LOS MONSTRUOS DE MARZO
-Narrativa de Max Sauza-
Maximiliano
Sauza Durán nos presenta su obra como quien conoce la experiencia “gourmet” de
introducirnos a degustar a un nuevo autor. Comienza con cuentos cortos, a
manera de entrada y después de abrirnos el apetito, ofrece a continuación
textos de introspección fantástica, como La biblioteca real de Alejandría. En su profesión de arqueólogo, es interesante
el hecho de que a pesar de no remitirnos a las historias que deben ser muy
abundantes en su área, sí utiliza sus conocimientos para construir textos como
en La mirada intrusa o Bashó y los Popolucas.
En el texto que da origen al título de su libro, Los monstruos de marzo,
el autor cuestiona la vida y la muerte como causa y efecto en uno y otro
sentido: “¿Uno viene a la tierra a procrear gente que también ha de morir? ¿Al
ser padre, uno se vuelve un verdugo?”
Pero es -tal vez- en el cuento
magistral, Los símbolos robados, donde el ladrón es capaz de sustraer la
representación, la esencia misma de las piezas de arte. El robo ES el arte. De
manera sarcástica nos cuenta la razón de haber escrito este texto, el último de
la recopilación y con esto, Max nos permite degustar un digestivo dulce y
cáustico para culminar la degustación de su obra.
Los monstruos de marzo es un libro
de sorpresas y sorprendente. Vale la pena leer el prólogo de su amigo Ybrahim
Galicia, quien señala acertadamente:
“Maximiliano Sauza desafía la
impronta extraviada de la escritura contemporánea, recupera sensibilidad,
frente al agobio neotécnico de los sentimientos...”
Vale.
Julio
Edgar Méndez
LA
BIBLIOTECA REAL DE ALEJANDRÍA
En
la Biblioteca Real de Alejandría hay en el tiempo un libro que dice que todo
acontecer, que todo suceso, que toda fecha y todo momento, está condicionado
por causas irrepetibles. No sólo el todo se interconecta con todas las partes
de ese todo, sino incluso con sus posibilidades y sus imposibilidades.
Bajo
este postulado, no hay, por ejemplo, dos cebras con las mismas rayas, dos abedules
con la cantidad exacta de hojas, ni dos guepardos con manchas repetidas. Y aunque
la relación que impide y a la vez posibilita dichas pigmentaciones en estos
animales, y la distribución de hojas en un tipo de árbol fuese igual a otra,
aun así no podrían repetirse las rayas ni las manchas ni la cantidad de hojas.
La irrepetibilidad de las cosas es prácticamente la condena perpetua que se somete
una cosa para presentarse en el mundo. El imposible eterno retorno del que en
otros tiempos nos alegarían los filósofos occidentales, el caos que, los
científicos de la modernidad, investigarían siglos después.
Saliendo
de la Real Biblioteca me paré en medio de una lluvia nocturna y presencié cómo
una gota de lluvia caía en el ojo de una aguja tirada en el suelo. Suponiendo
que el tratado que encontré en la biblioteca proclamase la verdad, y si
entonces pudiera repetirse ese momento: que me encontrara yo, saliendo de la
Biblioteca Real de Alejandría, me parase frente a la lluvia nocturna, ese mismo
día, a esa misma hora, después de haber existido exactamente todo lo que en la
vida ha ocurrido para que yo estuviera ahí de nuevo; si todo fuera reemplazado
por las mismas causas, incluyendo la misma aguja y la misma gota de lluvia, entonces
cabría la posibilidad de que algo cambiara. Incluso lo irrepetible podría nunca
o tal vez siempre repetirse.
CARTA
A LA MANO
Mi
mano me dejó esta noche. Se fue con otra persona; se fue para habitar otro brazo.
Estoy escribiendo, con mucha dificultad, con la mano que me queda, y estoy
seguro de que ésta también planea irse. Sé que ambas han conspirado
para
dejarme solo: sin más extensión de mi cuerpo que estas piernas flacas que
parecen fideos. No tengo la menor idea de dónde puede estar mi mano fugitiva. Bueno.
Me doy cuenta de que muy bien pude ser un excelente zurdo. Quizá por eso me
haya dejado la diestra. Quizás el hecho de extenderme cada mañana y alcanzar mis
gafas en el buró a mi derecha sea un hábito que le disgustase a la izquierda. O
tal vez la forma en que cojo el cigarro y lo llevo a mi boca, fuera algo que
odiara mi derecha. ¿Habrá sido la forma en que toco la guitarra; o acaso mis
malas costumbres de dibujar animalitos en las esquinas de los libros? ¿Será la
dependencia de mi mano la razón por la cual huyó? ¿Se habrá sentido explotada?
Extraño
mucho mi mano diestra. ¡Y justo hoy que tengo una cita con una preciosa chica
que conocí la semana pasada! ¿Qué le diré ahora?, si lo primero que me dijo al
presentarnos era que mis manos le parecían muy hermosas. Ahora tendré
que
andar buscando excusas del porqué estoy manco.
LOS
SÍMBOLOS ROBADOS
“El
arte permite brotar a la verdad.”
—
Martin Heidegger, Arte y Poesía
El 8
de agosto del 2019 se inauguró la esperada exposición “El Arte Mexicano:
Símbolos, Verdad y Tiempo”, patrocinada por el Gobierno Federal, en coalición con
los gobiernos estatales, las universidades públicas, y la Secretaría de
Cultura. En la exposición se habían recopilado grandes obras maestras del arte
mexicano, desde la época prehispánica hasta la posmodernidad. Textos de grandes
personalidades de la historia del arte, la antropología, la crítica, y la
literatura mexicana acompañaban las descripciones de dichas obras, y muchos grandes
artistas contemporáneos habían formulado hermosas reinterpretaciones de
distintas piezas: Serge Gruzinsky, por ejemplo, había escrito las cédulas sobre
las
pinturas mestizas de Ixmiquilpan, Acolman y la Casa del Deán; Enrique Florescano
organizó un extraordinario banquete donde se presentaba una publicación
honorífica de la exposición; en Bellas Artes, se presentaban las nuevas promesas
del arte plástico contemporáneo; los museos regionales inauguraban homenajes a
Juan O ‘Gorman, Diego Rivera, Remedios Varo, Manuel Álvarez, David Alfaro
Siqueiros, entre otros.
Algunas
tantas exposiciones cobraban el nombre de grandes personalidades de la historia
del arte: la exposición Martha Foncerrada de Molina era dedicada al arte
mesoamericano, que tuvo cede en el Museo Nacional de Antropología; o la Xavier
Moyssén, que recopilaba master pieces del periodo novohispano, en la Alhóndiga
de
Granaditas, en Guanajuato; otra gran exposición, por supuesto, fue la llamada
Justino Fernández, que tuvo lugar en el Museo Soumaya, y cuyo tema fue el arte
moderno. Muchos recordarán las emotivas palabras que Avelina Lésper les dio a
los jóvenes artistas que emprendían sus obras conceptuales en el prestigioso recinto.
Es curioso el caso que aquí les cuento, pues nadie contempló la posibilidad de
que los símbolos de las obras pudieran ser robados. No me refiero al robo de
las piezas de arte, me refiero al robo del contenido, del discurso, de la
representación.
Así
es, mientras las obras eran custodiadas por soldados federales y guardias contratados
por celosos posesionarios multimillonarios, alguien anónimo paseaba por las
salas y vestíbulos, silencioso como fantasma o como sombra, en algún momento
del día o de la noche, y arrancaba de todo óleo, de todo lienzo, de toda
escultura y de toda pieza de cerámica, la esencia misma con que la obra fue
creada.
Todo
comenzó el día de la inauguración, cuando el director del Instituto de Investigaciones
Estéticas de la UNAM recitó el discurso de apertura al evento académico. Ese
día, al develar una serie de cuadros de Pedro Friedeberg, las líneas paralelas
y las formas geométricas que obsesionan al pintor, desaparecieron. No había en
esos cuadros el menor rastro de una arista o ángulo obtuso. Carecían del azul
melancólico y del morado transversal que todos los amantes de la geometría
adoran en la obra del aclamado surrealista. Noticia nacional. Inmediatamente
todos los directivos de los museos y las exposiciones se alarmaron, y unieron fuerzas
para evitar que un desastre similar se repitiera.
No
tuvieron éxito. El siguiente atentado ocurrió en la noche del 11 de agosto,
tres días después de la inauguración del evento académico en la Máxima Casa de
Estudios del país. Sin embargo, esta vez “el atentado a la identidad” como lo
llamó
un
periodista veracruzano, tuvo lugar en el Museo Nacional de Antropología, donde
la Sala Azteca se vio privada de sus obras más significativas: Eduardo Matos
Moctezuma, arqueólogo prolífico y autor de una abundante bibliografía, fue
el primero en percatarse del asalto de imágenes en su Museo. Inicialmente, al hacer
una revisión nocturna por la sala en compañía de algunos curadores, se percató
de que La Piedra del Sol había sido privada del símbolo del movimiento: el
centro de la pieza no se apreciaba, el Quinto Sol de la mitología mesoamericana
dejó de existir. Así mismo, la Coatlicue carecía de su falda de serpientes, ¡a un
lobo emplumado le faltaban sus plumas!, y las piedras gladiatorias tenían personajes
sin nombres ni rostros ni armamentos. Alguien se había robado las identidades
de esa cultura mexica.
Del
chisme nació la noticia amarillista, de ésta el escándalo, y del escándalo la
paranoia. En todo el país sebuscaba al ladrón de identidades, criminal
excepcional que no podría ser otra persona más que un artista. Al menos a eso
concluyeron algunos especialistas, quienes, al ver el constante despojo de los
símbolos en las obras artísticas, decidieron dar fin a la exposición nacional. Fue
después del robo de los bigotes y la uniceja de Frida Kahlo en su Autorretrato con
collar de espinas y colibrí cuando comenzó la preocupación real por la captura
del ladrón. El cierre de la exposición suscitó no sólo el resguardo del enorme
corpus artístico mexicano, sino también la búsqueda, obtención de información,
y/o captura del
artista
culpable. (Recuerdo que incluso el gobierno federal ofrecía ciento cincuenta
millones de pesos por obtener información sobre el susodicho delincuente.) Pero,
para encontrar al ladrón que sólo robaba símbolos en el arte, los peritos tendrían
que empezar descartando posibilidades. En primera instancia, el culpable (o
serie
de
culpables), como ya dije, tendría que ser alguien que conocía la esencia del
arte y, por ende, podía robar lo mejor de él. En segunda, debía ser una persona
con la suficiente experiencia técnica como para desprender los símbolos sin
dañar
en lo más mínimo a la obra en sí: es decir, el ladrón tendría que ser no sólo
un artista sino, forzosamente, un gran artista. Alguien que pudiera modificar
una escultura en mármol sin que el cincel dejara huella, que pudiera detectar y
desprender el tiempo del óleo, el color del acrílico, la forma de la sibila, el
espumoso y fantasmagórico existir de la pieza de su concepción estética. Ese
ser intransigente debía ser el culpable. Mas todo intento de captura fue un
fracaso. Al llegar el mes octubre las obras de José Guadalupe Posada eran los
blancos que, los peritos pensaban, serían las piezas que primero se robaría el
criminal. No cabía la menor duda de ello.
Pero
mientras más se custodiaba una obra, más piezas eran desalojadas de su esencia.
La estrategia era simplemente perfecta. No cabía lugar para el error. Las
maniobras de robo y de escapismo eran singulares: nunca un ladrón de arte había
robado la obra sin necesidad de robar la pieza. Era magnífica la estrategia, el
engaño, la ejecución; el robo como tal era un arte…
Pronto
terminó el miedo colectivo y comenzó el alabo y la glorificación del criminal.
Recordemos que este atentado ocurrió, a fin de cuentas, en México.
A
mediados de noviembre, comenzaron a hacerse populares los artículos de revistas
electrónicas que aclamaban el robo de los símbolos en las piezas maestras. En
los blogs podían leerse encabezados como “Producir o despojar: hacia una nueva estética
mexicana”, “Ni aquí ni allá, los símbolos y la identidad”, o “¿Para qué crear
si se puede reciclar?”.
El
origen de dos bandos claramente distanciados se generó en esas fechas. Los unos
que repudiaban el sacrilegio artístico, y los otros, quienes lo admiraban. La
verdad
es que, fuera el bando que fuera, todos estaban a la expectativa de la
siguiente jugada del ladrón. A todos les competía saber cómo el ladrón jugaba
sus cartas, y cómo cada vez se volvía más selecto en los temas y motivos que
robaba.
[Aquí podemos hacer un paréntesis interesante, pues la venta de arte y la visita
a los museos se incrementó en relación proporcional (y casi exponencial) al del
robo de los símbolos. Me pregunto si el morbo por conocer las obras una vez que
éstas dejaron de ser lo que fueron provocó dicho aumento.] Según los expertos,
el ladrón actuó inicialmente en una especie de etapa experimental; en la cual
se llevaba consigo elementos varios de colecciones generales. Por ejemplo,
las
líneas paralelas de Friedeberg (su primer atentado), los personajes zoomorfos
de Carrington, o los colores tierra de Vicente Rojo.
Y
poco a poco la técnica del despojo, como lo llamaron en un programa de Once TV,
fue perfeccionándose. Llegó a ser tan minuciosa, tan sistemática, que sólo un
crítico especialista o un fanático obsesivo podrían distinguir los símbolos que
se desaparecían, o mejor dicho, se robaban, de las obras. Nadie sabía a dónde
iría a parar aquel fenómeno tan peculiar. Se había llegado al acuerdo de que el
actor criminal era una, y sólo una persona física, pues los asaltos no se
hacían simultáneos, sino consecutivos; y la técnica del despojo únicamente
podría ser ejecutada por un criminal cauteloso. El patrón en los asaltos era el
mismo siempre:
¡simplemente
no existía! No había huella del error ni evidencia de la entrada o salida en
los museos y galerías. Esto llevó a los especialistas a concluir que, de
existir un séquito de ladrones, alguno tendría que caer, pues mientras más
amplia era la muestra, mayor la probabilidad de dar con algún involucrado. Mas
no era así. Todo indicaba que el ladrón debía ser ni más ni menos que un solo
individuo dócil cómo un perro ovejero, silencioso como el aleteo de las
mariposas, rápido como la lengua de una rana, y sigiloso como el mirar de un
búho.
Debido
a la naturaleza de los asaltos, la incapacidad de las autoridades para dar con
el criminal, y la paulatina aceptación que los robos tenían en el groso
popular, el tema dejó de ser noticia nacional en la segunda quincena del mes de
enero. El tiempo entorpeció a los investigadores y aborreció el crimen de robar
símbolos.
La
gente acudía a las iglesias sin percatarse de que a éstas les faltaban los
signos de las órdenes religiosas que las caracterizaban. Las personas dejaron
de a ir a museos para ver las obras que se habían hecho famosas por carecer de
elementos que algunas vez les fueron únicos. Llegó un momento en el que la
noticia fue prácticamente nula. Para el mes de marzo nadie recordaba una
palabra del asunto. La gente dejó de ir a los museos completamente y los
estudiosos de arte ya no buscaban culpables. Incluso se conformaron con estudiar
las obras ya inconclusas. La indiferencia ante el asunto de los símbolos
robados llegó a tal punto que ni los historiadores del arte ni los artistas
mismos podían distinguir si los robos aún seguían practicándose. A los peritos
judiciales les fue y les vino el tema.
Escribí
esta nota en conmemoración del primer aniversario luctuoso de aquel ataque a
los símbolos robados, allá en una tal exposición inaugural, un supuesto 8 de
agosto del 2019.
Max Sauza Durán.
*Textos publicados en El Sol del Bajío, Celaya, Gto. Con permiso del autor.
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