DE
TERREMOTOS EN LA ESCRITURA
-Sobre
la novela de Alí Rendón, Lo que escuché mientras caía-
Por
Elizabeth Vargas Quince
¿Qué se puede esperar de una primera novela? ¿Qué se
puede esperar de un autor que adoptó hace mucho tiempo el mantra de “No soy
escritor”? ¿Qué esperar de una obra que transita por el sismo del ‘85 ahora que
otro sismo nos agrieta la esperanza?
La primera
pregunta se podría responder con la novela misma. Hablo de la novela “Lo que
escuché mientras caía” del celayense Alí Rendón, editada por el sello
independiente Editorial Montea, de León, Guanajuato. De una primera novela se
puede esperar lo mismo que de un primer terremoto, es decir, que venga una
réplica, ya de los lectores, ya de sus posibles revisitadores o del tiempo...,
y que regrese el espanto de la tragedia que puede ser la condición humana al
tiempo que se duda del suelo movedizo sobre el que nos arrodillamos a rezar,
que se le implore por que nos deje levantarnos.
Incluyo
un fragmento de Lo que escuché mientras caía:
«Días después [del sismo], en el diario “El vocero de
Guanajuato”, yo publiqué mi primer anuncio clasificado: ESCUCHO TUS PROBLEMAS. LLÁMAME 3-51-71. 21:00-00:00hrs.
VALENTINA CANSINO. ABSOLUTA DISCRECIÓN
Mi nombre nunca sería Valentina Cansino, pero creí que
les daría confianza a las personas para contarme sus secretos dolorosos. La
gente me telefonearía de noche. Esto ahora me recuerda al niño que pide un
cuento antes de dormir, como si la historia fuera un escudo en las tierras
desconocidas del sueño que tanto emparentamos a los continentes que tiene la
muerte. Quizá nadie en ésta última frontera se resistiría a un recién llegado
con una buena historia. Hasta podría ser la llave para hacer buenos amigos.
Nadie serio llamó durante mucho tiempo. Imaginé que cuando lo hicieran, por lo
general algún martes gris o un domingo por la tarde, sabría que se trataría de
algún solitario, un tipo o una tipa pidiendo escuchar a alguien que le dijera
que le comprendía, un interlocutor imaginando a una mujer de nombre Valentina
escuchándole alarmada, asombrada, y quizá hasta llorando. Luego se darían
cuenta de que era (y soy) hombre; dudarían, y este sería mi primer filtro. Los
que decidieran colgar pasarían por un proceso de maduración de sus problemas
hasta que, con suerte, llegarían al punto de volver a llamar ya más decididos.
Los que no cortaran la primera llamada, sufrirían la picadura de la curiosidad,
habrían escuchado algo que “no estaba bien”, algo que parecería una broma. En
este punto había más posibilidades. Algunos se enojarían, otros simplemente no
serían sinceros y otros más empezarían a molestarme con frecuencia. Pero una
vez que diera con uno de los buenos, escucharía una historia, buena o mala,
pero escucharía una y entonces quizá podría después redactarla. Uno de estos
buenos narradores se reconoce por la textura que agarra su voz, por las grietas
como raíces, y toda caída es raíz, digo yo; entonces comenzaría presionando un
botón en el aparato viejo de telefonía del trabajo y se comenzaría a grabar la
conversación en un microcasete. A veces los interrumpiría -eso los dejaría más
interesados- para acercar algo de música con una radiograbadora. Pondría algo
que quizá no hubieran escuchado, no sé, Chacona en mi menor. El caso
sería que ya en este momento vería la sombra del ahorcado en la semilla del
árbol. Hay algo importante: les aclararía varias veces que no resuelvo
problemas, ni doy consejos. Yo sólo escucharía. Me contarían cosas que podrían
ser verídicas; pero ellos tenderían a magnificarlas, luego empezarían a
corregir el pasado. Yo les preguntaría más y llevaría la charla hacia donde
quisiera. Sería el último sinodal de sus mentiras; los forzaría a que
inventaran algo sobre la marcha que tuviera más brillo y esta improvisación
podría convertirse en creación. ¿Por qué se iban a dejar confesar así? Les
haría la promesa de contarles sobre mí al terminar ellos su relato, de por qué
me hacía llamar Valentina siendo que soy hombre. Casi nadie se resistiría. Y
así como lo imaginé terminó siendo casi dos años después (por ahí del ‘87). La
primera persona que dijo que terminaría con su vida no se resistió nada.
Siempre, mi interlocutor y yo fuimos como dos niños turnándose el papel del
padre (o la madre) que cuenta un cuento antes de dormir. Sólo que yo nunca tomé
el papel del niño que ya no despertaría mañana.»
En una
entrevista para la sección de Escritores Mexicanos Nueva Generación del portal
Suplemento de Libros, el editor y periodista cultural Nahum Torres Rivera
escribió:
«Nacido
en 1980 en Celaya, Guanajuato, Alí Rendón debuta como novelista con “Lo que
escuché mientras caía” (Ed. Montea, 2017), obra en la que los personajes están
inmersos en una especie de catástrofe existencial similar al derrumbe del sismo
del ’85; sin embargo, lo vital se va apoderando de las 220 páginas, por lo que
la tragedia se va superando mediante una incansable búsqueda del verdadero amor
por parte del narrador-protagonista, Juan Chávez, quien rememora sus ligues
fallidos intentando superar aquel momento en que un doctor le tocó los
genitales y lo besó.»
Quiero
hacer hincapié en esto último, el beso que sufre de parte de un hombre, pues
significa para Juan Chávez, personaje en ese momento adolescente, una maldición
y una fractura en ese constructo psicológico llamado identidad masculina. Será
ese beso, a partir de entonces, el opuesto a aquel beso mítico que despertó a
La Bella Durmiente, una maldición para Juanito Chávez. Y un sueño profundo y
encantado, será el que caiga sobre la madre de Juan, Betty Novaro, en forma de
una enfermedad llamada simplemente “letargia”. Así se establece un juego muy
sutil con ese arquetipo de cuento de hadas, que subyace en el andamiaje de una
novela que podríamos resumir como de corte realista si no hacemos caso a otros
escarceos con la literatura fantástica que hallamos en, por ejemplo, el
planteamiento de una extraña hipótesis -“La Teoría del Surf Tectónico”, como le
llama uno de los personajes- que parece haber sido la única explicación
plausible de que un edificio, conocido como La torrecita, no sólo no hubiera
sufrido los mismos daños que las edificaciones vecinas durante el sismo, sino
que aparte se hubiera desplazado varios metros como si fuera un surfista sobre
una gigantesca “ola de tierra”. También lo fantástico parece subyacer en
algunos personajes como la Camposantera, una suerte de sepulturera que tiene
una prótesis de pinza en vez de la mano derecha que Juan Chávez mira como si
fuera una de las llaves de san Pedro. O en Sonia, una mujer que mientras habla
parece transmitir simultáneamente una voz de niña haciéndole segunda.
Esos me
parecen los únicos elementos cuasi-fantásticos que se alcanzan a vislumbrar en
la novela en una primera lectura, aunque podría agregar el anacronismo que
comete la novela, alrededor del año ‘95, al mencionar a un superviviente
imposible del infausto Domingo negro cuyas explosiones convocarían, hasta el
‘99, el infierno en Celaya. Me confunde también hacia esa dirección de la
fantasía el hecho de que las descripciones que hace Rendón de los ambientes me
parezcan insuficientes, es como si también el sismo se las hubiera llevado.
Parece, mejor, invertir su descripción en otras cosas, como en decirnos a qué
huele el fantasma de una víctima del sismo: «Sonia
y yo fuimos a ver el lugar el sábado. No le dije nada; pero para mí entre la
contaminación estaba el aroma inconfundible de un fantasma: algo entre sudor,
madera resinosa y un hilito de humo de guayaba quemada en un comal sordo». O en
presentarnos de forma muy atípica lo que es un hombre: «Es óvulo de su
madre la mitad superior de un hombre».
Al
protagonista parece agobiarle tanto la realidad que le termina brotando, por
episodios, un zumbido en los oídos, un tinnitus imbricado en todo lo fuerte que
le sucede. Este acúfeno -que me recuerda a ese zumbido semejante a una
motocicleta gigantesca que ruge en las escenas de ciudad en Blade Runner 2049,
pero en un tono agudo- es como si fuera un finísimo hilo de acero al cual Juan
Chávez tiene que sujetarse para llegar hasta el final de un laberinto de
escombros, pero al costo de sangrar ante su filo.
La cuarta de
forros consignada al editor Adrián Martínez fue ligeramente censurada. En su
versión más fiel a la obra intentaba resumirla así:
«Para el
mundo del telefonista Juan Chávez, oscurecido por un abuso en la adolescencia,
el perdón puede ser una ventana. Pero esta búsqueda de luz lo vuelve una
doctora corazón -con el alias de “Valentín Cansino”- y le revelará su ser más
gris y su mayor dilema. De las tres mujeres de su vida: una madre poeta que
está enferma de letargia, una esposa protectora, y una amante afectada por el
terremoto del ’85 en México, tendrá que elegir con cuál permanecer, y tomar en
cuenta que sólo podrá destruir a una de las dos restantes.
Este joven
telefonista no atina sino a vivir en continua protesta y registrando en un
cuaderno los días que marcaron su identidad entre abusos en la adolescencia, el
terremoto del ’85, las llamadas de la gente contándole sus problemas, y una
madre afectada por su pasado, y por un terrible letargo, a la cual intentará
inmortalizar a través de la publicación de sus poemas. Por si fuera poco, su
esposa está dejando ver secretos y de pronto surge una amante que parece
albergar la voz de una niña que habla a través de su vagina.»
Retomo y
contrasto la introducción de Nahum Torres:
«En esta
novela rosa y gris sobre los vínculos afectivos, el protagonista aprovecha su
trabajo como operador en una compañía telefónica para fungir como doctor
corazón bajo el seudónimo de “Valentín Cansino”»
Este será otro
hito importante en la obra, la figura de un confidente que no llega siquiera a
ser una doctora corazón, pues no da consejos, sólo escucha, graba en casete
todo un desfile de problemas que le cuentan varios personajes como la
Camposantera, Sonia y un adolescente suicida, por mencionar algunos.
Decir que la
novela de Alí es un monólogo descoyuntado que pasa por el sismo del ’85 y le
pone el nombre de El Gigante, sería dar una respuesta pronta, casi tanto como
la huida del celayense Rendón cuando sale corriendo de los escombros de su
propia escritura que se le ha venido atribuyendo como de autoficción. Pareciera
deslindarse, de los efectos de escribir a través de la primera persona del
singular, diciendo: “Yo tenía 5 años cuando el terremoto”. La investigación
parece provenir de fuentes diversas, charlas, documentales, libros del Sabio de
los terremotos: Cinna Lomnitz, ensayos de Ignacio Padilla, crónicas de
Poniatowska y Monsiváis, entre otros. Sin embargo, Alí remata: “el pasado es un
lenguaje y la memoria un balbuceo”.
Sobre la
novela, el escritor Alfredo Carrera (premio de poesía “Desiderio Macías Silva
2017”) escribe en el prólogo:
«Alí
Rendón toma uno de esos gigantes, de esos a los que le dan la vuelta los
provincianos, sobre todo, va de frente para llegar al temblor del `85 en el
ex-Distrito Federal, pero desde un pueblo de Guanajuato. Lo que escuché
mientras caía le da voz a Juan, que se permite contar su vida, partida y
marcada por ese acontecimiento que apareció dando golpes que tocaron al país.
El inicio es una anécdota que parece incidental, la pérdida de inocencia en
varios sentidos, pero que le da al personaje un rasgo que detona muchos elementos
de su vida. Nos entrega un personaje con una pérdida de identidad que le dicta
muchas veces el camino equivocado como el correcto y en contraparte una
conexión con su madre que lo lleva al rescate de poemas que marcan el pulso de
la historia.
Rendón retrata
una visión muy concreta de lo vivido en México en un momento y en una época,
con sus consecuencias o daños colaterales que casi nunca se han explorado. El
título de la novela, que de inicio podría parecer casi una decisión o capricho
personal, a la vuelta de cada página, toma un significado. ¿Qué se puede
escuchar mientras se va cayendo y cómo se interpreta eso? La respuesta es una
novela breve, escrita desde la oralidad, esa sensación da, es la exploración de
una voz, del protagonista y de Alí, que demuestra un trabajo muy serio respecto
al oficio de escuchar hablar, pero sobre todo, de tener claridad sobre qué es
lo que viene después en la historia. Los personajes son cercanos, cómo debe de
suceder en las buenas historias, y les pasa la vida encima como a nosotros. Se
agradecen los capítulos breves, el seguimiento de cada uno de los personajes,
la ausencia de vacíos o silencios, la coherencia del personaje que, pueda
molestarnos o no, es coherente a lo que cree, a lo que considera que es lo
mejor y, me parece un punto central de la novela, la libertad que se toma para
realizar lo que él considera buenas acciones, a pesar de él mismo.»
Entonces,
pues, para responder a la segunda pregunta, esa de qué se puede esperar de un
autor que se dice que no es escritor, bastaría decir que Alí se encontraba de
visita en la Ciudad de México este pasado martes 19 de septiembre –“septiemble”
diría su protagonista Juan Chávez– cuando este novísimo Gigante del 2017 le
asestó renovadas oscilaciones, una rima en la conciencia y algunos requiebros
hallados en las preguntas de un par de sus conocidos quienes le dijeron: “Ahí
tienes para la segunda parte de tu novela”. Y la respuesta es la que se espera
de un autor quien afirma que no le conviene decirse “soy un escritor”, sino
decirse en cambio “voy a escribir algo hoy”. Pero Alí no escribe nada sobre el
nuevo terremoto, ni sobre aquellas personas y perros que le hacen frente al
Gigante del 2017. No, escribe desde su formación como brigadista un
agradecimiento porque la Secretaría de Cultura de la Ciudad de México pondrá en
salas de lectura algunos ejemplares de su novela. Agradece porque no se haya
tomado con morbo, ni por oportunismo accidental, pues esta novela se escribió
antes del pasado sismo. Fue realizada dentro del Seminario de novela “Jorge
Ibargüengoitia 2015” del Fondo para las Letras Guanajuatenses que convocó el
IEC y el Fondo Guanajuato, teniendo como tutor al escritor mexicano Eusebio
Ruvalcaba (q.e.p.d.), a quien dedica Alí su obra.
Para
responder a la última pregunta de las planteadas al inicio, esa de qué esperar
de una obra que transita por el sismo del ‘85 ahora que otro sismo nos
quebranta la esperanza, bastaría hacer un acopio de esta novela y otras obras,
no sólo de la narrativa, sino también del ensayo, de la crónica, y por supuesto
de la poesía; Juan Villoro ya nos entregó un videopoema sobre el nuevo
terremoto con la misma pasión con que David Huerta nos había dado su poema
sobre los normalistas desaparecidos de Ayotzinapa. La respuesta entonces quedará
en manos de los lectores inquietos que se introducen a las obras llenos de
preguntas y salen con el descubrimiento de que el autor será siempre un fiel
compañero de dudas.
Destaco,
por último, sin ser menos importante, la presencia estética de la poesía
durante la novela, ya sea en la oralidad del discurso narrativo que pasa por
los neologismos y otras invenciones sobre la palabra –como aquel “septiemble”-
o en la transcripción directa de los poemas que Betty Novaro, madre del
protagonista, escribía.
Debo decir que
estamos ante una novela fragmentaria (sus capítulos son muy breves, hay uno de
sólo tres renglones), y asimétrica (las 3 partes que la componen tienen un
tamaño desigual) que apuesta por constituir una de esas novelas en las que la
fuerza no está supeditada a lo que sucede, sino a una especie de emoción
regente que las cimenta como un pilote que quizá quede indemne tras una serie
de fuertes sacudidas como estas últimas que ha venido conmocionando a todo el
país.
*Alí
Rendón (Celaya, 1980). Narrador y poeta, autor del libro de cuentos La realidad con capacidades diferentes
(Pictographia-INBA-Conaculta, 2013). Recibió el premio del Festival
Internacional de Escritores y Literatura San Miguel de Allende 2016 en la
categoría Minificción. Beneficiario del PECDA en 2010. Ha publicado en la
revista Playboy y en antologías de
cuento y poesía. Parte de su obra ha sido traducida al polaco y utilizada en Polonia Imaginada, trabajo postdoctoral
de la dra. Maja Zawierzeniec (Univ. Varsovia, 2009), y en la tesis Movimiento y metáfora: narrativa sobre la migración mexicana de la
época Pos-Gatekeeper de la dra. Ruth Brown (Univ. de Kentucky, 2013).
Recientemente fue seleccionado en Territorio
Ficción, antología de narradores mexicanos menores de 40 años, publicada
por la SEP para distribuirse en las escuelas normales de todo el país. Lo que escuché mientras caía es su
primera novela. Tuitea desde la cuenta @espectronico.
**Elizabeth
Vargas Quince (Austin, 1977). Artista conceptual y escritora. Le gusta redactar
cuartas de forros para libros de narrativa y poesía. Se dedica al periodismo
cultural.
***Texto publicado en El Sol del Bajío, Celaya, Gto.
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