ENTRE ESTUDIANTES Y PATADAS
-Narrativa de César Rivera Martínez-
UNA
BROMA PESADA
César
Rivera Martínez
Héctor
Frías era el compañero más divertido del Instituto. Le gustaba hacer bromas.
Recuerdo que el día que se presentó en una dinámica organizada por un maestro,
dijo que se llamaba Ambrosio y que venía de la comunidad de Tejupilco. Como iba
de huaraches y chaleco bordado, le
creímos unos y dudaron otros.
Tenía
dieciocho años, igual que todos nosotros, pero parecía mayor, sobre todo si se
ponía lentes y se vestía formal. En la primera semana de clases, una chica,
desorientada, se acercó a nosotros a preguntar dónde quedaba la biblioteca.
Héctor se esmeró en darle indicaciones lo más falsas posibles, diciéndole a la
izquierda cada vez que debía doblar a la derecha; le daba las señas con una
seriedad absoluta, de modo que ella no podía más que creerle, así que, en lugar
de mandarla al fondo del Instituto, donde estaba la biblioteca, la mandó para
la salida.
Una vez que fuimos a almorzar,
Héctor fue a la barra de la cafetería por la comida, y aquello fue un caos:
adrede, le llevó quesadillas al que pidió tortas, comida completa al que sólo
encargó un refresco, de chorizo con huevo para el que pidió pierna, y papas
fritas al que había ordenado sincronizadas. No podía dejar de reírse de
nuestras caras cuando tuvimos que comernos lo que llevó.
Héctor era un buen estudiante, muy
inteligente, pero lo que más le interesaba en la vida era divertirse. Al grito
de “¿Te las tomas, Frías?” se iba a tomárselas bien frías con un par de
compañeros, a veces desde el jueves, y reaparecían hasta el lunes en la
escuela, a veces crudos y a veces todavía alcoholizados. Uno de esos lunes en
que llegó Héctor con sus lentes oscuros que, más que ocultar, revelaban su
estado etílico, estábamos en la clase más difícil, Matemáticas IV, con el
maestro Peralta, un sádico de los números, que buscaba siempre el problema más
difícil de cada tema en el libro, y lo anotaba en el pizarrón para
acalambrarnos. Pasaban diez, quince minutos sin que nadie supiera ni por
dónde empezar a
resolverlo, y entonces nos decía
“Ay, niñitos, ¿y así quieren llegar a ser ingenieros?” y se paseaba por
todas las sillas viéndonos a los ojos, disfrutando de nuestro sufrimiento.
Cuando terminaba su recorrido de terror, se ponía, muy satisfecho, a escribir
pausadamente la respuesta en el pizarrón. Pero ese día, ese lunes en
particular, no. Cuando Peralta escribió su tradicional problema-reto, y apenas
iba a comenzar a desafiarnos, Héctor se levantó y, sin quitarse sus gafas
negras, empezó a anotar números y más números, signos y más signos hasta casi
llenar el pizarrón. No sabría decir quién estaba más asombrado, si Peralta o
nosotros. Cuando por fin terminó de escribir, Héctor se quitó del pizarrón y
pudimos ver el procedimiento que había escrito. Era una sarta de estupideces
sin orden ni sentido, una pura payasada que no iba a ningún lado. Volteé a ver
a Peralta, quien en ese mismo momento se estaba dando cuenta; se puso todo
colorado y con una vena en el cuello que parecía que iba a explotarle, se apresuró a borrar las incoherencias del
pizarrón, pero el daño estaba hecho: las sonrisas y los susurros cundían por el
salón, hasta una carcajada estalló al fondo del salón, que Peralta acalló con
una de sus miradas asesinas. Héctor no estaba en su lugar, hábilmente siguió la
ruta del pizarrón a la puerta, sin que la mayoría nos diéramos cuenta. Las tres
semanas que quedaban del curso, Héctor no volvió a poner un pié en Mate IV, y
se resignó a recursar la materia el próximo semestre. Con otro profe, claro.
Cuando ya éramos veteranos de
séptimo semestre, Héctor tuvo una ocurrencia. Juntó a los más desmadrosos y
atrevidos del grupo, y armó un plan de bienvenida para los alumnos de primero.
A
las ocho de la mañana del primer día de clases, estaban citados en el salón
treinta y siete todos los alumnos de primer semestre. Parecían cortados por la
misma tijera. Todos volteaban a ver el número en la puerta, y luego la hoja
doblada que tenían en la mano: su horario. Algunos más inseguros todavía
preguntaban a los ya sentados “¿Sí es aquí Introducción a las Ciencias?” Aquí es,
muchachito, siéntate y disfruta la función, pensábamos los cuatro alumnos de
séptimo que nos habíamos infiltrado al grupo de novatos.
A
las ocho en punto llegó Héctor, vestido de profesor joven: camisa planchada y
saco sport, lentes sin montura, pantalón de mezclilla y, claro, un grueso libro
de ciencias bajo el brazo.
–Buenos días, jóvenes
–Buenos días –contestaron algunos,
mientras Héctor escribía su nombre en el pizarrón
–Éste es mi nombre. Grábenselo muy
bien, porque soy quien va a hacerles el favor de informarles que están en el
lugar equivocado. La mayoría de ustedes no tiene lo necesario para ser
ingeniero. Muchos de
ustedes ni siquiera
saben por qué
están aquí. Tú –dijo señalando a uno de ellos – ¿Por qué estás aquí?
–Quiero ser ingeniero. Me gusta
resolver problemas.
–¿Problemas? Eso es lo que tienen ustedes,
muchachitos: problemas.
Dejó
de hablar por un rato. Empezó a caminar por el salón, despacio, mirándolos.
Algunos bajaban la mirada. La tensión llenaba el lugar, nadie se movía. Regresó
al pizarrón y escribió dos preguntas: ’¿Cuál es el paradigma fundamental de la
ciencia?’ y ‘¿Cuáles son los cuatro pilares de la ciencia Ptolomeica?’
–A ver, ¿quién puede contestar estos
cuestionamientos?
Varios
compañeros de séptimo observaban la escena sentados afuera, en una jardinera, a
un par de metros de las ventanas. Adentro, todos estaban nerviosos, volteaban a
verse, pasaban saliva. Después de un minuto largo, una mano levantada.
–Adelante, hable.
–Pienso que el paradigma se refiere
a la manera en que se hacen las cosas. En el pasado las cosas se hacían de un
modo y pues hoy se hacen…
–¡No! –gritó Héctor, mientras
golpeaba el escritorio con la palma– ¡Qué estupidez! No tiene usted ni idea de
lo que le pregunto. Salga del salón inmediatamente.
Mi
compañero Alfonso recogió su mochila y se fue con la cara más apenada que pudo
poner.
–¿Alguien más? –preguntó, amo y
señor del aula.
Esperó
unos momentos más, y luego escribió que debíamos hacer un largo trabajo de
investigación, que implicaba la lectura de dos capítulos de un libro, y un
estudio comparativo entre el método de Bacon y el de Descartes. Anotó la fecha
de entrega: para mañana mismo.
Otro
de mis compañeros, Isaac, se puso de pié
y le dijo:
–¿Pero qué le pasa? ¿Cómo cree que
vamos a tener todo eso para mañana? Si es nuestro primer día de clases –se
quejó Isaac, poniendo en palabras lo que todos estaban pensando.
–Si no puede manejar la presión, no
tiene nada que hacer aquí.
–¿Quién se cree que es? ¿Está loco o
qué?
–Jovencito, salga de mi salón, ahora
mismo.
–Pues claro que me voy, voy a la
dirección a quejarme de usted.
Mientras
Isaac se iba, los otros, mudos, volteaban a mirarse, estaban realmente
desconcertados, no sabían qué hacer. Una chica junto a mí tenía los ojos a
punto de las lágrimas. Otro tenía ambas manos en la cabeza. Ahí ocurrió lo más
sorprendente: un chico se levantó y empezó a decir, con voz suave pero firme
–Maestro, perdone, yo no sabía que
esto iba a ser así. Estoy muy apenado por no saberme sus preguntas, pero denos
otra oportunidad, nos vamos a esforzar por ser buenos estudiantes, ya no nos
grite por favor, yo soy una persona muy nerviosa.
Héctor
se echó a reír, para gran sorpresa de los presentes. Nos llamó al frente al par
de infiltrados, y mis compañeros de la jardinera entraron aplaudiendo al salón.
Isaac y Alfonso regresaron, sonrientes.
El
jefe de grupo les explicó que éramos alumnos avanzados de ingeniería, que
estábamos haciéndoles una broma de iniciación con permiso de su verdadero
maestro, y que eran bienvenidos en el Instituto. Pasado el susto, algunos se
reían, otros decían groserías al “profe” Héctor y otros aceptaban nuestro
saludo cuando pasábamos a sus lugares a estrechar sus todavía sudorosas manos.
De
eso hace ya veintidós años. No había visto a Héctor en todo ese tiempo, hasta
hoy que, por decirlo de algún modo, lo vi. Iba caminando por la calle, cuando
me encontré la cara de Héctor, más avejentada pero con la misma sonrisa, en una
pancarta atada a un poste: es candidato a diputado por el octavo distrito, del
partido en el poder, el favorito para llevarse las elecciones. Si
Héctor gana, ésta será su broma más pesada.
CABO
César
Rivera Martínez
I
En
cuanto la moneda entraba en el agua, salía disparado tras ella, como jalado por
un hilo. Cabo podía aguantar hasta cuatro minutos bajo el agua casi
transparente del arrecife. Una vez le cronometraron seis minutos y medio, según
dicen, pero nunca tardaba tanto en encontrar el dinero, casi siempre bastaban
un par de minutos para que emergiera victorioso, primero el brazo y luego todo
el mulato, sonriente, con una dentadura más blanca que las monedas que los
turistas le lanzaban.
Había
gringos, franceses, alemanes y también brasileños. Pero sobre todo gringos,
había una fiebre por visitar Bahía y todas las playas brasileiras desde que la
Samba y el Bossa Nova se habían esparcido por el mundo entero. Y eso había
cambiado los cruzeiros por valiosos dólares americanos. Por eso, había
aumentado también el número de Arpones, como llamaban entonces a los clavadistas.
Pero
Cabo era sin duda el mejor Arpón. Lo era ahora que tenía catorce, pero no
siempre había sido así. La primera vez que se tiró, a los ocho, estuvo a punto
de ahogarse por neciar y neciar para encontrar los cruzeiros, salió tosiendo
y manoteando, y lo peor de todo,
con las manos vacías.
II
México
era muy diferente a todo lo que se pudiera haber imaginado. La comida era
picosísima, el clima de lo más loco, mucho frío o mucho calor, las muchachas
más bonitas aunque menos voluptuosas que las bahianas, y el dinero que le
pagaban era el triple del que ganaba en Sao Paulo. Como hacía años que se había
ido de su casa, se había acostumbrado a estar solo, y se había hecho a la idea
de estar sin compañía en un país extraño; pero no, no había un momento del día o de la noche que
lo dejaran solo. Primero, con el pretexto de instalarlo en su nuevo
departamento, sus compañeros le organizaron una fiestecita que duró dos días. Y
luego, después de su primer partido y su primer gol, siempre había alguien junto
a él con un vaso en la mano, dispuesto a celebrar por horas.
Su
adaptación fue inmediata. Diecinueve goles en su primer año lo confirmaron como
uno de los mejores delanteros de la liga, con sus consiguientes diecinueve
celebraciones, estruendosas y frenéticas. A lo que no podía adaptarse era a la
música. Los mexicanos ponían canciones
rancheras a la menor provocación, y todos las cantaban; todos menos él,
que no se las sabía.
El
segundo año fue una locura: treinta y cuatro goles, campeón goleador lejísimos
del segundo lugar y volverse un ídolo a tal nivel que no podía salir a la calle
sin que puñados de fanáticos lo reconocieran y le pidieran un autógrafo en su
playera, en el mejor de los casos, o sus zapatos, un beso o un mechón de su
cabello, que ya era demasiado.
“¿Cuál
es el secreto de su éxito?” le preguntaban. “Yo sólo juego para divertirme,
como cuando era niño. Lo demás viene solo” decía, aunque nunca le creyeron. Las
estadísticas indican que más de la mitad de sus goles los anotó en la última
media hora de partido, cuando la mayoría de los delanteros solían más bien
anotar poco, debido al cansancio. Esos 181 goles representan el 58% de sus 312
goles totales, una marca histórica que parece imbatible en el país. Quizá lo
prolífico le viene de familia, pues en su casa eran catorce hermanos, seis
hombres y ocho mujeres. Aunque su papá tuvo, en total, veintiséis hijos.
“No
es que fuéramos pobres, es que como éramos muchos en mi casa, no había dinero
que alcanzara” recuerda sin tristeza. Por eso iba a la playa a vender pescado a
los turistas, y luego empezó con los clavados. Había que tirarse de inmediato
para alcanzar la moneda antes que llegara al fondo, si no, sería mucho más
difícil encontrarla. Los tres o cuatro minutos, que era el máximo que podía soportar
bajo el agua, le fueron dando con los años, una capacidad pulmonar mucho mayor
que la de los demás, incluida la de los futbolistas profesionales.
III
Cabo
no entendía cómo su mamá estaba siempre de buen humor, con tanto chiquillo,
cómo no se volvía loca. Ella lo quería mucho, igual que a sus demás hermanos.
Debía lavar ajeno para poder alimentar a tanto hijo, pues sólo los más grandes
aportaban algo a la casa. Cabo llevaba lo que podía a la mamá, y le gustaba
platicarle lo que había hecho en el día, antes de dormir. De lo que más le
gustaba hablar a ella era de tener una casa más grande, donde cada uno pudiera
tener su propia cama. La acompañaba por las tardes al cuartel de la zona
militar, donde entregaba la ropa limpia a los soldados. Algunos le regalaban
dulces, y le preguntaban si quería ser soldado, cuando fuera mayor, y lo
llamaban Cabo, Cabinho. En secreto, Cabo pensaba que él, y no sus hermanos más
grandes, le iba a comprar una casa nueva a la mamá en cuanto pudiera. No tenía
manera de saber que a ella le quedaban ya muy pocos años.
IV
Regresó
a Bahía para su cumpleaños cincuenta. Está solo, después de su segundo
divorcio. Nada está igual. La zona turística ha sido modificada por completo.
Un complejo hotelero rodea ahora la zona donde él jugó de niño tantas veces. La
casa y toda la colonia que había habitado ha sido demolida y convertida en zona
comercial. Ni siquiera siente nostalgia. Vuelve al hotel y se cambia
para ir a
la alberca. Entra al agua bajando
los escalones y, sin cerrar los ojos, se
sumerge y comienza a aguantar la respiración, y cuenta en su mente para ver
cuánto puede soportar.
Textos publicados en El Sol del Bajío, Celaya, Gto.
* Evanivaldo
Castro Silva, Cabinho, es un ex-futbolista brasileño que se desempeñó como
delantero; desarrolló la mejor parte de su carrera en México. Es el máximo
anotador de la Primera División de México, anotando 312 goles y consiguiendo
ocho títulos de goleo, cifra que también significa un récord, jugó entre 1974 y
1988 para los equipos de la UNAM, Atlante, León y Tigres.
**César Rivera Martínez es integrante del Taller
Literario Diezmo de Palabras en Celaya, Gto. Es ingeniero en computación y
tiene una licenciatura en Letras Hispánicas.
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