HAGÁMOSLO EN EL PARQUE
José Arturo Grimaldo Méndez
Jacinto
e Inocencia formaban un matrimonio ejemplar en el vecindario donde vivían y sus
alrededores. Siempre disfrutaron de los placeres de la vida. No tenían hijos y
tal vez por eso, podían hacer muchas cosas juntos; viajar y conocer nuevos
amigos, ir a conciertos o visitar lugares interesantes; entre ellos, había algo
muy importante. Se amaban en cualquier lugar y en todo momento. Aún a sus
cincuenta y cinco años, daban rienda suelta a sus pasiones.
Él,
la estrechaba entre sus brazos y le decía suavemente al oído cuánto la quería.
Ella, correspondía a sus caricias y dejaba de preparar el desayuno para
llevarlo al sillón y allí demostrarle que aún tenía vigor para hacerlo, sin
importar que apenas dos horas antes, sus labios se hubieran separado. Daba la
impresión de que estaban hechos el uno para el otro y sus rostros reflejaban
siempre el gusto por complacer a su cónyuge. A veces, lo hacían en la escalera
de la casa, en el patio trasero, en el clóset, -como si se escondieran de
alguien-, en la sala o en el baño. Para ellos, no había lugar en su domicilio
donde no se hubieran demostrado cuánto se amaban.
Tal
vez el hecho de haberse casado después de los cuarenta, les hacía pensar que
debían recuperar el tiempo perdido en el bello arte de la seducción. Así
transcurrieron diez años, y entre sus amistades más cercanas, estaban sus
compadres Juan y Margarita, que con frecuencia los visitaban. Pertenecían al
grupo “Laicos Misioneros de los últimos Tiempos” y cada vez que los visitaban,
les contaban lo que allí hacían junto con una amable invitación a pertenecer al
mismo.
Sin
embargo, apenas se retiraban las visitas, aquella casa se llenaba de murmullos
ahogados por las caricias de Jacinto y su esposa. El silencio perdía la quietud
y aparecían los suspiros y las frases entrecortadas por el fuego y la vorágine
amorosa.
Esta
escena se repetía siempre y parecía no tener fin, hasta que una mañana, sin
decir palabra alguna, luego de terminar su ritual amoroso, los cuerpos de ambos
quedaron como figuras inertes sobre la cama. No hubo más palabras. Sólo los
agitados latidos de su corazón. Parecía que los testimonios de sus compadres,
iban haciendo mella en la mente de Jacinto. Inocencia, por su parte, seguía
absorta de placer, por lo que aquel día, la concordancia de pensamientos generó
una terrible confusión.
─
¿Oye, Ino y si hoy lo hacemos en el parque?
─Ya
ni la amuelas, viejito, ¿no crees que eso es muy arriesgado?
─¿Por
qué? Yo creo que ya es tiempo que experimentemos algo nuevo. Además, yo quiero
sentir la emoción de hacerlo donde haya muchas personas.
─
Bueno, si tú así lo prefieres, pues hagámoslo.
Ella
se arregló, -como cuando salían de paseo-, él, sólo se concretó a guardar en su
maleta lo indispensable para lo que tenía pensado hacer en público. Llegaron al
parque de la ciudad llamado Quetzalli y decidieron esperar a que hubiera más
personas. Él se mostraba un poco nervioso, pues era la primera vez que lo
haría. Ella confiaba en su esposo. Se sentaron por unos minutos en una banca
metálica y se miraron fijamente a los ojos. Se abrazaron, se dieron un beso…un
beso distinto a todos los que solían regalarse el uno al otro.
Cuando
ya había muchas familias reunidas, decidieron iniciar el acto. Pasaba de
mediodía. Jacinto se quitó lentamente el saco y lo colocó en la banca, que
minutos antes habían ocupado. Su mujer también se despojó de un suéter gris y
se puso en su cabeza un lienzo de lino blanco. El hombre respiró profundamente
y decidió comenzar.
¡Hermanooos!
Les pido unos minutos de su atención. ¡Acérquense por favor! ha llegado la
salvación para todos los aquí presentes. ¡Este es el día del Señooor! ustedes
han sido elegidos para ser salvos, por mi conducto.
Mientras
el discurso continuaba, el asombro de los paseantes era cada vez mayor, pues en
aquel lugar jamás habían escuchado cosa semejante. Estaban acostumbrados a oír
sólo las risas de los niños, la música o las voces de los vendedores.
Poco
a poco las personas se fueron alejando, hasta dejar a Jacinto y a su mujer,
como predicando en el desierto… La idea de imitar la obra de sus compadres
había comenzado y no sería nada fácil.
EL PICO PICO
Vicente Almanza Huerta
Ocurrió
hace mucho tiempo, cuando aún no llegaba la esclavitud del teléfono celular.
Los niños jugaban en la calle al bote pateado, a los encantados, al chicote, al
burro dieciséis, al trompo, a las canicas y otros juegos que ya pasaron al
olvido. Era costumbre que la gente criara animales en sus casas, como en la
familia Alfaro, compuesta por el papá, la mamá, cinco niños y dos niñas, que
tenían gallinas, gallos y un pequeño guajolote.
Don Anselmo, jefe de familia les dijo que
el plan era engordar al guajolote para la cena de navidad, ya que los niños
nunca habían probado la carne de pavo. Imaginaban cocinado en el horno de la
estufa. Empezaron a apartar la pieza que querían: un ala, una pierna, el muslo,
la pechuga.
Pasaron varios meses, el guajolote iba
creciendo. Como son animales nerviosos, les molesta el ruido, los niños
gritaban para que le contestara. Lo toreaban con un trapo y enojado los
perseguía, encontrando una buena diversión. El ser perseguido por un guajolote
es adrenalina pura. En ocasiones el niño se tropezaba, era alcanzado y
picoteado hasta hacerlo llorar.
Corrió la noticia que en la casa de doña
Maru, esposa de don Anselmo, tenían un guajolote que correteaba a los niños,
asi que decidieron ir a ver, y al rato una docena de chiquillos se divertían
con el pavo. Hacían competencias para ver quien corría más sin ser alcanzado.
Tocaban la puerta y decían:
─Señora, venimos a ver al pico pico.
─¿A quien?
─Al pico pico. El guajolote que tienen
─Ya hasta lo bautizaron. Pásenle, nada
más no lo vayan hacer enojar.
─No se preocupe doña.
Llegó
el frío diciembre con sus días cortos y noches largas. El ambiente navideño
invadía sus corazones. Se olvidaron por
un tiempo del pico pico para salir a la calle para divertirse con los carritos
alegóricos, fabricados con cajas de zapatos, forrados con papel de china y en
medio de la caja una vela encendida, arrastrado por un pequeño cordel. Después
las posadas, con dulces, frutas y piñatas.
En
la víspera de la navidad, un 23 de diciembre por la mañana, uno de los niños le
grita a su mamá:
─¡Má! ¡No está el pico pico!
─¿Cómo que no está?¡Búscalo bien! En
ocasiones se duerme arriba del mezquite.
─Ya lo busqué bien y no lo encuentro –
contestó el niño al borde del llanto.
Buscaron por todos lados al guajolote,
preguntaron a los vecinos, nadie sabía nada. Sonaron las doce campanadas del 24
de diciembre, se dieron el abrazo de navidad, flotaba un sentimiento de
tristeza y de nostalgia, no había la alegría como en otros años. Los más
pequeños no pudieron resistir, comenzaron a llorar, todos extrañaban al pico
pico. No cenaron pavo como lo habían planeado. En el brindis, don Anselmo les
dijo que lo importante era la reunión de
todos juntos, ya habría otra ocasión para comer guajolote. Que por lo
pronto le entraran a las enchiladas y pambazos que había preparado doña Maru.
Desde
entonces nadie olvida aquella navidad ni al pico pico que se lo robaron un día
antes.
EL COMPLEMENTO PERFECTO
Soco Uribe
–¿Qué
haría yo sin ti?, ¿Te has dado cuenta que siempre estamos juntos y que nuestra
separación sería casi imposible? -le repetía, noche a noche, su dulce amante
sin empacho alguno.
Ella,
asombrada, sólo callaba y se mantenía quieta, ahí, en la mesa. No podía creer que él le hablara así, con esa
gran seguridad, como si estuviese destinada a permanecer a su lado por una
eternidad. Aunque, a decir verdad, a ella
no le disgustaba la idea.
Él,
como siempre, halagaba su dulzura y la suavidad de su cuerpo. Ella, se mostraba feliz ante el ardiente
calor de su presencia y el delicioso
aroma que despedía su cuerpo; motivos de sobra para enviciarse con su
presencia.
Conforme
transcurría el invierno, sus encuentros diarios tenían lugar a la misma hora y
en el mismo lugar. Siempre, rodeados de
gente muy diversa, pero, con motivos comunes.
Atentos,
escuchaban las interesantes conversaciones de las personas, aprendían de la
vida y, gracias a la mutua atracción que ejercían sobre la gente, ésta se
congregaba a su alrededor para convivir, conversar y aliviar un poco el
cansancio acumulado por las jornadas de trabajo o de estudio.
Por
estas y muchas otras razones, la concurrencia deseaba regresar cada noche para
encontrarse con ambos, saborear su presencia y exclamar gustosos:
–¡No
cabe duda!, la concha y el chocolate caliente son el complemento perfecto para
las reuniones en casa de la abuela.
Día de Campo. Ilustración de Gabriel Herrera
ARBOLADA
Rosaura Tamayo Ochoa
Un
camino de nubes verdes, con follaje y flores. Pasaje de arboledas que se
abrazan entre si, para bañar con su sombra. Árboles como soldaditos formados,
para enmarcar un camino lleno de hojas con semejanza a monedas sueltas, que se han
pulido a través de los años y el viento. Se llega a un paraíso terrenal,
troncos con brazos que agarran nidos, y piernas que se confunden con la tierra,
cada uno tiene su correo de pensamientos
y sus recuerdos.
Como
esos días de campo con la pelota, y ese perro blanco, de nombre donky, que
brincaba sin parar, tratando de atrapar sueños. La madre tendida en una cobija
de cuadros de colores, leyendo su libro favorito, y el padre de nombre José
armando los columpios para la diversión de los
chicos. Ese inolvidable aire, con olor a amor, con su brisa de mañana,
el canto de los pájaros en coro bañando el ambiente, y las hojas aplauden unas
con otras, contagiando la felicidad, que se confunden con los gritos y las
risas.
Mary,
la mamá, dice a sus hijas Lupita, Rosa y Elena:
—Acerquen la canasta de comida, ya hace hambre
y más los niños con tanto juego se les olvida hasta el alimento.
Llega
corriendo Carlitos, con las manos llenas de tierra y su carita escurriendo de
sudor. Él dice.
—Pásenme
el agua primero, tengo mucha sed.
Lalito
le contesta:
—No
te la tomes toda, yo siento seco mi cuerpo.
La
mamá, sonriente, les apunta:
—El
agua es mucha y alcanzará para todos -y le gritó al más grande de los chicos-
Juan, si no corres ni tortillas alcanzas. Todos sonrieron.
Mary,
la mamá, comenzó a servir los tacos con guacamole, crema y salsa, por último
arrimó la fruta y una bolsa de dulces, esa agua fresca de piña natural aún con
sus trozos llenándonos con más deleite.
Se
sentaban todos en la cobija, haciendo un círculo donde se contemplaban con
gusto al comer, hasta el donky alcanzaba su pedazo de frazada.
Quizás
no se platicaba mucho, pero se olvidaba por unas horas la escuela, el encierro
de la casa, la rutina diaria, se relegaba ese panorama donde pisas cemento, que
te quema hasta los calcetines, donde los árboles se han cambiado por postes y
las hojas por cables, no hay pasto, ni
limpio aire, se siente como el mismo hombre despoja a la naturaleza de lo que
es suyo, a cambio de un supuesto desarrollo.
Tirados
todos los hermanitos sobre el pasto, ya con la pancita llena, miraban las nubes
esperando encontrar un borrego o un perro, hasta que poco a poco cierran sus
ojos, descansa el cuerpo, para agarrar energía y seguir haciendo lo que más les
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