EN VÍSPERA DE NAVIDAD
Una
vez más, estimados lectores, hemos llegado a la víspera de Navidad. Deseamos que
la paz de Dios encuentre lugar en sus corazones y su hogar se llene de
bendiciones. De parte de todo el Taller Literario Diezmo de Palabras y el
maravilloso equipo de editores de El Sol del Bajío les enviamos un abrazo
fraternal y pedimos para ustedes una feliz Navidad.
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JESÚS, EL DULCE, VIENE…
Juan Ramón Jiménez
Jesús, el dulce, viene…
Las noches huelen a romero…
¡Oh, qué pureza tiene
la luna en el sendero!
Palacios, catedrales,
tienden la luz de sus cristales
insomnes en la sombra dura y fría…
Mas la celeste melodía
suena fuera…
Celeste primavera
que la nieve, al pasar, blanda, deshace,
y deja atrás eterna calma…
¡Señor del cielo, nace
esta vez en mi alma!
LA
MEJOR COMPAÑÍA PARA LA NAVIDAD
Javier
Alejandro Mendoza
Era
Nochebuena, la mansión estaba llena de luces y muebles caros, pero muy falta
del calor humano. Don Arturo Montes era
un hombre rico y ya mayor. Vivía casi
solo. Lo acompañaba la servidumbre. Para esa noche, desde muy temprano, el patrón
les pidió que prepararan deliciosos platillos, que serían acompañados con vinos
finos y una gran cantidad de postres.
Toda la casa fue decorada con adornos de la ocasión. Un pino y un nacimiento engalanaban la
estancia. Arturo esperaba recibir a sus
hijos y nietos, para que llenaran con sus risas el enorme espacio que deja la
soledad.
Mientras
tanto, como lo hacía todos los días, salió a dar un paseo. Era una costumbre que llevara consigo un
trozo de pan, para dárselo de comer al perro que en la esquina de su calle vivía
bajo una camioneta. Tan pronto veía
venir la pesada figura, el fiel animal movía la cola en señal de
agradecimiento. Así correspondía el pan
y el cariño.
Muy
cerca de ahí había un jardín público. En
una de sus bancas, el señor Montes se sentaba a darle de comer arroz o un poco
de moronas a las palomas que muy nerviosas se acercaban a él en busca de
alimento.
El
pequeño Luis, un niño sucio y mal vestido, también se acercaba a él, pero para
lustrarle los zapatos. Mientras el
jovencito cepillaba el calzado, hablaba con una linda sonrisa en su boca. A su gran amigo le contaba sus sueños y las
alegrías que hay en la vida, incluso de alguien tan carente de recursos.
En
realidad, don Arturo no necesitaba del servicio, pero dejaba que el chiquillo
realizara su trabajo para pagarlo en una forma por demás generosa.
Antes
de despedirse, de todo corazón, el señor le decía:
—Ya
sabes donde vivo. Búscame cuando
necesites algo.
Luis
sonreía satisfecho y le aseguraba esperarlo ahí mismo el día siguiente.
Antes
de volver a su casa, Arturo entró a una iglesia. Con alegría dirigió su vista al altar, para
agradecer que en esa noche tan especial contaría con la compañía de los seres
que en verdad lo amaban, así como él a ellos.
Desde
hacía muchos años, cuando enviudó y los niños crecieron, don Arturo pasaba la
Navidad solo. Sus cuatro hijos contaban
con trabajos, compromisos y otra familia.
No podían ir con el viejo que les dio todo lo que tenían. Por su parte, los muchachos preferían las
fiestas ruidosas, muy lejos de los mayores.
Casi se habían olvidado de la casa de los abuelos, donde corrieron sin
ninguna restricción; ahí, donde fueron tan felices y tan consentidos por los
padres de sus padres. De los nietos más
pequeños ni hablar. En realidad no
conocían al abuelo, un hombre al que veían en algunas fotografías viejas. El mismo que ansiaba cargarlos y llenarlos de
besos.
Luego
de varios intentos fallidos, la familia se volvería a reunir. Esa Nochebuena sería especial. Los cuatro hijos de Arturo, con todos sus
hijos, ya habían confirmado su asistencia.
Luego de años de espera, el viejo gozaría de la mejor compañía en la
Navidad.
Todo
parecía ideal, hasta que un poco más tarde varias llamadas acabaron con la
felicidad. Desde lejos, uno a uno, los hijos
de Arturo le fueron deseando feliz Navidad, para luego excusarse, ya que otros
compromisos, la distancia y hasta el clima impedirían su asistencia.
El
señor fingió normalidad mientras despedía por esa noche a la servidumbre, para
que fueran a sus hogares a pasar la fecha.
Todos se marcharon, excepto Isabel.
Ella era una empleada leal, con tantos años de servicio, que ya se había
convertido en parte de la familia. Entre
Isabel y Arturo había ese cariño que hace hermanos a dos personas que no llevan
la misma sangre.
Al
contemplar su realidad, Arturo no pudo contener las lágrimas. Isabel puso su mano sobre el hombro del
patrón para recordarle que no estaba solo.
En
ese momento alguien tocó el timbre. La
empleada atendió. Al instante regresó
acompañada por el pequeño Luis. Recién
bañado y con su mejor ropa le preguntó a su viejo amigo:
—¿Me
invitas a cenar?
Arturo
se llenó de alegría. Con entusiasmo les
pidió a la señora y al niño que se sentaran a la mesa. Él se encargaría de atenderlos. Pero antes de eso tenía que ir por un
invitado más. De inmediato salió de su
casa. Con un silbido llamó al perro de
la esquina, para que entrara al calor de su hogar. Una vez que el animalito estuvo dentro, su
nuevo amo colocó en el suelo, junto al lugar que él ocuparía, un trozo grande
de pavo.
Al
sonar las doce se abrazaron y brindaron, mientras escuchaban villancicos.
Antes
de iniciar la cena, tal y como lo hizo esa tarde en la iglesia, don Arturo
agradeció al Cielo, que en esa fecha tan especial, en la que se conmemoraba el
nacimiento de Jesús, contaba con la compañía de los seres que en verdad lo
amaban.
El
pequeño Luis se rascó la cabeza antes de preguntar:
—Si
nomás somos tres, ¿por qué hay cuatro platos en la mesa?
Con
fe en sus palabras, Arturo le contestó:
—Porque
esta noche, querido amigo, Dios está aquí.
DIOS
SE LO PAGUE
Patricia
Ruiz Hernández
Un
pordiosero estaba sentado bajo una cornisa, en su trono de pavimento. Formaba
parte del paisaje urbano al igual que muchos otros que deambulaban por las
calles de la gran ciudad. Aguardaba la caída de alguna moneda en el mugriento
bote, o en el mejor de los casos, el arribo de un billete. Repetía frases
prediseñadas como: “Una caridad por el amor de Dios” o “Lo que sea su voluntad,
hermanos”. A veces, balbuceaba palabras ininteligibles por la repetición
constante. A ratos, se quedaba callado y permanecía con la mano extendida, cual
faquir que espera dominar la mente sobre el cuerpo. Era socorrido por personas
que motivadas por la compasión, se desprendían de un poco de dinero. Algunos
transeúntes lo ignoraban desviando la mirada a la contemplación de los aparadores.
Había quien le ofrecía una mirada rápida a su aspecto: barba entrecana, cabello
enmarañado, rostro sucio, zapatos dispares y harapos.
Un
grupo de bulliciosos jóvenes como cachorros juguetones, pasaron a su lado. Uno
de ellos se inclinó hacia el bote. El pordiosero escuchó un sonido diferente al
de una moneda al caer.
—¡No
es basurero! ¡Méndigo! —exclamó al descubrir que el joven había depositado una
tuerca.
—¡No
estaba dormido! ¡Ya se enojó! —dijo el bromista, al tiempo que se alejaba
rápidamente con sus amigos ante la cólera del limosnero.
En
otras ocasiones, con un extraño sentido del humor, las personas le habían
obsequiado piedrecillas o tornillos.
—Una
limosnita, muero de hambre —imploró a una mujer que disminuía sus pasos,
acercándose al rincón perfumado con orines y efluvios de alcantarilla.
—Te
ofrezco algo para comer, buen hombre —dijo la mujer, entregándole un pan. Él
recibió la donación, mas no pronunció palabras de agradecimiento. Las
aportaciones en especie no eran de su agrado, las prefería en metálico. Ella se
retiró con la satisfacción de haber realizado una buena acción, aun sin recibir
el esperado “Dios se lo pague”.
Más
tarde, llegaron dos señoras, integrantes de un grupo altruista que ayudaban a
personas en situación de mendicidad.
—Acércate. Estamos ofreciendo comida en
aquella camioneta —dijo una de ellas, señalando un vehículo que contenía una
gran olla y un canasto con pan para
obsequiar refrigerio a los indigentes.
—También
te invitamos a pasar la noche en un albergue, si no tuvieras en donde dormir.
Hay cama y cena para ti. No pagarás nada —explicó la otra señora—, sólo una
condición: no debes llegar embriagado —agregó, refiriéndose al inequívoco aroma
que desprendía. En respuesta, el limosnero hizo mutis alejándose deprisa,
dejando perplejas a las mujeres. Después, se detuvo a cierta distancia para
esperar a que las señoras se marcharan de “su” esquina. Le inquietaba que otros
ganaran su puesto. Regresó hasta que las filantrópicas damas se retiraron. Tal
como lo temía, ahí estaba el gangoso con quien tenía una rivalidad de antaño.
Aquel hombre poseía una ventaja competitiva: cantaba canciones populares y
melodías religiosas, con lo que ganaba la simpatía de la gente.
—Adabare,
adabare, adabare a mi señooor… —berreó cortos versos, ofreciendo a los peatones
un popurrí de cantos-. Gradias, do que sea su voduntad, que no afedte su
ecodomía.
—¡Largo!
—gritó iracundo al usurpador— ¡Es mi lugar!
Como
animal territorial que defiende su espacio, amedrentó al antagonista con
violencia física y verbal, mostrándole su faceta perruna. Al final, el rival
atemorizado se retiró y el limosnero, triunfante, recuperó su espacio.
Cuando
el día menguaba, dio por terminada la jornada laboral y acudió, como de
costumbre, a la tienda donde canjeaba la morralla por billetes. Aquel fue un
buen día. El monto de lo recaudado equivalía a varios tantos el sueldo de
cualquier empleado. Ya sin el peso de las monedas, caminó ligerito, entró a un
baño público, se lavó la cara y las manos, se despojó del disfraz que guardó en
una mochila, de la misma donde sacó ropa limpia, zapatos y un abrigo.
Enseguida, se trasladó a la central de camiones para viajar a la población
donde radicaba. Ahí lo esperaba su confortable casa, una deliciosa cena y un buen
whisky. Abordó el camión y se acomodó en el asiento, sacó una botella pequeña y
empinó su contenido. Fingir lo que no se es, no resultaba fácil, requería
adormecer los sentidos y anestesiar la conciencia. Sintió un dolor intenso en
el abdomen, sufría náuseas y una gran fatiga. Se lo había advertido un doctor,
eran los síntomas irreversibles de una enfermedad etílica.
A
punto de iniciar el trayecto, se confirmó aquello de que el mundo es un
pañuelo, pues para su mala suerte, subió al autobús la misma señora que ese día
le regaló un pan. La observadora dama lo reconoció.
—¡Tú
eres el que pide limosna! ¡Reconozco tu cara, aunque no traigas los harapos!
Soy buena fisonomista ¡Eres un mentiroso!
—No
sé de qué habla. Me está confundiendo.
—Mira
que aprovecharte de la buena fe de las personas ¡Pero hay un Dios!
—¡Chofer!
Esta mujer me está molestando —señaló el profesional del engaño.
Los
pasajeros miraban la escena desconcertados, sin atinar a quien favorecer en
credibilidad.
—Señora,
por favor tome asiento o deberá bajar del autobús —ordenó el chofer.
Ella
no tuvo otra opción que sentarse, aunque visiblemente molesta continuó
murmurando: “El gobierno debería hacer algo contra estos estafadores. ¿Por qué
las autoridades permiten que nos timen estos haraganes?” Lo decía con la
utópica idea de que la clase política puede o quiere solucionar los males de
los gobernados. Por su parte, el pordiosero pirata se quedó reflexionando en
que el contratiempo lo obligaría a cambiar de lugar o de ciudad, no debería
correr el riesgo a ser desenmascarado. Podría regresar a la entrada de cierto
casino para abordar a los apostadores antes de que salieran despojados del
palacio del juego. Un plan alterno sería asistir al atrio de una iglesia, donde
los feligreses son aleccionados a que el cobijo a los pobres es una forma de
ganar el favor divino.
Horas
más tarde, llegó a su moderna morada, adquirida con sus habilidades en el arte
de la simulación. Un cansancio supremo lo venció y sin buscar la cena que cada
noche le preparaba la ayudante doméstica, se desplomó en el sillón. Alcanzó un
vaso, lo llenó con whisky. Después de tomarlo se quedó profundamente dormido,
soñando con su arca desbordante de monedas.
*Textos publicados en El Sol del Bajío, Celaya, Gto.
**Patricia Ruíz y Javier Mendoza son integrantes del Taller Literario Diezmo de Palabras.
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