CORRIÓ EL RUMOR
Herminio Martínez
13 de marzo 1949 – 17 de agosto 2014
“Quiero bailar contigo en cualquier parte.
Tu lumbre no me espanta hija del viento,
tampoco el Diablo con sus cocodrilos.
Quieres venir, lo leo en los renglones
de tus pómulos.
En tu nariz con hambre de la mía.
Me moriría si yo no te llevara
como un escapulario en el pescuezo.
Conoces mis derrotas, pulmonaria,
vámonos pues, ahora, licopodia.
Verás bajar un ángel de su peana
para invitarte a ver el espectáculo.
Vámonos pues, ahora, flor de mirto,
vámonos a almorzar o a lo que gustes,
que animales de amor es lo que somos
y animales de amor siempre seremos.
Estírate, respira, resplandece,
ponte ya el corazón o la persona.
Ponte tu ojo de liebre, Salomé,
y baila aunque me corten la cabeza.”
Animales de Amor, Herminio Martínez
CORRIÓ
EL RUMOR
Herminio
Martínez
La
lluvia de aquella noche había refrescado un poco el alba, mas en cuanto salió
el sol, el clima volvió a ser el mismo
de antes, que oprimía a los pueblos de toda la región, metidos entre la hierba
roja de las llanuras desoladas y los campos huérfanos de esplendorosas épocas.
A cualquiera, el cielo le hubiera parecido una cazuela al revés, donde las
nubes se freían como pedazos de algodón hechos de carne blanca, sólo el aire se
presentía estático, al menos en aquélla hora, como si lo sujetaran con alambres
y así lo retuvieran mientras los hombres conversaban. La gente sobrevivía de lo
que el río iba dejando, pero jamás habían matado a nadie que no fuera una rana,
una tortuga o un pez de los que abundaban ente los arenales de la orilla.
Algunos tenían huertas de chirimoyos y guayabos; a otros les daba por cultivar
limones, cilantro, calabacitas y pepinos para el consumo familiar. La sombra de
los sabinos era de un verde deslumbrante y, al amanecer, a todos los despertaba
la algarabía de tantos pájaros, que, perseguidos por la luz, se iban volando.
El hombre estaba allí, entre la pared y
quienes lo escuchaban predecir la dicha, mirándolo sostener una libreta roja en
una de sus manos. Entre las sombras, sus ojos bizcos fulguraban, lanzándose
miradas, como si el odio los impulsara a hacerse daño el uno al otro; tosía e
intentaba fijar la vista ya en algún habitante, ya en el sacerdote Ángel
Romero, a quien había pedido que lo acompañara a dirigirse a aquéllos seres, a
los que él insultaba con el sobrenombre de ¡Apachitos”, en un último intento de
convencerlos para que aceptaran el trato de irse con él a la nación del Norte.
Era un señor altivo, de los que nunca o casi nunca alguien hubiera visto por
ahí; fuerte, con una musculatura de cemento, pulseras de oro y ostentosas
cadenas en el pecho como las de los narcotraficantes que de vez en cuando
pasaban por ahí. Se presentó ante todos como el representante legal de una
fábrica que prometía trabajo por sólo diez mil pesos de entrada y otros tres
mil cuando hubiesen cruzado la frontera. A las mujeres se les imaginó un
malvado, porque su cara, por el color de las hojas podridas del pantano, más
que de buena gente, tenía esa otra actitud y el tono de la voz también lo
denunciaba. Lo dijeron entre ellas, fundiéndose en preguntas, y él lo supo
después y así le contestó al padre Romero cuando éste le comentó que las
esposas dudaban de que su presencia allí tuviese otra intención:
—Piensan
que usted es un hipócrita -le dijo-. Es lo que creen en este pueblo y otros… Lo
sienten tan frío, que cerca de su sombra se enfermarían de gripa. Suponen que
usted está hecho con la misma madera de aquel Jefe de Estado que alguna vez ordenó bombardear las nubes
con cloruro de plata para hacer llover, sólo que a la hora de la hora el
experimento le falló, porque el muy bandido se robó la plata y sólo utilizó el
cloruro.
—Algunas
almas, como los lirios venenosos, florecen para matar con su hermosura
–susurró, entornando los ojos, que ahora se le tornaron de mirar perruno.
—Estas
personas han sufrido… No están acostumbradas a eso que usted anuncia. Sus
tiempo han sido un puro navegar y padecer para volver a navegar.
—No
vale la pena recordar los años ¿para qué?, ¿qué caso tiene? Todos se parecen a
los otros.
—El
corazón de algunos se encoje a veces de tal manera, que se queda duro para
siempre como una nuez o un hueso de aguacate.
—Para
eso estoy aquí: para ablandárselos. Ayúdeme. Dígales que les conviene, que van
a hacerse ricos. Vendrán diez autobuses de primera clase para todos los que
quieran irse.
Y la
tarde, que entraba al templo por las rendijas de la cúpula, envolvió a la gente
con una luz extraña, porque en cada casa, cada callejón, cada ser vivo, se
tenía ya ese presagio.
—Piensan
que usted es más que un mentiroso… –continuó-. Así me lo han venido repitiendo
desde hace una semana.
—Y
tienen toda la razón, porque tengo que parecer y ser enérgico en la selección
de las personas: hombres que sepan y puedan trabajar en Alabama y Washington,
Texas o California. Tocante a las mujeres, por lo que escucho, no pasan de ser
unas perdidas… –agregó, burlándose-. Pero las mujeres perdidas son las más
buscadas, ya verá usted cuando sus “Apachitos” se hayan ido. A estas vírgenes
con los huesos de hombre les sobrará clientela –se quedó pensando, como si
masticara vidrios.
—Una
cosa es que la necesidad las obligue a sufrir al lado de ellos y otra, muy
distinta, eso que usted supone o imagina.
—¡Ja!
¡Ja! –expresó, abriendo la libreta en una de las páginas-. Aquí va el corte
–dijo-. Dígales que siguen ellos –y volvió a escupir-. Se volverán tan ricos,
que en menos de dos años no encontrarán galera, casa o banco donde guardar
tanto dinero.
—En
esta comunidad los muertos pesan, sobre todo cuando estos insisten en hablar de
cosas que sólo tienen cabida en un cajón de palo. Con decirle, que aquí ya ni
los entierran, sencillamente lo echan al pantano.
—¿Qué
cosa?
—Olvídelo
Un
manchón de cuervos pasó gritando groserías como si también a ellos los hubieran
ofendido, ofreciéndoles una felicidad que sólo se hallaba en el papel y no en
el aire.
Los
dos se vieron, como midiéndose su capacidad de persuasión: el padre Romero era
un pastor querido, sabía escuchar y hacerse oír por todos desde la Encarnación
hasta Tres Luises; Cruces Vivas y El
Rejalgar de Enmedio; Chilares, El Tule y El Dormido. El otro, ante los demás,
no pasaba de ser un extranjero venido a proponer algo que a algunos les
encendía el espíritu con la ilusión de conseguir empleo, pero a la mayoría los
insultaba con sus números:
—Diez
mil de entrada y el resto cuando crucemos la frontera –repitió, apenas diez
segundos antes de que le cayera encima el primer golpe de los diez mil con que,
sumando los rodillazos que el padre Ángel Romero le propinó en la nuca, lo
echaron de este mundo.
—Los
tres mil –murmuraron- los guardaremos para cuando otros como tú crucen la
frontera para venir a hablarnos.
Y
las mamás ya no se preocuparon, y el aire se soltó, y, ensombrecido, vigilaba
su amor a cada instante, mientras los esposos y los hijos, al regresar de las
parcelas, continuaron reuniéndose a la sombra de las casuarinas y los juncos, a
recordar a aquél señor extraño venido al pueblo con sus ojos bizcos y la
novedad de una esperanza, sepultado apenas a unos pasos de donde se cruzaban
los caminos.
“Corrió
el rumor de que una mujer y yo toda la noche ardimos y que hasta me
persiguieron por el arroyo del Varal. Lo supieron en la Congregación de los
Fulgores y en los Lloraderitos de Tres Tablas; también en El Pilar y en La
Redoma, allá donde se juntan los linderos
de La Gavia y la Mocha. Algunos se atrevieron a regar por ahí que probablemente
su desaparición haya tenido algo que ver
conmigo, porque qué casualidad que el personaje se esfumó así, cual si lo
hubiese devorado la corriente, antes de que corriera aquel rumor. Pero no vayan
a creer que lo buscaban para ponerlo a salvo, ¡qué va! Deseaban verlo para
cobrarle sus mentiras, y aquel rumor juntó veredas para llevarlos hasta mí
-desde Yuriria y Villagrán- y con ellos la orden de aprehensión que acá me
trajo. Desde que Dios exprimió el universo para formar la tierra ¿ustedes creen
que al verme así cualquiera hubiera pensado diferente? Soy un hombre que viene
de la lluvia y de los pájaros, por eso sé contar la luz y el canto de cada
amanecer. La vida está en los ojos y no en esas palabras que insultan con
sospechas. Desde mi adolescencia mi gusto es andar por ahí nomás vagando,
entonando canciones, comiéndome un melón, una sandía o hablando con el viento,
asándome una ardilla, pero yo no participé en aquélla muerte ¡Dios me libre!
Ustedes me trajeron aquí para acusarme, pero nada más. Uno se va haciendo viejo
y los cansancios se acumulan: los de ayer y los de hoy con los de siempre. A
veces duermo donde me cae la noche, como y bebo lo que hallo en los baldíos.
Ando lejos, pero esa tarde me encontraba allí, aunque en la comunidad todos o
casi todos piensan que no estoy bien y a lo mejor por eso ni se apuraron que
estuviera viéndolos sepultar lo que quedó del hombre. Es verdad que lo vi
quebrarse como un cántaro y derramar la vida como el agua podrida del pantano
que llevaba dentro; sucedió que, de otras rancherías, andaban buscándolo para
reclamarle sus engaños y al encontrarme a mí, en la carretera del Terrero, más
de alguno insistió en que yo podría saber algo y me llevaron de una oficina en
otra, siempre con la amenaza de que me iban a ahogar con una bolsa si no les
decía para dónde se había marchado el individuo. Por supuesto que yo jamás les
dije que estaba sepultado por ahí, cerca del río; dejé que hicieran y
deshicieran su curiosidad y tanto enojo por el fulano a quien nadie, ni
siquiera Ángel Romero, mencionaba. Era como si todo el mundo hubiese acordado
nunca más hablar del mal recuerdo. Y yo me daba cuenta porque estaba allí,
parado entre don Consuelo Albor y doña Petra Alfaro. Desde la mañana me había
salido por ahí a buscar lombrices y me topé con unos tordos con quienes me puse
a platicar del mundo antes de dejarme caer sobre un prado a oír crecer la
hierba y sentir que todo mi cuerpo se vestía con esa piel de cosquillas que en
el verano son las flores. ¿De qué se ríen? Más tarde, tras un sueño de perros y
machetes, me fui con los borregos de Zenaido el “Mano de Chiva” hacia la
“playita” donde se revuelca el río y allí volví a soñar y asé unos cangrejos y
comí sabroso mirando tantas nubes, que me obligaron a dudar si no sería el
rebaño de Zenaido echando carreras en el cielo. Fue cuando escuché las
maldiciones, allí nomás enfrente, entre los sabinos de Teodoro la “Linternita
Blanca” y el huerto de la iglesia; vi al padre Ángel Romero con un señor al
lado, quien anotaba en un cuaderno y se reía de la gente que lo observaba como
quien mira al diablo. Yo alguna vez lo he visto, por eso puedo decir lo que se
siente y cómo hay que pararse cuando él te quiere abrazar con las llamaradas de
sus ojos. El primer garrotazo se le dejó ir El Tijerillo y hasta el Mano de
Chiva ya se encontraba allí, encabronadísimo; también el Pico Chulo, el Jajajá,
El Coyote, los Amargos, Anastasio y Juan
Manuel, Zeferino Almanza y unos chavalillos con una maroma de paloencruz en
cada mano. No hubo quien se quedara sin pegarle, aun el señor cura, que agarró
una tarria para atajarlo a puros demoniazos. Yo continuaba allí, a dos nalgas,
entre don Consuelo Albor y doña Petra Alfaro, saboreándome el último cangrejo
en medio de las dos carreras: la de los borregos en el cielo y la de los
habitantes de mi tierra; arriba los contendientes eran blancos, hechos de nube
y agua; abajo, de sombrero y huaraches, hechos de rabia y gritos. Y no me
retiré sino hasta que lo metieron al pantano, cerca de las casuarinas de don
Meme Luna y los pirules viejos de mi tío Rosario”.
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