TLAQUETZALLI
-Relatos sobre la cultura mexica-
“Es
un libro de cuentos… pero somos nosotros. Amparado en la muy rica tradición
oral del México prehispánico, Tlaquetzalli es una exploración en cómo los
mexicas encontraron su rostro y corazón. Tomados distintos momentos de la
historia, el autor recrea cómo el que se conoció como el pueblo sin rostro poco
a poco va construye su personalidad.
Pero esa historia no ha terminado, sus herederos, los mexicanos actuales
también debe aprender de esas enseñanzas para fortalecer su corazón y recuperar
la grandeza del pueblo mexicano.
Tlaquetzalli
nos hace responsables de continuar con el legado más importante: hacer de
México el lugar desde donde debe partir, hacia todos los puntos del Universo,
la verdad de los dioses para que siga existiendo la humanidad”.
Enrique
R. Soriano Valencia nos presenta de esta manera una parte de nuestra historia.
Escritor, periodista, experto en gramática
y compañero del Diezmo de palabras es, además, un incansable buscador de
esos momentos en el tiempo que conforman el legado que nos enriquece el
presente. Compartimos dos relatos de su reciente libro, Tlaquetzalli. Vale.
NUESTRA
NOCHE TRISTE
Enrique
R. Soriano Valencia
Los
quejidos invadían el ambiente. Cadáveres y heridos se mezclaban en el lodo;
llovía fuerte esa noche. Los guerreros mexicas estaban alegres al ver huir a
toda prisa al invasor europeo. Tláloc festejaba con ellos. Retirar los puentes,
les dio la oportunidad de tenerlos a tiro de piedra y atacarlos como hacía
mucho deseaban los mexicanos. Mantener un año a los extranjeros en su ciudad y
observar mudos sus ofensas, los tuvo siempre al borde de atacarlos. Ahora,
gracias a Cuitláhuac, decenas de españoles y miles de tlaxcaltecas yacían
muertos por doquier.
Solo
un joven guerrero se sentía desmoralizado. No estaba al pendiente de la huida
del enemigo. Su vista contemplaba los cuerpos que manchaban pisos y canales.
Fue la batalla más dura jamás librada. No obstante la victoria, él sentía
opresión en el pecho.
―Alégrate,
Xiutototzin. Los derrotamos. Ahora regresarán a su tierra, de la que nunca
debieron salir. Los dioses nos sonrieron, aún están con nosotros.
―No
estoy tan seguro, reverenciado Cuitlahuatzin. Tú mismo eres sacerdote y
guerrero, señor de Iztapalapa. Todo lo que está aquí debe contrariar a los
dioses.
―Ellos
nos dieron la victoria, no pueden estar molestos. Es su voluntad… Siente cómo
los cielos festejan con nosotros.
―¡Esto
no está bien!, Cuitláhuac, ¡¡¡no está bien!!! Sangre por los suelos. No puede
despreciarse así el alimento de los dioses. Ni Coatlicue nos lo agradecerá.
Ella toma las inmundicias, nuestros pecados, lo que nos estorba para ser
mejores… no la sangre del Sol. No, no está bien. No puede estar bien. Hay algo
malo en esta victoria. Su dios, no los nuestros, es quien hizo esto.
―Xiutototzin,
te angustias sin razón –respondió Cuitláhuac en tono comprensivo–. Estos
hombres vinieron a alejarnos de ellos. Tú mismo fuiste testigo en el palacio
del venerado huey tlatoani lo que tanto decían a mi hermano Motecuzoma. Si su
dios fuera de amor, como tanto insistieron, no usaría armas tan contrarias a la
vida. Recurrirían a las palabras de amor, como lo hizo en su tiempo Ce Ácatl
Topiltzin Quetzalcóatl, pero actuaban de forma diferente. Estos extranjeros a
su paso desde el mar, destruían todo, ofendieron a los dioses. En todos los
teocallis tiraban sus esculturas para plantar su cruz. Motecuzoma hizo mal en
recibirlos y hospedarlos. Desde un principio le hice saber que ellos no eran
parte de las profecías. No debes abrir el corazón y la casa a quien no te
respeta.
―Él
fue débil. Tu hermana resucitada lo trastornó. Nadie había regresado de
Mictlán, el lugar de los muertos. Motecuzoma lo interpretó como un rechazo de
los dioses a la sangre de tu familia. Se convenció que por eso la regresaron a
los hombres. Fue fácil dejarse tentar por otro dios, diferente de los nuestros.
―Esa
sangre es la mía y la tuya también, Xiutototzin. Él fue mi hermano de sangre y
tu primo. Es la misma sangre de los venerados toltecas. Los dioses bien saben
que no hay líquido más valioso y fiel a ellos.
―Quizá
ahí estuvo nuestra ofensa a los dioses, cuando fue derramada al suelo y no
entregada en sacrificio. Debimos capturarlo y presentar su corazón en el
cuauhxicalli, la copa del sagrado altar.
―Eso
era imposible, Xiutototzin. Era nuestro huey tlatoani, el que tiene la palabra
de los dioses. Su sangre estaba ya destinada desde que fue elegido para ser el
primer intérprete de la voluntad de las divinidades. Esa sangre es una con el
Universo.
―¡Eso
es lo que quiero señalar! Su precioso líquido lo esparcimos por el suelo con
aquella pedrada que lanzaste con tu honda antes de empezar esta batalla… ¡Y yo
fui quien te dio la piedra y la idea!
―No
te des todo el crédito, Xiutototzin. Yo también estaba convencido que ya no era
nuestro guía cuando desconoció a los dioses y nos quería convencer de seguir a
estos hombres pálidos y su dios sacrificado de forma salvaje. No hiciste más
que ser el instrumento de los dioses, al igual que yo. Se dejó embaucar como
niño, creyéndoles los adelantados de Quetzalcóatl. Nunca valoró que si el Dios
Civilizador los envió, jamás usarían esos instrumentos extraños, ni esas
bestias horrendas para hacer daño.
―¡Pero
derramamos sangre valiosa y luchamos de forma indebida! Eso es algo prohibido.
En las escuelas y en la Casa de la Águilas nos enseñaron que jamás, ni en
combate, debíamos desperdiciar sangre, el alimento de los dioses: solo en
sacrificio ellos la recogen del sagrado recipiente águila. ¡Ve ahora a tu
derredor! Hemos expulsado de México-Tenochtitlán a estos guerreros de un
tlatoani lejano, ¿pero a qué precio? Ahora, los que sobrevivieron se reúnen en
Tacuba a llorar por su derrota, ¿qué tenemos en nuestras manos? Ganamos lo que
nunca habíamos hecho, lo que nos está prohibido en batalla… atacar por la
espalda o por los costados y matar… ¡matar en batalla a nuestro oponente! ¡Tiramos
sangre valiosa en lugares impuros!, Cuitláhuac. Sellamos nuestro destino. Somos
nosotros los derrotados, no los victoriosos. Nos cambiaron, ya no somos los
mismos. También a nosotros nos engañaron como a niños.
Xiutototzin
no pudo contener el llanto. Cuitláhuac lo tomó por los hombros y lo sacudió con
fuerza.
―Regresa
en ti. Estás alterado por el esfuerzo. Hicimos lo que debíamos hacer.
¡Estábamos obligados!, fueron sus condiciones y no nuestra voluntad. Es la
primera ocasión que matamos en batalla, es la primera vez que no esperamos a
que nos dé la cara el enemigo al luchar. Estoy dispuesto a continuar con esas
extrañas formas de guerrear por defender a nuestros dioses y el Centro del
Universo.
―¡No!
¿¡Dónde caímos!? ¿Cómo es que ves normal llegar a esto?
―Es
cierto que nunca llegamos a este extremo, pero ¿acaso no nos lo enseñaron estos
mismos extranjeros?, ¿no mataron sin compasión en los pueblos que se les
opusieron? Ellos llegaron a ofender. Fueron ellos quienes nos dijeron cómo: nos
enseñaron a matar sin honor. Nosotros ahora les pagamos con la misma moneda.
―Cuitláhuac
–respondió Xiutototzin con actitud más serena y con un profundo suspiro–
escucha lo que dices, ¿por qué debemos ser igual que ellos? Acaso, ¿son ellos
nuestros maestros, los respetados temachtiani? ¿Por qué debemos aprender sus
prácticas? ¿Dónde están nuestras convicciones?, ¿dónde nuestro juicio? ¿Dónde
están nuestros valores…? ¿En dónde queda lo nuestro? ¿En dónde dejamos a
nuestros dioses, nuestro espíritu tolteca? Damos la espalda a todo lo que
aprendimos. Nuestra forma de ser, de actuar, como les dicta a ellos su dios,
también yace aquí. Hoy, esta victoria es nuestra derrota. Somos como ellos. Nos
han ganado. Nos han derrotado. Somos sus gemelos. Perdimos en la lucha el rostro
que nos heredaron nuestros antepasados.
»Cuitláhuac,
te seguiré porque hoy fuiste nuestra guía, con tu arrojo y visión. Nadie duda
que serás nuestro nuevo tlatoani. Pero piensa que en tus manos está no perder
nuestro ser. No debemos dejar de ser nosotros mismos. Recupera nuestro rostro.
Busca conservarlo, porque en el momento en que dejemos de ser quienes somos, en
ese momento México-Tenochtitlan habrá sucumbido.
Cuitláhuac
ya no respondió. Quedó pensativo. Se sentó en una piedra. Dejó caer su macuáhuitl
y vio ahora con claridad la escena. Solos los altares se manchaban con sangre,
pero hoy era toda la ciudad. Lo que fortalecía a los dioses se desperdiciaba en
cada rincón, se desplazaba por todas la paredes. México-Tenochtitlan ahora
lucía de un rojo que no era el que complacía a los seres divinos. Toda la ira
aparecida desde el momento en que se rebeló a su hermano Motecuzoma,
desaparecía. El arrepentimiento lo hizo suyo. Se sobrecogió. Su ciudad, la más
hermosa urbe jamás construida, el Centro del Universo, ahora le parecía una
metrópoli extranjera, tétrica, con almas deambulando por todas partes, sin
orden ni concierto. Estaba triste, pero no quiso reflejarlo para evitar
desánimo.
El
consejo de notables a las pocas horas se reunió. La euforia de la victoria era
manifiesta. Cuitláhuac fue el líder indiscutible y nadie puso en duda que era
el mejor de los escasos nobles ahí congregados para ser el nuevo tlatoani. Por
unanimidad lo eligieron.
Los
guerreros águila y jaguar, a pesar de lo extenuados, pidieron permiso para
seguir a los sobrevivientes extranjeros y darles muerte. No era costumbre, la
cercanía les daría una victoria absoluta.
El
nuevo tlatoani lo prohibió. Como supremo sacerdote pidió a los mexica que
usaran su corazón y fuerza para que México Tenochtitlan recuperara su
esplendor: limpiar la ciudad de cadáveres, lavar la sangre de las calles porque
en los altares. Les pidió que dieran consuelo y aliento a viudas y huérfanos.
Solo ordenó sacrificar a los caballos y poner sus cabezas en tzompantli, el
altar de cráneos. Ellos también fueron grandes guerreros y su sangre sería
apreciada por los dioses. A los extranjeros y de otras tribus, los entregó a
los sacerdotes para continuar las ceremonias del calendario ritual. Solo a unos
cuantos rostros-como-de muerto mando curar sus heridas y los dejó en libertad
para que regresaran a su tierra a reportar que México-Tenochtitlan jamás
traicionaría a sus dioses, que las estrellas seguirían viendo el Centro del
Universo.
Xiutototzin
vio con gran regocijo sus decisiones. Sintió que una nueva etapa de esplendor
se avecinaba. La fuerza que da superar un momento difícil es siempre la mejor.
El
propio huey tlatoani Cuitlahuáctzin participó en los trabajos de limpieza de la
maltrecha ciudad. Una actividad así era inusual para la mayor dignidad
mexicana. No obstante, también se dio tiempo para presidir las ceremonias del
calendario ritual. El espíritu religioso los hizo regresar a sus tareas para
facilitar la marcha del Universo por los cauces trazados.
Los
cadáveres fueron quemados. Otra decisión diferente. Debían evitar que se
pudrieran en la ciudad y en el agua, por respeto a Chalchihutlicue, la consorte
del dios de la lluvia. Para Xiutototzin, Quetzalcóatl reencarnó en el noble
Cuitláhuac. No era el único: a pesar de las enormes bajas y los graves
destrozos, la alegría renacía en el corazón de los mexicas. Los braseros fueron
encendidos de nuevo y el bullicio del tianguis de Tlatelolco se reanudó. La
población también se sintió alivio pues ya no alimentarían a extraños y
enemigos.
A
los pocos días, Cuitláhuac murió a causa de la viruela. A muchos guerreros pasó
lo mismo. El pasmo fue mayúsculo. Xiutototzin lloraba desconsolado por toda la
ciudad. Nadie sabe si regresó a Teotihuacan, de donde salió como tlatoani antes
de la llegada de los extranjeros. Algunos lo confundían porque ya jamás dejó
ver su rostro, oculto detrás de un manta, como de mujer. Por las noches gritaba
con lamentos muy agudos «¡Ay, mis hijos!». La moral cayó. Todos interpretaron
que los dioses seguían disgustados…
Los
extranjeros se alojaron en Tlaxcala, recibían refuerzos de la costa y hacían
nuevas alianzas con tribus enemigas de los mexicas. Ahora se les unían para
emprender la batalla decisiva contra México-Tenochtitlán.
El
llanto de Xiutototzin aún llena de tristeza al alma de Huitzilopochtli.
HUÉRFANOS
Enrique
R. Soriano Valencia
Dioses,
¿por qué nos abandonan? No entiendo. Dimos con cada generación lo que nos
ordenaron. Cada uno de sus mandatos fue cumplido. Desde la salida de nuestros
ancestros de Aztlán hasta le elección de Cuitlahuátzin, hicimos lo indicado.
Ahora,
cientos… miles de personas mueren por doquier. No es solo nuestro pueblo. En
todo el imperio, aliados y súbditos caen en el petate con sed insaciable. Su
piel se llena de pústulas, como si Nanahuatzin, el dios Andrajoso, trasmitiera
su desgracia.
¿Qué
desencadenó la huey cocoliztli ?
¿Sería
el Tezcatlipoca negro, envidioso de su hermano, quien trajo los pesares del
buboso porque no pudo ser Sol?
¿Fue,
acaso, la resucitada Papatzin –la hermana de Motecuzoma– la portadora de la
venganza de Mictlatecutli, quien se sintió burlado por Quetzalcóatl cuando
trajo los huesos de los hombres para hacer a la humanidad?
¿Es
porque dejamos sin conquistar Tlaxcala para tener ofrendas cercanas?
¿Sería
el derrocamiento violento, como nunca había sucedido, del huey tlatoani
Motecuzoma?
¿Nos
trajo la antipatía de los dioses la muerte de los invasores fuera del altar?
¿Es
un embrujo del dios barbado y salvajemente expuesto en una cruz?
Soy
un sacerdote, soy un principal… y no sé qué responder a mi pueblo.
Dioses,
hoy están más callados que nunca. Sus señales han desaparecido del cielo. No
están en el humo de copal; no se asoman ya a las nubes; la sangre en el altar
no muestra su pensar.
¿Acaso
la luz eterna de Tenochtitlan, la que recorre todos los caminos, dejará de
alumbrar?
Somos
hijos obedientes. Llevamos su palabra divina a todos los confines. Su saber lo
estamos entregando a cada pueblo que nos permitieron encarrilar…
No nos dejen
huérfanos.
*Tlaquetzalli está publicado por Ediciones La Rana,
del Instituto Estatal de la Cultura de Guanajuato.
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