domingo, 25 de octubre de 2015

HABÍA UNA VEZ...


HABÍA UNA VEZ...
A todos nos gustan las historias fantásticas, son parte de nuestro desarrollo como seres pensantes. Queremos participar del suspenso, del terror, y disfrutar la adrenalina que nos recorre el cuerpo para sentirnos más vivos -paradójicamente, escuchando historias de muertos- siempre y cuando sea en la comodidad de nuestro cuarto y contenido dentro de una pantalla o en las letras de algún libro. Los compañeros del Diezmo de Palabras nos ofrecen estas historias para gozarlas o sufrirlas. Vale.
Julio Edgar Méndez


EL CARTÉL
Laura Margarita Medina

Salvador y Ernesto, dos grandes amigos y compañeros de estudios, paseaban por los pasillos de la facultad entretenidos en sus juveniles anécdotas. Al pasar por uno de los pizarrones del corredor de la entrada, se detuvieron ante un anuncio que les llamó la atención: “ESTÁS INVITADO A NUESTRA REUNIÓN JUVENIL ANUAL DE NOCHE DE BRUJAS. Habrá sexy sorpresas”.  Al final de la hoja se encontraba con letras pequeñas un número de teléfono para una mayor información.  Los chicos, que acostumbraban buscar nuevas aventuras, quedaron de acuerdo en llamar y asistir al evento. Era la noche de un viernes de octubre, el cual coincidía con la fecha del festejo más llamativo para los norteamericanos, el llamado “halloween”.  Los jóvenes usaban un disfraz muy llamativo y terrorífico para la fiesta. Pidieron  un taxi, el cual los llevó a las afueras de la ciudad y se detuvo en una vieja finca que tenía un portón de madera. Salvador, emocionado, tocó el timbre. Apareció de pronto un joven con una capucha que le cubría el rostro y un manto que le envolvía todo el cuerpo.
—Pasen –dijo, seriamente.
—Ja, ja, ja   -rió Ernesto con sarcasmo. ¡Qué original tu vestuario!
Caminaron por un largo pasillo hasta llegar a un extenso jardín, que poco a poco se abría ante sus ojos, y hasta el fondo de la finca se encontraba aquel salón.
—Es aquí  –dijo el hombre desconocido.
El espectáculo era maravilloso. Un grupo de personas estaban reunidas. Todas  vestidas de igual manera: tapadas por una manta y con capuchas de color oscuro. La música sonaba con mucho ambiente. Las bebidas circulaban por doquier sin restricción. Los jóvenes se sintieron contentos de estar en aquel sitio que les prometía una noche de emociones excitantes bajo aquellas tenues luces. Se pararon en el centro de la pista y la música se detuvo. Un hombre con voz recia dijo por el altavoz. “Los que falten, favor de desvestirse, deben quedar totalmente desnudos”.  Ernesto, sin pensarlo, se apresuró a despojarse de todo lo que traía puesto, incluyendo zapatos y calcetines.
—Esto se va a poner bueno  –le dijo con picardía a Salvador.
Una bella mujer les acercó una túnica y una capucha para que la usaran. Ernesto le pregunto: —¿También estás encuerada?
—¡Cállate, no seas grosero. Y… yo no pienso quitarme todo. -dijo Salvador.
El tiempo transcurría entre alcohol y algunas drogas. Todo empezaba a dar la impresión de que terminaría en una orgía. Uno de los invitados  llevaba en la mano una jarra y pasaba con cada uno de los presentes para servirles la bebida especial de la casa. Los jóvenes universitarios estaban preparados para brindar con ella, pero al final Salvador se negó a beberla arrojándola con discreción al piso. Ernesto se la bebió de un sorbo y en unos segundos se empezó a sentir mal. Todo a su alrededor daba vueltas y  vueltas. La gente se arremolinaba haciendo un círculo y entonando cantos de difícil interpretación. Una estrella de cinco picos se alumbró de pronto por unas antorchas de fuego que fueron encendidas al ser recorrida una cortina, al parecer de terciopelo. El momento había llegado. Y el llanto de un bebé se escuchó de entre la multitud.
—¡Sacrifíquenlo!  -el líder gritó, mientras miraba como colocaban a la criatura sobre una mesa.
 Cuando iba a concluir la ejecución, una expresión de sorpresa, acompañada de un “¡nooo!”,  salió de la boca de Ernesto y detuvo el acto.
—Tú  -dijo el macabro personaje-, tendrás ahora que matarlo. Ven aquí.
—¡Corre! -Gritó Salvador.
Al verlos dispuestos a huir, el que encabezaba el rito sacó una daga.
—¡Atrápenlos y mátenlos¡ ¡Saquen a los perros!
Los desesperados amigos corrieron empujando a todos a su paso. Para Salvador no fue tan difícil, pero Ernesto, que no traía zapatos, tenía deshechos los pies por tropezar en su huida. El portón estaba cerrado con llave y al ver acercarse a dos enormes perros negros, los muchachos no supieron cómo se treparon a un árbol y saltaron la barda para escapar.  El resto de la noche los acompañó el silencio después de un pacto de olvidarlo todo, sin imaginar que días después una noticia de nota roja les marcaria para siempre: “Descubre la policía fosa clandestina con veinte cuerpos, incluyendo el de un bebé recién nacido”.


DOÑA BELLA
(Si alguna vez te encuentras con ella, corre).
Javier Mendoza

Cuenta una antigua historia que Marina era una mujer hermosa, a tal grado que,  con acierto, la gente la llamó Doña Bella.  Su talle era perfecto. Su porte, el de una reina a quien no la merecía el suelo que la sostenía. Tanta gracia la convirtió en una escultura vanidosa, soberbia y altanera; fuera del alcance de los simples mortales.  De día o de noche, desde el ventanal que había en su casona sonreía con una maligna coquetería, para que ante ella se rindieran títulos y reinos.  Miles de pretendientes morían por sus encantos, mas para ella ninguno fue digno de ser correspondido.  Para la hermosa dama, los hombres sólo eran el medio para incrementar su egolatría, sin importar que éstos le ofrecieran regalos, piropos o el corazón. Cierta tarde, mientras Marina leía indiferente tras las rejas de la ventana, un jorobado de mal aspecto se acercó con mansedumbre.  Con timidez y respeto ofreció una exquisita rosa,  junto a todos sus sentimientos, que contrastando con su deforme aspecto parecían buenos y limpios, como la misma flor.  Ante tal atrevimiento, Doña Bella cerró con  brusquedad su libro y luego de recorrer con una mirada de repulsión al iluso que estaba ante ella, rió a carcajadas.  Al recuperar la postura, la altiva señorita aclaró: “Ni ricos, ni hacendados, ni jóvenes, ni fuertes han logrado mis favores, mucho menos un despojo feo y chueco como tú.  ¡Óyelo bien!  Ningún hombre de este mundo me merece”.  Decepcionado de ver que lo único bello de Marina estaba en su exterior el jorobado se alejó, pero antes de ir muy lejos, señalando con el dedo extendido, sentenció: “Tu boca lo ha dicho y por ella llegará tu desgracia”.

Días después, como de costumbre, Doña Bella reinaba desde lo alto del balcón, cuando pasó ante ella un caballero fino, elegante y atractivo, quien sin detenerse inclinó el sombrero y con respeto sonrió.  Al ver que el desconocido no se puso a sus pies como todos los demás, Marina sintió el impulso de seguirlo.  Un par de cuadras más adelante el joven se adentró en un callejón oscuro y solitario.  Sin ningún tipo de consideración la dama lo alcanzó.  Repentinamente, el subyugante don Juan emergió de las sombras para tomar a la beldad entre sus brazos y llenarla de besos en las manos, el cuello, la cara.  La mujer estaba tan extasiada que cerró los ojos para gozar con plenitud el apasionante encuentro; fugaz instante que terminó cuando se percató de un fuerte olor a azufre.  Al separar los parpados quedó temblando de miedo, pues el rostro de su amante ya era el del mismísimo demonio, uno cruel y desfigurado, que con malicia le recordó: “Dijiste que ningún hombre de este mundo te merecía, pues bien, yo soy del más allá”.  Luego, la oscura figura se marchó, burlándose con sonoras carcajadas, para que en su andar tomara la forma del jorobado. Marina gritó de terror y dolor, pues al instante la saliva que la había bañado se convirtió en un ácido ardiente que le quemó la piel.  Avergonzada de su nueva apariencia, a toda prisa corrió a casa.  Llena de rencor juró venganza y, atando una soga del balcón a su cuello, se arrojó de él para quitarse la vida, pues sin su lindo rostro ya no deseaba vivir.

Desde entonces se cuenta que algunas noche desoladas, entre el silencio, se escucha el lento andar de unos zapatos de tacón, porque tras de aquel ventanal o en los callejones aledaños aparece una hermosa dama que porta un vestido largo y elegante, con el que seduce a los hombres lujuriosos, quienes en busca de placer se rinden ante ella.  Luego de conducirlos con coquetería a lugares apartados, con un alarido les muestra su verdadero y horroroso semblante, el de una calavera con rastros de carne fruncida y colorada. Aquellos que han sobrevivido a su encuentro dicen que su saliva es venenosa y corrosiva.  Dicen que es el alma en pena de Doña Bella, mejor conocida como “La Quemada”.


LÁGRIMAS DE LLUVIA
Arturo Grimaldo

A sus escasos nueve años de edad, Anselmo Tavares era el más preocupado de aquella pequeña y pobre familia y más cuando se avecinaba una tormenta; cuando el cielo se encapotaba y de las oscuras nubes brotaban  amenazadores  destellos y rayos  que iluminaban la densa noche. Tal vez, el temor del  niño era por su corta incapacidad para comprender la situación familiar tan precaria en la que vivían, o porque con seguridad, el pequeño cuarto donde dormía se inundaría de nuevo.  O mejor aún,  porque no le alcanzaría el tiempo para dialogar con su “amigo secreto”, como él mismo le llamaba al Creador y Responsable de aquel espectáculo que vivía junto a su familia.
Don Luis Tavares y doña Trinidad Rendón, sus padres, más acostumbrados a situaciones parecidas, tomaban con más calma las cosas, pues su resignación era más firme ante lo imprevisible. También sabían que en ésta, como en otras ocasiones, aquella noche sería una vigilia más, por las condiciones tan humildes en las que vivían en aquella casita hecha de adobe,  techos de ramas y pencas de maguey, que con sus propias manos habían construido.
—Papá,  ¿te ayudo a meter la leña al jacal antes que llegue la lluvia? -preguntó el pequeño.
—Sí, m’hijo, hay que darnos prisa antes de que comience a llover, -le respondió don Luis.
Una vez terminada la faena, los tres se sentaron a la humilde mesa para cenar, no sin antes hacer una oración de agradecimiento y bendición por parte del jefe de la casa.
—Gracias, Señor, por  tu generosidad. Por darnos el pan para comer y esta lluvia que es una muestra  de tu cercanía hacia nosotros. Gracias porque al empapar la tierra, haces que broten los frutos del campo para alimentar  a los que de él vivimos. Tú eres Tres; nosotros tres te bendecimos. AMÉN.
Por unos instantes, en silencio, cada uno terminó de orar en su interior y luego, se dispusieron a comer lo que había servido doña “Trini” en  aquellas rústicas  jícaras de madera. Sin perder en ningún momento la paz, el ruido ensordecedor de la lluvia irrumpió la quietud de la noche, y con ello, también llegó el desasosiego, por saber si de nuevo soportarían las inclemencias del tiempo. Por aquél rumbo era muy habitual que cayeran esas tormentas. Por eso, el pequeño Anselmo tenía por costumbre irse a dormir en cuanto comenzaba el espectáculo de ver iluminado el cielo por los rayos, los truenos y el aullido del viento, pues en medio de su inocencia, pensaba que era el mismo Dios quien les  visitaba en aquellas Teofanías. Para él era muy importante  aprovechar ese momento  en el que podía dialogar con tan distinguido visitante y salir de sus tiernas dudas…
—Pero Señor, la vez anterior no me respondiste si el trueno es señal de que estás enojado, -dijo el niño.
—Anselmo, Anselmo, ya te había dicho que es sólo un signo de poder y no  un grito, -respondió una voz potente y misteriosa.
—Entonces,  dime, ¿por qué tanta oscuridad en medio de la tormenta?
—Porque  así brilla aún más mi amor por ti.
—Está bien, -dijo Anselmo-,  ¿Y tanta lluvia, era necesaria?
—Claro, pequeño. Eso también es signo de mi abundancia. Has de saber que yo doy sin reserva ni medida. Porque así de vasto es mi amor por ti y por todos los pobres.
Luego, un silencio… afuera, los estanques vacíos se habían llenado y el canto de millares de ranas alegraba casi el final de la noche. Saltaban una y otra vez al agua, en señal de agradecimiento con su Creador. El tiempo seguía avanzando y era el único testigo del diálogo profundo entre Anselmo y el Dios de todas sus creencias.  Y justo cuando unas lágrimas escurrían de sus ojos, se confundieron con las gotas de lluvia que habían empezado a caer del techo. Luego, se dispuso a formular la última pregunta de la noche.
—Señor,  y nosotros, ¿toda la vida seremos así de….pobres?
—No siempre; pero recuerda una cosa importante: De los pobres es el Reino de  los cielos.
El niño movió afirmativamente su cabeza y dijo:
—Gracias otra vez por estar conmigo y espantarme el miedo. Ahora, si me lo permites, intentaré dormir un  poco.
El cuarto se iluminó intensamente y  cesaron la lluvia y las goteras. Al día siguiente, muy de mañana, el pequeño Anselmo se levantó con un rostro radiante y fue corriendo a contarles  a sus papás lo que había platicado con su Amigo.

—Y además, papás, ya comprendí qué son los sueños húmedos, -al tiempo que se fundían los tres en un abrazo.


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