LUZ Y LETRAS
Por: Carlos Javier Aguirre V.
Soco
Uribe es una gran artista de la lente y de la pluma. Es originaria de la
Puerta de oro del Bajío, ingeniera geóloga de profesión, egresada de la
UNAM. Es miembro de la Asociación
Plástica de Celaya y del taller literario Diezmo de Palabras. Con creatividad y
entusiasmo nos comparte, en un estilo muy propio de narrar, sus vivencias. Sus
cuentos nos hacen sentir parte de ellos. Con arte, su obra nos enciende la
imaginación y nos transporta en imágenes que, a veces, acompañamos con un gran
sufrimiento.
En Última tregua, la protagonista, doña Alfonsina, busca en los botes
de desecho del mercado para obtener la comida del día para sus hijos. Uno de ellos, José, trabaja en la
carnicería de don Beto quien, al final de la jornada, le regala algunos trozos
de carne que le quedan sin vender, para que la madre los cocine acompañados de
algunos pedazos de zanahorias y otras verduras. La realidad superando a la
ficción.
En su cuento, Fusión de origen, narra el ritmo cíclico de las olas mientras
alguien camina inmersa en su infinito volumen de agua salada, hasta perderse
dentro de las olas de un mar azul claro. En un momento de tensión, sus
moléculas se fusionan con las del mar.
En la obra de Soco Uribe existe un
realismo con figuras muy bien trazadas que vuelven al lector parte del texto.
Vaya a donde vaya, la autora siempre lleva su propia luz. Sus textos y su
fotografía captan el espíritu de las personas o de las cosas, como podemos
constatar en las tres obras que acompañan este texto.
El maestro Herminio Martínez decía
que: “los mejores cuentos son aquellos que, cuando terminas de leerlos, tu
mente sigue trabajando en el desenlace”. Así sucede con los relatos de Soco
Uribe: el lector seguirá pensando en ellos incluso después de terminarlos.
ÚLTIMA
TREGUA
Soco
Uribe
A
las cinco de la mañana, el despertar se torna infame para un niño de nueve años
como José. Es difícil poder comenzar el
día sin rastro de alimento en la barriga y vistiendo tan sólo un pantalón raído
y un suéter carcomido por esas enormes ratas que no dejan de rondar su colchón.
Ese colchón deforme que huele a orines y humedad, según quejas de José, a quien
su hermano mayor le dijo que lo había intercambiado con el chofer del camión de
la basura por un reloj que se encontró en la Plaza Garibaldi. La verdad es que su hermano se lo robó a un
borrachín, en las inmediaciones de esa plaza, quien salió con la cartera vacía,
arrastrando el saco y la infinita tristeza que el alcohol no pudo mitigar.
A muy temprana hora, José tiene que
trabajar en la carnicería de don Beto, entre esos olores que despiden la carne
y la sangre de animales recién sacrificados en el rastro, que tanta repugnancia
le provocan al niño. La verdad, eso lo
soporta únicamente porque el carnicero es una buena persona con él y su
familia. Al final de cada jornada de trabajo le regala algunos trozos de carne
que se le quedan sin vender y que, tal vez, ya no aguanten ni un día más en el
refrigerador.
Estas dádivas son un alivio para la
economía de la madre de José quien con cinco hijos, en ocasiones lo único que
puede ofrecerles para comer son caldos que ella cuece con un trozo de carne, en
el que predominan los huesos, acompañados por un par de zanahorias y unas dos o
tres papas que consigue en los desechos de la central de abastos que, para su
fortuna, se localiza a pocas cuadras de la vecindad en la que habitan.
Esta batalla por la vida, es muy
difícil para la madre de José. Hay mucha gente que madruga y lucha por pepenar
las mejores verduras de los tiraderos y deja lo peor para aquellos que llegan
tarde. Aquí cabría el refrán que reza:
“Al que madruga, Dios le ayuda” pero, en este caso, el refrán adquiere un tinte
de sarcasmo y hasta de crueldad.
Doña Alfonsina, la madre de José, es
una pobre mujer con carencias económicas y de salud precaria. Hace algunos años, le diagnosticaron
diabetes. Debido a su terrible pobreza le es muy difícil tener una dieta que le
ayude a controlar su enfermedad haciéndola extremadamente vulnerable a las
infecciones y a una gran cantidad de trastornos orgánicos.
Cierto día, antes del amanecer, en
la central de abastos se congregó un grupo de jitomateros unidos por la lucha
para obtener un digno pago por el producto de sus cosechas, quienes se dieron a
la tarea de tirar en el piso, las camionadas de jitomate que los intermediarios
se negaron a pagarles a un precio justo.
Enfurecidos, pasaron sus vehículos
varias veces por encima del rojo producto, dejando una espesa pasta sobre el
pavimento; posteriormente, bañaron la mezcla con una sustancia que dejó la
inmensa masa de puré totalmente inservible.
El escenario parecía el de una masacre Hollywoodesca despreciable e
infame.
Por una parte, los desechos daban
asco; pero, al mismo tiempo, una profunda tristeza invadía a los espectadores
por la gran cantidad de producto desperdiciado.
Horas más tarde, la madre de José
continuó su batalla por la vida. Esta vez, llegó muy retrasada para efectuar la
pepena en la central. Había tenido que estar de pie durante varias horas
haciendo fila en el centro de salud, antes de conseguir ficha para su consulta
médica.
A todo ese calvario no le dio
importancia, pues ahora se encontraba ahí parada en medio del inmenso mercado,
lista para pepenar lo necesario para la comida de esa tarde. No obstante, sólo
pudo conseguir algunas verduras y unos cuantos jitomates apachurrados para
cocinarles a sus hijos esa sopa de fideo que suponía, erróneamente, les gustaba
tanto. Al terminar su recolección, se
dirigió a su casa satisfecha de lo obtenido aun después de haber llegado tan
tarde.
Al día siguiente, los tres hermanos
más chicos de José no asistieron a la escuela; el mayor, dejó de robar a los
transeúntes; doña Alfonsina, según
creencias de los vecinos, no tuvo fuerzas para seguir luchando contra la
diabetes; y José, ya no tuvo que levantarse a las cinco de la mañana para
ayudar a don Beto el carnicero.
En fin, esa diaria batalla tuvo su
última tregua.
FUSIÓN
DE ORIGEN
Soco
Uribe
Qué
delicia es hundir las plantas de los pies en esta hermosa playa carioca de fina
arena blanca. Camino como en las nubes y siento cómo se refresca mi cuerpo cada
vez que las olas lo acarician. El tiempo no existe cuando estoy feliz. Me
resulta fácil conectarme con la naturaleza. Sin embargo, mis pensamientos me
desvían hacia la oscuridad. Me pregunto de inmediato:
“¿Qué sucedería si una de estas olas
me arrastrara hacia mar adentro, mediante esas corrientes que arrasan con todo
y vagara como un diminuto corcho de un lado a otro sobre la superficie del
Atlántico, a merced del viento?”
No hay respuesta y sigo caminando.
Respiro la brisa húmeda que dejan las olas al romper sobre las rocas de la
playa. Aspiro de nuevo felicidad. Pero,
de nuevo, mis pensamientos trasladan mi mente hacia el juicio. Hacia las
comparaciones. Hacia el porqué en estas
playas no hay palmeras.
“¡Tontas preguntas” –exclamo y
reflexiono.
Continúo mi recorrido. Escucho el
ritmo cíclico de las olas. Cuento a cada cuántos ciclos las olas llegan e
invaden espacios no alcanzados con anterioridad. Disfruto del perfecto compás de los
lengüetazos de fresca espuma que reciben mis pantorrillas. Aparece en mi ruta
un grupo de palomas de plumaje gris tornasolado. Embellecen aún más el
panorama. Camino pero sin mantener una paz completa.
Es extraño, pero no he visto ni una
sola gaviota durante todos estos días en las playas. Mi juicio regresa y nubla la dicha de la
contemplación y el gozo.
Vuelvo
al presente. Mi propuesta es no juzgar.
Continúo caminando. Veo tan de cerca
las enormes olas cuyos compases hipnóticos me llaman con insistencia.
Obedezco. Camino hasta sentirme inmersa
en su infinito volumen de agua salada. Me pierdo dentro de esas olas tubulares
dibujadas de mar azul claro y transparente. Las entrelazan cintillas de color
turquesa. Mis moléculas se fusionan con las del mar. Vuelvo al sitio al que
pertenezco. De este lugar procedo. Me siento en casa de nuevo. Reconozco mi
origen. Lloro de felicidad.
En este preciso instante, mi
compañero de vida toca mi hombro y me pregunta:
—¿Lista para recorrer la playa?
—¡Claro!, -respondo, aunque
confundida.
Seco mis lágrimas y me doy cuenta de
que mi mente me trasladó al futuro y nunca me dejó en paz. Permanezco en el mismo camastro en el que me
dejó mi pareja unos minutos antes, tras ir en busca de algunas bebidas para
saciar nuestra sed.
Terminamos el agua de coco e
iniciamos nuestra caminata. Entonces, por fin disfruté de la belleza de cada
instante del recorrido, sin más juicios ni cuestionamientos.
ENGAÑOSA
Soco
Uribe
Al
igual que yo, nació en el Bajío en un mes de marzo, con las primeras muestras
del calor de la primavera. Era dulce y muy hermosa, envidiada por muchas de sus
amigas con las que compartía su espacio en esta bella, tranquila y pequeña
ciudad del centro de México.
Su desarrollo pronto se hizo notorio
pero, al alcanzar su madurez, se tornó aún más hermosa. Era la envidia de todas
las lugareñas y la preferida de todos; tanto de los acaudalados, como de los
más humildes habitantes del pueblo.
Se
sabía hermosa. Era la protagonista en las ferias regionales y sabía que todos
la preferían. Sin embargo, su sencillez
emergía por donde quiera que la vieras. Sus rivales, con sólo mirarla, se ponían
verdes de envidia.
—¡Engañosa!, -le gritaban por la
calle al verla caminar lenta, sensual y altiva con su característico sombrero.
Aunque era un poco robusta, dicha característica no era impedimento para que la
elogiaran; ya que era atractiva de los pies a la cabeza.
Cierto día de junio, se topó con un
grupo de envidiosas, de esas que no pueden dejar de aparecer en escena y una de
ellas exclamó a los cuatro vientos:
—¡Buen semblante, buena forma pero,
si conocieran su interior, se darían cuenta de que es agria por dentro!
Se notaba que no la conocían, que
sólo hablaban por celos, por descalificarla.
En realidad, en su interior se generaba el balance perfecto. No
imaginaban que, conforme transcurría el tiempo, se endulzaba mostrando su
verdadero ser.
De pronto, una voz tan aguda como un
aguijón exclamó:
—¡Eh, fresa!, eres una presumida,
agria y engañosa!, -gritó la inmadura, punzante y espinosa tuna, desde la acera
de enfrente.
*Todas las fotografías son de Soco Uribe.
**Textos publicados en El Sol del Bajío, Celaya, Gto.
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