LA
RISA ES UN ASUNTO SERIO
Patricia
Ruiz Hernández
Con
varios años de trabajo literario, la obra de Luis Eduardo Vázquez Gascón,
escritor celayense, conocido como Lalo Vázquez, reúne una colección de poesías
y cuentos. Sus versos tienen un fuerte contenido emocional mientras que la
narrativa es trazada con gran comicidad.
Existe en él una predisposición natural para trasformar cualquier
situación en un relato chusco. Posee esa
cualidad que le permite apropiarse del lado divertido de la vida y aprovecharla
para el enriquecimiento de su escritura.
El humor en la literatura es una
expresión humana que ha quedado plasmado en novelas, cuentos, leyendas y
cualquier tipo de textos. Cada cultura tiene su propio sentido del humor. Las
situaciones que hacen reír a un mexicano no son las mismas que divierten a un anglosajón;
de igual forma hay diferencias generacionales y otras derivadas de la situación
sociopolítica que rodea al lector. Se consideraba al humor, sobre todo por los
teólogos de antaño, como frívolo y contrario a la virtud. En contraparte, en la
actualidad es apreciado como un recurso sanador y liberador.
La obra de Lalo Vázquez contiene
situaciones graciosas, juego de palabras, construcción de personajes traviesos
y actitud subversiva. En la presente
selección, los propios títulos invitan a la diversión, como es el caso de Casi
mi novia, el cual sugiere una conquista amorosa a punto de alcanzarse. El
título de El Mole verde refiere a un platillo mexicano muy popular preparado en
las festividades. El de Los apodos versa sobre el tema de los alias o sobrenombres.
Es costumbre en el país la de bautizar a familiares y amigos con motes
ingeniosos. Con la lectura de estos cuentos nos adentramos a un terreno
interesante que pueden provocar desde una leve sonrisa hasta una estruendosa
carcajada.
Lalo Vázquez también se desempeña
como conductor en diversos eventos. Esta actividad le ha dado soltura en el
escenario y buen manejo de la palabra y la improvisación. En su papel como
anfitrión en los cafés literarios el Rincón de los duendes y el Tinto café se
ha convertido en promotor de escritores. En estos espacios da cabida a
múltiples formas de expresión cultural en la ciudad de Celaya. Además, ameniza
las tertulias con su otra pasión: la música, compartiendo canciones de su
inspiración.
Para escribir se nutre de hechos
cotidianos y los trasforma en una narrativa fluida y juguetona. La inspiración
parece provenir de su diario personal o de la observación del entorno. Se puede
afirmar que reírse de sí mismo es una forma inteligente de humor y en el caso
del autor con frecuencia asume el protagonismo de sus relatos.
En cuanto a la característica de la
cotidianidad en sus cuentos, podemos observar lo siguiente: En el primer relato
narra el romance incipiente de un hombre con la mujer soñada. Del aspecto de
ella dice: “Su peinado de salón y el vestido color vino con lentejuela y
canutillo dorado, largo casi hasta el suelo con el escote trasero a media
espalda, zapatos dorados y una estola de peluche blanca”. ¿Se dará una
situación ideal en la primera cita o le esperan contratiempos al enamorado? El
autor lo cuenta con gran ingenio. De
igual forma, en el segundo cuento de esta selección, un empleado de oficina
saborea con anticipación un platillo cuando es invitado por su jefe a una
comilona. Dice que espera “...disfrutar al máximo tan delicioso manjar”. Por
último, en el tercer relato se describen las experiencias de un hombre que
tiene el hábito de identificar a sus amigos con sobrenombres ocurrentes.
Algunos ejemplos mencionados son: Avestruz, Pollito, Muñe, Gusanito, Rorro y
Ojitos”. Pero, ¿qué sucede cuando encuentra en la calle a un viejo amigo y
decide llamarlo por el apodo de antaño? Enfrentará una situación de la que se
puede esperar resultados sorprendentes.
El común denominador en todas las
historias es que se trata de vivencias ordinarias que el autor las convierte en
extraordinarias.
Por otra parte, cualquier acto
cómico puede tener un toque trágico. Los personajes literarios muestran esas
facetas tragicómicas. Veamos. En Casi mi
novia, las circunstancias en las que se desarrolla el idilio le son adversas al
protagonista. Padece imprevistos que pondrán a prueba su interés por la chica.
Al respecto cuenta: “Ella vivía en lo último, ultimo, ultimo de la ciudad, su
calle sin pavimentar, llena de hoyos…”.
En el caso de Mole verde, el comensal hace sacrificios como ayunar
varios días previos al banquete. Sin embargo, en el día señalado no todo sale
de acuerdo a lo previsto. ¿Acaso se cumplirá el refrán de ir por lana y salir
trasquilado? En un relato jocoso descubrimos la respuesta. En Los apodos no se excluye de sufrimiento al
protagonista, si bien no se trata de un padecimiento físico. Los aprietos
provienen del encuentro desafortunado con un antiguo condiscípulo y son fuente
de vergüenza social.
Más allá de una posible
clasificación de la obra en humor blanco, negro, surrealista, escatológico,
generacional o involuntario, se puede afirmar que tiene un poco de todo. Con su
lectura seremos espectadores de las peripecias de los personajes, de sobra
entretenidas.
LOS APODOS
Lalo Vázquez G.
La
mayoría de las personas que están por recibir un bebé en su casa, lo primero
que hacen es buscarle un nombre bonito; que llame la atención y que no sea
motivo de burla cuando él o la bebé sean mayores. Si es niño, el papá rápido
impone su marca diciendo:
—Se va a llamar como mi papá.
Y la mujer, que no quiere quedarse
atrás, opina que entonces también lleve el de su papá y el niño queda con cada
nombre... (Aristeo Heraclio, Uriel Herlindo, Ponciano Anacleto, o por el
estilo), y tienen que cargarlo hasta el final de sus días.
Si es mujer, la misma cantaleta,
solo que con los nombres de las mamás. (Venustiana Jazmín, Felicitas Xiomara,
Kimberly Engracia...
Ya que por fin les pusieron su
nombre, por si fuera poco, en su misma casa, todavía él o la bebé no se vale
por sí mismo, cuando ya tiene apodo.
—A
none ta pollito, ken esh mi osito.
Y si no es pollito, es el muñe, el
gusanito, el rorro, ojitos o titito.
Así que, dentro de su mismo hogar,
ya tiene tres nombres y si tiene muchos tíos va a tener más, porque cada uno le
dirá como le da la gana.
Al entrar a primaria, ahí cambia la
cosa, porque los compañeros, que son con los que va a convivir mucho tiempo,
esos escuincles, le dirán como les da la gana sin pedirle autorización a nadie.
Si tienes orejas grandes, "el
orejón"; tienes pelo largo, "el greñas"; si comes mucho,
"el puerco"; si no aprendes nada, "el burro"; si se te sale
un pedo, "el pedorro"; si hablas y escupes, "el babas"; si
eres flaco y alto, "la garza"; si eres gordo, "el
elefante"; y así cualquier cantidad
de apodos.
En mi salón, en el tiempo cuando era
pequeño, tenía un compañerito; güerito de pelo a media oreja, lacio, lacio,
rubio de ojos verdes; no hablaba mucho y siempre subía los brazos al pupitre y
recostaba su cabeza. En una ocasión le dijo a la maestra:
—¿Me
da permiso de ir al baño?
Y la maestra, con su delicada voz,
en tono de carcelero, le contestó:
—¡Aguántate!, ya falta solamente
media hora para salir al recreo.
Así que, el pobre escuincle, aguantó
mucho, pero su esfínter lo traicionó y el salón poco a poco se cubrió de aquel
maravilloso aroma a caquita. Pero lo mejor de todo, fue que teníamos que salir
a recreo y a nuestro compañerito lo mandaron a su casa con todo y sus residuos
fecales incrustados en su ropita interior.
Al día siguiente ya todo el mundo lo
conocía por su bien ganado apodo de "el cagón" y, hasta la fecha, le
siguen diciendo así. Es más, su nombre se olvidó.
A mí y a otro compañero, llamado
Roberto, nos decían los zurdos porque escribimos con la mano izquierda. A
Agustín, como era muy femenino, le decían el Joto; a una compañera de piernas
muy delgadas y largas le decíamos la Avestruz y a un compañero que tenía una
nariz muy grande y que siempre la tenía llena de barros le decíamos "el
Bolas"; además de que este compañero tenía la voz muy gruesa para su edad
y aunque hablara quedito se escuchaba muy fuerte.
Donde quiera que él me encontraba,
agarraba aire y gritaba a todo pulmón, ¡¡¡Lalooo!!! Y lógicamente lo hacía con
la intención de asustarme y así me viera a dos o tres cuadras de distancia me
gritaba y eso lo agarramos los dos de costumbre. Cada que nos veíamos, él me
gritaba Lalo y yo le gritaba, Bolas, en respuesta.
La primaria terminó, la secundaria
pasó, las hojas de los calendarios cayeron como confetis; cada uno de aquellos
compañeros tomaron rumbos diferentes: unos, políticos; otros, dueños de algún
negocio; algunos, maestros; aquellos, rateros y mi amigo, Bolas, se hizo
taxista.
Regularmente nos encontrábamos en
los cruceros de alguna calle y gran cantidad de veces hizo que mis trusas se
mancharan de heces del susto, o mejor dicho, que se acentuara más la famosa
raja de canela por los sustos que me ponía al gritarme, ¡Lalooo!
Así que me di a la tarea de que cada
vez que yo me lo encontrara en la calle, ser el primero en gritarle a todo
pulmón el apodo de "Boolaas". Nada me haría tan feliz, pero
desgraciadamente todos mis intentos fueron fallidos, porque siempre me veía él
primero.
Pero, bendito sea Dios, llegó por
fin el día tan esperado para mi venganza.
Una mañana, al casi terminar de
correr, vi parado al famosísimo “Bolas” a escasos veinte metros de mí. Sentí un
escalofrío recorrer toda mi piel, como dice la canción. Y vi ahí la oportunidad
de mi gran desquite, esperado por tantos y tantos años; hasta se me iluminó el
alma. Seguí caminando y, ya casi por llegar hacia él, sentía un hormigueo en el
cuerpo. Bien emocionado, como cuando era niño y jugaba a las escondidas, me fui
acercando poco a poco como pantera y, al tenerlo muy cerca, inhalé todo el aire
que pude y directo a su oreja le grité, no con la voz, fue con el corazón y con
todo mi esfuerzo: ¡Boolaas!
El señor pegó un pinche brinco como
de dos metros y volteó con los ojos que casi se le salen de las órbitas,
espantadísimo del susto que le di. Cuando volteó me di cuenta de que no era el
Bolas, ¡era otro señor! Lo confundí, por Dios santo, pensé “este güey me va a
madrear”, entonces lo que se me ocurrió hacer fue levantar las manos y volví a
gritar pero ya con menor intensidad: ¡Bolas! y, en tono bajito, pero que me
oyera el señor, dije:
─
¡Ven, güey!, ¡ven!
Hice
una seña levantando el brazo, simulando que le hablaba a alguien, me pasé
frente a él, seguí caminando y así, como no queriendo, corrí como loco y me
fui, sin voltear para nada.
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