domingo, 11 de octubre de 2015

DESCONTENTO


DESCONTENTO
-Una historia sin fin-

“Todos los Estados bien gobernados y todos los príncipes inteligentes han tenido cuidado de no reducir a la nobleza a la desesperación, ni al pueblo al descontento.”
Nicolás Maquiavelo, El Príncipe.

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UNA COMIDA GOURMET
Felipe De la Torre

José Juan llego a su domicilio. Felizmente entró al cuarto de la casa de sus padres, donde vivía con su mujer y sus tres hijos.
—Mira, vieja, me gané ciento cincuenta pesos de un jale que hice. Ten cien y lánzate al centro. Compra unas costillitas, un choricito, unas cebollitas, unos chiles güeros, unos limones  y unos aguacates para hacer una carne asada con su guacamole; como se ve en la tele. A mí, con estos cincuenta pesos, me alcanza para dos caguamas.
—Mejor le compramos el uniforme al niño, para que lo dejen entrar al kínder. Ya empezó septiembre y no lo he podido llevar. Ándale  y te hago una sopita para comer.
—No, eso después.
—O el inhalador  de la niña.
—Si se pone mala la internas  en el seguro popular.
—Bueno. ¿Le dejo los niños a tu mamá?
—¡Cómo crees!, ella está enferma, no puede cuidar niños.
—Acompáñame tú, sirve que nos paseamos como cuando éramos novios.       
—No seas huevona, yo me levanté temprano a robar maíz del tren, ya trabajé, ahora te toca a ti. Yo me voy con mis cuates.
—¿No te dieron  más dinero? Dice Juana que a su marido le dan quinientos o hasta ochocientos pesos.
—¡No es cierto!, eso te lo dice para echarnos a pelear, nos dan ciento cincuenta o doscientos.
Lupita se puso una blusa verde, la cual ya le quedaba apretada por su embarazo de seis meses. No le gustó y se la quitó. Metió la mano dentro de un  amontonadero de ropa que tenía en el ropero y sacó una playera de futbol. La sacudió y se veía en los dorsales el número 7 y el nombre del jugador que apenas se distinguía: “Butragueño”. La playera ya estaba desgastada por los muchos dueños que pasaron  antes de que llegara a manos de su esposo, cuando la compró en la ropa usada del tianguis que se pone en la colonia.
Lupita se la puso y la modeló en el espejo de la puerta del ropero, observando que le tapaba la panza. Se quitó las  mayas que traía puestas y sacó un pantalón de mezclilla  y se lo ajustó. Tiró las chanclas y se calzó unos huaraches, se pintó los labios rojos  y se peinó el pelo negro, que le llegaba hasta la cintura. Agarró a  Gilberto, de cinco años, le acomodó  el pelo y le amarró los zapatos. Persiguió a Jessica Berenice, de tres años, hasta atraparla.  Matías acababa de cumplir un año,  dormía sobre la cama.  Le revisó el pañal y vio que estaba seco. Preparó dos biberones de agua con azúcar y llenó una botella con agua. Cargó a Matías, se acomodó la pañalera,  agarró de la mano a Jessica y empujó al pasillo a Gilberto.
Su habitación  era la última de ocho cuarto divididos por un pasillo. Frente al de ella vivía su cuñada, la mayor. Al echarle llave a la cerradura de su puerta, volteó y la vio a través de una cortina transparente,  haciendo el amor con su nuevo marido. Avanzó con la cara agachada y se encontró a su cuñada, la menor, quien venía besándose con su novia.
—¿Ya te vas, pendeja? -Le dijeron y se encerraron en su cuarto-.
Pasó por la habitación de sus suegros.  Vio a su suegra, de 150 kilos, sentada y comiéndose una mega torta, con una coca cola de tres litros y viendo las  tres televisiones que le regalaron sus hijos, porque le daba flojera cambiarle de canal con el control remoto.  Dos televisiones eran para no perderse todas las telenovelas, los top shows,  los programas de  entretenimiento y de chismes  del canal de las estrellas y de la televisora del Ajusco. Y la tercera para ver las noticias.  Cerró la puerta y caminó  sorteando los charcos de la calle de tierra. Avanzó una cuadra y vio sentado a su esposo, afuera de la tienda de la esquina, tomando cerveza caguama  y fumando cristal en compañía de sus amigos. Caminó otras dos cuadras hasta que llegó a una calle más ancha, por donde pasaban los microbuses.  Cambiándose de brazo a Matías, le hizo la parada al microbús que se veía a la lejanía. Un tremendo ruido de los frenos desgastados se escuchó al detener  las enormes ruedas. La media salpicadera que le quedaba al camión rebotaba en la llanta. Una punta pasó rozando por el cachete de Jessica, casi cercenándole la mejilla. El microbús paró frente a  Gilberto y dos adolescentes que iban a la secundaria.
—Son ocho pesos cada uno, si no traen tarjeta…  ¡Tengan sus mugrosos tres pesos de estudiante!,  son órdenes de los jefes -gritó el conductor a los estudiantes, burlándose-.
Al ver a los jóvenes de la secundaria bajarse despavoridos, los ojos tapatíos de Lupita se le hicieron más grandes y negros. Temerosa, vio a Gilberto a subir al enorme camión. Ayudando con una mano a Jessica la empujó al primer escalón para enseguida agarrarse del tubo y se impulsó hacia arriba. Al estar frente al chofer, intentaba sacar una moneda para pagar su pasaje, pero el grito intimidatorio del chofer la hizo retractarse.
—¿Traes tu tarjeta y las de tus hijos o te cobro en efectivo?- le preguntó el chofer.
—¿Qué tarjeta? -tímidamente y con palabras temblorosas, que salieron rozando sus labios grandes y carnosos, preguntó-.
—¡Las tarjetas de todos! -Con voz intimidante le contestó el chofer y, metiendo la primera velocidad,  arrancó el camión.
—No tenemos.
Metiendo segunda velocidad la miró a través de sus lentes oscuros, que le cubrían los ojos de sapo y nada más sobresalían aquellos cachetes cafés, con manchas negras provocadas por el sol.
—Entonces pagas con efectivo -contando con sus dedos gordos y mentalmente: “8 de la señora, 8 del niño mayor, 8 de la niña, 8 del niño de brazos y 8 del niño que trae en la panza”, dijo-: ¿Cuánto es de cinco?
—Ocho por cinco, cuarenta -le contestó Elizabeth, quien era su amante y la traía sentada en el asiento justo detrás del suyo-.
—Son cuarenta pesos. -Le gritó a Lupita mientras detenía el camión frente a un semáforo-.
Temblando, Lupita sacó un billete de cincuenta pesos. El chofer le iba a regresar los diez pesos de cambio, pero con una duda lo evitó y guardó la moneda.
—Chécale la panza, qué tal si trae gemelos, o 4 o 7, ya ves que aquí nacen de a montón.
Elizabeth, la amante,  se paró y detuvo a Lupita.
—A ver, calenturienta, levántate la playera.
Con miedo, pena  y viendo los pucheros de sus hijos, Lupita se levantó la playera.  Elizabeth agarró un aparato de ultrasonido portátil y empezó a escanear  toda la panza, le fue recorriendo el vientre, lo detuvo donde se encontraba  la cabeza del feto, le agarró la cabecita y luego lo pasó entre las piernitas, siguió con su exploración para después bajarle la playera.
—Es uno y va a ser hombre.
Al escuchar el diagnóstico de la “experta”, el chofer, a quien apodaban el Zas-zas, le regresó la moneda de diez pesos.
—¿Qué pensaban, que la modernización  iba a ser el metro, o trolebuses, o el tren ligero o ya de perdis las orugas de León, Guanajuato, donde la vida no vale nada? ¡Pendejos!, lo único moderno es la maquinita de las tarjetas, el ultrasonido para detectar las embarazadas y el aumento del precio.
—¡No manches la luna!  Lo único  que pusieron tus patrones fue el letrero: ¨Por ti Cambiamos¨ -contesto Elizabeth-.
—Pero no es mi bronca, yo cumplo con los patrones y el H. Ayuntamiento del Moche.
Cerró la puerta, aceleró y le subió el volumen al radio. En la parada del Tecnológico de Celaya una estudiante pasó su tarjeta.
—Me cobró dos pasajes, señor, ¿qué hago?
—Vaya a reclamar a la presidencia.
Siguió su loca carrera frente al estadio de futbol, viendo los anuncios del presidente municipal, quien el día anterior había dado su tercer informe de gobierno, ensalzando la modernización del transporte.  El  locutor de radio, a quien apodaban el Venusiano, lo sacó de sus cavilaciones al escuchar: ¨Le mandamos un caguamón y un choferazo para el Zas-zas, que va en su microbús, de parte de su novia Liz”. Una grabación con una voz femenina y sensual decía: “Este caguamón es para ti” y se escuchaba el ruido que hace  una cerveza cuando la vacían en un vaso y, enseguida,  “¡Ay, choferazo!”.
—¿Me dedicaste un caguamón? -felizmente le preguntó a su novia, viéndola por el espejo retrovisor-.
—Sí, mi amor.
—Pues sácala de una vez y ponte en posición cachonda...
Su novia sacó una caguama que traía en una hielera abajo del asiento. La destapó con los dientes y se la dio al  Zas-zas. Éste le dio un tremendo trago que la vació a la mitad, se desabrochó la camisa, dejando caer la panza (que llegó casi hasta el pedal del freno), refrescándose del calor de la tarde y se aventó un eructo que escucharon los choferes de los autos que lo iban rebasando. Enseguida, Elizabeth puso su pecho y su panza pegados atrás del asiento del chofer; le pasó sus brazos y lo abrazó, al momento en que el Zas-zas frenó abruptamente. El camión  se detuvo, -por la ley de la inercia- y los grandes senos  y la panza de Elizabeth se arrimaron contra el respaldo de su amante. Como si fuera un “transformer”, se convirtió  en un enorme seno de grandes  dimensiones que abarcaba todo el respaldo del asiento del chofer,  como de unos 30 kilos de peso. El seno gigantesco se incrustó en su espalda, provocando  una excitación que le escalofrió el cuerpo al chofer. De nuevo aceleró  y los pasajeros se reacomodaron, mientras el enorme seno regresó a sus formas originales.
“Yo soy aquél, el más bonito de la ciudad”, -suspiraba el Zas-zas-.
 Se  fue por la calle de Insurgentes y se subió a una banqueta para rebasar al otro microbús de la competencia. Al dar vuelta en la calle 5 de mayo, dos ancianos le hicieron la parada, pero dijo: —Méndigos viejitos, han de traer sus tres pesos con la credencial del Inapam. Mejor no los subo. Siguió hasta llegar a Juárez, después por Bulevar hasta llegar al  mercado Hidalgo. Lupita se bajó,  recibió a Jessica con una mano y, cuando iba a bajar a Gilberto, el camión arrancó.
—¡Salta, mijo! -Escuchó el niño-.
Gilberto se aventó desde el tercer escalón y,  como si fuera el Místico en una función estelar de lucha libre, salió volando desde la tercera cuerda y afuera del ring -como si fuera una plancha voladora- sobre la humanidad del Dr. Wagner. El niño cayó en los brazos de su mamá y, con el impulso, todos acabaron sentados en la  banqueta. Se levantaron llorando por el miedo. Lupita, para callarlos y  quitarles el pánico, compró cuatro paletas de 2 pesos a un viejito que tenía  su puesto ambulante abajo del puente peatonal. Le repartió a cada uno y ella saboreó la paleta de cajeta con dulzura. Se amarró bien a Matías,  con una mano agarró a Jessica y en cadenita a Gilberto. Entraron al mercado Hidalgo. Pasó por la carnicería pero se espantó al ver los precios de la carne y el chorizo. Ya no preguntó por la verdura. Caminaron hasta el jardín principal, frente a la presidencia. Pero los soldados, granaderos, ministeriales, policía de la gendarmería, policías estatales, municipales, agentes de la CIA, la Interpol, Scotland Yard, Guardia Suiza Pontificia, el FBI y la vieja KGB de Rusia, vestidos de civiles, quienes resguardaban la presidencia municipal en contra de los manifestantes y las largas filas de gente enojada que quería reclamar por la modernización del transporte,  la hicieron retroceder. Caminaron otra cuadra hasta llegar al parque de San Agustín, frente a la Casa de la cultura.  Se sentaron a terminarse sus paletas mientras veían la actuación de unos mimos. Matías  se durmió y Jessica  ya estaba inquieta, como si le fueran a dar sus ataques de asma. Lupita se regresó con sus hijos al puente del Bulevar. Subió en un microbús donde el chofer, más amable, le preguntó.
—¿Cuántos traes en la panza?
—Uno.
—Son 40 pesos.
El trayecto fue más rápido y con poca gente. Llegó a su colonia, se bajó y caminó por  las calles  con charcos. Tapó bien a Jessica porque comenzaba a llover. Pasó a la tortillería, sacó de la  pañalera los 12 pesos que le quedaban y compró un kilo de tortillas, para comer tacos de sal.

Abrió lentamente la puerta. Sin hacer ruido, pasó al costado del cuarto de su suegra, quien por fortuna roncaba, a pesar del ruido de las tres televisiones. Se encerró en su cuarto con sus hijos y los durmió; le prendió su veladora a San Judas Tadeo.  “Cuando me pegue mi viejo, ahora no me voy a  cubrir  la cara, me voy a cubrir la panza para que mi niño nazca bien” -y se quedó esperando...



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