿Qué no se iban a ir mañana y tú te
ibas a quedar?
—Todo fue una estrategia, ya ves cómo
está la inseguridad en Celaya. Por eso no avisamos, para que no se den cuenta
los rateros, solamente a los de confianza como tú. Te encargo mañana que te
levantes temprano y les avisas a los empleados que regresamos en cuatro días,
si escuchas ruidos no hagas caso son los gatos y los perros.
Pasaron a una tienda y compraron
cervezas, cigarros y botana. Cuando iban a tomar carretera tuvieron una idea.
—Vamos por la Denisse y la Fernanda
para completar el desmadre… traemos lana y nave.
Wences dio
vuelta en el retorno y se metieron en una colonia donde se encontraba un
bar de mala muerte. Se bajaron de la camioneta, abrieron la cortina de tela que
cubría el acceso y entraron. Wences y Cincopedos observaron en las mesas, pero
no encontraban a las damas. Se metieron hasta la barra, pidieron una cerveza y
le preguntaron al cantinero por las mujeres.
—No han venido a trabajar, pero allí
está la Jennifer y la Kiara, son bien jaladoras y buena onda.
Wences dudó, pero Cincopedos le dijo
–yo conozco bien a la Jennifer y me he pasado buenos desmadres. La Kiara es
nueva, es más bonita y se acaba de aumentar los pechos.
—Mejor vámonos solos, a mí no me
gustan esas viejas y menos la Jennifer.
—No hay bronca –dijo Cincopedos- yo
le entro con la Jennifer y tú te quedas con la Kiara, además es puro cotorreo
El
mesero las llamó y les hicieron la propuesta. Las damiselas aceptaron
sin chistar. Dejaron a los clientes con los que estaban fichando y se metieron
al baño a recoger sus bolsas.
Era medianoche cuando salieron por Av. Tecnológico, pasando
por un costado del estadio Emilio Butragueño. Avanzaron hasta incorporarse a la
autopista de cuota con rumbo a Salamanca. Kiara, haciendo trabajo de copiloto, servía
cerveza, prendía los cigarros y ponía música de su agrado. En tanto, Cincopedos
y Jennifer se amaban salvajemente en el asiento trasero. Ya era de madrugada
cuando llegaron a Aguascalientes. En Zacatecas avanzaron por un costado del
cerro de la Bufa donde vieron las estatuas de Pancho Villa, Felipe Ángeles y
Pánfilo Natera, montados en sus caballos, como testimonio de la Toma de Zacatecas.
Siguieron rumbo a Guadalajara. Kiara abrazaba al Wences, quien ya se estaba
acomodando a la compañía de su nuevo amor.
Cuando llegaron a Jerez, Zacatecas,
Kiara le indicó que bajara la velocidad para ver el busto que se encontraba en
la entrada. Era el monumento del poeta zacatecano, Ramón López Velarde.
—Yo me sé un poema de López Velarde,
me lo aprendí en la secundaria.
—Tú que sabes de esas cosas,
nosotras somos pirujas –gritó Jennifer, medio dormida.
—Pero sí fui a la escuela… deja me
acuerdo de uno que me gustaba y se lo recitaba a mi primer novio y ahora se lo
voy a recitar a mi nuevo amor. “Soñé que la ciudad estaba dentro / del más bien
muerto de los mares muertos/ era una madrugada del invierno/ y lloviznaban
gotas de silencio... / para volar a ti le dio su vuelo / el espíritu santo a mi
esqueleto / al sujetarme en tus guantes negros / me atrajiste al océano de tus
senos / y nuestras cuatro manos se reunieron”. Nada más me acuerdo de eso -dijo
Kiara mientras abrazaba y besaba a Wences.
—Cálmense, calientes ya mero
llegamos, mejor ponte unas rolas de Chuy Lizárraga.
Pasaron Tepetongo y, al poco rato,
se encontraron con un letrero que decía: Juanchorrey
5 km. Adelantito los recibió un arco gigante que abarcaba la carretera dando
la bienvenida a los visitantes y, más adelante, la ermita de la Virgen.
Los tamborazos se escuchaban por todos lados del rancho. Pasaron por la
plaza y subieron hasta una lomita donde se encontraba la casa de sus abuelos. Don Emiliano, de noventa años, se levantó el
sombrero de ala ancha, se alisó el enorme bigote blanco y amarró al becerro que
llevaba a amamantar para ordeñar a la vaca. Sus enormes guaraches de cuero
volteado hacían que sus pisadas fueran firmes. Sacó el pañuelo rojo, se sonó la
nariz y lo regresó a la bolsa del pantalón de pechera. Poniendo sus enormes
manos sobre la puerta de madera reconoció a su nieto. Al bajarse, Wences lo
saludó y le dio un beso en la mano.
—¿Y tus papás? -le preguntó don
Emiliano.
—Se quedaron en la casa, ya sabe, el
trabajo.
—Hijos ingratos, de seguro no lo
dejó venir tu mamá, pásenle y acomódense en el cuarto que tenía para tus padres.
Atravesando el corral llegó al
encuentro su abuelita. La abrazaron y ella los condujo a la habitación. Bajaron
sus cosas y se instalaron, Cincopedos y Jennifer se durmieron, mientras Wences
y Kiara se acomodaron en la cama y se siguieron besando.
La abuelita pasaba a un costado del
cuarto. Dejó en el suelo la cubeta llena de leche, que acababan de ordeñar, y
acercó el oído a la puerta. Al ver que don Emiliano le lanzaba una mirada
intimidatoria desde la puerta de la cocina, levantó su cubeta y lo alcanzó. El
abuelo esperó a que su esposa dejara el balde de leche y luego se sentó junto a
ella y le dijo.
—Mire, Vivianita, a mí no me gusta
que ande de escuchona, usted no debe de saber los secretos de los recién casados,
mejor deme de almorzar.
Los abuelos salieron a las tres de
la tarde para la procesión que se hacía en honor a la Inmaculada Concepción. Wences y su amigo se quedaron tomando cerveza en el
corral, a la sombra de un árbol, mientras sus mujeres se arreglaban. Se pusieron la misma ropa: una minifalda, blusita
y sus tacones, pero sacaron dos abrigos que encontraron en la maleta de la
madre de Wences y aprovecharon las pinturas. Las parejas llegaron a la plaza
cuando ya estaba oscureciendo. Disfrutaron la música, las danzas y toda la
verbena. Wences y sus acompañantes
regresaron a la casa. Prendieron la camioneta. Subieron rumbo a la sierra.
Cuando llegaron al cerro Pelón, se quedaron a ver los castillos de pólvora, indicando el fin de la fiesta.
Cuando tronó el último castillo, abordaron su transporte y avanzaron hasta
llegar al Palo del colgado, hasta llegar a la Mina Colorada, lugar donde
acamparon.
Al otro día don Emiliano se levantó
temprano, despertó a Chimbo, su bisnieto. Se subieron en la camioneta y ganaron
rumbo a la sierra para checar a unas vacas que traía sueltas en el rancho del
Venado. Pasaron la mañana checándolas y revisando que tuvieran agua. Al venir de regreso, Don Emiliano se
estacionó en una lomita desde donde se veía el campamento de su nieto y
compañía. Se sentaron en una enorme roca y don Emiliano sacó un cigarro, lo
prendió y le dio una gran fumada mientras el Chimbo observaba, por medio de
unos binoculares, a su pariente celayense. Chimbo escuchaba música lejana y
veía que las parejas bailaban. En eso, su tío Wences se quitó la camisa, al
igual que Cincopedos y, aplaudiendo, incitaban a sus “esposas” a que se quitaran
la ropa. Las damas se quitaron las blusas, aventándolas al aire, dejando sus senos al descubierto. Chimbo
experimentó una erección inmediata. Quitó los binoculares de su cara y vio que
don Emiliano dormía plácidamente. Volvió a colocarse los binoculares y,
localizando a Kiara, estaba a punto de debutar en la autocomplacencia.
Impaciente, esperaba que cayeran las minifaldas de las muchachas… su
respiración era acelerada. Las minifaldas
también volaron hacia las ramas de distintos árboles y, al momento en
que aventaron la tanga, Chimbo pegó un enorme brinco que despertó a don Emiliano.
—¿Qué te pasó, muchacho? ¿Por qué
brincas tanto? ¿Te picó una víbora o una araña?
Chimbo, con desesperación, le
señalaba una dirección y le pasó los binoculares a don Emiliano, quien enfocó a
los fiesteros, que bailaban el Son de los aguacates.
—¡Ah, caray! -gritó don Emiliano- ¡pero
si los cuatro son hombres! Córrele, enciende la camioneta y suena el claxon
porque ya están haciendo el trenecito y al Wences lo llevan en medio.
Chimbo saltó como chiva loca mientras
don Emiliano, agarrando su bordón, lentamente
llegó a la camioneta. El ruido alertó a los fiesteros, quienes enseguida, con
trabajos, recogieron su ropa y se la pusieron justo cuando se asomaba la
camioneta de don Emiliano.
—¿Cómo la están pasando?
—Bien abuelito, ya nos estamos
preparando para irnos, ahí lo seguimos.
Las dos camionetas bajaron de la
sierra hasta llegar a Juanchorrey y, sin bajar las cosas, se despidieron de la
abuelita y de don Emiliano, quien les decía adiós con la mano en alto... desde
lo más retirado del corral. Emprendieron el regreso a Celaya. Todo el camino
bebieron cerveza. Oscurecía cuando llegaron a Irapuato y Jennifer pidió que se detuvieran
para ir al baño. Al cruzar la caseta de Salamanca se estacionaron y las mujeres
se bajaron corriendo. Wences iba detrás de ellas cuando un grito lo detuvo.
—Súbete -le gritó Cincopedos y
aceleró la camioneta.
—Pero ya me meo y ¿nuestras novias?
—Ni modo que lleguemos a casa con esos
maricas. Van a querer que sigamos la fiesta, además tenemos que ser conscientes
y responsables para liberar a tus jefes...
—Es verdad -contestó Wences- aunque
ya me estaba acomodando con la Kiara.
Cuando llegaron a la casa de Wences, inmediatamente
metieron la camioneta en la cochera. Cincopedos se ajustó la máscara de
luchador y buscó las llaves de las esposas.
Amarró a Wences, le dio unos madrazos en la cara y lo aventó al suelo.
Le dio más patadas, provocando que el joven se orinara sobre el pantalón. Se
metió al cuarto de los papás.
—Los voy a desatar, pero le dicen a
la gente que se fueron de vacaciones a su rancho y no quiero chistes porque
regreso por ustedes. Los desató y salió corriendo. La mamá de Wences salió a la
cochera y, ayudada por su esposo,
desataron a Wences.
—¿Cómo estás, hijito, no te pasó
nada?
—No, mamá.
Wences ayudó a sacar el nixtamal que
ya apestaba echado a perder. Lo encostalaron para tirarlo a la basura. Prendaron
la paila y cocieron más maíz.
Al día siguiente se levantaron temprano, abrieron la
tortillería. Wences, bien activo, les ayudó a moler y a sacar tortillas. Los
primeros clientes, azorados, les daban la bienvenida del regreso de sus
vacaciones.
*Texto publicado en El Sol del Bajío, Celaya, Gto.
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