LOS GASES DE LA MUERTE Y OTRAS NARRACIONES
-Sucesos extraordinarios al estilo de Carlos Javier
Aguirre-
La
leyenda es, según algunos: “Un suceso en la comunidad fuera de lo ordinario que
afecta a la población, sin una explicación lógica de los hechos. De origen
espontáneo y popular, su naturaleza oral genera que haya cambios conforme el
paso del tiempo”. Los años dan forma a una serie de leyendas que son conocidas
con distintas versiones según la zona donde se ubique el narrador. En nuestro
Celaya existen muchas historias de conocimiento público y otras no tan
conocidas, que han sido recopiladas por nuestro compañero del Diezmo de
Palabras, Carlos Javier Aguirre Valderrama. Médico veterinario zootecnista, con
estudios en desarrollo rural y liderazgo, ha recogido a lo largo y ancho de
nuestro municipio estas narraciones extraordinarias y las recupera, para
beneficio de quienes gustan de las leyendas, en versiones divertidas, con un
estilo llano y directo. Carlos ha sido publicado en distintos medios y también en
Cuentos del sótano, de Editorial Endora; en El oro de los trigos, del Sistema
municipal de arte y cultura de Celaya y en la serie de cuentos Miguel Artigas,
en España. Vale.
JEM
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DOÑA
PERPETUA
Carlos
Javier Aguirre Valderrama
La
señorita Perpetua Ontiveros, hija única de una de las familias de más abolengo
en la ciudad de Celaya, con domicilio en la primera calle de Madero, había sido
desde chica muy enfermiza, con ataques
que la dejaban inconsciente durante varias horas. Su padre era un rico
hacendado. La familia pasaba largas temporadas en el municipio de San Diego de la Unión. Por sus constantes enfermedades y su aislamiento fue una experta
en egoísmo. Era embustera y mezquina, pero su dinero le reportaba cierto respeto con sus amigas,
aunque fueron muy pocas.
Un
día de mayo ya no despertó. Se dispuso
todo para su entierro en la cripta familiar. La vistieron, le colocaron
sus aretes de diamantes, un broche de esmeraldas y un anillo brillante del
tamaño de un garbanzo. Su papá pidió verla por última vez. Destaparon la caja.
El enterrador se quedó asombrado de las joyas que traía la muerta.
Por
la noche, el sepulturero cerró el
panteón desde adentro. Fue hacia la cripta de la señorita Perpetua. Abrió la
caja. Empezó por quitarle los aretes y el broche. Pero por más esfuerzo que
hacía en sacarle el anillo, no podía. Agarró las tijeras de jardinero que tenía al lado y le
cortó el dedo. Doña perpetua se dio el sentón
y el sepulturero cayó sobre ella.
Macabro
hallazgo al día siguiente para los trabajadores del turno matutino del panteón.
Encontraron la caja de la señorita
Perpetua abierta y al sepulturero sin vida, encima de ella, con el anillo en la
mano.
LOS
GASES DE LA MUERTE
Carlos
Javier Aguirre Valderrama
La
familia Vázquez, con actitudes muy
enraizadas con la religión católica, vivía por el barrio de San Miguel. Desde
que llegaron a vivir a esa casa empezaron a suceder cosas extrañas. Por las
noches se escuchaba el ruido de cadenas,
llantos lastimeros y voces; los objetos cambiaban de lugar; los trastes de la
cocina caían en el suelo sin ninguna razón lógica; las sillas del comedor
tuvieron que amarrarse para que no salieran volando por alguna ventana.
Una
mañana, don Pedro Vázquez, entre sueños, despertó a su esposa Ana:
—¡Despierta!
El muerto quiere decirme algo, lo tengo sentado junto a mí. Dice que el Viernes
Santo a la media la noche, en el patio,
debo de estar con dos niños vestidos de blanco, con una vela cada uno,
deberemos de rezar el Rosario. En algún lugar del patio empezará a salir de la
tierra un árbol. Ahí tendré que escarbar. Lo que encuentre nos hará muy felices.
Al
día siguiente decidieron mejor cambiarse de casa. Se fueron por el rumbo del
barrio de la Resurrección. Ahí las cosas no fueron muy diferentes, los sucesos
extraños se mantuvieron.
En
las noches, en el patio se podía distinguir una llamarada. Desprendía unas
esferas azuladas, desplazándose en diferentes direcciones hasta perderse de
vista. La familia entró en pánico cuando vio que del piso empezaba a salir un
pequeño árbol.
En
una ocasión su compadre Julio lo vio en el jardín, caminaba cabizbajo.
—¿Qué
le pasa, compadre?
—Que
el muerto no nos deja tranquilos.
—Mire,
compadre, deme permiso de escarbar ahí donde dice usted que sale como lumbre
—Bueno,
si usted gusta el fin de semana.
El
sábado, el compadre empezó a escarbar. De rato salió del hoyo sumamente pálido con la mirada perdida.
—¿Qué
pasó, compadre?
—Creo
que ya me llevó la tiznada. Por la ambición creí que le había pegado a un
cántaro de barro, pero empezó a salir un gas.
No
dijo más, perdió el conocimiento y dejó de respirar.
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EL
CRUCIFIJO
Carlos
Javier Aguirre Valderrama
Todo
sucedió a finales del siglo pasado. La mayoría de la gente que vivía en el
barrio de san Antonio, siempre andaba con temor por tantas historias de fantasmas
que se contaban. Una tarde doña Chole encontró a su comadre Zenaida.
—¿Cómo
estás, comadre?
—Muy
mal, Chole, figúrate que ya no puedo dormir por la pura preocupación. Hasta mi
marido que era muy andariego dejó de salir por la noche, y todo por el miedo de
los aparecidos.
—Yo
estoy igual de asustada. Todas las noches escucho los cascos de caballos que
jalan una carreta. El vehículo se detiene y baja una novia vestida de blanco. Mucha gente
también la ha visto, dicen que es una nueva aparecida. Primero fue la
taconeadora, luego la marrana infernal, después la mujer con cara de mula.
—¿Qué
sugieres que hagamos, Chole?
—Traer
al Obispo y empezar con los rezos. Mira, por lo pronto yo voy a poner un
crucifijo en la esquina de Leandro valle
con Jiménez, el que trajeron mis
compadres cuando fueron a Roma. Le tengo
mucha fe.
Don
Paz, maestro en cartonería junto con sus hermanos, siempre que pasaba por donde
se encontraba la cruz traída de Roma, se detenía y rezaba una oración.
Una
noche, en un incidente triste e inesperado, Don Paz fue atropellado por un
camión. Esa misma noche la cruz situada en Leandro Valle y Jiménez, desapareció
misteriosamente.
El
cuerpo de don Paz era velado en su casa. Alguien notó que las manos del muerto tenían
la cruz sobre el pecho. Intentaron arrancársela de las manos pero todos los
esfuerzos resultaron inútiles.
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EL
VELORIO
Carlos
Javier Aguirre Valderrama
Todo
sucedió tan rápido un fin de semana, que estando frente al féretro no daba
crédito que el muchacho que siempre parecía tan lleno de vida, fuera el que estaba dentro de la
caja, de color gris. La esposa se movía de un lado a otro y no dejaba de
llorar.
La
casa era muy chica, tenía piso de tierra. Acondicionaron el patio de la entrada
colocando una lona. Todo Crespo se dio cita en el lugar.
Me
senté junto a la madre del difunto Román.
—¿Qué
fue lo que le pasó, señora Teresa?
—Pus
verá su merced, mi hijo llegó hace dos día de su luna de miel, y el día de ayer
ya no podía levantarse. Entonces mi mamá me pidió que fuera con su comadre y le
mandara diez huevos. Cuando se los traje, en una tina rompió ocho, al muchacho desnudo lo sentó en la tina, y éste
rápidamente los absorbió. Por la tarde
mi hijo ya andaba caminando, pero en la madrugada su esposa empezó a
gritar. Román estaba encima de ella y la tenía bien pepenada. Ya estaba muerto.
Fui por el médico del rancho quien nos dijo que le dio un síncope.
Vea
a ese niño, es hermano del difunto. Sí que ha corrido con suerte. Cuando su
madre lo estaba amantando, un alicante era el que se tomaba la leche, y para
que no llorara el niño, el alicante le metía su cola en la boca, por eso el
niño creció flaquito y muy enfermó de sus pulmones, pero la abuela le dio el
remedio que encargó a unos vecinos.
—¿Qué
fue lo que le dio?
—El
hígado del zorrillo en un té y mírelo, ya está re bien el chamaco. El médico ya
lo revisó y no lo puede creer.
LA
NIÑA DEL PUJO
Carlos
Javier Aguirre Valderrama
Del
mercado Hidalgo se recuerda con agrado que en el año de 1965, era una plazoleta
donde la gente del campo iba a vender sus hortalizas.
Doña
Joaquina se sentaba a esperar a sus
marchantes, mientras su nieta, Cony, niña muy vivaracha, se la pasaba jugando
por toda la plazuela. Un día se encontró platicando a su abuela con un señor.
—¿Abuela,
quién era ese señor?
—Te
voy a confesar un secreto, pero me prometes que a nadie se lo vas a decir.
—Te
lo prometo.
—Bueno,
ese señor hace mucho tiempo fue mi
novio.
—Ay,
abuela, qué guardado te lo tenías.
A
los pocos días Cony empezó con fuertes dolores de barriga y retortijones. La
llevaron con doña Micaela para que la curara de empacho. Empezó jalando en el
pellejo de la cintura y dándole golpes en la barriga. La niña escupía, hacía
mil gestos y contorsiones.
—Ay,
abuela, dile que ya no me pellizque.
—Toma,
Joaquina, le das estas yerbitas para que se le salga el empacho de la tripa: la yerba del perro,
la uña del gato, la cola de caballo con el estafiate y la Santa María, todo
como agua de uso. Si no ves mejoría la llevas con un doctor.
Dos
días después, Cony fue llevada al Centro de Salud.
—¿A
ver, niña, qué es lo que tienes?
—Pos
las calenturas y no dejo de ir al baño
—Bueno,
ahorita la enfermera te va aponer en el brazo una manguerita para que entre el
medicamento y yo con esta jeringa te voy a inyectar.
—No,
no doctor, me va doler mucho, mejor le digo lo que me pasó.
—¿Que
te pasó?
—Me
comí un secreto.
*Textos publicados en El Sol del Bajío, Celaya, Gto.
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