domingo, 17 de febrero de 2019

ESTATUAS Y MENUMENTOS



ESTATUAS Y MENUMENTOS
«Come posso fare una scultura? Semplicemente rimuovendo tutto 
il blocco di marmo non è necessario.»
Michelangelo di Lodovico Buonarroti Simoni
(1475-1564)



AQUÍ EMPEZÓ NUESTRA DESGRACIA
Enrique R. Soriano Valencia

Quizá sea un castigo ubicarme aquí, con esta orientación. ¿Quisieron que contemplara por la eternidad el ocaso porque aquí inició el mío y el de mi gente? ¿Pretenden que con la agonía diaria del Sol recuerde la de los 12 mil que abandonaron su cuerpo aquí? Estos suelos son ricos porque así lo quiso Dios, no por los cadáveres sembrados en aquel ‘hora lejano abril de 1915.
            Además, los muertos de los bolillos no jue por mi causa o mi gente. Ellos no podían defenderse bien porque… ¡disparaban con salva! Por eso nos dieron duro en los primeros combates. Aun así, nos la ingeniamos. Hasta le quitamos mucho del parque güeno, con el que llegaron los del hacendadito Álvaro Obregón.  El primer ataque fue un fracaso pa’mí, por los güeritos y… y… pos también por no oír a Jelipe Ángeles. Pero no me eché pa’tras, eso solo las viejas. Hasta esa ocasión nunca antes me habían dado tan duro. Esos pinches gringos de Columbus pagaron su marranada del parque de salva después. ¡No son de fiar los primos!
            Me pusieron con mi caballo aquí, desde donde se emprendió la batalla final del 13 de abril. ¡Qué cabrones! Pero no se jue limpio Álvaro, cerca de León le tumbé un brazo. Manco, manco, pero cuando jue presidente… ¡a mano llena! Garró mucho dinero. Se me peló y no pude salvar al país de un alacrán más ponzoñoso que los de mi tierra.
¡Y mienten al dejar mi caballo en cuatro patas! Yo no morí de viejo o tranquilo en la cama. ¡A mí me emboscaron! Solo así pudieron quitarme de su camino. Porque yo, sin estudios ni naa, los puse a temblar. Mucho tiempo me llamaron bandido, ‘hora dicen que jui un caudillo. ¡Mis huevos! ¡Yo jui su puta consciencia! Yo fui quien les recordó que cuando mucho abusan de la paciencia del probe, nos llegamos a jartar muy feo.
            Me ponen manso para mirar al Sol irse. A mí me jueron, me jueron porque los güeros me traiban ganas porque jui su única invasión. Me jueron porque cuando los probes exigimos, ¡exigimos cuando nos jartan! Me jueron porque la gente me quería de presidente. Me jueron… nunca los dejé, mis niños… nunca.
            Me tienen aquí mansito, aislado por carros muy rápidos para que la gente ni me mire, ni se acerque. Me tienen sin adornos o sin flores pa’ que no llame la atención. Ya solo soy nombre de escuelas. ¿Pa’ qué?, pues, si jarto trabajo da estudiar. No digo que no juera bueno, sin Jelipe Ángeles –que sí sabía jarto–, tampoco hubiera sido quien jui. Na’más que a mí no se me dio. Y poner mi nombre a las escuelas… eso nomás lo hacen pa’ que no se diga que los gobiernos no recuerdan a quienes lucharon por el pueblo. Pos pa’ dejar contentos a los que les caía bien y así solo recuerden mi nombre, pero no por lo que pelié.
            Ya se oculta el Sol, ya está aquí la oscuridá, como cuando me quitaron la cabeza, tres años después de la traición de Manco y Plutarco. Si yo ya estaba sosiego. Aunque confirmo, cien mil hombres me hubieran seguido si les digo: echemos a estos que solo saben sacar su provecho.
Se me jue la luz, se me jue la razón, se me jue la cabeza y ‘hora me dejan ver con ojos que no ven donde inició mi desgracia, este lugar desde donde se perdió la ilusión de que los probes tuviéramos lo nuestro.




ALEGORÍA
Javier Alejandro Mendoza González

Era el año de mil ochocientos cuarenta en la muy noble ciudad de Celaya.  Además de cajeta, de sus entrañas brotaba agua dulce y cristalina.  En los terrenos, en lo que hoy es la Alameda, se formaba una ciénaga que extendía sus largos brazos por algunos puntos de la ciudad.  Una de esas acequias cruzaba la calle de Mesones, hoy Morelos.  El tránsito por ese punto era constante.  Había la necesidad de crear un paso firme y duradero sobre la corriente del agua.  Para ello fue contratado el destacado arquitecto Longinos Núñez, quien de inmediato inició el diseño de un puente, que sería hecho con la majestuosidad requerida.
            Para colaborar con los trabajos de la nueva unión, llegó a la ciudad un hombre gallardo y atractivo, aprendiz de arquitecto.  Su sola presencia hacía suspirar a las mujeres.  En especial, hubo dos que quedaron bajo sus encantos.
            Del lado sur del arroyo vivía una señorita venida de la capital nacional; del lado norte habitaba una chica oriunda de esta ciudad de Celaya.  Ambas eran hermosas, de pelo largo y abundante.  Lo usaban suelto, para que el viento hiciera ondas con él.  Su vestimenta era sublime, como de diosas romanas.  A pesar de haber nacido en puntos distantes eran muy parecidas.  Ya que las dos pretendían el corazón del mismo hombre, para evitar confusiones, en el pecho portaban un medallón con el escudo de la ciudad que las vio nacer.
            Todos los días, coquetas, pero dignas, cruzaban por la obra en proceso.  Sin saberlo, eran las musas perfectas para el arquitecto.  En su trabajo quedarían representadas la patria y la ciudad.  
            Por su parte, el joven, quien llegó de lejos, se sentía halagado con el interés de las dos, pero era necesario tomar, lo que para él sería la decisión más difícil de su vida.  Una de sus enamoradas representaba su presente; la otra, el futuro.  La indecisión lo hizo titubear entre dos amores.  Para poder elegir prefirió esperar a que los trabajos de construcción terminaran.  Mientras tanto los días siguieron acrecentando el amor y la esperanza.
           
Pasaron cuatro inviernos y sus primaveras.  El arroyo de la calle de Mesones nunca se detuvo, al igual que el tiempo.  En el año de mil ochocientos cuarenta y cuatro la obra del arquitecto Longinos fue inaugurada.  Se trató de un puente de cantera, con una fachada en cada lado, a lo largo de la unión.
            Así llegó el momento de elegir. Justo a la mitad del nuevo paso las dos mujeres se encontraron.  Con la espalda recta y una mirada retadora se colocaron frente a frente.  Se veían hermosas.  Su pelo suelto ondeaba, lo mismo que sus vestiduras.  Los medallones resplandecían.  Uno mostraba con orgullo el águila del escudo nacional; el otro, la representación de la fundación de Celaya.  Sin decir palabra aguardaron la llegada del hombre que las conquistó, pero él no se presentó.  Pasaron las horas, los meses y los años, mas nunca volvió.  Quizás marchó para conquistar otras ciudades; otros corazones.  Quizás prefirió huir antes que tomar una decisión o murió asfixiado entre dos amores.  Fieles, como lo saben ser las mujeres de mi patria, las enamoradas se mantuvieron frente a frente, justo en medio del puente.  Vencidas por la espera descansaron su cuerpo sobre sus vestidos, y el torso, sobre el escudo correspondiente.  Así aguardaron, la una viendo al frente, el presente; la otra mirando al horizonte, el futuro.
            En la larga espera los segundos se hicieron infinitos.  Y los días se hicieron siglos.  El viento erosionó la piel de las alegorías.  El polvo que cayó sobre ellas las convirtió en roca.  El silencio las hizo eternas.
           
            El puente no tuvo nombre; el de las musas que lo adornan se perdió en el pasado.  Nadie imaginaba que por ese lugar, por el que ya antes habían cruzado libertadores, también pasarían emperadores y revolucionarios.  Nadie pensaba que con el andar de los años el caudal se secaría y aquellas dos mujeres serían casi enterradas en el olvido.  Pero aún hoy, al pasar por la céntrica calle de Morelos, si se levanta la vista se les puede ver encarando el presente y esperando el futuro, siempre fieles y majestuosas en el, a su honor llamado, Puente de las Monas.




TODO ME GUSTA DE ELLA
Lalo Vázquez G.

Todo me gusta de ella. Pero sinceramente les confiaré un secretito. De pronto se le brinca la cadena y por el mínimo detalle que no le guste, saca un explosivo e inaguantable carácter agresivo, acompañado de un léxico soez y vulgar. Empieza a repartir -como diría ella-, chingadazos y mentadas de madre. No solo a la gente desconocida o comunes transeúntes, sino también amistades apreciadas de muchos años, confraternos y hasta con sus progenitores; que la aman y respetan y le hacen sentir como si ese defectillo fuera una gracia.
            Para colmo de males, también conmigo desata su furia. Yo, que siempre le demuestro mi amor, fidelidad y aguante, sobre todo aguante. Pero en esos arranques que de pronto tiene, (que la verdad no son muchos, si acaso unos seis al día) me mete unos pellizcos en los brazos, en la espalda o donde caiga, por el simple hecho de no estar de acuerdo en algo con ella. Pero la verdad es que todo me gusta de ella, no importa que sea celosita pues yo creo que todas las mujeres lo son. Aunque si me da un poco de pena cuando se lía a golpes con alguna bella fémina –a la que por alguna descuidada razón-, le dirija yo mi pizpireta mirada.
Lo que si me da un poco de gracia son su piernillas flacas, flacas y sus rodillas, que se me imaginan unas cabezas de chivo. Eso se me hace muy chistoso. ¡Ah!, cómo me han hecho reír. Sus pies como que no llegan aun al punto de gustarme, pues todavía no les encuentro bien la forma: el dedo chiquito más bien parece el gordo, el gordo parece el flaco y el flaco parece el chiquito, y su forma cuadrada -como ladrillos-, parecidos a los pies de los picapiedra, con ese bonito tono amarillento y una ligera pestilencia a doritos nachos. La delicada tersura de sus talones de polvorón me recuerdan mis primeras compras en la tiendita del kínder y sus chuscos juanetes que, al verlos, mi memoria me manda a los huesos del pozole verde que vende doña Mago, pero eso es peccata minuta, porque todo me gusta de ella.
            Y ya que nos estamos agarrando confianza les diré que creo que su nariz no le va a su cara, se me hace que es muy grande para esos cachetotes que tiene. Lo mismo que sus cejas encontradas, pero muy encontradas y bien pobladas. Siento que esas cejas y su mirada profunda le dan un toque así como de asesina, pero no se lo he querido decir para no discutir. Porque si ella no se molestara ya habría aprovechado para decirle que buscara otra forma de peinarse, porque su feo peinado parece penacho de danzante de San Francisco. Aunque yo sé bien que ella no tiene la culpa de su herencia genética, pero nada importa, todo me gusta de ella. Aunque honestamente sí hay algo gacho que no me gusta, porque hasta los ojos me chillan, pero eso es sencillo: yo creo que un buen desodorante de axilas y uno de zona íntima lo solucionan. Por eso no le veo gran problema, el problema va a ser decírselo de una manera muy sutil sin llegar a ofenderle. Me dolería mucho echar a perder estos cuatro días que tengo de novio con ella.





*Textos publicados en El Sol del Bajío, Celaya, Gto.

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