PUERTAS A MIL POSIBILIDADES
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ROSA
INMORTAL
Por:
Javier Alejandro Mendoza González
Se
conocieron en una tarde fría de noviembre, en una desairada feria del
libro. Rosa buscaba algunos ejemplares
para consultar; Óscar anhelaba leer su nombre en una de las portadas de los
libros que ahí se vendían. Un descuido
provocó que un choque entre ellos los descubriera sobre el mundo. Los tomos que Rosa llevaba en las manos
cayeron al piso. Ambos se agacharon para
levantarlos. Al encontrarse así, a nada
de distancia, surgió una pequeña sonrisa, que lo mismo ofreció disculpas, que
le abrió las puertas a mil posibilidades.
Luego de una breve presentación
retomaron la postura. Con el deseo de
mantener la charla, él comentó:
—Veo que te gustan los libros de
medicina. ¿Eres doctora?
—No, pero me interesa un tema. Y tú, ¿buscas algún título en especial?
—No.
Me gusta venir a estos lugares para soñar con los ojos abiertos, que
algún día mis obras estarán sobre las mesas de venta. Soy escritor.
Caminaron por los pasillos del lugar
entre novelas, ejemplares de superación y enciclopedias; disfrutaron de la
compañía y de ese exquisito olor que emana de entre las hojas amarillentas de
los sabios libros viejos.
Sus pasos se prolongaron para
aprovechar al máximo de la escasa oportunidad de dar sobre la Tierra con la
persona correcta, hasta llevarlos a recorrer una avenida poco transitada. El viento arrancaba las hojas muertas de los
árboles y las hacia bailar sin sentido.
Con la misma intención jalaba por mechones el pelo de Rosa, una chica
tan trasparente y delgada, que daba la impresión de que en cualquier momento
toda ella volaría, tal y como las hojas sin vida. Fue el pretexto perfecto para que la joven se
anclara al brazo de Óscar, un acto de confianza que no lo molestó. Ellos no lo supieron, pero desde ese momento
quedaron unidos para siempre. Y así, en
contra del viento, dieron los primeros pasos de su historia.
Al igual que todas las parejas,
Óscar y Rosa compartían risas, besos y las caricias que los hacían necesitarse
cada día más. Pero, a diferencia de
muchas otras, también aprendieron a compartir su silencio y soledad.
En
un viejo estudio, amurallado por libreros saturados de sabiduría, él escribía
la más bella historia de amor, inspirada y protagonizada por su querida
musa. Ella leía en silencio todo el
universo de fantasía que nacía del corazón de su autor predilecto. Con los ojos abiertos recreaba los relatos
que se formaban entre letras y espacios.
Le era imposible no suspirar cuando contemplaba el maravilloso mundo que
Óscar le presentaba, ese que estaba más allá de las ventanas y de la razón; el
que poco a poco, a ella se le escapaba.
Óscar le daba una pausa a su obra;
las aventuras y leyendas tomaban un respiro cuando veía a Rosa estática, parada
junto a los cristales del ventanal. Ahí
no había viento. Tampoco estaba la cabellera
que, tiempo atrás, las ráfagas hicieron volar.
Lo que había, eran algunas lágrimas que se negaban a salir.
Sin
decir palabra se acercaba tanto a ella, como el día en que la conoció. Un abrazo era el mejor consuelo, aunque no el
remedio. Cada vez la sentía más frágil y
delgada. Ya sobraba especio entre sus
brazos. Todo indicaba que el cáncer le
estaba ganando la batalla.
Rosa se fundía a él para robarle un
poco de fuerzas, con las cuales seguir viviendo. Después de pasar saliva obligaba a su voz
para que saliera y dijera lo que ellos sabían:
—¡No quiero morir!
Ella sabía que en reacción
escucharía una mentira, su único consuelo.
Ante un fin que parecía inminente, a él se le agotaban las frases
hermosas, las metáforas de poeta. Frente
a la tragedia, momentáneamente queda convertido en un simple ser humano. Pero antes de que el abrazo terminara,
recurría al poder de su oficio y lograba confortar:
—¿No sabes que soy escritor? Nosotros tenemos magia. La magia está en los libros. Creamos personajes, historias y universos que
antes no existían. Quien se enamora de
un escritor, no muere. Te aseguro, mi
amada Rosa, que serás inmortal.
En efecto, Óscar, como cualquier
escritor, tenía magia en su mente, en sus manos, en su voz, por medio de ella
lograba trasformar la realidad; con ella hacía que su compañera siguiera de
pie.
El abrazo los unía más. Coincidían en el deseo, de que las manecillas
del reloj se detuvieran para perpetuar el instante. Pero el tiempo no se detiene, ni ante el
amor, ni ante súplicas o tragedias.
Luego de algunos meses, una tarde
poco soleada, Óscar entró a una librería.
Caminó por los pasillos. Su
búsqueda tenía un objetivo muy particular.
Se detuvo en el lugar preciso.
Debido a una gran inhalación su postura se irguió, los ojos se le
iluminaron y levemente sonrió. Frente a
él estaban a la venta los tomos de su novela Rosa Inmortal. Algunas personas lo reconocieron y le
pidieron que les firmara el ejemplar que habían adquirido.
Con el libro en mano salió de ahí
sin poder borrar su gesto. Aunque
saboreó cada uno de los halagos no se detuvo más. Tenía que cumplir un compromiso
inquebrantable.
Su
sonrisa se esfumó cuando, como cada tarde, llegó al lugar de costumbre. Ocupó el sitio de siempre. Abrió la novela en la página que le indicó el
separador. Con una media voz puso fin al
apacible silencio que gobernaba a su alrededor.
A la joven que inspiró su historia, con el más puro cariño le leyó
algunos párrafos, en los que ella era la victoriosa protagonista. Antes de cerrar el libro le recordó:
—Te dije que serías inmortal.
Luego de un suspiro, con la promesa
de volver se retiró de la tumba de su amada.
Piñata, de Diego Rivera
LOS
NIÑOS Y LOS BORRACHOS…
Por:
José Arturo Grimaldo Méndez
La
mente infantil de Nicolás no daba crédito a lo que acababa de escuchar de
labios de Fernando, su mejor amigo en la primaria, donde estudiaban el último
grado.
“¿Una fiesta para por su
día?¿juegos, piñata, comida? ¿todo eso en el mes de abril? ¿por qué era tanta
alegría?¿qué tipo de fiesta será a la que me está invitando”?
Esa
y otras preguntas se mecían en su cabeza, pero ninguna encontraba respuesta.
“Ya sé, cuando regrese de la
escuela, le preguntaré a mi mamá”.
Nico caminaba unas cinco cuadras
para llegar a la colonia donde vivía, en un tiempo aproximado de media hora,
mientras que a Fer, solo le bastaban diez minutos en auto. Alguna vez le
preguntó si podían llevarlo a su casa, pero Nicolás nunca aceptó. Le gustaba
obedecer a su mamá respecto de las indicaciones de no subirse a los carros, ya
fuera de personas conocidas o desconocidas.
Todo el camino pensó y pensó en la
dichosa fiesta, y una vez en casa, decidió preguntar:
─Mamá, ¿tú sabes qué se festeja en
el mes de abril?
─¿Pos
en ese mes era el cumpleaños de tu papá cuando vivía con nosotros, pero ¿a qué
viene esa pregunta m´hijo?
─Es que mi amigo Fernando me dijo
que en este mes habrá una fiesta en su casa y me invitó.
─Esas son cosas de ricos y nosotros
no tenemos por qué fijarnos en eso -contestó su mamá-.
─¿Pero a poco por ser pobres no
tenemos derecho a divertirnos aunque sea de vez en cuando? mi amigo dice que
podemos ir todos los del salón.
─Ya, ya, no empieces a decir cosas que yo ni te
entiendo y deja de hacer preguntas tontas. Mejor ven a ayudarme a tender tu
ropa y la de tus hermanas.
Con aquellas respuestas y con la
actitud de su mamá, las dudas se incrementaron en la tierna inocencia del niño.
Sin embargo, nuevamente obedeció. Ahora
que estaba a punto de cumplir años, -en
mayo- se agolparon en su mente muchas preguntas en relación al tema: fiesta en
el mes de abril de cada año, piñatas, dulces y regalos, día del niño… en fin,
todo lo que había oído de boca de su amigo. Él sólo comprendía que su mamá
tenía que trabajar diario para darles de comer, para enviarlos a la escuela y
para medio vestir. Tampoco entendía por qué su papá ya no estaba con ellos a
raíz de la última discusión con su madre. Tal vez de momento le era muy difícil
relacionar que a partir del nacimiento de sus dos hermanas, su papá se fue.
Unos golpes en la puerta de su casa lo sacaron de sus cavilaciones.
─Pásele, comadre. Ya casi termino
pa´ luego comer.
─¡Ay! comadre, pos si yo nomás pasé a traerle esta
verdurita, pa´ que tenga qué echarle al pollito que me dijo compró ayer.
Unos minutos de plática y la comadre
ya no aguantó más la curiosidad.
─Pero ahora sí, antes de que me
vaya, cuénteme, ¿por qué la dejó su marido? la última vez que me comenzó a
platicar me dejó como en las telenovelas… en puro suspenso.
─Yo creo que fue por cobarde y
miedoso el cabrón. Acuérdese que a los tres años de nacidos Nico y Carlitos,
-el que no se me logró- llegaron las
gemelas y usté sabe que cada vez que se emborrachaba me la sentenciaba diciendo
que un día me iba a dejar con toda la bola de chamacos que tenía; que parecía
pinche coneja; que si no me sabía cuidar y no sé que tantas pendejadas me
gritaba y pos como ahora el doctor dijo que de nuevo serían otros dos, pos ya
no resistió la noticia. Siempre alegaba
que ganaba una miseria y que yo en cada viaje encargaba de a dos y que pos con
eso la mera verdá él no podía. Así que un buen día ya no amaneció en la casa.
Agarró sus pinches trapitos y se largó el muy hijo de la chingada. Pero de eso
ya ni acordarse comadre, no vale la pena. Además, era rete vicioso y ya me
estaba cansando de que siempre me tuviera con la panza llena y con el estómago
vacío´. Además, usté sabe que yo tengo hartas ganas de sacar adelante a mi
familia. Tengo manos y pies con que trabajar.
─No, pos eso sí, usté le echa rete
hartas ganas a la chamba.
Mientras
la charla se alargaba, una nueva interrupción de su hijo:
─Má, entonces, ¿sí me vas a dejar ir
a la fiesta que habrá en la casa de Fer?
─¡Ah! cómo chingas, escuincle, que
ya te dije que no. Además, no tenemos dinero p´al regalo.
─Pero si él me dijo que no era
necesario llevar nada. Que sólo fuera y ya.
─Luego te digo, ahora ponte a
ayudarme con el quehacer. Luego vas por las tortillas. Le dices a don Enrique
que luego se las pago.
Nicolás se dirigió rápidamente a la
puerta y justo al abrir, vio a Fer, que estaba a punto de tocar. No lo dijo,
pero por su expresión, daba la sensación de estar muy contento por ver a su
amigo allí. Fernando era un poco mayor que Nicolás, pero se entendían muy bien
por ser los mayores del salón. Fino, educado y de buena familia, parecía un
adulto en miniatura. A pesar de que sus papás gozaban de buena posición
económica, prefirieron inscribirlo en esa escuela de Gobierno, pues creían que las bases de una buena
educación se adquieren primero en la casa.
─Hola, Nico, ¿está tu mamá?
─Sí, ahorita le hablo.
─Mamá, te buscan.
Mientras la señora atendía al amigo
de su hijo, Nico fue corriendo a la tortillería. Fer llevaba en su mano una
invitación. Se presentó y dijo:
─Buenos días, ¿es usted la señora
Consuelo? quería pedirle permiso para que Nico vaya a una fiesta que mis papás
harán con motivo del Día del Niño. Quiero que él sea uno de los invitados.
Somos buenos amigos y nunca ha aceptado ir a jugar a mi casa. Donde yo vivo no
hay con quien jugar. No tengo hermanos.
La mamá de Nicolás escuchaba atenta
y aquello le pareció difícil de entender, pues su hijo nunca había asistido a
una fiesta. Tampoco había recibido algún
regalo en su corta vida y antes de que comentara algo, el niño volvió a decir:
─Usted no se preocupe por él, le diré a mi papá que al terminar la fiesta
lo traigamos de regreso, hasta aquí -señalando la casa con el dedo índice-.
Convencida por Fernando y casi con
la autorización de que su amigo iría a la fiesta, le agradeció y se despidió
amablemente. Llegado el día, luego de haberlo bañado, le puso sus mejores
ropas, y le dio la bendición, no sin antes encargarle que se portara bien.
Nicolás se divirtió como nunca imaginó que pudiera hacerlo. Comió de todo, jugó
con otros niños, rompió la piñata y
guardó todo lo que pudo para compartir con sus hermanas, las gemelas. El tiempo
pasó sin darse cuenta y ya de regreso en su casa, les platicó todo cuanto había
vivido ese día. Una vez que estuvo a solas con su mamá, le dijo:
─Mamá, gracias por haberme dejado ir
a la casa de mi amigo. Ahora sé que me he pasado algunos años sin saber que
cada mes de abril se festeja a los niños, pero eso ya no importa, porque tú
siempre nos has dado el mayor regalo en ese día: Tu amor.
La abrazó y le dijo suavemente al
oído:
─Gracias por ser mi piñata, mi
pastel, y mi caramelo.
─Pero mi niño lindo, ¿cuándo he sido
yo todo eso?
─Mi piñata, cuando me cuentas algo
divertido. Mi pastel, al darme de comer todos los días y mi caramelo, cuando
cambias mi tristeza en alegría; bueno, eso para mí es como algo dulce; o con
tus canciones con las que nos duermes, por ejemplo. Gracias también por ser mi
mamá y mi papá al mismo tiempo.
Al oír aquellas palabras, a la
señora Consuelo la invadió un sentimiento de emoción jamás experimentado.
Poco entendía de aquella forma de hablar
de su hijo, pero le gustaba mucho.
─Qué cosas tan chistosas dices
m´hijo.
Luego, un silencio…
Ella secó disimuladamente unas
lágrimas que rodaron por su mejilla, pero no dejó que el abrazo terminara.
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