PARA LOS NIÑOS DE CUERPO Y ALMA
“Hubiera
deseado comenzar esta historia a la manera de los cuentos de hadas.
Hubiera
deseado decir: «Había una vez un principito que habitaba un planeta
apenas más
grande que él y que tenía necesidad de un amigo...»”
Antoine
de Saint-Exupéry, El Principito
FÁBULA
DEL VENADO TITO
Patricia
Ruiz Hernández
Un
día, en el bosque, estaban reunidos los animales con el propósito de realizar
un concurso de artes. Deseaban exhibir sus talentos y embellecer aún más su
hermoso hábitat. Decidieron que el juez sería Goyo, el oso.
Yoli,
la araña, muy diligente comenzó a tejer una enorme red, muy resistente, que
brillaba al sol. Ella siempre se esmeraba en hilar con preciosos diseños, a
todos encantaba con sus creaciones, y en ésta ocasión lo haría todavía mejor.
Chuy, el pájaro carpintero, moviendo su penacho rojo, se posó en el tronco de un árbol para hacer figuras con el
pico. Su ayudante sería Toni, el espino. Sus púas serían de gran utilidad para
apoyar el trabajo de Chuy; ambos formaban un gran equipo. Entretanto, Quique,
el chimpancé, tomó tizas de un árbol carbonizado para dibujar sobre un tronco,
pues era un excelente dibujante. Los pájaros, Lalo y Toño, tendrían a cargo el
número musical, por lo que iniciaron los ensayos para la presentación a dúo.
Sabían que su precioso canto deleitaría al grupo. Mientras, Nati, la rana,
sería instructora de danza de sus compañeras y Pepe, el castor, puso dientes a
la obra, tomando troncos para realizar con su poderosa dentadura una bella
escultura.
Tito,
el venado, llegó con un extraño artefacto que tomó de una aldea abandonada por
el hombre. Su plan era adornarlo con diversos objetos. Sin embargo, los
animales se burlaron de él.
-¡Ja,
ja, ja!, ¡qué cosa tan fea!, parece un árbol seco, con esas ramas ridículas,
¡qué adefesio! ¡No he visto algo más horrible!
–dijo Chuy.
-No
está hecho por ti, lo trajiste del mundo de los hombres -exclamó Quique.
-¡Fuera,
sáquenlo! –exclamaron a coro
algunos.
Para
resolver el problema, Goyo consultó a Paco, el búho, por ser el más sabio de
todos los animales. Sus juicios siempre eran atinados. Una vez deliberado el
asunto, comunicó su respuesta.
-A
Tito se le permitirá participar. Algunos de ustedes toman de la naturaleza el
material para sus obras y lo transforman, lo mismo hará él -dijo el justo Goyo. Los animales tuvieran
que acatar aquella decisión.
Tito
se esmeró en su trabajo, colgando hojas, flores y muchos extraños objetos que
traía de sus excursiones al mundo humano. Finalmente quedó una estructura
multicolor.
El
día del concurso se hicieron las presentaciones de aquellos artistas. Algunos
se burlaron de Tito.
-¡Ja,
ja, ja!, es un esperpento –dijo Quique.
-Ustedes
no comprenden, a esto le llaman arte contemporáneo –lo defendió Pepe.
-No
hagas caso, Tito. Algunos sí apreciamos la estética y la originalidad de tu
obra –dijo Lalo.
-Sí,
no hagas caso –afirmó Toño-, te apoyamos.
Al
final, el concurso lo ganó Pepe con su maravillosa escultura, todos aplaudieron
con gusto, reconociendo la belleza de su obra.
Esa
noche, comenzó una gran tormenta, los animales corrieron a protegerse a sus madrigueras.
Los relámpagos iluminaban la negrura del bosque, las madres abrazaban a sus
temblorosos pequeños y todos temían que la tempestad destruyera su hogar.
Entonces, el cielo se iluminó y un gran estruendo se escuchó al caer un rayo
sobre la obra de Tito, que resultó ser un pararrayos. A la mañana siguiente,
cuando la tormenta pasó, pudieron darse cuenta que aquella estructura evitó que
se dañara el lugar.
Así,
aprendieron la importancia que tiene el respeto y la tolerancia hacia el
trabajo de los demás.
UN
PESCADOR, UN BOTE Y UNA SIRENA
Julio
Edgar Méndez
Primero
fue el sonido de un barco en la soledad del mar oscuro; después, la callada
carita de una luna sonriente comida a la mitad por los soñadores hambrientos.
Las olas iban de un lado al otro como diciendo: “Ya voy, ya voy, espérame”. Entonces llegó la voz que quería
escuchar. Era un silbido suavecito que salía de en medio de las aguas hasta
convertirse en un canto. Aumentaba en volumen hasta que parecía salir de su
propia cabeza, pero no lo molestaba, era un susurro agradable, como el canto de
una madre, y que sin embargo le daba miedo. Igual que otras noches anteriores,
este miedo empezaba a subir por su pecho, trepar por su cuello, besarle la
boca, abrirle los ojos que él quería cerrar sin que el terror se lo permitiera.
Y como otras noches, desde que la había descubierto rodeada de algas brillantes
con el pelo casi blanco y enmarañado alrededor del cuerpo, los ojos amarillos y
profundos, la boca roja llena de blancos dientes afilados, una nariz extraña
pero en un rostro muy bello, estaba aquella sirena.
La
parte de ella que lo miraba desde el agua, era sólo una cabeza cuyos reflejos
lunares la hacían brillar como perla en medio de su propia sombra acostada
sobre el mar. A veces se había acercado
al bote para que él pudiera apreciar su cuerpo entero mientras nadaba a su
alrededor. No tenía cola de pez como en los cuentos que todos cuentan, ella era
igual que cualquier mujer, excepto por el cabello, un cabello que parecía
formado por hebras gruesas de oro blanco. Y como otras noches, ella cantaba suavecito
dentro de su cabeza y él se quedaba tieso hasta que de pronto el sol pintaba el
horizonte de rayas naranjas, rosas, violetas, azules. Nunca la veía de día. Ni
siquiera sabía si podría verla cuando él quisiera. Hasta ahora, su trabajo como
pescador había sido muy simple aunque a veces también peligroso; sobre todo
cuando el mar se enfurecía y trataba de ahogar a todos los pescadores de
aquellas costas, como para reponer con sus muertes la muerte de tantos peces
que noche a noche caían en sus redes. Pero ahora Juan, el pescador, salía cada
noche por un rumbo distinto a los demás a ver si encontraba de nuevo a la
sirena que lo tenía atrapado sin anzuelo.
La
primera vez que la vio, se encontraba alejado del resto de los pescadores
porque la red de su barca atrapó varios peces grandes que iban en alguna
migración y lo arrastraron más allá de la bahía donde se sentía seguro. Ahora
estaba en zona un poco desconocida y de noche lo era más aún, cuando el mar
aparenta dormir y sólo se esconde en espera de comer barquitas y grandes
barcos. Juan intentaba zafar su red de todo el banco de peces que intentaban
romperla, cuando le pareció ver un rostro en el agua. Del susto soltó la red y
los peces se la llevaron mar adentro. Tenía miedo de volver a asomarse por la borda
de la lancha, pero pensó que tal vez sería un cuerpo ahogado. Se inclinó sobre
el borde y se asustó más cuando vio que ahora toda la cabeza estaba fuera del
agua. Pero no gritó, se quedó sin habla, casi sin respirar, con el terror a lo
desconocido que se apodera de nuestros huesos y sentimos que el tiempo ni
siquiera avanza. La sirena -porque era una sirena, no tenía la menor duda- lo
veía con sus grandes ojos amarillos llenos de pestañas largas que parpadeaban
lentamente. La piel no tenía escamas como decían las historias, sino parecía
una piel suave, como de durazno, delicada. Y comenzó de pronto a silbar muy
quedito, casi sin mover los labios. Quedito. Poco a poco el sonido aumentó
hasta que el pescador perdió el sentido. Cuando despertó, su lancha estaba
atada al muelle y los demás pescadores lo veían extrañados. Comenzó desde
entonces su fama de borracho y mal pescador. Por las noches no pescaba nada y
por las mañanas contaba historias que nadie creía. Pero a Juan no le importaba.
Sólo quería que llegara la noche para salir en pos de su criatura marina.
Porque a él le parecía bella. Lo llenaba de miedo verle acercarse, pero más
miedo le daba perderla. Que no llegara a su cita alguna noche lo hacía
desvariar sobre cómo vencer su miedo para hablarle de amores y sueños de
amores. De sueños.
Pasaron
así varias semanas, hasta que Juan estaba en los puros huesos. Ya casi no
comía, aparte de que no pescaba nada, no tenía hambre. Por las mañanas dormía
en su bote y por las noches se internaba en la parte del mar que todos los
otros pescadores temían. Estaba solo, solo con sus temores, solo con esa voz
dentro de su cabeza, solo con su sirena. Ella nadaba suavemente alrededor de su
lancha, mientras Juan escuchaba relatos de mares remotos, tenebrosos abismos, profundidades
llenas de horrores desconocidos, de monstruos y bellezas marinas que nadie
jamás ha visto. Todo dentro de su mente, imágenes que lo petrificaban y lo
hacían sentirse como una estatua de arena sobre su propio cuerpo. Poco a poco
sentía que se iba desmoronando, una arenita caía desde sus cabellos hasta que
todas se precipitaban hacia abajo, hacia el mar. Entonces comenzó a sentir que
nadaba, el agua entraba y salía a través de su cuerpo. Ahora la luna se veía
abajo y no arriba. El cielo no tenía estrellas, tenía olas. Ahora la sirena
estaba a su lado, frente a sus ojos, con las piernas atadas a sus piernas, con
su cabello enmarañándose en todo su cuerpo de pescador ya sin miedo. Porque ya
no sentía miedo, ni estaba tieso, ahora se sentía vivo por primera vez, toda la
naturaleza crecía dentro de él mismo. El mar era él, el cielo era él, los
cantos de la sirena ya no eran para él, eran él mismo, ella era él mismo, Juan
ya no era Juan, era un pequeño pedazo de todo el universo dentro del estómago
de un ser tan horrible, como la horrible boca que lo despedazó en segundos con
todo y su bote.
UN
GALLINERO FUERA DE LEY
María
Soledad Popper
Mi
abuela cada cierto tiempo descorría la cortina de la única ventana que daba a
la calle y observaba con atención y cada
vez con más nerviosismo los afanes del técnico de la compañía de electricidad
encaramado en el poste de luz.
—¡Que
no se le vaya a ocurrir al gallo cantar justo ahora! —se decía preocupada y
regresaba cabizbaja al quehacer de las ollas.
El
vecindario donde estaba ubicada su casa
llevaba varias horas sin energía. Durante toda la mañana había observado, escondida tras el visillo, a
sus vecinas que pasaban por la calle
y se detenían a mirar intrigadas hacia
lo alto del poste, con la mano en que llevaban la bolsa de las compras
en la cintura y con la otra tapándose la boca como intentando resolver algún
acertijo.
Cuando
en una ocasión se juntaron varias de ellas y comenzaron a conversar agitando las manos con enojo, señalando y
volteándose todas al mismo tiempo hacia su casa, mi abuela cerró bruscamente la
cortina y exclamó algo divertida:
—¡Trágame
tierra! De seguro no pudieron ver las telenovelas de la mañana.
Mi
abuela había nacido y crecido en el campo, entre las labores de la tierra y la
crianza de animales domésticos. Por eso, cuando se casó y se fue a vivir a la ciudad, mi abuelo dejó lugar en el patio para un variado jardín, que
mi abuela cuidaba con esmero, y un gran gallinero, que bullía de vida, oculto
bajo la sombra de una frondosa higuera.
Hacía
años que había salido una ordenanza municipal, con motivo de la salmonela y
otros bichos, que prohibía la crianza de aves en casas particulares. Pero mi
abuela no se daba por enterada; a su edad ya era difícil cambiar sus costumbres
y, por lo demás, hasta ese momento nunca nadie se había enfermado por comer sus
patos al horno o las cazuelas de pollo o gallina que ella aderezaba sabrosamente. Sus aves
eran criadas con el maíz que ella misma, con tanto trabajo, se preocupaba de secar y guardar en el verano
y, por eso mismo, eran más sanas que cualquier animal nacido en incubadora y alimentado quizás con
qué porquerías —como solía decir ella, con mucho donaire.
Esa
mañana se había levantado antes de la aurora. Después de regar sus plantas,
recoger una que otra fruta y cortar
algunas hojas verdes, molió el maíz en la máquina manual, mezcló en un balde el
pan añejo con agua y entró al gallinero. Primero, barrió bien el piso de tierra apisonada, luego vació
la mezcla de pan en los pocillos para los patos, esparció el maíz para las gallinas, distribuyó las frutas y
verduras en los cajones manzaneros y
repuso el agua. Finalmente, abrió las
puertas de las jaulas donde dormían las aves y las dejó sueltas, como era lo
habitual, embuchando el banquete a destajo. Cuando iba de regreso hacia la
casa, cargando la canasta con los huevos frescos, tenía el presentimiento de
que algo se le estaba olvidando, pero el
sol ya había salido y mi abuelo la
esperaba impaciente para desayunar escuchando las noticias mañaneras de la
radio.
—Ya me acordaré —se decía, meditativa.
Fue
cuando estaba en la cocina, lavando la loza del desayuno, que escuchó un aletear pesado y desordenado;
al levantar la cabeza hacia la ventana que daba al patio, vio pasar a tres patos en fila, elevándose con dificultad y
graznando ruidosamente, rumbo a la calle.
—¡Virgen
Santa! ¡Los patos nuevos! —exclamó horrorizada mi abuela.
Los
patos fugitivos, aprovechando la energía
que les había prodigado la abundante
comida de la mañana y siguiendo el llamado del instinto que su
nacimiento en cautiverio no había logrado mitigar, emprendieron por primera vez
el vuelo y, sin poder resolver su inexperiencia, volaron con inusitada torpeza
a estamparse directamente en el transformador de la calle.
Una gran explosión, acompañada por un fugaz
resplandor —y tal vez un fuerte olor a pato calcinado que nadie llegó a sentir—
dejó muda la radio e hizo saltar por los
aires las tazas que mi abuela en ese momento sostenía en sus manos.
Entonces
recordó —¡Santísimo Dios! ¡No le recorté las alas a los patos nuevos!
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