LOS PROVEEDORES
-Una historia de amor y respeto-
“Así pasa cuando sucede”
El filósofo de Güémez
Felipe
De la Torre
Leonardo
llegó a su casa, bajó del auto y lentamente introdujo la llave en la cerradura
de la puerta. Al escuchar el ruido, Rosa Isela, su mujer, se levantó del
asiento, se acomodó el pelo y se limpió el sudor. Su compadre, Aldo, agarró su
playera y con el torso desnudo corrió a la cocina, se hincó debajo del
fregadero y empezó a aflojar una llave de paso.
—Se me olvidó mi laptop y allí tengo
los exámenes de mis alumnos. ¿Qué tienes? ¿Por qué estas sudando y tan agitada?
¿Estás enferma? -preguntó Leonardo.
—No, mi amor, estaba…
—¿Qué es ese ruido que se oye en la
cocina?
—Es el compadre, Aldo -respiró
fuerte y se acomodó la falda- ¿no te acuerdas que iba a venir a arreglar el
fregadero?
—Pero, ¿qué no lo había arreglado la
semana pasada?
—No, ése fue el lavabo del baño.
—Bueno, ha de ser eso, ya me voy, ya
se me hizo tardísimo.
—¿No quieres un juguito?
—No ya me voy, salúdame a mi
compadre.
—Yo te lo saludo –dijo, limpiándose
el sudor y haciéndose una cola de caballo en el pelo- ¿no me das un besito?
Leonardo se acercó a su mujer, le dio
el beso y salió corriendo. Al subir a su auto se sintió incomodo por las
miradas retadoras de las vecinas, quienes como moscas se juntaban frente a su
casa. Cuando pasó frente de ellas, alcanzó a escuchar el murmullo “está re
guey, yo pensé que los iba a matar, ¿hasta cuando se dará cuenta?, ha de ser
joto”.
Pasaron unos días y Leonardo regresaba
a su casa más temprano. Las clases se suspendieron a consecuencia de una junta
sindical. Leonardo era un catedrático ejemplar y estaba acostumbrado a cumplir
sus horarios de siete de la mañana a cuatro de la tarde. Ahora con estos cortes
de clases le atrasaban sus proyectos. Avanzaba
manejando su carro por la avenida México-Japón, quiso detenerse en un
supermercado para hacer unas compras aprovechando el tiempo que le sobraba,
pero decidió mejor llegar a su casa. Se adentró en la colonia Los Naranjos
hasta llegar a su domicilio. Todavía no apagaba el motor, cuando doña Pánfila
salió de su tienda y varias vecinas se acercaron con una mirada fría y enojada.
Leonardo introdujo la llave en la cerradura y al entrar, encontró a Rosa Isela
recargada en el loveseat limpiándose el sudor y con una bata sobrepuesta, por
la sorpresa no se dio cuenta de que no se alcanzó a tapar uno de los senos rositas
y con el pezón hinchado.
—Tápate -le dijo su esposo, mientras
guardaba su portafolios y, con la mirada furiosa, retaba al apuesto joven que
se encontraba sentado frente a su cónyuge. Rosa Isela se ajustó la bata y
siguió a su marido.
—¿Sí te acuerdas que nos iban a leer
la biblia?
—No lo recuerdo.
—Mira, ven -cariñosamente lo tomó de
la mano y se sentaron frente al joven. Rosa Isela le hacía gestos y la mirada
la clavaba en el cierre del pantalón; el joven disimuladamente se lo subió y
retomó la biblia.
—Dad de beber al sediento, dad de
comer al hambriento y amor a la prójima, dice la palabra de Dios.
Leonardo no le ponía atención a las
palabras del Aleluyo, él estaba pensando en el proyecto de sus alumnos y un
poco le taladraban los rumores de las vecinas, que aseguraban que su mujer lo
engañaba.
El Aleluyo cerró su biblia y se
ajustó el cinturón, se relamió el pelo y salió de la casa.
Rosa Isela subía las escaleras cuando
oyó el grito de su marido.
—¿¡A dónde vas!?
—Voy bañarme.
—Ahorita no es hora de bañarse,
quiero hablar contigo.
—Ya voy -bajó las escaleras
contoneándose como una gata ronroneando y tímidamente se metió entre los brazos
de su marido, quien la esperaba sentado.
—¿Por qué siempre te encuentro con
hombres en la casa? ¿Qué acaso me engañas?
—Son proveedores que vienen a hacer
arreglos a la casa, como mi compadre Aldo. Son diferentes hombres, si tuviera un
amante sería un solo hombre. Además, a mí no me gusta salir de la casa por las
viejas chismosas que tenemos por vecinas. Pero si me tienes desconfianza -llorando
prosiguió- instala cámaras.
—No es necesario, mi amor, yo confío
en ti.
—¿No te quieres bañar conmigo?
—Ahorita no, mejor después. Si
quieres, tú báñate, estoy haciendo el proyecto de los jóvenes que van a concursar
en Japón.
Leonardo presentía que su mujer lo
engañaba, pero no lo podía creer, porque ella era una dama que siempre lo
quiso. Un día, en la escuela, le contó las cosas a su amigo Carlos, un
compañero docente quien ya llevaba tres divorcios.
—Yo siento que tu mujer te engaña -le
dijo el ingeniero Carlos- así me pasó a mí. Yo me las madreaba y hasta les
quise poner un cinturón de castidad, pero todas me mandaron a la chingada.
Leonardo era un profesor emérito por
su talento en Mecatrónica y Robótica. Estuvo pensando todo el día en el
cinturón de castidad.
Al llegar a su casa iba ensimismado
en sus pensamientos, entró en la tienda de doña Pánfila y se tomó un refresco.
—Usted es un hombre muy bueno y no
se merece lo que le hace su esposa.
—¿Qué hace? -contestó al momento en
que ya había diez vecinas rodeándolo.
—Aunque me deje de hablar toda la
vida, yo le digo que su esposa lo engaña, y no con uno sino con muchos hombres.
—Sí, es cierto -en coro contestaron
las otras vecinas.
—Pero ¿ustedes la han visto? -replicó
Leonardo.
—Eso es lo que nos da más coraje,
que mete a los hombres, pone música bien cachonda y ella les baila –dijo doña
Pánfila, quien levantándose sus enaguas y su mandil, entrelazó sus piernas en
el palo de la escoba que traía para enseñarle como se movía en el tubo- y
cuando se empiezan a besar, cierra las cortinas y ya no vemos nada. Sólo se
oyen gritos y pujidos ¿verdad, muchachas?
—Eso es lo que más coraje nos da,
que ya no nos deja ver -gritó una vecina embarazada, que cargaba un niño y
traía dos en la otra mano sujetados como trenecitos.
Leonardo pagó el refresco y de lejos
vio al tortillero, quien salía de su hogar y al intentar prender la moto se le
atoraron los calzones en el arranque, porque con las carreras se los puso en
una sola pierna. Leonardo entró a su casa, le dio un beso a su mujer, se fue a
la parte de atrás y se metió en su taller particular. Allí se encerró toda la
tarde y parte de la noche. Pasaron semanas, emulando a José Arcadio Buendía,
quien no salió del cuarto hasta que descubrió que la tierra era redonda y que
Macondo no estaba en la orilla del mundo. Cuando terminó el experimento,
Leonardo, sentado en el asiento de la sala, le dijo a su esposa:
—Quiero hablar muy seriamente
contigo.
—Lo que tú digas, mi amor –dijo,
subiéndose arriba de él con las piernas abiertas- ¿para qué soy buena?
—Siéntate a mi lado.
—Está bien, mi amor -acomodándose el
pelo negro y con rayitos morados y mirándolo fijamente con sus ojos color
violeta- ¿de qué se trata?
—No sé cómo decirlo… lo que dice la
gente que aquí entran muchos hombres cuando no estoy.
—Ya lo discutimos mi amor, aquí sólo
entran proveedores, aquí no entra gente extraña.
—Pero la gente ha dicho que se oyen
gritos y pujidos y que cierras las cortinas.
—Ay, mi amor, ¿le vas a hacer caso a
la gente?
—No, yo creo en ti, pero ya me
metieron la duda, por eso he pensado en colocarte un cinturón de castidad.
—No chingues, mejor vamos a
separarnos.
—Pero no es un cinturón como los que
usaban en el renacimiento, éste es muy moderno. Es más chiquito que un dispositivo
anticonceptivo. Mira, ven, vamos al taller para que lo veas.
—Nada más porque te amo y para
taparle la boca a la gente, ¿cómo funciona?
— Es sencillo. Este pequeño microchip te lo voy a
implantar junto a la T de cobre que tienes, va a ser como una máquina
registradora. Va a contar las veces que te penetro. Cuando acabemos de hacer el amor, yo, con mi
celular, voy a capturar el número de metidas y cuando regrese de trabajar te
checo con mi cel que tiene un lector láser, como el de los ultrasonidos.
—Esto es humillante, pero por todo
el amor que te tengo y para callarle la boca a esa gente chismosa, acepto.
Rosa Isela se acostó en el sofá,
puso una pierna brincando el respaldo y la otra le llegaba al piso. Con los
dedos de las manos se hizo a un lado el vello púbico y abrió sus labios
inferiores. Leonardo empezó a acariciarlos con su dedo grande para que se dilataran.
Rosa Isela cerraba los ojos y se mojaba los labios con la lengua, en tanto
Leonardo le metía el microchip y se lo colocaba con un micro ganchito en la T
de cobre. Cuando sacó el dedo se desabrocho el pantalón. Rosa Isela sintió la
penetración. Al estar a punto de llegar al orgasmo Leonardo se paró
rápidamente, tomó su celular y lo pasó sobre su piel a la altura del microchip.
El aparato tomó la lectura como las cajeras de un centro comercial. Para la
alegría de Leonardo en la pantalla apareció el número 22. Después le indico que
se pusiera de chivito en precipicio. Se subió otra vez y estuvo menos tiempo y
se salió, con el fastidio de su mujer. El celular marcó 32, lo metió otra vez y
marcó 37.
—Sí funciona, mi amor -le dio un
beso en la mejilla, agarró su celular y se fue a dormir, sin escuchar el
rompedero de platos que hizo su mujer, insatisfecha y enfurecida.
A la mañana siguiente Leonardo llegó
muy feliz su trabajo, platicaba con su amigo Juan Carlos de su invento
formidable:
—Ya estoy tranquilo porque aquí
traigo la cuenta de lo que hace mi mujer.
Leonardo estaba dando su última
clase del día. Mientras sus alumnos copiaban
su tarea, él revisaba su celular y pensaba en su esposa. Mientras tanto, en su
casa, Rosa Isela también se apuraba. Desnuda y como vocalista de mariachi,
cantaba:
— Me encanta masturbar adolescentes, que me la metan por
atrás, por la boca, por las orejas, entre los senos, por los hoyitos de la
nariz, por las comisuras de mis codos y rodillas; menos por la vagina, porque
respeto a mi esposo.
Terminó de atenderlos y Rosa Isela se
quedó dormida sobre el sofá. Cuando llegó Leonardo iba saliendo el Aleluyo, el
tortillero y el de la basura; el que vende tamales, el taxista, Lucy la
lesbiana, dos estudiantes de secundaria, un vieneviene, un Síndico del
Ayuntamiento, un alumno del Conservatorio de música y el Párroco de la Iglesia
de colonia.
Leonardo les dijo adiós a los
proveedores. Al entrar, aprovechando la desnudez de su mujer y lo
cansada que estaba, la volteó boca arriba, le limpió su piel batida y
pegostiosa. Intrigado y nervioso, le pasó el celular sobre su piel, donde
felizmente aparecieron las 37 metidas.
—Mi gran amor está bien cansada del
trabajo de la casa, pinche gente chismosa.
Le dio un beso en la frente y la
dejó dormir.
*Texto publicado en El Sol del Bajío, Celaya, Gto.
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