COMO UN RUMOR DE ROCAS DERRUMBÁNDOSE
“Era tu sombra la única importancia
que tenías en la edad de los latidos
con los que mi niñez me presentaba
a todas las criaturas vegetales.”
Herminio Martínez
Se
dice que ser madre es un acto de amor, pero ser padre es un acto de fe. Y esa
fe nos conmueve al recordar a nuestros padres cuando ya han pasado los años y
ahora somos nosotros quienes somos vistos desde los ojos de nuestros hijos. Aquellas
personas que tienen la fortuna de contar con su padre todavía, valoren el
esfuerzo, la dedicación, el amor y la constancia de velar por ustedes. Algún
día ya no estará a su lado para guiarlos, reprenderlos, orientarlos, darles un
abrazo o una palmada. Cuando pasen los años y lleguemos a la edad de la
iluminación, sólo recordaremos su memoria “como un rumor de rocas derrumbándose”.
Vale.
SER
PADRE
Héctor
Ortega
Mi
padre trabajaba todo el día. Esperar su llegada a casa no era fácil, pocas veces
me vencía el sueño, lo normal es que me desvelara mi terror nocturno. En mi
habitación, la ventana para asomarme a la calle para ver si él se acercaba
estaba muy lejos de mi corta estatura. Pero el poder de un padre puede
resumirse al momento en que, debajo de esa cobija que me escondía de todos mis
miedos se podía escuchar que la puerta de entrada, allá, bajando las escaleras,
se abría y se cerraba. Entonces yo aventaba la cobija y ya ni iba a saludarlo,
me dormía de inmediato; sabía que ahí estaba él y ya nada malo podía pasar.
Creo que por eso asocio la voz de mi padre con la de un sueño. Durante el día
era el señor que me atrapaba cuando yo pasaba corriendo a su lado y me daba
besos de lija de barba. Me decía “tequieros” sinceros desde su corazón lleno de
tristezas y alegrías veladas que rara vez contaba; siempre eran las historias
de los demás. No lo recuerdo tan feliz como cuando festejaba a mamá o a mis
hermanos, no lo recuerdo tan triste como con la partida de su padre. Después de
todo entiendo cómo quema ese sol de luz radiante que sólo deja dudas. Lo
recuerdo en pocos momentos tan claros como cuando, apenas acercándome a mi
juventud plena, me pidió no regresar tarde: “ya no me queda regañarte”. O como
cuando niño entré repentinamente a la sala y lo encontré bailando con mamá un
bolero y él me dijo viéndome con ternura de mi sorpresa: “Es nuestro
aniversario”. No lo recuerdo nunca tan claramente y tan feliz como cuando
despertó de su operación, incompleto, pero salvo y observándonos en un mundo ya
de por sí extraño.
Apenas
entiendo. Apenas porque mi hija recién llegó a mi vida a sus 17 años. Aunque no
la conocí en su niñez siento que la he conocido siempre. Y me parece que son
esas caras de desvelo, esa dicha velada por ojos cansados y esa semiausencia
que está por todas partes la que define, dibuja y desdibuja a un padre. Creo
que hay algo de antihéroes, de guerreros protectores e implacables en los
buenos padres. Hay algo o mucho acaso de niños, de soñadores, de perdones
explícitos en cada uno de ellos que casi los hace amigos de sus hijos. Los
hijos alejados son solamente extraños para sí mismos, y llegado su momento de
paternidad, también caminan por ella sin entenderla. La paternidad es el boceto
de una pintura que jamás ha de pintarse. Pero cabe decir que los buenos y
amorosos padres siempre son eso, padres. Los papás, muy a menudo, suelen ser un
hombre borroso en fotos y en los recuerdos se hacen presentes por causas justas
o no. No lo sé por no ser hecho propio, creo que esos buenos padres merecen ser
muy felicitados hoy y otros muchos días. Al menos mi padre, ese señor de manos
y brazos fuertes, que a menudo me habla desde la memoria, desde sus escasas
palabras, desde sus aforismos, desde su discreto pasado y con su música de
boleros es el que me enseñó durante toda esa vida lo que es un padre, muy a su
manera. Yo apenas soy uno, lo he dicho ya, porque mi hija me ha dado ese lugar
en su vida. Pero además sé muy bien lo que eso significa porque convivo desde
hace años y todos los días con padres de familia, porque convivo todos los días
con sus hijos preparatorianos, y porque mis hermanos son papás y sus hijos son
de muchas formas mis hijos. Creo sobre todo que sé lo que es ser un padre
porque tuve uno, uno serio y callado desde su esquina de vencido y feliz desde
su cielo eternamente triunfador. Claro que para mí siempre y para siempre el
mejor papá del mundo.
TÉ
DE…TE AMO
Soco
Uribe
Hoy,
la lluvia me obliga a quedarme en casa y prepararme un té de canela, cuyo aroma
me hace recordar a mi padre. Aquellas tardes de verano en que llovía tanto en
la Ciudad de México y no quedaba otra cosa qué hacer sino leer, nos sorprendía
agradablemente a mis hermanas y a mí con esa bebida caliente. Ahora, con la taza de té en mis manos, siento esa
nostalgia del pasado, del entorno oliendo a canela y mis hermanas haciendo la
tarea. Me veo sentada junto a mi papá, tan cerca de él que aún después de
tantos años, al cerrar los ojos, huelo el humo de cigarro impregnado en su
chaleco de color vino. Escucho aquel golpeteo melódico de gotas escurriendo
sobre los vidrios de las ventanas, llorosos por la lluvia; oigo las infantiles
voces de mis hermanas repitiendo las tablas de multiplicar y el chiflido de la
tetera con agua hirviendo. Todo esto, en conjunto, hace que vuelva a sentir ese
amor que mi papá nos mostraba al prepararnos esa simple, pero aromática taza de
té. Té de… te amo.
NUTRIDA
FAMILIA
Rosaura
Tamayo
El
señor Simón era padre de una familia muy numerosa. Siempre me pregunté cómo
podía mantener a sus diez hijas y ocho hijos. Sí, eran dieciocho niños y él y
su esposa sumaban veinte miembros de la familia. A todos los chicos los
mantenía estudiando. Dieciocho: zapatos, mochilas, uniformes, lonche, etc.
Veinte sillas en su comedor y cuartos grandes para poder dormir a todos.
Preparar sesenta platos de comida diarios. No vivían con lujos, pero se podía
decir que de una forma confortable. Contando que la mamá no trabajaba y todos
ellos estaban estudiando.
Pasó
el tiempo, los chicos crecieron y comenzaron a hacer sus vidas. Don Simón
seguía trabajando y sacando adelante a los chicos que continuaban viviendo en
su casa. Cada año la familia crecía y la casa era insuficiente para albergar a
todos los descendientes.
Le
decían que era la casa de las fiestas. Diario se reunía mucha gente y se
escuchaba el alboroto hasta la esquina donde yo vivía. Pensábamos que el pobre
hombre no se compraba ni calzones para poder mantener a su ejército de hijos.
Un
día, el tiempo se le terminó a don Simón. Lo velaron en la amplia casa, ningún
hijo o nieto faltó a ese día. No cabía la gente. Sumando lo que había crecido
la familia, sus amigos y compañeros de sus hijos. Muchos estábamos parados,
rezando el rosario y, al terminar la oración, entró una joven mujer
desconocida, con siete hijos. Todos guardaron silencio y ella fue al ataúd a
llorar amargamente lo mismo que los siete jóvenes. Todos se peguntaban:
—¿Quién
es esta mujer que llora con tanto dolor?
En
eso, ella enjuagó sus lágrimas y sacó unos papeles de su bolsa y les dijo.
—Soy
la madre de estos siete muchachos y este hombre que está tendido es el padre.
Aquí están las actas de nacimiento donde él mismo los registró. No quiero dinero
ni nada, él nos ha dejado bien. Lo único que pido es que nos permitan llorar su
ausencia.
Pasada
la noche los hijos temían ver entrar a otra mujer con otro montón de hijos. Su
padre había ocultado bien sus pecadillos.
MI
PRIMER HÉROE
Soco
Uribe
Al
abrir los ojos, por primera vez, vi a un hombre de unos treinta años mirándome
con aire dulce y una sonrisa en el rostro.
Me tomó entre sus brazos y dijo:
–Es
tan pequeña que podría caber en una caja de zapatos, pero sé que en un futuro
nada ni nadie la va a detener para lograr lo que se proponga.
Este
hombre era alto, delgado, moreno e inspiraba confianza. No puedo describir de qué manera supe que
mientras él estuviera a mi lado nunca me pasaría nada malo. Por tal razón, me
sentía segura en el nuevo mundo al que, unas horas antes, había arribado.
Más
tarde, comencé a observarlo y rápidamente me di cuenta que aprendería muchas
cosas de él. Es más, casi podía decir que estar a su lado era como tener un
mapa en mis manos, con el cual sabría qué camino era el correcto para llegar a
donde yo quisiera; cuál era la mejor ruta para no perder el tiempo buscando
inútilmente y la menos torcida para que, en cierto momento, no me desviara de
mi objetivo.
Para
recorrer esos caminos con más rapidez y de una manera más divertida, me enseñó
a andar en bicicleta, en patines y en patineta; lo cual hizo que amara estar
siempre en constante movimiento y tratara de no perder el tiempo, de no gastar
mis ojos y no atrofiar mis músculos tirada en un sofá viendo la televisión.
Después,
me preparó para correr riesgos y para tener confianza en mí misma dándome
tareas cada vez más complicadas y haciéndole mandados continuamente. Aunque, en ocasiones, yo protestaba por tanta
exigencia, la obediencia era más fuerte que yo.
También
me inculcó el ser compasiva, principalmente con los ancianos y a no maltratar a
los animales ni a las plantas. Además,
era muy sabio pero admitía cuando no tenía el conocimiento de algo y corríamos
juntos al diccionario para consultarlo.
Años
más tarde, dirigió mis pasos desde lejos y sin abrumarme, me dejó cometer
errores e hizo que los corrigiera. Me
dio la libertad de escoger una carrera, sin tratar de persuadirme de abandonar
mi extraña elección, para en esa época. Y, aunque fue demasiado estricto y nada
afectivo, siempre lo admiré mucho; porque detrás de su disfraz de seriedad, yo
sabía que me amaba infinitamente.
Él
fue mi primer héroe… y mi padre.
HERENCIA
Guillermina
Carreño Arreguín
El
canto de mi padre
no
es arrullo, es seguridad
es
fortaleza divina
me
dio grandeza.
El
canto de mi amado
es
arrogancia que embriaga
enloquece
el pensamiento.
Uno
me ha sostenido
para
vestirme de encanto
y
cubrir los sueños de fragancia.
El
otro ha modelado en mis manos el embrujo
la
falsía en cada peldaño del alma
sin
embargo, encanto y embrujo
son
la gran herencia
que
guardo en el pecho
más
adentro
en la entraña.
*Textos publicados en El Sol del Bajío, Celaya, Gto.
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