COMO SI ANDUVIERA EN LAS NUBES
-Dos historias atemporales-
EL
ZAPATO PARA LA CARTA A LOS REYES MAGOS
Enrique
R. Soriano Valencia y Leticia Soriano Álvaro
Para
saber a dónde vas, debes saber de dónde vienes…
(basado
en un hecho real)
«La manera en que una persona toma las riendas de su
destino
es más determinante que el mismo destino.»
Karl Wilhelm Von Humboldt
Doña
Severita reunió a sus cinco hijos frente a su cama.
—A ver niños, escuchen, si hoy no
vienen los Reyes Magos no se vayan a poner tristes, recuerden que deben visitar
muchas casas y en cada una dejar juguetes. Si no pasan aquí, no los vean mal;
sean compartidos. Otros niños los necesitan más.
—No se preocupe, ma’–dijo Cata, la
mayor de los hijos–. Sabemos que los Reyes son Magos, pero tienen sus límites y
no siempre les alcanza el dinero para comprar lo necesario.
—Además –dijo Carmen, la segunda de
las hermanas, que también tenía suficiente edad para comprender la situación–
si les llegan juguetes a otros niños es porque los Reyes dan más a los que no
reciben atención, así tienen algo para no extrañar a sus padres. Aquí, nuestro
pa’ y usted, siempre están con nosotros. Si los Reyes Magos no dejan regalos,
nosotros lo entendemos.
De los ojos de doña Severita
saltaron algunas lágrimas que intentó evitar. Pepe y Luis, los menores de la casa,
se miraron entre sí.
—No llore ma’ –dijo Lipa, la tercera
hermana y tiró de los pequeños para que todos juntos dieran un abrazo a su
madre. Así permanecieron un tiempo unidos, hasta que don José, el padre de los
niños, los llamó para que le ayudaran con los labores propias de la portería.
El día avanzaba y había mucho quehacer en la
vecindad.
De inmediato, las hijas salieron
para barrer los patios y limpiar los baños comunales; don José revisó las
conexiones eléctricas de los adornos que los vecinos colocaron para las fiestas
navideñas; Pepe y Luis, los pequeños de nueve y ocho años respectivamente,
limpiaban paredes y regaban las plantas de la vecindad: macetones de pie y
botes colgados en las paredes.
Lejos de sus hermanas mayores y de
su padre, el pequeño Luis preguntó a su hermano:
—Pepe, ¿crees que no pasen por aquí
los Reyes Magos?
—Pooos… no sé –dijo mientras ayudaba
a Luis a subir a un banco para regar una planta en un tiesto de pared–. El año
pasado lo mismo nos dijo ma’ y no nos trajeron nada; pero al vecino, sí. A lo
mejor se pasaron de largo porque no pusimos el zapato.
—No teníamos zapatos el año pasado,
apenas nos los trajo esta Navida’ el Niño Dios –Luis bajó y acercó el banco a otra maceta, ahora
correspondía a Pepe encaramarse para echar agua a otro bote colgado–. ¿Crees
que esté bien si los ponemos hoy?
—¡Ni los traemos! En Navida’, los
tuvimos y sólo pa’ misa los bajaron del ropero. ¡Pero hoy, Luisito, es una
noche especial!, al rato iremos a la Alameda a ver el desfile de Reyes, cuando
regresemos ya no se los damos.
—¡Zaz!
Los niños se vistieron con su mejor
de su ropa, aunque con trabajo sacaron lustre a sus zapatos de segunda mano. Un
delgado suetercillo cubría a cada cual, pero a ninguno le importó por la
emoción de ver a los Reyes Magos.
La Alameda Central de la Ciudad de
México estaba algo lejos de la colonia San Rafael, donde vivían los niños. No
les desagradó la caminata, sentían orgullo de sus zapatos lustrosos. Los
adornos multicolores de calles, ventanas y balcones también fueron una poderosa
distracción. Les emocionaba ver las largas tiras llenas de faroles con
lucecillas en cada calle, con serpentinas y globos colgados. Era muy raro encontrar una casa o
vía sin motivos navideños. La ciudad lucía de mil colores.
La avenida Juárez era un mar de
gente. Las hermanas ubicaron a los niños entre ellas y se tomaron todos de la
mano para evitar extraviarse. Lograron un buen lugar, al inicio de la banqueta
y esperaron largo tiempo por los Reyes. En la espera Pepe y Luis se perseguían
uno a otro.
Los carros alegóricos por fin
empezaron a circular. Personajes disfrazados los montaban. De los vehículos
llovían dulces para la gente. Cada carro tenía un motivo y paquetillos
promocionales de la empresa que los financiaba. Fue la delicia de los
chiquillos. Muy pronto los bolsillos de Pepe y Luis estuvieron llenos de
caramelos y chocolates, así que pidieron a sus hermanas auxilio para almacenar
sus golosinas.
De regreso abordaron un tranvía. El
trayecto no fue largo, pero Luis se durmió. Bajaron en la parada del cruce en
De las Artes y Manuel Altamirano, cerca de la vecindad. Tres calles debieron
caminar para llegar a casa, todo el tiempo con las protestas de Luis que no
soportaba el sueño.
Al llegar, desvistieron al pequeño y
lo introdujeron ya dormido a su cama. Pepe no olvidaba la visita de los Reyes
Magos. Mantuvo su plan: esperó a que sus hermanas se fueran a dormir. Lento, se
desvistió, dobló la ropa cuidadosamente y se quitó los zapatos con mucho
sigilo… aguardaba con paciencia a que las luces de casa fueran apagadas.
También quiso esperar a que su
padre, el portero, regresara, pero esa noche tenía mucho trabajo, debía abrir y
cerrar la puerta. Por alguna razón, todos los vecinos salían y entraban con
regularidad. A Pepe le fue imposible esperar a que acabara el trasiego, así que
bajó de la cama sin despertar a su hermano: no disponía de los zapatos de Luis,
se los llevaron al ropero.
—¡Ya está, usaré el mismo! los Reyes
son magos y lo saben todo, así que lo entenderán. Sacó dos hojas de papel, las
metió en su zapato y arrastró con mucho cuidado una silla para alcanzar la
ventana. Una gruesa tela impedía la
entrada del frío y de las miradas indiscretas hacia el interior de su casa.
Colocó su zapato de forma que sólo podría verse desde el patio interior de la
vecindad, fuera de su casa. Si los Reyes Magos llegaban a la de enfrente,
seguro verían su carta.
Regresó
feliz a la cama.
Por la mañana un grito de otro
chiquillo despertó a Pepe.
—¡Ya llegaron los Reyes Magos! ¡Ya
vinieron!
Sus hermanas ya estaban en la
cocina, el olor a chocolate y a pan caliente invadían la casa. De inmediato se
trepó a la silla para alcanzar de nuevo la ventana… y se llenó de sorpresa.
Sin mayor demostración, llegó ya
vestido a la mesa para desayunar. Doña Severita, don José y sus hermanas
estaban en la mesa, incluso el pequeño Luis. Pepe desayunó despacio, en
silencio y triste. Estaba por dar el último sorbo a su chocolate cuando escuchó
al niño que vivía en la casa de enfrente. Con desconsolado llanto, gritaba a
sus padres: les pedía que se quedaran a jugar con él. Ambos debían salir a
trabajar… regresarían hasta ya muy noche y lo sabía el chiquillo. Entonces, su
hermana Carmen preguntó a Pepe si deseaba más chocolate. Todo a su derredor
pareció nublarse y ser invadido por el silencio. Se mantuvo sin reacción unos
instantes. No escuchó la insistencia para beber más, pero era evidente cómo
todos los de su familia charlaban y reían unos y otros.
Volteó
a ver a Carmen que con una gran sonrisa le acercaba la jarra a su taza: toda su
familia estaba ahí, reunida, feliz, riendo unos con otros…
Ya no quiso. Apuró el trago que le
faltaba e invitó a Luis a salir para ir con el vecino y estrenar sus juguetes.
Ahora, sólo debía esperar hasta la siguiente Navidad para que el Niño Dios le
completara su par de zapatos.
ATRACO
DE BUENA FE
José
Arturo Grimaldo Méndez
Los
primeros días de diciembre de mil novecientos sesenta, los ocho Tiraboleiros oficiales de la antigua
Catedral de Santiago de Compostela, fueron cambiados de forma inesperada. Era
la festividad de la Inmaculada Concepción y el número de fieles congregados en
tan importante Santuario, era numeroso. Un poco antes, dos hombres se refugiaron
en dicho lugar al ser perseguidos por unos policías, luego de realizar un
asalto en calles cercanas. Con una actitud sumisa, como de falsa piedad,
tuvieron que soportar el sermón del cura y la última parte de la ceremonia, -por necesidad- pues de haber salido antes,
la autoridad los hubiera reconocido fácilmente.
Les llamó poderosamente la atención
el ritual de incensar el recinto y la coordinación con la que lo hacían los
encargados del Botafumeiro. Por unos instantes, sus miradas se cruzaron.
─¿Estás pensando lo mismo que yo,
Lalo?
─Pero ellos son ocho -respondió el amigo.
─No seas bruto. Me refiero a lo que
pasaría si en lugar de incienso ponemos otra sustancia al contacto del carbón.
Sólo tendríamos que reunir a seis amigos más
para que nos ayudasen a realizar toda la maniobra.
Martín y Lalo se dedicaban a
realizar cuanta actividad ilícita se les atravesaba. Sin embargo, éste último
no comprendía aún los planes de su compañero. Terminado el “sacrificio” de
haber oído casi la totalidad de la Misa, salieron del lugar y para su fortuna,
ya no había vigilancia. Por el camino, Martín le explicó a su cómplice el plan
maquiavélico que se le había ocurrido. Reunieron a los otros vándalos; les
dieron detalles sobre el plan y cuáles serían las posibles ganancias; señalaron
la fecha y la hora. Acordaron llegar puntuales, no levantar sospechas y actuar
con mucha precaución. Poco antes de
comenzar la ceremonia, uno a uno entró al lugar donde se preparaban los Tiraboleiros
oficiales. Los golpearon hasta dejarlos inconscientes. Los despojaron de las
vestiduras propias de la ceremonia y amordazados, los encerraron en un pequeño
almacén, mientras llevaban a cabo su
fechoría.
Discretamente se colocaron en la
nariz un tapón para evitar respirar el humo de la sustancia que colocarían en lugar del incienso. Encendido el carbón,
pusieron unas pastillas de Cocaloidina, cuyos efectos fueron, en esta ocasión,
diferentes. Con los primeros desplazamientos
de aquel artilugio, el lugar se llenó de
una nube intensa que cubrió cada uno de los rincones de la catedral. La gente extrañada, percibía un olor
distinto, pero jamás se imaginaría que lo que estaban oliendo les ocasionaría
un rápido y pesado sueño. Acto seguido, cuando ya todos habían sido vencidos por un extraño cansancio
y sopor desconocidos, dos de los malvados cerraron las puertas de acceso
principal y con toda tranquilidad -como quien le quita el dulce a un
niño-, se dieron a la tarea de despojar
de sus pertenencias a cada uno de los feligreses. Dinero en efectivo, relojes,
celulares y todo tipo de joyas, fue lo que más recolectaron de cada una de sus
víctimas.
Luego,
con la mayor desfachatez del mundo, tomaron algunos objetos religiosos de gran
valor y salieron por otra puerta.
Para cuando los parroquianos
despertaron del sueño y de la sorpresa, aquellos “finos” ladrones ya se
encontraban muy distantes de allí y se disponían a contar el botín. El mayor
robo de la historia en un lugar sagrado se había consumado. El padre, aún aturdido y confuso, sólo se encargó
de finalizar el acto religioso, como de costumbre:
>>La bendición de Dios
Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo esté con todos ustedes. Podeis ir en
paz, la misa ha terminado<<
Lo curioso del caso, fue lo que
algunos comentaban al salir del templo. “¡Qué raro!, hoy me siento como si
anduviera en las nubes… más ligero y en paz conmigo mismo”.
*Textos publicados en El Sol del Bajío, Celaya, Gto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario