domingo, 26 de abril de 2015

PARA LOS NIÑOS DE CUERPO Y ALMA

El Sol del Bajío, Celaya, Gto.



PARA LOS NIÑOS DE CUERPO Y ALMA

“Hubiera deseado comenzar esta historia a la manera de los cuentos de hadas.
Hubiera deseado decir: «Había una vez un principito que habitaba un planeta
apenas más grande que él y que tenía necesidad de un amigo...»”
Antoine de Saint-Exupéry, El Principito

FÁBULA DEL VENADO TITO
Patricia Ruiz Hernández

Un día, en el bosque, estaban reunidos los animales con el propósito de realizar un concurso de artes. Deseaban exhibir sus talentos y embellecer aún más su hermoso hábitat. Decidieron que el juez sería Goyo, el oso.
Yoli, la araña, muy diligente comenzó a tejer una enorme red, muy resistente, que brillaba al sol. Ella siempre se esmeraba en hilar con preciosos diseños, a todos encantaba con sus creaciones, y en ésta ocasión lo haría todavía mejor. Chuy, el pájaro carpintero, moviendo su penacho rojo, se posó en el  tronco de un árbol para hacer figuras con el pico. Su ayudante sería Toni, el espino. Sus púas serían de gran utilidad para apoyar el trabajo de Chuy; ambos formaban un gran equipo. Entretanto, Quique, el chimpancé, tomó tizas de un árbol carbonizado para dibujar sobre un tronco, pues era un excelente dibujante. Los pájaros, Lalo y Toño, tendrían a cargo el número musical, por lo que iniciaron los ensayos para la presentación a dúo. Sabían que su precioso canto deleitaría al grupo. Mientras, Nati, la rana, sería instructora de danza de sus compañeras y Pepe, el castor, puso dientes a la obra, tomando troncos para realizar con su poderosa dentadura una bella escultura.
Tito, el venado, llegó con un extraño artefacto que tomó de una aldea abandonada por el hombre. Su plan era adornarlo con diversos objetos. Sin embargo, los animales se burlaron de él.
-¡Ja, ja, ja!, ¡qué cosa tan fea!, parece un árbol seco, con esas ramas ridículas, ¡qué adefesio! ¡No he visto algo más horrible!  –dijo Chuy.
-No está hecho por ti, lo trajiste del mundo de los hombres  -exclamó Quique.
-¡Fuera, sáquenlo! –exclamaron  a coro algunos. 
Para resolver el problema, Goyo consultó a Paco, el búho, por ser el más sabio de todos los animales. Sus juicios siempre eran atinados. Una vez deliberado el asunto, comunicó su respuesta.
-A Tito se le permitirá participar. Algunos de ustedes toman de la naturaleza el material para sus obras y lo transforman, lo mismo hará él  -dijo el justo Goyo. Los animales tuvieran que acatar aquella decisión.
Tito se esmeró en su trabajo, colgando hojas, flores y muchos extraños objetos que traía de sus excursiones al mundo humano. Finalmente quedó una estructura multicolor.
El día del concurso se hicieron las presentaciones de aquellos artistas. Algunos se burlaron de Tito.
-¡Ja, ja, ja!, es un esperpento –dijo Quique.
-Ustedes no comprenden, a esto le llaman arte contemporáneo –lo defendió Pepe. 
-No hagas caso, Tito. Algunos sí apreciamos la estética y la originalidad de tu obra –dijo Lalo.
-Sí, no hagas caso –afirmó Toño-, te apoyamos.
Al final, el concurso lo ganó Pepe con su maravillosa escultura, todos aplaudieron con gusto, reconociendo la belleza de su obra.
Esa noche, comenzó una gran tormenta, los animales corrieron a protegerse a sus madrigueras. Los relámpagos iluminaban la negrura del bosque, las madres abrazaban a sus temblorosos pequeños y todos temían que la tempestad destruyera su hogar. Entonces, el cielo se iluminó y un gran estruendo se escuchó al caer un rayo sobre la obra de Tito, que resultó ser un pararrayos. A la mañana siguiente, cuando la tormenta pasó, pudieron darse cuenta que aquella estructura evitó que se dañara el lugar.
Así, aprendieron la importancia que tiene el respeto y la tolerancia hacia el trabajo de los demás.


UN PESCADOR, UN BOTE Y UNA SIRENA
Julio Edgar Méndez

Primero fue el sonido de un barco en la soledad del mar oscuro; después, la callada carita de una luna sonriente comida a la mitad por los soñadores hambrientos. Las olas iban de un lado al otro como diciendo: “Ya voy, ya voy,  espérame”. Entonces llegó la voz que quería escuchar. Era un silbido suavecito que salía de en medio de las aguas hasta convertirse en un canto. Aumentaba en volumen hasta que parecía salir de su propia cabeza, pero no lo molestaba, era un susurro agradable, como el canto de una madre, y que sin embargo le daba miedo. Igual que otras noches anteriores, este miedo empezaba a subir por su pecho, trepar por su cuello, besarle la boca, abrirle los ojos que él quería cerrar sin que el terror se lo permitiera. Y como otras noches, desde que la había descubierto rodeada de algas brillantes con el pelo casi blanco y enmarañado alrededor del cuerpo, los ojos amarillos y profundos, la boca roja llena de blancos dientes afilados, una nariz extraña pero en un rostro muy bello, estaba aquella sirena.
La parte de ella que lo miraba desde el agua, era sólo una cabeza cuyos reflejos lunares la hacían brillar como perla en medio de su propia sombra acostada sobre  el mar. A veces se había acercado al bote para que él pudiera apreciar su cuerpo entero mientras nadaba a su alrededor. No tenía cola de pez como en los cuentos que todos cuentan, ella era igual que cualquier mujer, excepto por el cabello, un cabello que parecía formado por hebras gruesas de oro blanco. Y como otras noches, ella cantaba suavecito dentro de su cabeza y él se quedaba tieso hasta que de pronto el sol pintaba el horizonte de rayas naranjas, rosas, violetas, azules. Nunca la veía de día. Ni siquiera sabía si podría verla cuando él quisiera. Hasta ahora, su trabajo como pescador había sido muy simple aunque a veces también peligroso; sobre todo cuando el mar se enfurecía y trataba de ahogar a todos los pescadores de aquellas costas, como para reponer con sus muertes la muerte de tantos peces que noche a noche caían en sus redes. Pero ahora Juan, el pescador, salía cada noche por un rumbo distinto a los demás a ver si encontraba de nuevo a la sirena que lo tenía atrapado sin anzuelo.
La primera vez que la vio, se encontraba alejado del resto de los pescadores porque la red de su barca atrapó varios peces grandes que iban en alguna migración y lo arrastraron más allá de la bahía donde se sentía seguro. Ahora estaba en zona un poco desconocida y de noche lo era más aún, cuando el mar aparenta dormir y sólo se esconde en espera de comer barquitas y grandes barcos. Juan intentaba zafar su red de todo el banco de peces que intentaban romperla, cuando le pareció ver un rostro en el agua. Del susto soltó la red y los peces se la llevaron mar adentro. Tenía miedo de volver a asomarse por la borda de la lancha, pero pensó que tal vez sería un cuerpo ahogado. Se inclinó sobre el borde y se asustó más cuando vio que ahora toda la cabeza estaba fuera del agua. Pero no gritó, se quedó sin habla, casi sin respirar, con el terror a lo desconocido que se apodera de nuestros huesos y sentimos que el tiempo ni siquiera avanza. La sirena -porque era una sirena, no tenía la menor duda- lo veía con sus grandes ojos amarillos llenos de pestañas largas que parpadeaban lentamente. La piel no tenía escamas como decían las historias, sino parecía una piel suave, como de durazno, delicada. Y comenzó de pronto a silbar muy quedito, casi sin mover los labios. Quedito. Poco a poco el sonido aumentó hasta que el pescador perdió el sentido. Cuando despertó, su lancha estaba atada al muelle y los demás pescadores lo veían extrañados. Comenzó desde entonces su fama de borracho y mal pescador. Por las noches no pescaba nada y por las mañanas contaba historias que nadie creía. Pero a Juan no le importaba. Sólo quería que llegara la noche para salir en pos de su criatura marina. Porque a él le parecía bella. Lo llenaba de miedo verle acercarse, pero más miedo le daba perderla. Que no llegara a su cita alguna noche lo hacía desvariar sobre cómo vencer su miedo para hablarle de amores y sueños de amores. De sueños.
Pasaron así varias semanas, hasta que Juan estaba en los puros huesos. Ya casi no comía, aparte de que no pescaba nada, no tenía hambre. Por las mañanas dormía en su bote y por las noches se internaba en la parte del mar que todos los otros pescadores temían. Estaba solo, solo con sus temores, solo con esa voz dentro de su cabeza, solo con su sirena. Ella nadaba suavemente alrededor de su lancha, mientras Juan escuchaba relatos de mares remotos, tenebrosos abismos, profundidades llenas de horrores desconocidos, de monstruos y bellezas marinas que nadie jamás ha visto. Todo dentro de su mente, imágenes que lo petrificaban y lo hacían sentirse como una estatua de arena sobre su propio cuerpo. Poco a poco sentía que se iba desmoronando, una arenita caía desde sus cabellos hasta que todas se precipitaban hacia abajo, hacia el mar. Entonces comenzó a sentir que nadaba, el agua entraba y salía a través de su cuerpo. Ahora la luna se veía abajo y no arriba. El cielo no tenía estrellas, tenía olas. Ahora la sirena estaba a su lado, frente a sus ojos, con las piernas atadas a sus piernas, con su cabello enmarañándose en todo su cuerpo de pescador ya sin miedo. Porque ya no sentía miedo, ni estaba tieso, ahora se sentía vivo por primera vez, toda la naturaleza crecía dentro de él mismo. El mar era él, el cielo era él, los cantos de la sirena ya no eran para él, eran él mismo, ella era él mismo, Juan ya no era Juan, era un pequeño pedazo de todo el universo dentro del estómago de un ser tan horrible, como la horrible boca que lo despedazó en segundos con todo y su bote.


UN GALLINERO FUERA DE LEY
María Soledad Popper

Mi abuela cada cierto tiempo descorría la cortina de la única ventana que daba a la calle y observaba con atención y  cada vez con más nerviosismo los afanes del técnico de la compañía de electricidad encaramado en el poste de luz.
—¡Que no se le vaya a ocurrir al gallo cantar justo ahora! —se decía preocupada y regresaba cabizbaja al quehacer de las ollas.
El vecindario  donde estaba ubicada su casa llevaba varias horas sin energía. Durante toda la mañana  había observado, escondida tras el visillo, a sus vecinas que  pasaban por la calle y  se detenían a mirar intrigadas hacia lo alto del  poste, con la  mano en que llevaban la bolsa de las compras en la cintura y con la otra tapándose la boca como intentando resolver algún acertijo.
Cuando en una ocasión se juntaron varias de ellas y comenzaron a conversar  agitando las manos con enojo, señalando y volteándose todas al mismo tiempo hacia su casa, mi abuela cerró bruscamente la cortina y exclamó algo divertida:
—¡Trágame tierra! De seguro no pudieron ver las telenovelas de la mañana.
Mi abuela había nacido y crecido en el campo, entre las labores de la tierra y la crianza de animales domésticos. Por eso, cuando se casó y se fue  a vivir a la ciudad, mi abuelo dejó  lugar en el patio para un variado jardín, que mi abuela cuidaba con esmero, y un gran gallinero, que bullía de vida, oculto bajo la sombra de una frondosa higuera.
Hacía años que había salido una ordenanza municipal, con motivo de la salmonela y otros bichos, que prohibía la crianza de aves en casas particulares. Pero mi abuela no se daba por enterada; a su edad ya era difícil cambiar sus costumbres y, por lo demás, hasta ese momento nunca nadie se había enfermado por comer sus patos al horno o las cazuelas de pollo o gallina  que ella aderezaba sabrosamente. Sus aves eran criadas con el maíz que ella misma, con tanto trabajo,  se preocupaba de secar y guardar en el verano y, por eso mismo, eran más sanas que cualquier animal  nacido en incubadora y alimentado quizás con qué porquerías —como solía decir ella, con mucho donaire.
Esa mañana se había levantado antes de la aurora. Después de regar sus plantas, recoger una que otra fruta  y cortar algunas hojas verdes, molió el maíz en la máquina manual, mezcló en un balde el pan añejo con agua y entró al gallinero. Primero, barrió  bien el piso de tierra apisonada, luego vació la mezcla de pan en los pocillos para los patos, esparció el maíz  para las gallinas, distribuyó las frutas y verduras en los cajones manzaneros  y repuso el agua.  Finalmente, abrió las puertas de las jaulas donde dormían las aves y las dejó sueltas, como era lo habitual, embuchando el banquete a destajo. Cuando iba de regreso hacia la casa, cargando la canasta con los huevos frescos, tenía el presentimiento de que algo se le estaba olvidando, pero  el sol ya había salido  y mi abuelo la esperaba impaciente para desayunar escuchando las noticias mañaneras de la radio.
 —Ya me acordaré —se decía, meditativa.
Fue cuando estaba en la cocina, lavando la loza del desayuno,  que escuchó un aletear pesado y desordenado; al levantar la cabeza hacia la ventana que daba al patio, vio pasar a tres  patos en fila, elevándose con dificultad y graznando ruidosamente, rumbo a la calle.
—¡Virgen Santa! ¡Los patos nuevos! —exclamó horrorizada mi abuela.
Los patos fugitivos,  aprovechando la energía que les había prodigado la abundante  comida de la mañana y siguiendo el llamado del instinto que su nacimiento en cautiverio no había logrado mitigar, emprendieron por primera vez el vuelo y, sin poder resolver su inexperiencia, volaron con inusitada torpeza a estamparse directamente en el transformador de la calle.
Una  gran explosión, acompañada por un fugaz resplandor —y tal vez un fuerte olor a pato calcinado que nadie llegó a sentir— dejó muda la radio e hizo  saltar por los aires las tazas que mi abuela en ese momento sostenía en sus manos.
Entonces recordó —¡Santísimo Dios! ¡No le recorté las alas a los patos nuevos!


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