domingo, 28 de octubre de 2018

EL ARTE DE INVESTIGAR Y ESCRIBIR



EL ARTE DE INVESTIGAR Y ESCRIBIR
Por: Verónica Salazar García

Si hay alguien con la certeza de estar bien informada a la hora de escribir, es Pati Ruíz. Madre y esposa quien, como licenciada en Administración, labora en el sector educativo. Además del gran amor que tiene por su familia, es una entusiasta de bailar cumbias. Pero sobre todo, le gusta escribir cuentos. Esa es una pasión fuerte —sin cura para nuestro deleite—, ya que cada cuento suyo nos mantiene ahí, pegados a cada página, a cada palabra, por su excelente narrativa. También demuestra amplio conocimiento de cada tema que investiga para desarrollarlo en sus relatos.
            Es una narradora bien informada. Su contenido nos invita a leerla, siempre deja un buen sabor de boca, como me pasó con su cuento titulado Imaginario,  donde escribe con precisión el dialogo entre una escritora y su personaje, que tiene vida propia. Entre reflexiones y cuestionamientos, el mentado personaje le dicta a la autora lo  que quiere para sí mismo y su desarrollo dentro del relato. Por supuesto que la escritora no cederá ante los caprichos de Guy. De manera civilizada llegan a un acuerdo entre los dos y la historia se desarrolla con la idea de ambos.
            En su cuento Se nos fue, viví las aventuras de Toño, ese simpático niño que vive una experiencia extracorpórea con todo lo que sucede en ese lapso. Me hizo sentir como si yo fuera Toño, lo metí dentro de mi piel y fui quien vivió la aventura. En ese mundo donde todo puede ser indiferente, se debe a que así se acostumbra en ese tiempo y espacio y no por eso se diga que no existen los sentimientos.
            Así es Pati, una autora que por medio de su narrativa nos envuelve y nos hace parte de esas historias, con todo tipo de temas, pero a la vez sencillas y entendibles, siempre bien documentadas. Pero antes que nada, asombrosas, como su cuento El mirón,  donde nos mantiene en suspenso al no saber qué pasó con el protagonista. Es más, ni él mismo se da cuenta. Me encantó una frase que se me hizo muy original  “las mujeres cargan en la surtida miscelánea ambulante, llamada bolsa”.
            Pati es de esas escritoras que usa frases muy originales y sus cuentos encantan. Los empiezas a leer y no te detienes hasta que terminas la última palabra, pues nos plasma una realidad tangible como lo es la vida de un estudiante de bajos recursos. Todas las adversidades que sufre al intentar estudiar una carrera profesional sin dinero y lo que debe hacer para sobrevivir, aunque le tenga fobia a la sangre y las agujas, como en su cuento titulado Letras en una servilleta de papel.
            Los textos de la autora forman parte de varias antologías publicadas en España, un proyecto México-Chile y en Celaya, así como en Editorial El Sótano y publicaciones en el periódico El sol del Bajío.
            Quien lee a Patricia Ruiz queda con una agradable satisfacción leer una obra original y de calidad literaria.



IMAGINARIO
Patricia Ruiz Hernández

La escritora creó un personaje llamado Guy. Sería espía internacional, con habilidades  para salvar a la humanidad de intrigas y conspiraciones.  Emularía la fama de Indiana Jones y del mismo James Bond al protagonizar grandes aventuras, teniendo como escenario Egipto, las Cataratas del Niágara, Francia, las Amazonas o la Muralla China.
            Cuando la novelista  pretendió  desarrollar la trama, su imaginación sufrió bloqueo, las palabras no fluían y su mente divagó con mil ideas. Durante varios días, la pantalla de la computadora permaneció en blanco y si acaso lograba plasmar alguna frase, la deshacía de inmediato. Por fortuna, ya no tiraba kilos de papel al bote de basura, tal como solían hacerlo los escritores de antaño con el uso de la máquina de escribir. Ahora con la tecla “suprimir”, se arreglaba.  Para recuperar la inspiración, salió a dar largos paseos, fumó varios cigarrillos y aseó con esmero la casa; pero todo sin resultado. 
            La literata, como persona flexible y abierta al diálogo, conversó con Guy, interrogándolo por su falta de cooperación. El personaje mostró rebeldía, parecía poseer voluntad propia para dirigir su propio destino.
            —¿Qué pretendes? —le cuestionó ella.
            —Quiero tener una vida larga y feliz -explicó Guy-, deseo estar en un laboratorio, ser biólogo o químico, tener una familia y convivir con mis amigos. Rechazo lo que me ofreces: una vida solitaria, huesos rotos, chipotes y cicatrices.
            —Eso no interesa a los lectores -dijo ella–, viajarás en globo, autos blindados y ferrocarril, conocerás a bellas mujeres y vivirás increíbles aventuras.
            —Exacto, son increíbles, agregaría que son inverosímiles y fantasiosas. Dime, ¿quién sobrevive a explosiones, ráfagas de metralletas o choques de autos? Insisto, quiero establecerme en un sólo lugar y ser científico  —exclamó Guy.
            —Eso no será posible, tengo proyectado para ti otra vida, con un propósito diferente —dijo ella.
            —¿Por qué? ¿Te parece aburrida la ciencia? —le cuestionó a la escritora.
            —No es así, pero nadie me compraría los derechos de esa novela para filmar una  película, tratándose de un personaje cuya actividad es pasar horas en un laboratorio, tomar la siesta, celebrar convivencias familiares y arreglar su jardín. Comprende, lo que más vende son las historias de acción —contestó ella.
            —No me importa -dijo Guy-, quiero ser el arquitecto de mi propio destino  -agregó- ¿será que te disgusta tu vida?, ¿acaso me estás usando para vivir a través de mí?, ¿quieres cubrir tus carencias existenciales y realizarte conmigo?
            —¡Anda! Deja de hacerle al psicólogo aficionado, yo soy la escritora y decido lo que es bueno para ti -contestó ella. 
            —Me niego rotundamente a ser tu títere, conmigo no cuentes —dijo Guy.
            La novelista quedó pensativa, no sería la primera vez que la creación asume vida propia y se vuelve en contra de su creador -reflexionó–, está el caso del monstruo de Frankenstein o del popular Sherlock Holmes, cuando el escritor Arthur Conan Doyle, harto de este personaje, pretendió matarlo, pero el famoso detective se negó a desaparecer.
            Después de recapacitar, comenzó a escribir una novela; las palabras aparecían en la pantalla, quizá dictadas por el propio protagonista. Lo convirtió en el Doctor Guy Ameyal, eminente científico, reconocido a nivel internacional por sus aportaciones en el uso de energías renovables. Se enfrentaría a las fuerzas perversas de organizaciones secretas, cuya misión sería evitar que la humanidad encontrara fuentes inagotables de energía, pero eso ya es otra historia.




EL MIRÓN
Patricia Ruiz Hernández

            —¡Agárrenlo! ¡Policía! ¡Ahí va el asaltante! —grité a todo pulmón.
Alrededor del cadáver del hombre que se resistió al asalto se juntaron los curiosos. Era parte del grupo de mirones. 
            —Quiso robarlo y la victima opuso resistencia, entonces le disparó. Yo lo vi –dije a los otros transeúntes.
            Por la acción de un karma exprés, el maleante tropezó y cayó al piso.      Varios héroes lo detuvieron y comenzaron a golpearlo. Enseguida llegaron más personas y se contagiaron de la indignación y el hartazgo colectivo. Vivimos la ausencia de la autoridad, no sólo física sino moral. Hemos perdido la fe en la justicia.  Se avecinaba un drama en el que habría dos muertos. Deseaba que la policía demorara y que la muchedumbre lograra ajusticiarlo, ¿para qué lo encerraban? ¿Para qué saturaban las cárceles? Seguro en unos días saldría libre por falta de pruebas y seguiría su carrera delictiva.
            Se dirigió a mí un señor alto y muy delgado, vestido con un traje elegante pero algo anticuado. Me dio la mano presentándose.
            —Soy Luciano Cruz. Es lamentable que la víctima haya pasado a segundo término por el afán de venganza. Lo primero es mostrar compasión por el finado, quizá no estaba preparado para morir y seguramente dejó asuntos pendientes. Fallecer debe ser una experiencia traumática, en la que se enfrenta soledad y confusión.  
            —Mucho gusto, soy Santiago Fuentes —le dije al señor Cruz-, no entiendo muy bien de qué habla. Para mí, lo mejor sería vivir como en el viejo oeste, con juicios rápidos y de inmediato a la horca. Yo me apunto para preparar la soga y ser el verdugo. ¡Bonitos tiempos vivimos! La delincuencia organizada hace de las suyas en las barbas de la policía desorganizada.
            —En todo acto humano el amor debe prevalecer. No es conveniente juzgar a otros, seamos hombres de Dios dando el perdón y compasión a nuestros semejantes —comentó.
            —¿Alguien trae una cuerda? —pregunté a los presentes. Ignoré groseramente al señor Cruz. Me enfadaba que hablara como predicador— Ahí está ese poste o aquel árbol que parece resistente, así no hay riesgo de que se quiebre y en lugar de ahorcado, sólo quede fracturado. Por lo que veo nadie trae una cuerda, por supuesto, ¿cuándo se ha visto que las personas echen una soga a su portafolio?, ni las mujeres la cargan en la surtida miscelánea ambulante llamada bolsa. 
            Algunas voces aisladas gritaban:
            —¡Déjelo! No se vale hacer justicia por propia mano. Ya viene la policía. No somos animales.
            Nadie se detuvo y siguieron con la patiza. A punto de lincharlo, la inoportuna policía llegó y repartió macanazos para rescatarlo.
            —Me siento con el deber de rendir testimonio. Presencié un crimen y no me importa perder el tiempo en los juzgados. De cualquier manera no tengo un trabajo ni horario al que me deba sujetar —le dije al señor Cruz.
            Mi ocupación habitual consistía en cobrar el alquiler de varias casas de las que era dueño, además la gente me buscaba para que les prestara dinero. Sólo se complicaba cuando algún cliente se negaba a pagar y tenía que recurrir a mis ayudantes –quienes eran un poco rudos-, para convencer al moroso de cumplir con el trato y evitar algún penoso accidente. Por otra parte, era lo que dicen, un soltero empedernido, valoraba mucho mi libertad, nunca tuve hijos, ni molestos parientes a quienes atender, así que disponía del tiempo del mundo. Si me solicitan para declarar, por supuesto que acudiré.
            Estaba parado junto a un policía y le dije:
            —Señor policía, fui testigo de lo acontecido, reconozco al homicida sin temor a equivocarme y me encuentro en la mejor disposición de ayudar. Yo nunca quise linchar al delincuente, ni cooperé para golpearlo. Le aseguro que no me gusta la violencia. Pero, ¿qué podía hacer yo solito ante la turba enloquecida?
Enseguida le di mis datos personales, mientras el policía hacía anotaciones.         
            —Bueno, se acabó, debemos seguir nuestro camino —dijo el señor Cruz, quien me incomodaba porque era de esa gente confianzuda que se comporta como si me fuéramos grandes amigos.

            Poco después asistí a las audiencias públicas del juicio, no lo hice por metiche, sino porque tenía consciencia cívica. Atestigüé el interrogatorio.
            —Soy inocente –dijo el malhechor al juez–, me confundieron. Yo nada más iba pasando. Soy un honrado comerciante y padre de cinco hijos. Trabajo muy duro para mi familia.  Mire, aquí traigo las fotos de mis pequeños y de mi amada esposa.
            —¡Mentira! ¡Farsante! Lo mató para robarlo –grité indignado.
            —Que diga el acusado su nombre y domicilio –expuso el fiscal.
            —Juan Trinquetes, callejón Emboscada número 13 de esta ciudad.
            —Que diga el acusado si pertenece a la conocida banda el Baba y sus ladrones.
            —Niego pertenecer a cualquier banda.
            —Que diga el acusado si su alias es el Manitas.
            —No, ese es mi hermano gemelo.
            —¿Por qué huyó de la escena del crimen?
            —No huí, tenía prisa por alcanzar el autobús para ir a trabajar.
            —¿Reconoce el arma que tenía en su poder?
            —Me la sembraron.
            —Anexo como prueba documental los antecedentes penales del acusado, en donde se demuestra que fue procesado en un juicio anterior y un video del día de los hechos –dijo el fiscal.
            Permanecí a presenciar todo el juicio. El video permitió observar la escena del crimen y al final el delincuente fue condenado gracias a las cámaras de seguridad colocadas en la avenida. Esperé inútilmente a que el juez me llamara.
Apareció el señor Cruz,  de quien me había olvidado y le dije:
            —¿Tú qué haces aquí? ¿Me andas siguiendo? ¿Quieres mi dinero?
            —Mi misión es ayudarte en la transición –y me lanzó una profunda mirada que transmitió respuestas y me permitió comprender.
            De inmediato hubo en mí una revelación ¡Por supuesto! La víctima era yo. Hasta ese momento me evadí de la verdad. El salto fue tan rápido y tan inesperado. Nunca pensé morir. Seguramente sufrí un estado que los psicólogos llaman negación, es un mecanismo de defensa que consiste en desechar la existencia de conflictos por considerarlos desagradables. Pues bien, ya me curé, sin necesidad de acudir al loquero, sólo con la ayuda del señor Cruz, mi nuevo amigo, a quien dócilmente me dispuse a seguir, no sé a dónde.







*Textos publicados en El Sol del Bajío, Celaya, Gto.

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